Se aproximaba ya el final de año; el oscuro y férreo mes de noviembre había llegado a Tarker’s Mills. En la calle Mayor estaba teniendo lugar un extraño éxodo. El reverendo Lester Lowe observaba lo que sucedía desde la puerta de la rectoría baptista. Había salido para recoger su correspondencia y había encontrado en el buzón seis circulares y una única carta que mantenía en las manos mientras observaba la fila de camionetas polvorientas, Ford, Chevrolet e International Harvester, que se abría camino para salir de la ciudad.
Las nevadas se aproximaban, había dicho el hombre del tiempo, pero aquellos que se iban no eran gentes que abandonaran el pueblo antes de la llegada de las tormentas en busca de climas más cálidos; no, la gente no viaja hacia las doradas playas de Florida o California con cazadora de cuero, cartucheras y la escopeta al lado, con los perros en el asiento de atrás. Era el cuarto día que aquellos hombres, dirigidos por Elmer Zinneman y su hermano Pete, se habían puesto en marcha con perros y escopetas y una buena cantidad de cajas de seis latas de cerveza. La expedición había empezado a salir a medida que se acercaba la luna llena. Había pasado la época de la caza menor y de la caza mayor también, pero seguía abierta la temporada de caza de los hombres-lobo, y la mayoría de aquellos hombres, tras la máscara de sus rostros severos y pretendidamente justos, se lo estaban pasando muy bien. Como el entrenador Coslaw podría haber dicho, ¡con toda razón, maldita sea!
Algunos de los hombres, el reverendo Lowe lo sabía, no hacían otra cosa que divertirse y armar jarana. Aquello les ofrecía una oportunidad de salir al bosque, beber cerveza, orinar en los barrancos, contar chistes sobre polacos, boches y negros y disparar a las ardillas y las cornejas.
«Son auténticos animales —pensó Lowe, y su mano fue inconscientemente al parche que llevaba sobre el ojo desde el mes de julio—. Lo más seguro es que unos se maten a otros. Tienen suerte de que no les haya pasado todavía».
El último de los vehículos se había perdido de vista ya, al otro lado de la colina que daba su nombre a Tarker’s Mills, haciendo sonar su claxon y los ladridos de los perros en la parte trasera de las camionetas. Sí; verdaderamente algunos de los hombres sólo iban en busca de jarana, pero otros, como Elmer y Pete Zinneman, por ejemplo, estaban mortalmente serios.
«Si esa criatura, hombre, bestia o lo que quiera que sea se va de caza este mes, los perros le seguirán el rastro —había oído decir a Elmer en la barbería, apenas hacía dos semanas—. Y si ese hombre o animal no sale, es posible que haya salvado la vida. Al menos habremos salvado una vida, de hombre o de bestia».
El reverendo había oído aquellas palabras. Y sabía que, aunque algunos de los hombres sólo trataran de pasarlo bien, también había doce, o quizá veinticuatro, que se tomaban las cosas en serio. Pero no habían sido ellos los que contagiaron aquella extraña sensación nueva en el interior del cerebro del clérigo… La sensación de estar a punto de caer en una trampa.
La causa eran las notas. Las notas, la más extensa de ellas con sólo dos frases, escritas con letra infantil y laboriosa e incluso con algunas faltas de ortografía. Bajó los ojos para mirar la carta que acababa de recibir con el correo del día, cuya dirección estaba escrita con aquella misma letra infantil y del mismo modo: «Reverendo Lowe, Rectoría baptista, Tarker’s Mills, Maine 04491.»
Se hizo más fuerte la sensación de estar atrapado…, como él creía que debía sentirse un zorro al advertir que los perros lo habían encerrado en un callejón sin salida. El momento de pánico en el que el zorro se daba la vuelta, con los dientes desnudos, para enfrentarse y luchar con los perros que, con toda seguridad, acabarían por hacerlo pedazos.
Cerró la puerta con firmeza, entró en el salón donde el viejo reloj del abuelo dejaba oír su tictac solemne. Tomó asiento, dejó cuidadosamente las circulares religiosas que acababa de recibir sobre la mesa que la señora Miller solía abrillantar dos veces por semana, y abrió la nueva carta. Como las otras, no llevaba saludo alguno y, como las otras, tampoco estaba firmada. En el centro de una hoja que había sido arrancada de un cuaderno escolar rayado, podía leerse únicamente esta frase:
«¿Por qué no se suicida?».
El reverendo Lowe se llevó a la frente la mano, que le temblaba ligeramente. Con la otra mano arrugó la hoja que acababa de leer y la dejó sobre un gran cenicero de cristal que había sobre la mesa. Aunque el reverendo Lowe no fumaba, solía recibir a sus feligreses, cuando acudían a hacerle alguna consulta, en aquel mismo salón, y algunos de ellos sí lo hacían. Tomó una caja de cerillas del bolsillo de su chaqueta de punto, su atuendo casual del domingo por la tarde, y prendió fuego al papel, como había hecho con las otras notas, y la contempló mientras ardía.
