Holmes caminaba. Aunque había visto brevemente al hombre, lo reconoció de inmediato como Teal, una de las criaturas de la noche del Corner, como las llamaba Fields: su Lucifer. Ahora, mirando atrás, se dio cuenta de que el cuello de aquel hombre era tan musculoso como el de un boxeador profesional, pero sus ojos verde pálido y su boca casi femenina parecían infantiles, lo que resultaba una incongruencia. Sus pies, probablemente como resultado de arduas marchas, sustentaban su cuerpo con la postura nerviosa y perpendicular propia de un adolescente. Teal, aquel muchacho, era su enemigo y oponente. Dan Teal. ¡Dan Teal! Oh, ¿cómo pudo escapársele a un orfebre de la palabra como Oliver Wendell Holmes aquel golpe? ¡DANTEAL…, DANTE AL…! Oh, y en qué sonido hueco se traducía el recuerdo de la tonante voz de Lowell en el Corner cuando Holmes había tropezado con el asesino en el pasillo: «¡Holmes, usted ha traicionado al club Dante!». Teal había estado escuchando, como debió hacerlo también en las oficinas de Harvard. Con toda la sed de venganza almacenada por Dante.
—¡Yo no sigo! —anunció, tratando de protegerse con una voz artificialmente resuelta—. ¡Haré lo que usted quiera de mí, pero no enredaré en esto a Longfellow!
Teal respondió con un silencio llano, compasivo.
—Dos de ustedes deben ser castigados. Usted tiene que hacérselo comprender a Longfellow, doctor Holmes.
Holmes se dio cuenta de que Teal no se proponía castigarlo a él como traidor. Teal había llegado a la conclusión de que el club Dante no estaba de su lado, que sus miembros habían abandonado su causa. Si Holmes fue un traidor para el club Dante, como Lowell inadvertidamente anunció ante Teal, Holmes era amigo del verdadero club Dante: el único que Teal había inventado en su mente; una silenciosa asociación dedicada a traer los castigos de Dante a Boston.
Holmes sacó su pañuelo y se lo pasó por la frente.
En el mismo momento, Teal le dio un manotazo en el codo.
Holmes, en contra de sus expectativas, sin cálculo previo ni plan alguno, apartó aquella mano con tal fuerza que Teal se golpeó contra el muro de piedra de la caverna. Entonces el pequeño doctor se lanzó a la carrera, agarrando la linterna con ambas manos.
Con su respiración trabajosa, se escabulló por los oscuros y ventosos túneles, echando vistazos atrás y oyendo toda clase de ruidos, pero no había forma de diferenciar lo que provenía de dentro de su cabeza y de la creciente pesadez de su pecho, y lo que existía fuera de sí mismo. El asma era una cadena prendida a la pierna de un espectro que lo arrastraba hacia atrás. Cuando llegó a una especie de cavidad subterránea, se introdujo en ella. Allí encontró un saco de dormir forrado de piel, suministrado por el ejército, y algunos trozos de una sustancia dura. Holmes la partió con los dientes: pan seco, como el que los soldados se vieron obligados a consumir para sobrevivir durante la guerra. Aquél era el hogar de Teal. Había un fogón hecho con palos, unos platos, una sartén, una copa de estaño y una cafetera. Holmes estaba a punto de echar a correr cuando oyó un crujido que le hizo dar un salto. Levantando la linterna, pudo ver la parte más alejada de la cámara: Lowell y Fields estaban sentados en el suelo, atados de pies y manos y amordazados. La barba de Lowell caía sobre su pecho y él estaba perfectamente inmóvil.
Holmes despojó a sus amigos de sus mordazas y trató infructuosamente de desatar sus manos.
—¿Están ustedes heridos? —preguntó Holmes—. ¡Lowell! —lo llamó, agarrándolo por los hombros y zarandeándolo.
—Nos golpeó y nos trajo aquí —explicó Fields—. Lowell insultaba a gritos a Teal cuando nos estaba atando. ¡Yo le dije que se callara la maldita boca! Entonces Teal lo dejó otra vez inconsciente. Y así sigue. —Fields añadió en tono suplicante—: Lo está, ¿verdad?
—¿Qué quería Teal de ustedes? —preguntó Holmes.
—¡Nada! ¡No sé por qué seguimos vivos ni qué está haciendo!
—¡Ese monstruo ha planeado algo para Longfellow!
