Benjamin Galvin se alistó cuando la primera leva de Massachusetts. A los veinticuatro años ya se consideraba un militar desde hacía tiempo, pues ayudó a conducir esclavos a través de la red de refugios, santuarios y túneles de la ciudad durante los años en que la guerra aún no había llegado hasta ellos. Figuró también entre los voluntarios que escoltaban a los oradores antiesclavistas a la entrada y salida del Faneuil Hall y otros ateneos, sirviendo de escudo humano frente a las turbas que arrojaban piedras y ladrillos.
Es preciso admitir que Galvin no estaba politizado a la manera de otros jóvenes. No sabía leer los densos pliegos ni los periódicos donde se decía si había que votar a este o aquel político sudista, o cómo este o aquel partido o cámara legislativa estatal había clamado en favor de la secesión o de la conciliación. Pero sí comprendió a los oradores de tribuna que proclamaban que debía liberarse a una raza esclavizada y que los partidos culpables habían de recibir un justo castigo. Benjamin Galvin comprendió también, de manera bastante simple, que ya no debía regresar a su hogar de recién casado. Los reclutadores prometían que, si no volvía enarbolando la bandera de las barras y estrellas, lo haría envuelto en ella. Galvin nunca había sido fotografiado con anterioridad, y la única imagen tomada con motivo del alistamiento lo decepcionó. Su gorra y sus pantalones no eran de su talla, y sus ojos parecían inexplicablemente temerosos.
La tierra era cálida y seca cuando la Compañía C del 10.° Regimiento fue enviada de Boston a Springfield, a Camp Brightwood. Nubes de polvo se incrustaron en los nuevos uniformes azules hasta tal punto que los hizo parecer del mismo gris apagado que los del enemigo. El coronel le preguntó a Galvin si quería ser ayudante de la compañía y llevar la lista de bajas. Galvin explicó que podía escribir el abecedario, pero que no era capaz de escribir o leer correctamente. Había tratado de aprender muchas veces, pero las letras y los signos de puntuación se le embrollaban en la cabeza y chocaban y giraban unos con otros en la página. El coronel quedó sorprendido. El analfabetismo no era raro entre los reclutas, pero el soldado Galvin siempre parecía sumido en tan hondas cavilaciones, acogiéndolo todo con unos ojos tan abiertos y tranquilos, y con una expresión tan serena que algunos de los hombres lo llamaban Zarigüeya.
Cuando estaban acampados en Virginia, el primer suceso emocionante se produjo cuando un soldado de sus filas fue hallado un día en los bosques con un disparo en la cabeza y con heridas de bayoneta. La cabeza y la boca las tenía llenas de gusanos como un enjambre de abejas instaladas en su colmena. Se decía que los rebeldes habían mandado a uno de sus negros a matar a un yanqui como entretenimiento. El capitán Kingsley, amigo del soldado muerto, hizo jurar a Galvin y a los demás hombres que no mostrarían la menor compasión cuando llegara el día de batirse con los secesionistas. Parecía que nunca iban a tener la oportunidad de entrar en combate todos los hombres que sentían la comezón de hacerlo.
Aunque Galvin había trabajado a la intemperie la mayor parte de su vida, nunca había visto la clase de criaturas reptantes que llenaban aquella parte del país. El ayudante de la compañía, que se levantaba todas las mañanas una hora antes de diana para peinarse su espeso cabello y redactar las listas de enfermos y muertos, no dejaba a nadie matar a aquellas criaturas. Cuidaba de ellas como si fueran niños, pese a que Galvin vio, con sus propios ojos, a cuatro hombres de otra compañía morir a causa de los gusanos blancos que infestaban sus heridas. Esto sucedió mientras la Compañía C marchaba hacia el siguiente campamento, más próximo, según se rumoreaba, a un campo de batalla en plena actividad.
Galvin nunca imaginó que la muerte pudiera llegar tan fácilmente a las personas de su entorno. En Fair Oaks, en un solo estallido de ruido y humo, seis hombres cayeron muertos ante él, con los ojos fijos como si, por lo demás, estuvieran interesados en lo que sucedía. Lo que más sorprendió a Galvin de aquel día no fue el número de muertos, sino el de supervivientes, pues no parecía posible, ni siquiera justo, que alguien saliera con vida. El inconcebible número de cadáveres de hombres y caballos se amontonaba como leña y se quemaba. Cada vez que Galvin cerraba los ojos para dormir después de aquello, podía oír gritos y explosiones dentro de su cabeza, que le daba vueltas, y era capaz de percibir continuamente el hedor de carne descompuesta.
