Cancelaron los fuegos artificiales del Cuatro de Julio.
Marty Coslaw no despertó muchas simpatías entre sus amigos cuando se le comunicó la noticia. Tal vez porque no supieron comprender lo profundo de su dolor.
—¡No seas tonto! —le dijo su madre bruscamente. Solía ser dura frecuentemente con él y, cuando intentaba justificar su brusquedad consigo misma, se decía que no había razón para mimar al muchacho simplemente porque era un minusválido, porque estaría obligado a pasarse toda su vida en una silla de ruedas.
—Espera al año próximo —le dijo su padre, dándole un golpe cariñoso en la espalda—. Será doblemente bueno; sí, doblemente bueno, muchacho. ¿Eh, eh? No te preocupes.
Herman Coslaw era el profesor de educación física en el instituto de enseñanza media de Tarker’s Mills y acostumbraba hablar con su hijo con lo que él creía debía ser el tono de un padre comprensivo y un buen camarada. Y le decía «Eh, eh» con mucha frecuencia, como si fuera un estribillo. La verdad era que Marty ponía un poco nervioso a Herman Coslaw. Éste vivía en un mundo de chicos violentos y fuertes, llenos de actividad, que hacían carreras, jugaban al béisbol y nadaban con rapidez. Y mientras estaba en pleno trabajo de entrenamiento le bastaba volver la cabeza para ver a Marty, cerca de él, sentado en su silla de ruedas, observándolo. Esto lo ponía nervioso, y cuando Herman estaba nervioso hablaba con aquella voz de amigo mayor y repetía su «Eh, eh» y llamaba a su hijo «muchacho» y «golfillo» en tono cariñoso.
—¡Vaya, vaya! ¡Por fin una vez que no consigues lo que quieres! —le dijo su hermana mayor cuando Marty trató de explicarle cuánto había esperado aquella noche, cómo esperaba su llegada cada año, las flores de luz de los fuegos de artificio en el cielo sobre el pueblo, los brillantes colores de los cohetes y sus atronadoras explosiones que repetían su eco una y otra vez sobre las bajas colinas que rodeaban la pequeña ciudad.
Kate, la hermana mayor, tenía trece años, lo que la hacía sentirse «mayor» frente a los diez de Marty. Y trataba de convencer a todos de que quería mucho a su hermano, precisamente porque éste no podía andar. Pero en el fondo estaba encantada de que los fuegos artificiales hubieran sido suspendidos.
Incluso el abuelo Coslaw, con cuya simpatía solía contar siempre, no se sintió impresionado.
—¡Nadie va a suspender las fiestas del Cuatro de Julio, muchacho! —le dijo con su notable acento eslavo. Estaba sentado en el porche de la casa y Marty cruzó las grandes puertas deslizantes que daban a la terraza con su silla de ruedas de motor accionado por baterías para hablar con él.
El abuelo Coslaw estaba sentado contemplando la falda del prado que se extendía hasta el bosque con una copa de schnapps en la mano. Eso estaba sucediendo la tarde del 2 de julio; es decir, dos días antes de la fiesta nacional.
—Sólo se cancelarán los fuegos artificiales. Y ya sabes la razón.
Marty lo sabía. El asesino era la causa. En los periódicos se le llamaba el Asesino de la Luna Llena, pero Marty había oído muchos otros rumores que circularon entre los alumnos antes de que terminaran las clases con las vacaciones veraniegas. Muchos de los niños iban diciendo por ahí que el Asesino de la Luna Llena no era un hombre real, sino una especie de criatura sobrenatural, un hombre-lobo posiblemente. Marty no lo creía. Para él los hombres-lobos eran sólo cosa de las películas de miedo, pero pensó que podía ser algún tipo chalado que sentía necesidad incontrolable de matar en las noches de plenilunio. Y los fuegos artificiales habían sido suspendidos por esa especie de estúpido toque de queda.