—¡Lo oigo volver! —exclamó Fields—. ¡Dese prisa, Holmes!
Las manos de Holmes temblaban y chorreaban sudor, y los nudos estaban fuertes. Apenas podía ver.
—No. Váyase. ¡Debe usted irse! —dijo Fields.
—Un segundo más… —Pero sus dedos resbalaron otra vez de la muñeca de Fields.
—Es demasiado tarde, Wendell. Está al llegar. No queda tiempo para liberarnos, y tampoco podríamos llevar a Lowell a ninguna parte en estas condiciones. ¡Vaya a la casa Craigie! Olvídese de nosotros de momento; ¡debe usted salvar a Longfellow!
—¡Yo no puedo hacer esto solo! ¿Dónde está Rey? —exclamó Holmes.
Fields sacudió la cabeza.
—No se presentó, ¡y todos los patrulleros que custodiaban las casas se han ido! ¡Se los han llevado! ¡Longfellow está solo! ¡Vaya!
Holmes se precipitó fuera de la cámara, corriendo por los túneles más aprisa de lo que corriera nunca, hasta que, enfrente, vio una distante chispa de luz plateada. El mandato de Fields resonaba, ampliándose, en su cabeza: VAYA, VAYA, VAYA.
Un detective descendió sin apresurarse los húmedos peldaños que conducían al sótano de la comisaría central. En los calabozos, separados por tabiques de ladrillos, podían oírse gruñidos y ásperos juramentos.
Nicholas Rey saltó del duro suelo de la celda.
—¡No pueden hacer esto! ¡Hay personas inocentes que están en peligro, Dios santo!
El detective se encogió de hombros.
—Tú te crees todo lo que sueñas, ¿verdad, burro?
—Manténganme aquí si quieren. Pero devuelvan a esos patrulleros a las casas que vigilaban, por favor. Se lo ruego. Hay alguien ahí fuera que volverá a matar. ¡Ustedes saben que Burndy no mató a Healey y a los otros! El asesino sigue libre, ¡y está esperando para actuar de nuevo! ¡Deben detenerlo!
El detective pareció interesado en dejar que Rey tratara de convencerlo. Se golpeó la cabeza como si pensara.
—Sé que Willard Burndy es un ladrón y un embustero. Eso es lo que sé.
—Escúcheme, por favor.
El detective se agarró a dos barrotes y dirigió una mirada incendiaria a Rey.
—Peaslee nos advirtió de que no te quitáramos ojo, para que no te metieras en nuestros asuntos y no te salieras de tu camino. Apuesto a que odias estar aquí encerrado, sin poder hacer nada, sin nadie que te ayude.
El detective sacó el llavero y lo agitó, con una sonrisa.
—Bien, lo de hoy te servirá de lección. ¿No es así, burro?
Henry Wadsworth Longfellow emitió una serie de breves y apenas audibles suspiros mientras permanecía de pie ante su escritorio, en su estudio.
Annie Allegra había sugerido diversos juegos a los que jugar. Pero lo único que él podía hacer era permanecer junto a su mesa de trabajo con algunos Cantos de Dante y traducir y traducir, para descargarse de aquel peso y penetrar en aquel mundo, como quien cruza la portada de una catedral. Allí dentro, los ruidos del exterior se apagaban hasta convertirse en un murmullo inaudible, y las palabras adquirían una vitalidad eterna. En las largas naves de aquella catedral, el traductor percibió a su Poeta en la oscuridad, y se esforzó por mantener el ritmo de trabajo. El paso del Poeta es tranquilo y solemne. Lleva una vestidura larga y flotante y se toca con un gorro. Calza sandalias. A través de congregaciones de muertos, a través de ecos que se deslizan por el aire de una tumba a otra, a través de lamentos que llegan de lo alto, Longfellow podía oír la voz de alguien que hacía avanzar al Poeta. Ella se detuvo ante los dos, en la infranqueable y dulce distancia; una imagen, una proyección con un velo blanquísimo y atuendo escarlata como el fuego, y Longfellow sintió que el hielo en el corazón del Poeta se derretía como la nieve en las alturas de la montaña: el Poeta que busca el perfecto perdón y la perfecta paz.
Annie Allegra anduvo por todo el estudio buscando una caja de papel perdida que necesitaba para celebrar adecuadamente el cumpleaños de una de sus muñecas. Así dio con una carta recién abierta de Mary Frere, de Auburn, Nueva York. Preguntó de quién era.