Una noche, de regreso en su tienda devorado por la congoja, Galvin echó de menos en su macuto una parte de su ración. Uno de sus compañeros de tienda le dijo que había visto cogerla al capellán de la compañía. Galvin no creyó posible semejante perversidad, pese a que a todos les carcomía la misma hambre y todos tenían el estómago igualmente vacío. Pero resultaba duro acusar a un hombre. Cuando la compañía marchaba bajo la lluvia torrencial o bajo un sol ardiente, las raciones disminuían de manera inevitable, reduciéndose a unas pocas galletas infestadas de gorgojos, y casi no había para ellos siquiera. Lo peor de todo era que un soldado no podía pasar una noche sin una «refriega», operación consistente en despojarse de la ropa y sacudir de ella los bichos y garrapatas. El ayudante, que parecía saberlo todo sobre esas criaturas, explicaba la forma en que los insectos los invadían cuando estaban quietos, de modo que debían avanzar siempre, no dejar de moverse.
Las criaturas poblaban también el agua para beber, como resultado de los caballos muertos y de la carne podrida que en ocasiones amontonaban los soldados en los vados. Desde la malaria hasta la disentería, todas las dolencias eran catalogadas como fiebre de campamento, y el cirujano no podía distinguir a los enfermos de los que fingían, por lo que solía decantarse invariablemente por el engaño. Una vez Galvin vomitó ocho veces en un solo día, y en la última ocasión sólo expulsó sangre. Cada pocos minutos, mientras esperaba al cirujano, que le administró quinina y opio, los otros cirujanos arrojaban un brazo o una pierna por la ventana del improvisado hospital.
Cuando estaban acampados siempre había enfermedades, pero al menos había también libros. El cirujano ayudante recogía los que les enviaban a los muchachos desde sus casas y los conservaba en su tienda, de modo que actuaba como un bibliotecario. Algunos de los libros tenían ilustraciones que a Galvin le gustaba mirar; y otras veces el ayudante o uno de los compañeros de tienda de Galvin leían en voz alta una narración o un poema. En la biblioteca del ayudante del cirujano, Galvin encontró un ejemplar, de brillante azul y dorado, de la poesía de Longfellow. Galvin no sabía leer el nombre de la cubierta, pero reconoció el retrato grabado en el frontispicio por uno de los libros de su mujer. Harriet Galvin siempre dijo que en cada uno de los libros de Longfellow encontraba un camino hacia la luz y la felicidad para sus personajes cuando se enfrentaban a la desesperanza. Tal era el caso de Evangelina y su enamorado, separados en su nuevo país y que acababan reencontrándose cuando él se estaba muriendo de fiebres y ella era su enfermera. Galvin imaginaba que eran él y Harriet, y eso le daba seguridad cuando veía a los hombres caer a su alrededor.
Cuando Benjamin Galvin salió de la granja de su tía para ayudar a los abolicionistas de Boston, después de haber oído a un orador, fue golpeado por dos irlandeses vociferantes que lo dejaron sin sentido y que habían ido a reventar el mitin abolicionista. Uno de los organizadores se llevó a casa a Galvin para que se recuperase, y Harriet, su hija, se enamoró del pobre muchacho. Nunca había conocido a nadie, ni siquiera de los amigos de su padre, con una certidumbre tan simple sobre lo justo y lo injusto de las cosas, sin ninguna preocupación corruptora por la política o la influencia. «A veces creo que amas tu misión más de lo que puedes amar a otras personas», le decía durante su noviazgo, pero él era demasiado directo para pensar que lo que hacía era una misión.
Ella se sintió acongojada al saber por Galvin que sus padres habían muerto de fiebre negra cuando él era joven. Le enseñó a escribir el abecedario haciéndoselo copiar en pizarras. Él ya sabía escribir su nombre. Se casaron el día en que decidió irse voluntario a luchar en la guerra. Ella prometió enseñarle lo bastante como para que leyera un libro entero por sí mismo cuando regresara. Por eso le decía que debía regresar vivo. Galvin se removía bajo la sábana, tendido en la dura tabla, pensando en la voz de ella, regular y musical.
Cuando empezaba el bombardeo, algunos hombres reían incontrolablemente o chillaban mientras disparaban, con los rostros ennegrecidos por la pólvora debido a que tenían que abrir los cartuchos con los dientes. Otros cargaban y disparaban sin mirar al blanco, y Galvin consideraba a esos hombres verdaderamente perturbados. Los ensordecedores cañones atronaban la tierra de manera tan terrible que los conejos escapaban de sus madrigueras, con sus cuerpecillos temblando de terror mientras brincaban entre los muertos, desparramados por todo el campo y de los que, junto con la sangre, escapaba vapor.
A los supervivientes, raras veces les quedaban fuerzas para excavar bastantes tumbas para sus camaradas, de lo cual resultaban paisajes enteros de rodillas, brazos y coronillas sobresaliendo del terreno. La primera lluvia los dejaba al descubierto. Galvin observaba a sus compañeros de tienda garabatear cartas a sus casas, contando sus batallas, y se maravillaba de cómo podían poner en palabras lo que habían visto, oído y sentido, pues aquello excedía a todas las palabras que jamás hubiera escuchado. Según un soldado, la llegada de refuerzos para su última batalla, que había aniquilado casi un tercio de su compañía, respondía a las órdenes de un general que deseaba poner en aprietos al general Burnside, con la esperanza de asegurar su retirada. Más tarde, el general recibió un ascenso.
