—¡Aguarda, aguarda un minuto! —escupió el judío sefardí a su mentor en el oficio—. Entonces, lo que yo digo, Langdon: tú serás el último de los Cinco de Boston.
—Burndy no fue uno de los Cinco originales, mi lindo judío —respondió Langdon Peaslee, omnisciente—. Los Cinco éramos (benditas sean sus almas a medida que vayan cayendo al infierno, y la mía también cuando me reúna con ellos) Randall, que está a mitad de su condena en las Tumbas; Dodge, que sufrió un colapso nervioso y se ha retirado al Oeste; Turner, machacado por su costilla, con la que llevaba dos años y pico (si esto no es una lección para no emparejarse, es que no me han dado ninguna); y el querido Simonds, que anda escaqueado por la parte del muelle, demasiado trompa para reventar siquiera una hucha de niño.
—Oh, es una vergüenza. Una vergüenza —murmuró uno de los cuatro hombres que escuchaban a Peaslee.
—Vuelve a decirlo —le reprochó Peaslee, levantando una elástica ceja.
—¡Una vergüenza verlo a punto de subir la escalerilla! —continuó el ladrón bizco—. Nunca conocí a ese hombre. Pero he oído que era el mejor reventador de cajas que ha habido en Boston. ¡Dicen que podía hacerlo con una pluma!
Los otros tres oyentes guardaron silencio, y si hubieran estado de pie en lugar de sentados, habrían podido arrastrar nerviosamente las botas sobre las duras cáscaras desparramadas por el suelo del bar, o se habrían ido ante semejante comentario hecho ante Langdon W. Peaslee. Pero, en aquellas circunstancias, echaron buenos tragos de sus bebidas o dieron caladas con expresión ausente a los cigarros que había repartido Peaslee.
La puerta de la taberna se abrió y una mosca se proyectó a las mamparas ennegrecidas por el humo que dividían el local, y zumbó alrededor de la mesa de Peaslee. Un reducido número de hermanos y hermanas de la mosca había sobrevivido al invierno, y un número aún más reducido había prosperado en ciertas partes de los bosques de Massachusetts, y continuaría haciéndolo. Claro que de haberlo sabido el profesor Agassiz, de Harvard, habría declarado que tal cosa era descabellada. Con una aguda mirada, Peaslee descubrió los extraños ojos de color rojo flameante y el ancho cuerpo azulado. La aplastó, y en el otro extremo de la barra algunos hombres se dedicaron al deporte de cazar moscas.
Langdon Peaslee se tomó su ponche fuerte, la bebida especial de la casa en la taberna Stackpole. Peaslee no tuvo que cambiar de postura en su silla de madera dura para alcanzar el vaso con la mano izquierda, pese a que la silla estaba a alguna distancia de la mesa, a fin de que pudiera dirigirse adecuadamente a su innoble semicírculo de apóstoles. Los brazos de arácnido de Peaslee le permitían alcanzar muchas cosas en la vida sin necesidad de moverse.
—Hacedme caso, colegas: nuestro señor Burndy —Peaslee silbó el nombre por los amplios huecos entre sus largos dientes— era simplemente el reventador de cajas más pesado que esta vieja ciudad haya visto.
La audiencia aceptó aquella chanza para fundir el hielo, alzando sus vasos y con una ráfaga de exageradas carcajadas que ensancharon la ya excesiva sonrisa de Peaslee. El judío paró en seco su risa con una mirada tensa por encima del borde de su vaso.
—¿Qué pasa, yidis? —preguntó Peaslee volviendo la cabeza para ver a un hombre de pie junto a él.
Sin decir palabra, los ladrones y carteristas de poca monta que rodeaban a Peaslee se levantaron y se dirigieron a los extremos más alejados de la barra, dejando tras ellos inútiles nubes de humo viciado. Sólo permaneció en su sitio el delincuente bizco.
—¡Largo! —silbó Peaslee, y el cortesano que quedaba desapareció entre el resto de parroquianos.
Peaslee se quedó mirando de arriba abajo a su visitante.
—Vaya, vaya. —Chasqueó los dedos para llamar a la camarera, apenas cubierta por un vestido muy escotado. El ladrón de cajas fuertes preguntó, con una reluciente sonrisa—: ¿Qué va a ser?
Nicholas Rey despidió a la camarera con un gesto simpático de la mano y se sentó frente a Peaslee.