—Oh, la señorita Frere —dijo Annie—. ¡Encantadora! ¿Veraneará este año en Nahant, como nosotros? Es muy agradable tenerla cerca, padre.
—No creo que vaya —y Longfellow trató de sonreír.
Annie se sintió decepcionada.
—Quizá la caja esté en la salita —dijo de repente, y se marchó en busca de la niñera para que la ayudara.
En la entrada principal sonó una llamada impaciente que dejó helado a Longfellow. La llamada creció en intensidad y exigencia.
—Holmes —se oyó decir a sí mismo, exhalando aire.
Annie Allegra, la aburrida Annie Allegra, se separó de su niñera y gritó pidiendo ser ella quien abriera la puerta. Corrió y abrió. El frío intenso del exterior era terrible y lo envolvía todo.
Annie empezó a decir algo, pero Longfellow pudo percibir desde el estudio que estaba asustada. Oyó una voz que murmuraba y que no pertenecía a ninguno de sus amigos. Salió al vestíbulo y se vio frente a un soldado con uniforme de gala.
—Hágala salir, señor Longfellow —pidió Teal con voz tranquila.
Longfellow empujó a Annie al vestíbulo y se arrodilló junto a ella.
—Panzie, ¿por qué no terminas el texto del que hablamos para The Secret?
—¿Qué parte, papá? ¿La entrevista…?
—Sí, ¿por qué no terminas ya esa parte, Panzie, mientras yo hablo con este caballero?
Trató de hacerle entender, reflejando en su expresión la orden «¡vete!» dirigida a sus ojos, lo mismo que hacía con su madre. Ella asintió lentamente y se apresuró hacia la parte posterior de la casa.
—Se le necesita, señor Longfellow; se le necesita ahora —dijo Teal mascando furiosamente.
Después escupió ruidosamente dos trozos de papel en la alfombra de Longfellow, tras lo cual mascó otros más. El suministro de fragmentos de papel en su boca parecía inagotable. Longfellow se volvió torpemente para mirarlo, y en seguida comprendió el poder que dimanaba de su violencia interior. Teal volvió a hablar:
—Los señores Lowell y Fields lo han traicionado, han traicionado a Dante. Usted también estaba allí. Usted estaba allí cuando Manning estaba a punto de morir y usted no hizo nada por ayudarme. Debe usted castigarlos.
Teal puso un revólver del ejército en las manos de Longfellow y el frío acero aguijoneó la blanda mano del poeta, cuyas palmas aún conservaban huellas de una herida sufrida unos años antes. Longfellow no había sostenido un arma desde que era niño y se presentó en casa, hecho un mar de lágrimas, después de que su hermano le enseñara cómo disparar contra un petirrojo.
Fanny despreciaba las armas de fuego y la guerra, y Longfellow daba gracias a Dios de que al menos ella no hubiera visto a su hijo Charley irse a combatir y regresar con una bala que le atravesó la paletilla. Para un hombre, ser soldado se reduce a llevar un uniforme bonito, solía decir, y olvida las armas mortíferas que ese uniforme esconde.
—Sí, señor, finalmente vas a aprender a quedarte quieto y a actuar como se te dice, esclavo fugado.
Los ojos del detective reflejaron un chispazo de hilaridad.
—Entonces, ¿por qué sigue usted aquí?
Ahora Rey permanecía de espaldas a los barrotes. El detective se sintió confundido por la pregunta.
—Para asegurarme de que aprendes bien la lección, o te salto los dientes, ¿te enteras?
Rey se volvió lentamente.
—Recuérdeme esa lección.
El rostro del detective era rojo. Se apoyó en los barrotes y frunció el ceño.
—¡Quedarte quieto por una vez en tu vida, burro, y dejar hacer a quienes saben más que tú!
Rey bajó tristemente sus ojos veteados de oro. Entonces, sin permitir al resto de su cuerpo traicionar sus intenciones, disparó su brazo y atenazó con sus dedos el cuello del detective, golpeando la frente del hombre contra los barrotes. Con la otra mano obligó a abrir la del detective, que sostenía el llavero. Luego soltó al hombre, que se agarraba la garganta para restaurar la respiración. Rey abrió la puerta de la celda, registró la chaqueta del detective y sacó una pistola. Los presos de las celdas próximas lo vitorearon.