—¿Es posible? —preguntó el soldado Galvin a un sargento de otra compañía.
—Dos mulos y otro soldado muertos —respondió el sargento Le Roy de mal humor, riendo entre dientes, al todavía bisoño soldado.
A la campaña sólo la excedió en horrores y carnicería humana la de Napoleón en Rusia, según advirtió sagazmente a Benjamin Galvin el ayudante aficionado a los libros.
No le gustaba pedir a los demás que le escribieran cartas, como hacían otros analfabetos totales o parciales, así que, cuando Galvin encontraba cartas en los cadáveres de los soldados rebeldes, las mandaba a Harriet, en Boston, para que ella pudiera saber de la guerra de primera mano. Escribía su nombre al final, con objeto de que pudiera saber de dónde provenía la carta, y él incluía el pétalo de una flor local o una hoja representativa. Todo el tiempo estaban cansados; tan cansados que a menudo Galvin podía colegir, antes de una batalla, por las torpes expresiones de los rostros de algunos hombres —casi como si aún estuvieran dormidos—, quién con toda seguridad no vería la mañana siguiente.
—Con tal de regresar yo a casa, la Unión podría irse al infierno —oyó decir a un oficial.
Galvin no se dio cuenta de la disminución de las raciones que llenaba de ira a tantos hombres, porque ahora gran parte del tiempo no podía gustar ni oler y ni siquiera oír su propia voz. Con un alimento que ya no resultaba particularmente satisfactorio, Galvin contrajo el hábito de masticar piedras y luego trozos de papel tomados de la menguante biblioteca viajera del ayudante del cirujano, y de las cartas de los rebeldes, con objeto de mantener la boca caliente y ocupada. Los fragmentos se volvían más y más pequeños, para que durase todo lo posible lo que podía encontrar.
Uno de los hombres, que se había quedado demasiado cojo para resistir una marcha, fue abandonado en el campamento, y dos días más tarde lo encontraron asesinado para robarle la bolsa. Galvin le contó a todo el mundo que la guerra era peor que la campaña de Rusia de Napoleón. Le administraban morfina y aceite de castor para la diarrea, y el médico le dio unos polvos que le hicieron sentir mareado y frustrado. Sólo tenía un par de calzoncillos, y los vivanderos ambulantes que los vendían en sus carromatos pedían 2,50 dólares por un par que no valía más de treinta centavos. El vivandero dijo que no rebajaría el precio, pero que éste podría subir si Galvin esperaba mucho. Galvin hubiera querido romperle la cabeza al vendedor, pero no lo hizo. Pidió al ayudante que le escribiera una carta a Harriet Galvin encargándole que le enviara dos pares de calzoncillos gruesos de lana. Fue la única carta que escribió durante la guerra.
Se necesitaron zapapicos para retirar los cadáveres fijados al suelo por el hielo. Cuando volvió el calor, la Compañía C encontró un campo de rastrojos lleno de cuerpos insepultos de negros. Galvin se maravilló ante tantos negros con uniforme azul, pero luego comprendió lo que estaba viendo: los cadáveres habían sido abandonados bajo el sol de agosto un día entero, y esa exposición y los bichos que se arrastraban por encima los hacían parecer negros. Los hombres habían muerto en todas las posturas concebibles, y los caballos eran incontables; muchos de ellos parecían arrodillados con sus cuatro patas, como si estuvieran esperando a que un niño los montara.
Poco después, Galvin oyó que algunos generales estaban devolviendo esclavos huidos de sus dueños, y que charlaban con estos últimos como si estuvieran jugando una partida de cartas. «¿Era eso posible?». La guerra carecía de sentido si no se combatía para mejorar la suerte de los esclavos. Durante una marcha, Galvin vio a un negro muerto cuyas orejas habían sido clavadas en un árbol como castigo por intentar huir. Su dueño lo había dejado desnudo, sabiendo muy bien que los voraces mosquitos y moscas intervendrían.
Galvin no podía entender las protestas de los soldados de la Unión cuando Massachusetts formó un regimiento de negros. Un regimiento de Illinois con el que se encontró, amenazó con desertar en masa si Lincoln liberaba un solo esclavo más.
En un avivamiento religioso[15] de negros que Galvin había presenciado en los primeros meses de la guerra, escuchó una plegaria en la que se bendecía a los soldados que cruzaban la ciudad: «Que el buen Dios tome a los que se quejan y los zarandee sobre el infierno, pero que no permita que vayan allí».
Y cantaban:
El demonio está enloquecido y yo estoy contento. ¡Gloria, aleluya!
Ha perdido un alma que creía haber ganado. ¡Gloria, aleluya!
—Los negros nos han ayudado, han espiado para nosotros. También necesitan nuestra ayuda —dijo Galvin.