—Venga, patrullero, fúmese uno de éstos.
Rey rechazó el largo cigarro que el otro le tendía.
—¿A qué viene esa cara tan sombría? ¡Éstos no son malos tiempos! —dijo Peaslee, volviendo a sonreír—. Mire ahí, a los colegas, que están a punto de pasar a la trastienda para echar la partida. Lo hacemos todas las noches, ya ve. Estoy seguro de que no les importaría que usted se uniera a nosotros. A menos, claro, que ande mal de pasta para la apuesta inicial.
—Se lo agradezco, señor Peaslee, pero no.
—Bien. —Peaslee se llevó un dedo a los labios y luego se inclinó, como para intercambiar confidencias—. No crea, patrullero, que no se le ha seguido la pista. Sabemos que andaba detrás de cierto sujeto que trató de matar a ese Manning, de Harvard; alguien que, según usted, tiene algo que ver con los demás crímenes de Burndy.
—Exactamente.
—Bien, pues mejor para usted que eso no se sepa. Como a usted le consta, están de por medio las recompensas más gordas desde que se cargaron a Lincoln, y yo no voy a renunciar a ellas. Cuando Burndy suba la escalerilla, mi parte va a ser tan abundante como para ahogar a un cerdo, tal como se lo dije, amigo Rey. Estamos a ver qué pasa.
—Le ha gastado una mala jugada a Burndy, pero no se preocupe por mí, señor Peaslee. Si tuviera pruebas para liberar a Burndy, ya las habría presentado, cualesquiera que fuesen las consecuencias. Y usted se quedaría sin su recompensa.
Peaslee levantó su vaso de ponche, pensativamente, ante la mención de Burndy.
—Es una bonita historia la que han urdido esos abogados: el odio de Burndy hacia el juez Healey por haber liberado a demasiados esclavos antes de la Ley de Esclavos Fugitivos; y que apioló a Talbot y a Jennison por haberle timado unos dineros. Le ha tocado su Waterloo, ya lo creo, y bailará mientras se muere. —Tomó un largo trago y luego adoptó una expresión sombría—. Dicen que el gobernador ha decidido desmantelar la oficina de detectives, después de la que armaron ustedes en la comisaría, y que los concejales están tratando de sustituir al viejo Kurtz y largarlo a usted para siempre. No envidio su suerte. Corra mientras pueda, mi querido blanquito. Se ha creado muchos enemigos últimamente.
—También me he ganado algunos amigos, señor Peaslee —dijo Rey tras una pausa—. Así que puedo decirle que no se preocupe por mí. Pero hay algo más, y por eso he venido.
Las cejas de alambre de Peaslee se le subieron hasta el bombín de color tostado.
Rey se volvió en su asiento y miró a un hombre alto y desgarbado que ocupaba un taburete junto a la barra.
—Ese hombre anda preguntando por todo Boston. Al parecer cree que hay otra explicación para los asesinatos que la que los suyos han presentado. Willard Burndy, según dice él mismo, no tiene nada que ver con eso. Sus preguntas pueden costarle a usted su parte de la recompensa, señor Peaslee, hasta el último centavo.
—Feo asunto. ¿Qué sugiere usted que hagamos al respecto?
Rey se quedó pensativo.
—¿Qué haría yo si estuviera en el lugar de usted? Pues lo convencería para que se marchara de Boston por una larga temporada.
En la barra del Stackpole, Simon Camp, detective de Pinkerton destinado a cubrir el área metropolitana de Boston, releyó la nota anónima que alguien —el patrullero Rey— le había enviado, pidiéndole que esperase allí a aquella hora para una importante cita. Desde su taburete miraba en derredor con creciente frustración e ira a los delincuentes que bailaban con prostitutas baratas. Al cabo de diez minutos, dejó unas monedas en el mostrador y se puso de pie para coger su abrigo.
—¿Adónde va tan deprisa? —le preguntó el judío sefardí, tomándolo de la mano y sacudiéndosela.
—¿Qué? —preguntó Camp apartando la mano del judío—. ¿A qué viene esto? Apártese antes de que me mosquee.
—Querido desconocido. —La sonrisa de Peaslee alcanzó una anchura de una milla mientras apartaba a sus camaradas, como si fueran las aguas del mar Rojo, y se adelantó hasta colocarse frente al detective de Pinkerton—. Sería mejor que pasara a la trastienda y echara una partidita con nosotros. No nos gusta oír que a los visitantes de nuestra ciudad los dejan solos.