Rey subió las escaleras y accedió al pasillo.
—Rey, ¿usted por aquí? —dijo el sargento Stoneweather—. ¿Se puede saber qué pasa? Yo estaba de plantón, como usted, y vinieron los detectives y me dijeron que usted ordenaba que todos abandonáramos nuestros puestos. ¿Dónde estaba usted metido?
—¡Me encerraron en los calabozos, Stoneweather! ¡Necesito ir a Cambridge inmediatamente!
Entonces Rey vio a una niña, con su niñera, al otro lado del pasillo. Corrió a abrir la puerta de hierro que separaba la entrada de las oficinas policiales.
—Por favor —repetía Annie Allegra Longfellow mientras la niñera trataba de explicar algo a un confuso policía—. Por favor.
—Señorita Longfellow —dijo Rey, acuclillándose junto a ella—. ¿Qué ocurre?
—¡Mi padre necesita su ayuda, agente Rey! —exclamó.
Una horda de detectives irrumpió en el pasillo.
—¡Ahí está! —gritó uno, que agarró a Rey por un brazo y lo lanzó contra la pared.
—¡Hijo de perra! —dijo el sargento Stoneweather, y golpeó al detective en la espalda con su porra.
Stoneweather llamó, y varios oficiales uniformados llegaron corriendo, pero tres detectives inmovilizaron a Nicholas Rey, lo cogieron de los brazos y se lo llevaron, sin que él dejara de debatirse.
—¡No! ¡Mi padre lo necesita, agente Rey! —exclamó Annie Allegra.
—¡Rey! —le llamó Stoneweather, pero una silla que llegó volando lo golpeó, y un puño se estrelló contra su costado.
El jefe Kurtz entró en tromba. Su habitual tez color mostaza se había vuelto purpúrea. Un mozo le llevaba tres maletas.
—Ese maldito tren… —empezó a decir—. ¡Santo Dios! Pero ¿qué es esto? —Sus gritos llenaron el pasillo, repleto de policías y detectives, una vez se hubo hecho cargo de la situación—. ¡Stoneweather!
—¡Han encerrado a Rey en los calabozos, jefe! —protestó Stoneweather, de cuya nariz manaba sangre.
—Jefe —dijo Rey—, ¡necesito ir a Cambridge sin dilación!
—Patrullero Rey… —replicó el jefe Kurtz—. Se supone que usted se dedica a mi…
—¡Ahora, jefe! ¡Debo ir!
—¡Déjenlo libre! —bramó Kurtz a los detectives, que se apartaron de Rey—. ¡Todos ustedes, bribones, a mi despacho! ¡Ahora mismo!
Oliver Wendell Holmes miraba constantemente atrás, por si veía a Teal. El camino estaba despejado. No lo había seguido desde los túneles. «Longfellow…, Longfellow», repetía para sus adentros mientras atravesaba Cambridge.
Entonces vio ante sí a Teal llevando a Longfellow por la acera. El poeta caminaba cautelosamente por la capa de nieve, cada vez más delgada.
Holmes se asustó tanto de momento, que hubo de limitarse a editar caer desmayado. Tenía que actuar decididamente. Así que gritó con toda la fuerza de sus pulmones:
—¡Teal!
Fue un chillido como para hacer salir a todo el vecindario.
Teal se volvió, como si ya estuviera sobre aviso.
Holmes sacó el mosquete de su abrigo y apuntó con él, con manos temblorosas.
Teal no pareció tomar en cuenta el arma. Su boca se agitó y dejó escapar una empapada huérfana del abecedario, que escupió a sus pies: una «F».
—Señor Longfellow, el doctor Holmes debe ser el primero para usted. Será el primero al que usted castigue por lo que han hecho. Él será nuestro ejemplo para el mundo.
Teal levantó la mano de Longfellow, en la que sostenía el revólver del ejército, y lo apuntó hacia Holmes.
Holmes se acercó, apuntando con su mosquete a Teal.
—¡No dé un paso más, Teal, o usaré esto! ¡Le dispararé! Deje libre a Longfellow y puede llevarme a mí en su lugar.