—¡Preferiría ver muerta la Unión antes de que ganara gracias a los negros! —le gritó en la cara a Galvin un teniente de su compañía.
Más de una vez Galvin había visto a un soldado agarrar a una muchacha negra que huía de su amo y arrastrarla a los bosques para refocilarse con ella.
El alimento se había agotado en ambos bandos del frente. Una mañana, tres soldados rebeldes fueron capturados cuándo buscaban comida entre los desechos en los bosques, cerca de su campamento. Su aspecto era famélico, con la quijada colgando. Con ellos iba un desertor de las filas de Galvin. A este último le ordenó el capitán Kingsley que lo matara de un tiro. Galvin sintió como si fuera a vomitar sangre si trataba de hablar.
—¿Sin las ceremonias prescritas, mi capitán? —acabó diciendo.
—Marchamos para entrar en combate, soldado. No hay tiempo para un consejo de guerra ni tampoco para ahorcarlo, ¡así que péguele un tiro aquí mismo! Cargue… Apunte… ¡Fuego!
Galvin había presenciado el castigo a un soldado por negarse a cumplir esa misma orden. El castigo se llamaba «corcovear y arquearse», y consistía en atarle a uno las manos a las rodillas con una bayoneta situada entre los brazos y las piernas y otra atada de tal manera que quedara a la altura de la boca. El desertor, esquelético y exhausto, no pareció particularmente afectado.
—Dispárame, pues.
—¡Ahora, soldado! —ordenó el capitán—. ¿Anda buscándose un castigo?
Galvin mató al hombre de un tiro a quemarropa. Los demás corrieron hacia el cuerpo inanimado y lo atravesaron alrededor de una docena de veces con sus bayonetas. El capitán se volvió y, con una mirada fría, ordenó a Galvin que allí mismo disparara contra los tres prisioneros rebeldes. Cuando Galvin dudó, el capitán Kingsley lo empujó a un lado agarrándolo del brazo.
—Usted siempre está observando, ¿verdad, Zarigüeya? Se pasa la vida observando a cada uno como si estuviera convencido de que sabe mejor que nosotros lo que se debe hacer. Bien, pues ahora hará exactamente lo que yo digo. Ahora lo hará, ya lo creo que lo hará.
A los tres rebeldes los pusieron en fila. Después del «cargue, apunte, fuego», Galvin disparó sucesivamente sobre cada uno, en la cabeza, con su fusil Enfield. Mientras lo hacía, pudo experimentar tan poca emoción como al oler, gustar u oír. Aquella misma semana, Galvin vio a cuatro soldados de la Unión, incluidos dos de su propia compañía, que acosaban a dos niñas de las que se habían apoderado en un pueblo. Galvin se lo dijo a sus superiores y, para dar ejemplo, los cuatro hombres fueron atados a una rueda de cañón y se los azotó. Como Galvin fue quien dio parte de ellos, le tocó empuñar el látigo.
En la siguiente batalla, a Galvin no le dio la impresión de que estaba luchando en un bando o en otro, en contra de uno o de otro. Simplemente, combatía. El mundo entero combatía y descargaba su rabia contra sí mismo, y los clamores nunca cesaban. En cualquier caso, apenas podía diferenciar a un rebelde de un yanqui. El día anterior se había rozado con alguna hoja tóxica, y al caer la noche sus ojos estaban casi completamente cerrados. Los hombres se le rieron por eso, mientras que otros tenían disparos en los ojos y las cabezas abiertas. Benjamin Galvin había luchado como un tigre y no tenía una sola herida. Aquel día, un soldado, que más tarde fue trasladado a un asilo, amenazó con matar a Galvin, apuntándole con su fusil al esternón y advirtiéndole de que, si no dejaba de mascar aquel maldito papel, le pegaría un tiro allí mismo.
Tras la primera herida de guerra, una bala en el pecho, y en tanto no estuviera plenamente recuperado, a Galvin se le destinó como guardián en el fuerte Warren, frente al puerto de Boston, donde se mantenía a los prisioneros rebeldes. Allí, los prisioneros con dinero compraban mejores habitaciones y mejor comida, con independencia de su grado de culpabilidad o del número de hombres a los que hubieran matado injustamente.
Harriet rogaba a Benjamin que no volviera a la guerra, pero él sabía que los hombres lo necesitaban. Cuando, ansiosamente, se reincorporó a la Compañía C en Virginia, se habían producido tantas bajas en el regimiento, por muerte o por deserción, que fue ascendido a alférez.