Días más tarde, J. T. Fields caminaba por un callejón de Boston a la hora que había fijado Simon Camp. Contó las monedas en su bolsa de gamuza, asegurándose de que el dinero del soborno estaba todo allí. Consultaba una vez más su reloj de bolsillo cuando oyó que alguien se le acercaba. Involuntariamente, el editor contuvo la respiración y se recordó a sí mismo que debía permanecer fuerte. Luego apretó la bolsa contra su pecho y se volvió de cara a la entrada del callejón.
—¡Lowell! —exclamó Fields exhalando el aire.
La cabeza de James Russell Lowell estaba envuelta con una venda negra.
—Fields, por qué… Yo… ¿Por qué está usted aquí…?
—Estaba… —balbució Fields.
—¡Acordamos no pagar a Camp, dejarle hacer lo que quisiera! —dijo Lowell al advertir la bolsa de Fields.
—Entonces, ¿por qué ha venido?
—Para evitar que se le pague, y a escondidas, en plena oscuridad. Bien, en cualquier caso usted sabe que yo no tengo a mano ese dinero en metálico. No estoy seguro… Supongo que he venido para, por lo menos, cantárselas bien claras. No podemos dejar que ese diablo arrastre a Dante sin luchar. Quiero decir…
—Sí —admitió Fields—. Pero quizá no deberíamos decírselo a Longfellow.
Lowell asintió.
—No, no debemos decírselo a Longfellow.
Pasaron veinte minutos esperando juntos. Observaban a los hombres, en la calle, encendiendo las farolas con pértigas.
—¿Cómo va su cabeza esta semana, querido Lowell?
—Como si estuviera partida en dos y me la hubieran remendado de cualquier manera —dijo, echándose a reír—. Pero Holmes dice que el dolor desaparecerá en una o dos semanas. ¿Y la suya?
—Mejor, mucho mejor. ¿Le han llegado noticias de Sam Ticknor?
—¿De ese grandísimo imbécil?
—¡Abre una editorial, con uno de sus infelices hermanos, en Nueva York! Me escribió diciéndome que nos va a desbancar en el negocio desde Broadway. Me pregunto qué pensaría Bill Ticknor de que sus hijos trataran de destruir la casa que lleva su propio nombre.
—¡Que lo intenten esos profanadores de tumbas! Oh, le escribiré mi mejor poema de este año precisamente por eso, mi querido Fields.
Al cabo de un rato de espera, Lowell volvió a hablar:
—¿Sabe? Apuesto a que Camp ha recuperado la sensatez y ha renunciado a este jueguecito. Creo que una luna tan celestial y unas estrellas tan serenas bastan para devolver el pecado al infierno.
Fields levantó la bolsa, riéndose al comprobar su peso.
—Si eso es así, ¿por qué no dedicar un poco de este bulto a una cena tardía en Parker's?
—¿Con su dinero? ¡Así volverá a nosotros!
Lowell echó a andar, y Fields le pidió que aguardara, pero Lowell no le hizo caso.
—¡Deténgase! ¡Mi pobre obesidad! Mis autores nunca me esperan —se lamentó Fields—. ¡Deberían tener más respeto por mis grasas!
—¿Quiere perder un poco de cintura, Fields? —dijo Lowell volviéndose—. Pague el diez por ciento más a sus autores y le garantizo que tendrá menos grasa de la que quejarse.
En los meses que siguieron, una nueva hornada de revistas baratas de sucesos, que J. T. Fields aborrecía por su influencia negativa sobre un público ávido, revelaron la historia del detective de segunda Simon Camp, de Pinkerton. Poco después de abandonar a toda prisa Boston tras una larga entrevista con Langdon W. Peaslee, fue acusado por el fiscal general de intento de extorsión a varios funcionarios gubernamentales a propósito de secretos de guerra. Durante los tres años anteriores a su condena, Camp se había embolsado decenas de miles de dólares, fruto de sus chantajes a personas relacionadas con sus casos. Allan Pinkerton restituyó las minutas a todos los clientes que habían trabajado con Camp, aunque hubo uno, el doctor Augustus Manning, de Harvard, que no pudo ser localizado, ni siquiera por la más importante agencia de detectives del país.