En el mes de enero, sentado en su silla de ruedas junto a las puertas corredizas de la terraza, observando cómo el viento hacía correr los copos de nieve sobre el suelo cubierto por una cristalina capa de hielo duro, o de pie junto a la puerta principal, con sus piernas artificiales, rígido como una estatua, mientras observaba a los otros chiquillos que empujaban sus trineos hacia la colina de Wright, fue un consuelo para él pensar en la noche de los fuegos artificiales. Evocar la cálida noche de verano, una Coca-cola en la mano, las rosas de fuego floreciendo en la oscuridad, las ruedas de artificio girando y la bandera norteamericana formada por las bengalas.
Pero los mayores habían decidido suspender los fuegos artificiales… Y dijeran lo que dijeran, Marty tenía la sensación de que era realmente todo el Cuatro de Julio, su Cuatro de Julio, lo que habían condenado a muerte.
Sólo su tío Al, que había llegado a la ciudad ya bien entrada la mañana para compartir el tradicional salmón fresco con guisantes con la familia, lo había comprendido. Lo había escuchado con atención, de pie en la terraza, mientras el agua goteaba de su empapado traje de baño (los demás estaban nadando y divirtiéndose en la nueva piscina de los Coslaw, al otro lado de la casa), después del almuerzo.
Marty terminó y alzó los ojos para mirar a su tío Al ansiosamente.
—¿Te das cuenta de lo que quiero decir? ¿Lo comprendes? No tiene nada que ver con que sea un inválido, como diría Katie, o que identifique a Estados Unidos con los fuegos artificiales, como piensa el abuelo. Sólo que no es justo que, tras haber esperado algo con tanta ilusión… No es justo que Victor Bowle y un estúpido concejo municipal salga ahora diciendo que los suspende. No debe suspender algo que uno necesita tanto. ¿Lo comprendes?
Hubo una pausa larga y pesada mientras el tío Al estudiaba la cuestión planteada por Marty.
Tiempo suficiente para que Marty pudiera oír el arrastrarse de la plancha de buceo en el fondo de la piscina, seguido por las palabras entusiásticas del padre en el agua:
—¡Mira, Kate, mira!… ¡Eh, eh, fantástico! ¡Realmente fantástico!…
Tío Al dijo con calma:
—¡Vaya si te entiendo! Tengo algo para ti; creo que te gustará. Quizá tú mismo puedas celebrar el Cuatro de Julio por tu cuenta.
—¿Por mi cuenta? ¿Qué quieres decir?
—Ven conmigo a mi auto, Marty, tengo algo…, bueno, ya lo verás; ven, que voy a enseñártelo.
Al se dio la vuelta y se encaminó por la senda de cemento que rodeaba la casa antes de que Marty pudiera insistir preguntándole qué quería decir.
La silla de ruedas se puso en marcha con el zumbido de su motor eléctrico por el camino de cemento, alejándose de los ruidos de la piscina —zambullidas, gritos alegres, risas y el sonido de la plancha de buceo—. Lejos de la voz atronadora del mejor amigo de su padre. El sonido de su silla de ruedas era un sordo zumbar, como el de un gran insecto, que Marty apenas oía… Toda su vida ese sonido, o el craquear de sus piernas artificiales, habían sido la música de sus movimientos.
El coche de tío Al era un Mercedes descapotable bajo y alargado. Marty sabía que sus padres desaprobaban el coche («esa trampa mortal de veintiocho mil dólares», como su madre lo había calificado en cierta ocasión, con un pequeño suspiro), pero a Marty le encantaba. El tío Al se lo había llevado en cierta ocasión para dar un paseo por alguna de las carreteras apartadas que cruzaban Tarker’s Mills y había hecho que el coche alcanzara los ciento treinta, quizá los ciento cuarenta kilómetros por hora. No había querido decir a Marty la velocidad que habían alcanzado.
—Si no lo sabes, no te asustas —le había dicho.
Pero Marty no se había asustado en absoluto. Al día siguiente le dolió el estómago de tanto como se había reído con su tío Al.
Éste sacó algo de la guantera del coche. Marty detuvo su silla junto al automóvil y su tío puso un gran paquete de celofán sobre sus maltrechas rodillas.
—Aquí lo tienes, muchacho —le dijo—. ¡Feliz Cuatro de Julio!