Lowe había llegado a saber quién era realmente por dos caminos distintos. Como consecuencia de su pesadilla en el mes de mayo, aquel sueño en el cual todo el mundo, durante la celebración de la fiesta del domingo del Viejo Hogar, se transformaba en hombre-lobo, y el subsiguiente horrible descubrimiento del cadáver destripado de Clyde Corliss, había comenzado a darse cuenta de que había algo…; en fin, algo en él que no estaba del todo bien. No sabía otra forma de expresarlo. Algo malo, equivocado. Y sabía también que muchas mañanas, por lo corriente durante el período de luna llena, se levantaba con la sensación de encontrarse sorprendentemente bien, en sorprendente buen estado, sorprendentemente fuerte. Esa sensación desaparecía a medida que la luna se iba reduciendo y volvía a aumentar de nuevo con la nueva luna llena.
Como consecuencia de su sueño y de la muerte de Corliss, se vio forzado a reconocer otras cosas que hasta entonces no había podido advertir. Sus ropas destrozadas y llenas de barro. Arañazos y magullamientos cuyo origen ignoraba, pero que como nunca le dolían o le causaban molestias podían ser olvidados con facilidad… o simplemente dejar de pensar en ellos. Incluso había estado en condiciones de olvidar los restos de sangre que a veces encontró en sus manos… y en sus labios.
Después, el 5 de julio, la segunda etapa. Para describirla con la mayor sencillez: se había despertado con solo un ojo. Lo mismo que con los arañazos y las pequeñas heridas anteriores, tampoco entonces sintió el menor dolor, sólo el agujero, la cuenca vacía donde antes estuviera su ojo izquierdo. En ese momento su conocimiento se hizo lo suficientemente lúcido como para poder seguir negando la realidad: él era el hombre-lobo; él era la Bestia.
Durante los tres últimos días había tenido sensaciones que le eran familiares: una gran inquietud, una impaciencia en cierto modo alegre, una euforia tensa en todo su cuerpo. ¡Volvía! El cambio estaba a punto de llegar una vez más, de nuevo. Aquella noche la luna se alzaría en el cielo, plena, y los cazadores estarían fuera en el bosque, con sus perros. Bien: no le importaba. Era inteligente, mucho más inteligente que ellos, más inteligente de lo que sus cazadores creían que podía ser la Bestia. Hablaban de un hombre-lobo, pero pensaban de él como si fuera un lobo y no un hombre. Ellos iban con sus furgonetas y jeeps, pero él podía, también, conducir su pequeño coche, un Volare sedán. A últimas horas de la tarde se dirigiría hacia Portland, pensó, y se detendría en algún motel de las afueras de la ciudad. Y cuando llegara el cambio, no habría perros ni cazadores. No, no eran éstos los que le asustaban.
«¿Por qué no se suicida?».
La primera nota le llegó a principios de mes. Decía simplemente: «Sé quién es usted». La segunda decía: «Si verdaderamente es usted un hombre de Dios, váyase de la ciudad. Váyase a algún lugar donde pueda matar animales y no seres humanos». La tercera decía: «¡Termine ya!».
Eso era todo. Sólo «¡Termine ya!». Y ahora: «¿Por qué no se suicida?».
«Porque no quiero hacerlo —pensó el reverendo Lowe con petulancia—. Esto que me ocurre…, lo que quiera que sea, es algo que yo no he pedido, que yo no me he buscado. No he sido mordido por un lobo ni he recibido la maldición de un gitano. Es, simplemente, algo que… me ha sucedido. Un día del último mes de noviembre estaba recogiendo unas flores para los floreros de la sacristía, en ese bonito cementerio de Sunshine Hill. Nunca antes había visto unas flores semejantes… Se marchitaron, murieron antes de que regresara al pueblo. Se volvieron negras todas ellas. Quizá fue entonces cuando todo comenzó. No, no hay razón para que esté seguro de ello…, pero lo creo. Y no quiero suicidarme. Ellos son los animales y no yo».
¿Quién escribirá esas notas?
No lo sabía. El ataque de la Bestia a Marty Coslaw no había sido publicado en el semanario de Tarker’s Mill y el clérigo estaba orgulloso de su capacidad para no escuchar chismes ni maledicencias. Es decir, del mismo modo que Marty no supo nada de Lowe hasta la noche de difuntos, porque sus ambientes religiosos no tenían contacto, tampoco el reverendo Lowe sabía nada de Marty. Y no podía recordar qué hacía cuando estaba convertido en hombre-lobo: sólo una especie de embriaguez, parecida a la alcohólica, acompañada de una sensación de bienestar cuando terminaba el ciclo hasta el mes siguiente y la inquietud antes de la llegada de la nueva luna llena.