Augustus Manning dimitió de la corporación de Harvard y se fue con su familia fuera de Boston. Su esposa dijo que durante meses no habló más que unas pocas palabras seguidas. Algunos contaban que se había trasladado a Inglaterra, y otros oyeron que se había ido a una isla en mares inexplorados. Una subsiguiente reorganización de la administración de Harvard precipitó la inesperada elección del supervisor con menos antigüedad, Ralph Waldo Emerson, una idea promovida por el editor del filósofo, J. T. Fields, y respaldada por el presidente Hill. Así concluyó un exilio de veinte años de Harvard sufrido por el señor Emerson, y los poetas de Cambridge y Boston se congratularon de tener a uno de los suyos en la Mesa de la universidad.
Antes de que finalizara el año 1865, se publicó una edición privada de la traducción del Inferno por Henry Wadsworth Longfellow, la cual fue recibida con agrado por la comisión florentina para el año final de la conmemoración del sexto centenario del nacimiento de Dante. Esta circunstancia levantó expectativas en torno a la traducción de Longfellow, que ya había sido anunciada como «excepcionalmente buena» en los más selectos círculos literarios de Berlín, Londres y París. Longfellow entregó un ejemplar en primicia a cada miembro de su club Dante y a otros amigos. Aunque no mencionaba el asunto con frecuencia, reservó el último como regalo de compromiso para enviarlo a Londres, adonde Mary Frere, una joven dama de Auburn, Nueva York, se había mudado para estar cerca de su prometido. Longfellow, por su parte, estaba demasiado —ocupado con sus hijas y con su nuevo poema, muy largo, para encontrar para ella un regalo mejor.
Su ausencia de Nahant dejará un hueco como el que en una calle deja una casa derruida. Longfellow se dio cuenta de lo dantescas que se habían vuelto sus figuras de lenguaje.
Charles Eliot Norton y William Dean Howells regresaron de Europa a tiempo para ayudar a Longfellow en una traducción completa y anotada. Aún envueltos en el aura de sus aventuras en el extranjero, Howells y Norton prometieron a sus amigos contarles cosas de Ruskin, Carlyle, Tennyson y Browning. Ciertas cosas era mejor relatarlas de palabra que por carta.
Lowell interrumpió esta opinión riéndose de buena gana.
—Pero ¿no está usted interesado, James? —preguntó Charles Eliot Norton.
—Querido Norton —dijo Holmes glosando la hilaridad de Lowell—, querido Howells, somos nosotros quienes, sin haber cruzado ningún océano, hemos hecho un viaje que no podría contarse en ninguna carta escrita por un mortal.
Entonces Lowell hizo jurar a Norton y Howells que guardarían discreción para siempre.
Cuando el club Dante puso fin a sus reuniones, cuando su trabajo estuvo hecho, Holmes pensó que Longfellow se sentiría incómodo. Así que convenció a Norton para que ofreciera su propiedad de Shady Hill para reunirse los sábados por la noche. Allí tratarían de los avances en la traducción de Norton de la Vita nuova de Dante; la historia del amor de éste por Beatriz. Algunas noches, su reducido círculo se ampliaba con Edward Sheldon, que empezaba a elaborar la concordancia de los poemas de Dante con sus escritos menores, con el propósito, según esperaba, de estudiar un año o dos en Italia.
Recientemente, Lowell había accedido a que su hija Mabel viajara también a Italia para una estancia de seis meses. La acompañarían los Fields, que embarcaban en Año Nuevo para celebrar el traspaso de las operaciones diarias de la firma editorial a J. R. Osgood.
Mientras tanto, Fields comenzó a disponer un banquete en el famoso Union Club de Boston, antes incluso de que Houghton empezara a imprimir la traducción de Longfellow de la Divina Commedia, en tres volúmenes, que se presentó en las librerías como el acontecimiento literario de la temporada.
El día del banquete, Oliver Wendell Holmes pasó la tarde en la casa Craigie. George Washington Greene se había trasladado desde Rhode Island y también estaba presente.
—Sí, sí —le decía Holmes a Greene, refiriéndose a los muchos ejemplares que se llevaban vendidos de su segunda novela—. Son los lectores individuales los que importan, porque en sus ojos reside el mérito de escribir. Escribir no es la supervivencia de los más dotados, sino la supervivencia de los supervivientes. ¿Qué son los críticos? Hacen todo lo posible por desvalorizarme, para que no cuente… Y si yo no puedo soportar eso, entonces me lo merezco.