Por los nuevos reclutas supo que los muchachos ricos se quedaban en casa porque pagaban trescientos dólares para eximirse del servicio. Galvin hirvió de indignación. Se sintió débil a causa de la congoja, y por la noche apenas durmió unos minutos. Pero tenía que moverse, mantenerse en movimiento. Durante la siguiente batalla, cayó entre los cadáveres y se durmió pensando en aquellos jóvenes ricos. Por la noche, los rebeldes anduvieron entre los muertos, lo encontraron y se lo llevaron a la prisión de Libby, en Richmond. Permitieron marcharse a todos los soldados porque carecían de importancia, pero Galvin era alférez, y pasó cuatro meses en Libby. Sólo recordaba imágenes borrosas y algunos sonidos de su período como prisionero de guerra. Fue como si continuara durmiendo y soñando todo el tiempo.
Cuando fue enviado a Boston, Benjamin Galvin pasó una revista con el resto de su regimiento en una gran ceremonia junto a la escalinata de la cámara legislativa del estado. La andrajosa bandera de la compañía fue plegada y entregada al gobernador. Sólo quedaban con vida doscientos hombres del millar original. Galvin no lograba entender cómo podía darse por terminada la guerra. Ni se habían acercado siquiera al triunfo de su causa. Los esclavos fueron liberados, pero el enemigo no había cambiado de proceder y no había sido castigado. Galvin no era político, pero sabía que los negros no tenían paz en el Sur, con o sin esclavitud, y también sabía lo que ignoraban quienes no lucharon en la guerra: el enemigo estaba a su alrededor a todas horas y no se había rendido en absoluto. Y nunca, nunca, ni por un solo momento, los enemigos fueron sólo los sudistas.
Galvin sintió que ahora hablaba un lenguaje diferente que los civiles no comprendían. Ni siquiera podían oír. Sólo los compañeros de armas, que habían sido afectados por el cañón y el obús, tenían esa capacidad. En Boston, Galvin empezó a ir de acá para allá con ellos, formando bandas. Su aspecto era macilento y exhausto, como el de los grupos de vagabundos que habían visto en los bosques. Pero esos veteranos, muchos de los cuales habían perdido trabajos y familias y lamentaban no haber muerto en la guerra —pues al menos sus esposas tendrían una pensión—, merodeaban en busca de dinero o de muchachas bonitas, se emborrachaban y armaban alboroto. Ya no se acordaban de vigilar al enemigo y permanecían tan ciegos como los demás.
Mientras Galvin caminaba por las calles, a menudo empezaba a sentir que alguien lo seguía de cerca. Se paraba de repente y giraba sobre sí mismo, con una mirada espantosa en sus grandes ojos, pero el enemigo se había desvanecido en una esquina o entre la multitud. El diablo está enloquecido y yo estoy contento…
La mayoría de las noches dormía con un hacha bajo la almohada. En el transcurso de una tormenta se levantó y amenazó a Harriet con un fusil, acusándola de ser una espía rebelde. Esa misma noche permaneció en el patio, bajo la lluvia, con uniforme de gala, patrullando durante horas. Otras veces encerraba a Harriet en una habitación y la custodiaba, explicándole que alguien se proponía capturarla. Ella tuvo que trabajar como lavandera para pagar deudas, y le insistió para que lo vieran los médicos. Un doctor dijo que tenía «corazón de soldado»: palpitaciones rápidas causadas por la participación en batallas. Ella lo convenció para que acudiera a uno de los hogares de ayuda a los soldados, donde, según entendió por lo que le dijeron otras esposas, velaban por los militares con problemas. Cuando Benjamin Galvin oyó a George Washington Greene pronunciar un sermón en el hogar, sintió el primer rayo de luz que podía recordar en mucho tiempo.
Greene habló de un hombre lejano, un hombre que comprendió, un hombre llamado Dante Alighieri. También fue soldado, cayó víctima de una gran división entre los partidos de su mancillada ciudad y llevó a cabo un viaje por el más allá, a fin de devolver la rectitud a la humanidad. ¡De qué increíble orden de la vida y la muerte fue testigo allí! Ningún derramamiento de sangre en el infierno era gratuito; cada persona era divinamente merecedora de un castigo concreto creado por el amor de Dios. ¡Qué perfección se derivaba de cada contrapasso, como el reverendo Greene llamaba al castigo, que correspondía a cada pecado de cada hombre y mujer en la tierra, y se prolongaba hasta el día del Juicio Final!
Galvin comprendió cuánta amargura sintió Dante porque los hombres de su ciudad, amigos y enemigos, sólo conocían lo material y físico, el placer y el dinero, y no se daban cuenta de que el juicio les iba pisando los talones. Benjamin Galvin no podía prestar suficiente atención a los sermones semanales del reverendo Greene ni conseguía captar de ellos siquiera la mitad, pero tampoco podía quitárselos de la cabeza. Cuando salía de la capilla se sentía crecido.
Los demás soldados también parecían disfrutar de los sermones, pero notaba que no los comprendían de la misma manera que él. Galvin, demorándose una tarde tras el sermón y mirando al reverendo Greene, alcanzó a oír una conversación entre éste y uno de los militares.
