Cuando la luna entró en su cuarto creciente y de nuevo se aproximaba la noche de plenilunio, la aterrorizada gente de Tarker’s Mills esperaba un nuevo hecho sangriento en aquel ambiente caluroso, pero no ocurrió nada. En cualquier otra parte del ancho mundo las ligas regionales de béisbol se decidían una tras otra y había comenzado ya la temporada de rugby o fútbol americano. En las Montañas Rocosas, en su vertiente canadiense, el simpático Williard Scott informó a los habitantes de Tarker’s Mills que había caído una nevada que cubrió el suelo con un palmo de nieve el día 21 de septiembre. Pero en este rincón del mundo el verano se mantenía firme. Durante el día, las temperaturas se aproximaban a los treinta grados. Los niños que hacía ya tres semanas que habían vuelto a la escuela no se sentían a gusto sentados en sus pupitres, sudando en las calurosas aulas, en las que el reloj marchaba tan lentamente que cada minuto les parecía una hora. Los maridos discutían y se peleaban con sus mujeres sin razón aparente, insultándose y atacándose. Y en la gasolinera de la Gulf, propiedad de O’Neil en la Town Road, en el cruce de carreteras, un turista tuvo una pelea con Pucky O’Neil por razones del precio de la gasolina, se excedió en sus palabras y Pucky le dio un golpe en la cabeza con la manguera. El visitante, que procedía de New Jersey, necesitó cuatro puntos y se marchó amenazando con denuncias legales y pleitos.
—No entiendo de qué se queja —dijo Pucky cazurramente aquella noche en la taberna—. Sólo le golpée con una parte de mi fuerza, ¿sabéis? Si le hubiera pegado con toda mi fuerza, no sólo le hubiera hecho callar sino que estaría ya criando malvas.
—Seguro —asintió Billy Robertson, precisamente porque Pucky tenía el aspecto de ser uno de los que golpean con todas sus fuerzas si alguien le lleva la contraria—. ¿Qué te parece otra cerveza, Puck?
—¡Vete a la mierda! —fue la respuesta de Pucky.
Milt Sturmfuller había enviado a su mujer al hospital tras una discusión sobre una mancha de huevo que el lavaplatos no había quitado. El hombre había mirado la manchita amarilla y reseca en el plato en el que le servía su almuerzo y, sin más ni más, le dio un buen puñetazo. Pucky O’Neil hubiera dicho que le había pegado con toda su fuerza.
—¡Maldita perra! —exclamó alzándose sobre Donna Lee, que se había quedado tumbada y abierta de piernas sobre el suelo de la cocina, con la nariz rota y sangrando. Sangraba también por la nuca, que se golpeó al caer—. Mi madre lavaba los platos a mano y los lavaba bien. ¿Qué es lo que pasa contigo?
Más tarde le diría al doctor del Hospital General de Portland, en el departamento de urgencias, que Donna Lee se había caído de espaldas por las escaleras. Donna Lee, aterrorizada y acobardada después de nueve años en guerra matrimonial, acabaría por apoyar sus declaraciones.
A eso de las siete de la noche de luna llena, se alzó un viento desagradable, el primer viento frío después de una larga temporada veraniega. El viento trajo consigo unas nubes espesas que venían del norte, y durante unos momentos la luna jugó al escondite entre ellas, dando al borde de las nubes una tonalidad de plata batida. Las nubes se fueron haciendo más espesas y la luna desapareció…, pero seguía estando allí… Las mareas, a unos treinta y cinco kilómetros de Tarker’s Mills, sentían su influencia y también, pero mucho más cerca, lo mismo le ocurría a la Bestia.
A eso de las dos de la madrugada se pudo oír una espantosa serie de gruñidos de dolor y miedo procedente de las porquerizas de Elmer Zinneman en la West Stage Road, a unos veinte kilómetros del pueblo. Elmer tomó su rifle, vestido sólo con el pantalón de su pijama y zapatillas. Su mujer, que casi había sido una muchacha bonita al casarse con Elmer en 1947, cuando la chica sólo tenía dieciséis años, empezó a llorar y a suplicarle que no saliera, que se quedara con ella. Elmer la apartó a un lado y tomó el arma que estaba en el vestíbulo. Sus cerdos no estaban gruñendo, estaban gritando. El ruido parecía como si procediera de un grupo de jóvenes sorprendidas por un maniaco en una fiesta campestre: Iba a salir, nada podía obligarle a quedarse dentro, le dijo a su mujer… y en esos momentos se quedó helado, inmóvil, con su mano encallecida por el trabajo en el pestillo de la puerta trasera de la casa, cuando un pavoroso aullido de triunfo resonó en la noche. Era el aullido de un lobo, pero había tanta humanidad en él que hizo que su mano dejara el cerrojo y que permitiera a Alice Zinnenman que lo llevara dentro, a la sala de estar. Elmer pasó el brazo por la cintura de su esposa y la hizo sentarse en el sofá, donde se quedaron quietos, inmóviles como dos niños asustados.