—Estos días habla usted como el señor Longfellow —dijo Greene, riendo.
—Supongo que sí.
Agitando un dedo, Greene se despojó de su corbatín blanco, liberando su fláccido cuello.
—Sólo necesito algo de aire. Eso es, sin duda —dijo, mientras se apoderaba de él un acceso de tos.
—Si pudiera hacerle mejorar, señor Greene, volvería a ejercer la medicina.
Holmes fue a comprobar si Longfellow estaba listo.
—No, no, mejor que no vaya —susurró Greene—. Esperemos fuera a que acabe.
A mitad del camino de acceso, Holmes observó:
—Yo suponía que ya había tenido bastante, pero ¿quiere usted creer, señor Greene, que he empezado a releer la Commedia de Dante? Me pregunto, después de todas nuestras experiencias, si ha llegado usted a dudar del valor de nuestro trabajo. ¿No ha pensado una sola vez que algo se había perdido por el camino?
Los ojos de Greene, en forma de media luna, se cerraron.
—Ustedes, doctor Holmes, siempre consideraron la historia de Dante la obra de ficción más grande que se ha escrito. Pero yo, yo siempre he creído que Dante hizo ese viaje. He creído que Dios se lo permitió, como también le permitió transformar eso en poesía.
—Y ahora —dijo Holmes— sigue usted creyendo que todo era cierto, ¿no es así?
—Oh, más que nunca, doctor Holmes —respondió sonriendo y volviéndose a mirar la ventana del estudio de Longfellow—. Más que nunca.
La luz de las lámparas en la casa Craigie se hizo menos intensa, y Longfellow bajó las escaleras, pasando ante el retrato de Dante por Giotto, que miraba imperturbable con su único, inútil y dañado ojo. Longfellow pensaba que quizá ese ojo era el futuro, pero que en el otro había permanecido el hermoso misterio de Beatriz, que animó la vida del poeta. Longfellow escuchó las plegarias de sus hijas, y luego observó a Alice Mary arropar a sus dos hermanas menores, Edith y Annie Allegra, y a sus muñecas, que se habían resfriado.
—¿Cuándo volverás a casa, papá?
—Muy tarde, Edith. Para entonces todas debéis estar dormidas.
—¿Te pedirán que hables? ¿Quién más estará allí? —preguntó Annie Allegra—. Dinos quién más.
Longfellow se acarició la barba.
—¿A quiénes he nombrado hasta ahora, querida?
—¡A todos no, papá! —Sacó su cuaderno de debajo de la ropa de cama—. Los señores Lowell, Fields, el doctor Holmes, los señores Norton, Howells…
Annie Allegra estaba preparando un libro que titulaba Memorias de una personita sobre personas importantes, que se proponía publicar en Ticknor y Fields, y había decidido empezarlo con una información sobre el banquete de Dante.
Ah, sí —la interrumpió Longfellow—. Puedes añadir al señor Greene, a tu buen amigo el señor Sheldon, y ciertamente al señor Edwin Whipple, el crítico de la estupenda revista de Fields.
Annie Allegra escribió todo lo que pudo anotar.
—Os quiero, mis niñitas —dijo Longfellow, mientras besaba cada una de las suaves frentes—. Os quiero porque sois mis hijas. Y las hijas de mamá, y porque ella os quería. Y os sigue queriendo.
Las brillantes aplicaciones de las colchas de sus hijas subían y bajaban rítmicamente, y él se marchó, seguro en medio del infinito siseo del silencio de la noche. Miró por la ventana la cochera, donde aguardaba el nuevo carruaje de Fields —siempre parecía tener uno nuevo—, tirado por el viejo bayo, veterano de la caballería de la Unión, recientemente adoptado por Fields, y que se abrevaba en el agua recogida en un charco poco profundo.
Ahora llovía. Era una noche lluviosa, de suave y cristiana lluvia. Debió ser muy molesto para J. T. Fields trasladarse de Boston a Cambridge sólo para regresar a Boston, pero había insistido.
Holmes y Greene habían dejado espacio suficiente para Longfellow entre ellos, en los asientos frente a los que ocupaban Fields y Lowell. Longfellow montó. Esperaba que no le pidieran hablar ante todos los invitados durante el banquete, pero si se daba el caso, daría las gracias a sus amigos por haberlo acompañado.