—Señor Greene, permítame que le diga lo mucho que me ha gustado su sermón de hoy —dijo el capitán Dexter Blight, un hombre con un bigote de color del heno, en forma de manillar, y con una acusada cojera—. Quisiera preguntarle, señor, si podría leer más sobre los viajes de Dante. Me paso muchas noches insomnes, así que tengo mucho tiempo.
El anciano ministro le preguntó si podía leer italiano.
—Bien —dijo George Washington Greene tras recibir una negativa como respuesta—, encontrará el viaje de Dante en inglés, con todos los detalles que usted desea, muy pronto, querido amigo. Sepa que el señor Longfellow, de Cambridge, está completando una traducción (no, una transformación) al inglés, mediante reuniones semanales con algo así como un consejo de ministros, un club Dante que él ha constituido y del que yo soy humilde miembro. El próximo año busque el libro en una librería, buen hombre. ¡Lo publica la incomparable editorial Ticknor y Fields!
Longfellow estaba relacionado con Dante. A Galvin le pareció muy apropiado, pues había oído todos sus poemas de labios de Harriet. Galvin se dirigió a un policía en la ciudad y le dijo: «Ticknor y Fields». El agente le indicó un enorme edificio en la calle Tremont, esquina a la plaza Hamilton. La sala de exposiciones medía veinticinco metros de longitud por diez de anchura, con un deslumbrante enmaderado, columnas talladas y mostradores de abeto occidental que relucían bajo arañas gigantescas. Un decorativo arco al fondo de la sala de exposiciones albergaba las muestras más hermosas de las ediciones de Ticknor y Fields, con lomos de color azul, dorado y color chocolate. Detrás del arco, en un departamento se mostraban los últimos números de las publicaciones periódicas de la casa. Galvin entró en la sala de exposiciones con la vaga esperanza de que el propio Dante estuviera esperándolo. Avanzó reverentemente, con la cabeza descubierta y los ojos cerrados.
Las nuevas oficinas de la editorial llevaban abiertas unos pocos días cuando Benjamin Galvin hizo su entrada en ellas.
—¿Está aquí por el anuncio? —No hubo respuesta—. Excelente, excelente. Por favor, rellene este impreso. En este ramo, con nadie se trabaja mejor que con J. T. Fields. Este hombre es un genio, un ángel de la guarda para todos los autores, eso es lo que es.
El hombre se identificó como Spencer Clark, administrativo de la firma. Galvin aceptó el papel y la pluma y dirigió una amplia mirada, pasándose el trozo de papel que siempre llevaba en la boca de un carrillo al otro.
—Debe darnos su nombre para que podamos llamarlo, hijo —dijo Clark—. Vamos. Denos su nombre o tendré que prescindir de usted.
Clark señaló una línea del impreso de solicitud de empleo. Galvin puso allí la pluma y escribió: «D-A-N-T-E-A-L.» Hizo una pausa. ¿Cómo se escribía Alighieri? ¿Ala? ¿Ali? Galvin siguió preguntándoselo hasta que la tinta de su pluma se secó. Clark, que había sido interrumpido por alguien al otro lado de la sala, se aclaró ruidosamente la garganta y le quitó el papel.
—Ah, no sea tímido. A ver qué tenemos —dijo Clark, bizqueando—. Dan Teal. Buen chico.
Clark miró decepcionado el papel. Se dio cuenta de que aquel sujeto no podría ser oficinista, con una caligrafía como aquélla, pero la casa necesitaba todas las manos que pudiera encontrar durante aquella transición a la magna sede del nuevo Corner.
—Ahora, amigo Daniel, le ruego nos diga dónde vive y hoy mismo podrá empezar como mozo de la tienda, cuatro noches por semana. El señor Osgood, el jefe administrativo, le dirá las condiciones antes de irse esta noche. Oh, y felicidades, Teal. ¡Acaba de empezar su nueva vida en Ticknor y Fields!
Teal se sintió emocionado al escuchar que se trataba de Dante cuando pasaba frente a la Sala de Autores, en el segundo piso, mientras empujaba su carro de papeles, que llevaba de una dependencia a otra para que los encontraran los empleados cuando llegaran por la mañana. Los fragmentos de discusiones que escuchó de pasada no eran como los sermones del reverendo Greene, quien hablaba de las maravillas del viaje de Dante. No oía muchas menciones concretas de Dante en el Corner, y la mayoría de las noches los señores Longfellow y Fields y su tropa dantesca ni siquiera se reunían. Aun así, en Ticknor y Fields había hombres aliados en algún sentido a la causa de la supervivencia de Dante, y que hablaban de cómo podrían protegerlo.
La cabeza de Teal daba vueltas, salió del edificio y vomitó en el muelle junto al Common: ¡Dante requería protección! Teal escuchó las conversaciones de los señores Fields, Longfellow y Lowell y del doctor Holmes, y sacó la conclusión de que la Mesa de la Universidad de Cambridge estaba atacando a Dante. Teal se había enterado en la ciudad de que también Harvard necesitaba nuevos empleados, pues la mayor parte de su personal había muerto en la guerra o había quedado incapacitada. La universidad ofreció a Teal un trabajo de día. Al cabo de una semana, consiguió cambiar su puesto de jardinero del campus por el de conserje en el edificio principal. Pues era allí, como supo preguntando a otros trabajadores, donde la Mesa tomaba todas sus decisiones importantes.