Poco después cesaron los gritos de los cerdos, poco a poco. Sí, cesaron, uno tras otro. Sus últimos gruñidos se ahogaron en una especie de gárgaras sangrientas. La Bestia volvió a aullar y su grito era tan frío y cortante como la blanca luz de la luna llena. Elmer se acercó a la ventana y vio algo, no podría decir qué, que se alejaba encorvado y se perdía en la oscuridad.
Después llegó la lluvia, que golpeó en los cristales de las ventanas, pero Elmer y Alice seguían sentados juntos, en la cama, con todas las luces del dormitorio encendidas. Era una lluvia fría, la primera auténtica lluvia de otoño. Al día siguiente la primera nota de color aparecería en las hojas de los árboles anunciando el otoño.
En la porqueriza, Elmer encontró exactamente lo que pensaba hallar: una espantosa carnicería. Sus nueve cerdas y sus dos machos estaban muertos, decapitados y devorados parcialmente. Yacían en el barro, la lluvia caía sobre sus cuerpos, los ojos desorbitados fijos en el frío cielo otoñal.
Elmer había llamado a su hermano Pete, que llegó desde Minot y ambos estaban juntos contemplando el sangriento espectáculo. Guardaron silencio durante un rato y, por fin, Elmer fue el primero en hablar:
—El seguro cubrirá en parte los daños, aunque no todo. Creo que yo mismo podré hacerme cargo del resto. Es mejor que hayan sido mis cerdos que no otra persona.
Pete movió la cabeza.
—Ya es bastante —dijo. Su voz apenas era un murmullo que escasamente pudo oírse por encima de la lluvia.
—¿Qué quieres decir?
—Ya sabes lo que quiero decir. En el primer plenilunio habrá por aquí cuarenta hombres, o sesenta… o ciento sesenta si hacen falta. Ya es tiempo de que la gente deje de esconder la cabeza bajo el ala, pretendiendo que no pasa nada, cuando todo el mundo puede ver lo que realmente sucede. ¡Por amor de Dios, Elmer, mira esta escena!
Pete señaló abajo, al establo. En torno a los cerdos muertos y descuartizados horriblemente, la suave tierra del suelo de la porqueriza estaba cubierta por unas grandes huellas. Parecían las de las patas de un lobo, pero al mismo tiempo tenían algo sórdidamente humano.
—¿Ves esas malditas huellas?
—Sí, claro que las veo.
—No creerás que esas huellas las hizo ningún ser normal, ¿verdad?
—No, supongo que no.
—Ésas son las huellas que haría un hombrelobo, y tú lo sabes, como lo sabe Alice y lo sabe la mayoría de los habitantes de este pueblo —indicó Pete—. ¡Qué demonio! Lo sé hasta yo, que no vivo aquí —miró a su hermano con expresión amenazadora en su rostro severo y duro, el rostro de uno de aquellos puritanos que llegaron a Nueva Inglaterra en 1650. Y repitió—: Ya es más que suficiente. Ya es hora de poner fin a ese asunto.
Elmer reflexionó considerando las palabras de su hermano, mientras la lluvia seguía golpeando sobre los impermeables de hule de los dos hombres e hizo un movimiento de cabeza.
—Sí, creo que tienes razón. Pero no en la próxima luna nueva.
—¿Quieres esperar hasta noviembre?
Elmer movió la cabeza afirmativamente.
—Los árboles desnudos, sin hojas. Es más fácil seguir las huellas si hay un poco de nieve.
—¿Qué te parece el mes próximo?
Elmer Zinneman miró sus cerdos sacrificados en la porqueriza junto al granero. Después se volvió para mirar a su hermano Pete.
—Será mejor que la gente vaya con cuidado.