—Esto es un castigo, doctor Holmes. Aquellos de ustedes que han abandonado la justicia de Dios deben ahora enfrentarse a la sentencia final. Señor Longfellow, haga lo que le ordeno. Cargue…, apunte…
Holmes avanzó, firme, y levantó su arma hasta el nivel del cuello de Teal. No había ni rastro de temor en la expresión de aquel hombre. Era en todo momento un soldado. No le quedaba elección: sólo el indomable celo de hacer lo justo, una exigencia que había pasado como una corriente a través de toda la humanidad en una u otra época, por lo general para desinflarse rápidamente. Holmes se estremeció. No sabía si contaba con suficientes reservas de aquel mismo celo para apartar a Dan Teal del destino que se había impuesto a sí mismo.
—Fuego, señor Longfellow —dijo Teal—. ¡Dispare ahora!
Puso su mano en la de Longfellow y cubrió con sus dedos los del poeta.
Tragando saliva con dificultad, Holmes dejó de apuntar con su mosquete a Teal y lo dirigió hacia Longfellow.
Longfellow movió la cabeza. Teal, confuso, dio un paso atrás, arrastrando consigo a su cautivo. Holmes asintió con firmeza.
—Dispararé contra él, Teal.
—No.
Teal meneó la cabeza con rápidos movimientos.
—¡Sí, lo haré, Teal! ¡Entonces no habrá tenido su castigo! ¡Estará muerto, será cenizas! —gritó Holmes levantando el mosquete y apuntando a la cabeza de Longfellow.
—¡No, usted no puede! ¡Debe llevarse a los otros consigo! ¡Eso no se puede hacer!
Holmes mantuvo el arma apuntada a un horrorizado Longfellow, cuyos ojos permanecían fuertemente cerrados. Teal sacudió la cabeza con rapidez, y por un momento pareció a punto de gritar. Luego se volvió como si alguien estuviera esperando detrás de él y, después, a derecha e izquierda. Por último, echó a correr, corrió con furia para alejarse del escenario. Antes de que estuviera demasiado lejos, calle abajo, resonó en el aire un disparo, y luego otro estampido mezclado con un grito de agonía.
Longfellow y Holmes no pudieron dejar de mirar las armas de fuego que llevaban en sus manos. Siguieron la dirección del último disparo. Allí, en un lecho de nieve, estaba Teal. De él manaba un reguero de sangre cálida, que fluía por la nieve intacta que lo acogía de mala gana. Dos manchas rojas gorgoteaban en la guerrera del hombre. Holmes se arrodilló y sus manos brillantes empezaron a trabajar, en busca de la vida.
Longfellow se acercó.
—Holmes.
Las manos de Holmes se detuvieron.
Junto al cuerpo de Teal se encontraba un Augustus Manning de mirada extraviada, tembloroso, con los dientes castañeteándole y los dedos agitándose. Manning dejó caer su, fusil en la nieve, a sus pies. Con su barba tiesa por la helada, se dispuso a regresar a su casa y la señaló con el dedo.
Trató de poner en orden sus pensamientos. Transcurrieron unos minutos antes de que dijera algo coherente.
—¡El patrullero que guardaba mi casa se fue hace horas! Luego oí gritar y lo vi desde la ventana. Lo vi, con su uniforme… Todo acudió a mi mente, todo. Me quitó la ropa, señor Longfellow, y, y… me ató…, me dejó sin ropa…
Longfellow le ofreció una mano consoladora, y Manning prorrumpió en sollozos sobre el hombro del poeta, mientras su esposa salía corriendo de la casa.
Un carruaje policial se detuvo detrás del reducido círculo que formaban en torno al cadáver. Nicholas Rey esgrimía su revólver cuando se apeó a toda prisa. Seguía otro carruaje, que transportaba al sargento Stoneweather y a otros dos policías.
Longfellow tomó del brazo a Rey, cuyos ojos miraban brillantes e interrogadores.
—Ella está bien —dijo Rey antes de que el poeta pudiera preguntar—. Tengo a un patrullero vigilándola a ella y a la niñera.
Longfellow asintió, agradecido. Holmes se había agarrado a la valla frente a la casa de Manning, para recobrar el aliento.
—¡Holmes, es maravilloso! Quizá necesite entrar y echarse —dijo Longfellow, sintiendo vértigo y temor—. ¿Por qué ha hecho eso? Pero cómo…
—Mi querido Longfellow, creo que la luz del día aclarará todo lo que la lámpara ha dejado en situación dudosa —dijo Holmes, que condujo a los policías a través de la ciudad, hasta la iglesia y los túneles, a fin de rescatar a Lowell y Fields.