En el hogar de ayuda a los soldados, el reverendo Greene pasó de las consideraciones generales sobre Dante a relatos más concretos del viaje del peregrino. El infierno se escalonaba en círculos, cada uno más cerca del castigo del gran Lucifer, el poseedor de todo mal. En la antecámara del infierno, Greene guió a Teal por la tierra de los tibios, donde podía hallarse al Gran Rechazador, el peor de los ofensores allí. El nombre del Rechazador, algún papa, no significaba nada para Teal, pero el haber renunciado a una elevada y meritoria posición, que hubiera asegurado la justicia para millones de personas, encendió la ira de Teal. Éste había oído, tras los muros del edificio principal de la universidad, que el juez presidente Healey había rechazado de plano una posición de gran importancia, una posición que lo inducía a él a defender a Dante.
Teal sabía que el ayudante de la Compañía C, amante de los libros, había recogido millares de insectos durante sus marchas por los estados pantanosos y de clima húmedo, y los había mandado a casa en unas canastas especialmente confeccionadas, a fin de que sobrevivieran al viaje hasta Boston. Teal le compró una caja de mortíferas moscas azules y de larvas, junto con una colmena de avispas, y siguió al juez presidente Healey desde el palacio de justicia hasta Wide Oaks, donde lo observó mientras se despedía de su familia.
A la mañana siguiente, Teal entró en la casa por la puerta trasera, y le abrió la cabeza a Healey con la culata de la pistola. Despojó al juez de su ropa y la dobló cuidadosamente, pues unos atavíos de hombre no correspondían a semejante cobarde. Luego transportó a Healey al exterior, a la parte trasera de la casa, y liberó las larvas y los insectos sobre la herida de la cabeza. Teal clavó una bandera blanca en el terreno arenoso próximo, pues Dante encontró a los tibios bajo esa admonitoria enseña. De inmediato sintió que se había reunido con Dante, que había penetrado en el largo y peligroso sendero de salvación entre las gentes perdidas.
Teal se sintió contrariado cuando Greene faltó una semana al hogar de ayuda a los soldados, por causa de enfermedad. Pero luego Greene regresó y predicó sobre los simoníacos. Teal ya se había sentido alarmado y espantado por el acuerdo entre la corporación de Harvard y el reverendo Talbot, asunto sobre el que había oído hablar en varias ocasiones en el edificio principal de la universidad. ¿Cómo podía un predicador aceptar dinero para enterrar a Dante, sustrayéndolo al público, vender el poder de su ministerio por unos corrompidos mil dólares? Pero nada podía hacer mientras no supiera cómo debía ser castigado.
Teal conoció en cierta ocasión a un ladrón de cajas fuertes llamado Willard Burndy, durante sus noches en las tabernas de los callejones que discurrían tras las manzanas de casas. Teal no tuvo problemas para atraer a Burndy a una de esas tabernas y, aunque furioso por la borrachera del ladrón, le pagó para que le explicara cómo robar mil dólares de la caja fuerte del reverendo Elisha Talbot. Burndy no paraba de hablar sobre cómo Langdon Peaslee le iba arrebatando todas sus calles. ¿Qué mal había en enseñar a alguien más cómo abrir una caja sencilla?
Teal utilizaba los túneles de los esclavos fugitivos para cruzar hasta la Segunda Iglesia Unitarista, y observó al reverendo Talbot, lleno de aprensión, descender cada tarde a la bóveda subterránea. Contó los pasos de Talbot —uno, dos, tres— para comprobar cuánto tiempo le llevaba cruzar hasta las escaleras. Estimó la estatura de Talbot e hizo una marca con yeso en el muro una vez que el ministro se hubo ido. Entonces Teal excavó un hoyo, medido con precisión, a fin de que los pies de Talbot pudieran quedar libres en el aire cuando fuera enterrado cabeza abajo, y en el fondo enterró el dinero mal adquirido de Talbot. Finalmente, el domingo por la tarde agarró a Talbot, le arrebató su linterna y le vertió el queroseno en los pies. Después de haber castigado al reverendo Talbot, Dan Teal tuvo una nebulosa certidumbre de que el club Dante estaba orgulloso de su trabajo. Se preguntó cuándo se celebraban las reuniones semanales en casa del señor Longfellow; las reuniones que el reverendo Greene había mencionado. Los domingos, sin duda, pensó Teal: el sabbat.