«Soy un hombre de Dios al que sirvo —pensó. Se puso en pie y comenzó a pasear arriba y abajo por la habitación, cada vez más de prisa. El reloj del abuelo repetía su tictac de modo solemne en el tranquilo salón—. Soy un hombre de Dios y no quiero suicidarme. Estoy haciendo mucho bien aquí y, si en alguna ocasión hago el mal, bueno, son muchos los hombres que lo hicieron antes que yo; el mal también sirve a la voluntad de Dios, como nos enseña el Libro de Job. Si yo he sido maldito por una fuerza exterior, Dios me hará caer cuando Él crea llegado su momento. Todas las cosas están al servicio de la voluntad de Dios… pero ¿quién será? ¿Debo tratar de averiguarlo? ¿Quién fue atacado la noche del Cuatro de Julio? ¿Cómo perdí (cómo perdió la Bestia) mi (su) ojo? Quizá convendría silenciarlo…, pero no este mes. Hagamos primero que los cazadores vuelvan a dejar a sus perros en las perreras. Sí…».
Comenzó a andar, de prisa, cada vez más de prisa, encorvado, sin darse cuenta de que su barba, más bien rala (sólo necesitaba afeitarse una vez cada tres días, en los días normales del mes, claro está), le había crecido espesa y fuerte, dura; y que su ojo castaño había adquirido una tonalidad más clara, casi amarillenta que poco a poco iba adquiriendo un profundo color verde esmeralda que acabaría de llegar cuando se hiciera de noche. Se iba encorvando cada vez más a medida que se paseaba y seguía hablando consigo mismo, pero sus palabras adquirían un tono cada vez más profundo, más bajo, que cada vez se parecía más a un rugido.
Finalmente, la grisácea tarde de noviembre se fue oscureciendo, hasta adquirir una tonalidad más densa, y el reverendo se dirigió a la cocina, tomó las llaves de su automóvil, que colgaban detrás de la puerta trasera de la casa, y se encaminó al coche, ya casi corriendo. Se dirigió hacia Portland, conduciendo a toda velocidad, sonriendo, y no se detuvo cuando la primera nieve de la temporada empezó a caer arremolinada delante de las luces de sus faros, los copos como bailarines desprendidos de un cielo férreo. Presentía a la luna en algún lugar del cielo, por encima de las nubes; sentía su fuerza poderosa; su pecho se dilató, estirando las costuras de su camisa blanca.
Conectó la radio con una emisora que transmitía música de rock and roll y se sintió realmente en forma…, ¡magníficamente bien!
Y lo que ocurrió más tarde, en esa misma noche, podría ser un juicio de Dios o una sangrienta burla de aquellos antiguos dioses a los que el hombre había adorado desde la seguridad de los círculos de piedras en las noches de plenilunio. ¡Oh!, todo aquello resultaba divertido, demasiado divertido, porque Lowe había recorrido todo el camino hasta Portland para transformarse allí en la Bestia, pero el hombre al que había acabado por degollar y destripar en aquella nevada noche de noviembre fue Milt Sturmfuller, un hombre que residía en Tarker’s Mills desde toda la vida…, y quizá Dios era justo, porque si había un verdadero tipo asqueroso en Tarker’s Mills, éste era Milt Sturmfuller. Había salido de su casa aquella noche, como tantas otras noches, diciéndole a su sufrida y maltratada esposa, Donna Lee, que se iba de viaje de negocios. Pero su negocio era una chica de mala vida llamada Rita Tennison, que le había contagiado un grave caso de herpes que él había transmitido a su esposa, a la pobre Donna Lee, que ni siquiera se había atrevido a mirar a otro hombre en todo el tiempo que llevaban casados.
El reverendo Lowe se había inscrito en un motel llamado The Driftwood, cerca de Portland-Westbrook, el mismo motel que Milt Sturmfuller y Rita Tennison habían elegido aquella noche de noviembre para sus «negocios».
Milt salió de su bungalow a las diez y cuarto para buscar una botella de bourbon que se había olvidado en el auto, y quizá se estaba felicitando a sí mismo por estar tan lejos de Tarker’s Mills en aquella noche de luna llena, cuando la Bestia, con sólo un ojo, se lanzó sobre él desde el techo de la cabina de un camión de diez ruedas y lo decapitó de un violento zarpazo con sus fuertes garras. El último sonido que Milt Sturmfuller oiría en su vida fue el aullido de triunfo del hombre-lobo que sonó cada vez con mayor fuerza. Su cabeza cayó bajo el camión, los ojos muy abiertos y la sangre brotando a borbotones de la garganta y la botella de bourbon se le escapó de su mano sin fuerza cuando la Bestia ocultó su hocico en la garganta y comenzó a alimentarse.
Y al día siguiente, de regreso ya en su rectoría baptista de Tarker’s Mills y sintiéndose maravillosamente… bien, el reverendo Lowe leyó en un periódico el relato del crimen y pensó piadosamente: «La víctima no era un buen hombre. Todas las cosas sirven al Señor».
Tras esos pensamientos, siguió pensando: «¿Quién es el chico que me envía las notas? ¿Quién fue atacado en julio? Ya es hora de que lo sepa. Creo que ha llegado el momento de prestar oído a lo que murmura la gente».
El reverendo Lester Lowe se ajustó el parche que cubría la cuenca vacía de su ojo, pasó a una nueva sección del periódico y pensó: «Todas las cosas sirven a la voluntad del Señor; si Dios quiere, lo encontraré. Y le haré guardar silencio. Para siempre».