Teal fue preguntando por Cambridge y halló fácilmente la gran casa colonial amarilla. Pero mirando por la ventana de una fachada lateral, no vio signos de que se celebrara reunión alguna. Se produjo un fuerte alboroto en el interior poco después de que Teal apretara el rostro contra la ventana, pues la luz de la luna se reflejaba en los botones de su uniforme, que ahora brillaban. Teal no quiso estorbar al club Dante, si es que estaba reunido; no quería interrumpir a los guardianes de Dante mientras estaban cumpliendo con su deber.
¡Qué desconcertado se sintió Teal cuando Greene volvió a faltar a su cita en el hogar de ayuda a los soldados, esta vez sin excusarse de antemano por enfermedad! Teal preguntó en la biblioteca pública dónde podría tomar lecciones de italiano, pues la primera sugerencia de Greene al otro militar había sido leer el original en esa lengua. El bibliotecario encontró un anuncio en el periódico, de un tal señor Pietro Bachi, y Teal lo visitó para empezar las lecciones. El profesor presentó a Teal un montoncito de libros de gramática y de ejercicios, la mayoría escritos por él mismo, pero aquello no tenía nada que ver con Dante.
En un momento dado, Bachi ofreció venderle a Teal una edición veneciana, centenaria, de la Divina Commedia. Teal tomó en sus manos el volumen, encuadernado en cuero duro, sin tener en cuenta cómo Bachi divagaba sobre su belleza. Una vez más, aquello no era Dante. Por suerte, poco después de esto, Greene reapareció en el púlpito del hogar, y llegó la asombrosa entrada de Dante en el pozo infernal de los cismáticos.
El destino le había hablado a Dan Teal con una voz tan fuerte como un cañonazo. También él había sido testigo de este inolvidable pecado —dividir y causar cismas entre grupos— en la persona de Phineas Jennison. Teal le había oído hablar de proteger a Dante en las oficinas de Ticknor y Fields, urgiendo al club Dante a luchar contra Harvard; pero también le había oído condenar a Dante en las oficinas de la corporación de Harvard, urgiéndola a parar el trabajo de Longfellow, Lowell y Fields. Y Teal condujo a Jennison, por la ruta de los túneles de los esclavos fugitivos, hasta el puerto de Boston, donde le puso delante la punta de su sable. Jennison rogó, lloró y ofreció dinero a Teal. Éste le prometió hacer justicia, y a continuación lo despedazó. Envolvió cuidadosamente las heridas. Teal nunca pensó que lo que estaba haciendo fuera matar, pues el castigo requería un sufrimiento prolongado, un aprisionamiento de la sensación. Esto es lo que encontró más reconfortante de Alighieri. Ninguno de los castigos que había presenciado era nuevo. Teal los había visto todos en mayor o menor medida a lo largo de su vida en Boston y en los campos de batalla de toda la nación.
Teal sabía que el club Dante estaba emocionado por la derrota de sus enemigos, pues de repente el reverendo Greene ofreció una racha de extáticos sermones: Dante llegaba hasta un lago helado lleno de pecadores, de traidores que se contaban entre los peores pecadores que el viajero descubre y proclama. Así acabaron Augustus Manning y Pliny Mead inmovilizados en el hielo, mientras Teal los observaba a la luz de la mañana, vestido con su uniforme de alférez. Así un uniformado Teal había observado al tibio Artemus Healey contorsionarse desnudo bajo el manto de insectos; había observado al simoníaco Elisha Talbot retorcerse y agitar sus pies llameantes, con su dinero mal adquirido convertido ahora en almohada bajo su cabeza; y había observado a Phineas Jennison estremecerse y sufrir sacudidas mientras su cuerpo colgaba hecho trizas y cortado.
Pero entonces aparecieron Lowell y Fields, Holmes y Longfellow, ¡y no para recompensarle! Lowell le había disparado con su fusil, y el señor Fields gritó a Lowell que volviera a disparar. A Teal se le partió el corazón. Teal daba por descontado que Longfellow, a quien Harriet Galvin adoraba, y los demás protectores que se reunían en el Corner se identificaban con el propósito que animaba a Dante. Ahora comprendía que ignoraban la verdadera tarea que precisaba el club Dante. Quedaba mucho por hacer, muchos círculos que abrir con el fin de mejorar Boston. Teal pensaba en la escena desarrollada en el Corner, cuando el doctor Holmes se cayó, y Lowell le seguía desde la Sala de Autores gritando: «Usted ha traicionado al club Dante, usted ha traicionado al club Dante».
—Doctor —le dijo Teal cuando se encontraron en los túneles de los esclavos—. Vuélvase ahora, doctor Holmes, que he venido a verlo.
Holmes se volvió, dando la espalda al militar uniformado. El brillo apagado de la linterna del doctor iluminó temblorosamente el largo canal, el abismo rocoso que se abría por delante.
—Imagino que el hecho de haberme encontrado es cosa del destino —añadió Teal, quien, a continuación, ordenó al doctor que avanzara.
—¡Santo Dios! —exclamó Holmes en un jadeo—. ¿Adónde vamos?
—Donde Longfellow.