Lo primero que Marty vio fue una serie de exóticos caracteres, las letras chinas sobre la etiqueta del paquete. Después, cuando descubrió lo que había dentro, su corazón pareció contraerse dentro de su pecho. El paquete de celofán estaba lleno de cohetes, bengalas y otros fuegos de artificio.
—Esos que parecen pirámides son cohetes serpenteantes —le explicó su tío.
Marty, absolutamente atónito de alegría, quiso abrir los labios para hablar, ¡pero de ellos no brotó ni una sola palabra!
—Enciendes la mecha, los sueltas y escapan por el aire retorciéndose y soltando tantos colores como hay en el aliento de un dragón. Los alargados, que parecen tubos, son cohetes luminosos; los pones dentro de una botella de Coca-cola y los enciendes. Los otros más pequeños son surtidores de luz. Éstos son bengalas… y, naturalmente, también tienes un paquete de petardos. Lo mejor que puedes hacer es prepararlos mañana.
El tío Al dirigió una significativa mirada al lugar de donde provenían los ruidos de los que se bañaban.
—¡Muchas gracias! —por fin Marty estuvo en condiciones de decir algo—. ¡Muchas gracias, tío Al!
—Pero no le digas a nadie quién te los ha dado —le advirtió su tío—. Si quieren saber, que vayan a la escuela, ¿de acuerdo?
—De acuerdo, de acuerdo —repitió Marty, aunque no estaba muy seguro de qué tenía que ver el aprender y el ir a la escuela con los fuegos artificiales—. ¿Estás seguro de que no los quieres, tío Al?
—Puedo comprar más —dijo el tío Al—. Conozco a un tipo que los vende en Bridgton. No para de vender todo el día. Está haciendo un negocio fantástico —puso la mano sobre la cabeza de su sobrino—. Celebra tu Cuatro de Julio después de que todos se hayan acostado. Y no enciendas ninguno de los petardos ni los cohetes que hacen ruido para no despertarlos. ¡Y, sobre todo, ten cuidado con no volarte una mano o mi hermana mayor nunca me volverá a dirigir la palabra!
El tío Al se metió en el coche y puso en marcha el motor, que pronto adquirió vida con un ronco rugido. Levantó la mano para saludar a Marty y desapareció, mientras Marty intentaba todavía repetir sus palabras de agradecimiento. Se quedó un momento inmóvil, en su silla de ruedas, tratando de contener sus sollozos y no romper a llorar. Después escondió el paquete de fuegos artificiales bajo su manta en la silla de ruedas y regresó a casa, a su habitación. En la mente ya se veía en la noche del Cuatro de Julio cuando todos estuvieran dormidos.
En efecto, aquella noche él fue el primero en irse a la cama. Su madre entró a darle las buenas noches y un beso (bruscamente, sin atreverse a mirar sus piernas, delgadas como palillos, bajo las sábanas).
—¿Te encuentras bien, Marty?
—Sí, mamá.
La madre hizo una pausa, como si fuera a decir algo, pero se limitó a mover la cabeza antes de marcharse.
Después fue su hermana Kate la que entró. No lo besó, simplemente se agachó lo suficiente para que el muchacho pudiera notar el olor a cloro de la piscina que aún impregnaba su pelo, y le dijo:
—¿Lo ves? No siempre vas a conseguir lo que quieres porque seas un lisiado.
—Te sorprenderías de ver lo que he conseguido —explicó suavemente. Durante un momento su hermana lo miró con cierta sospecha, antes de marcharse.
El último en entrar fue su padre, que se sentó al lado de la cama. Le habló con su fuerte voz de amigo mayor.
—¿Todo va bien, muchacho? Te has ido a la cama muy pronto. Muy temprano, de veras.
—Es que me sentía muy cansado, papá.
—Está bien —dio un golpe cariñoso con una de sus manazas sobre las piernas inútiles de Marty, guiñó inconscientemente y después salió de allí a toda prisa, no sin decirle antes de marcharse—. ¡Siento mucho lo de los fuegos artificiales, espera hasta el año próximo! ¿Eh, eh, muchachote?
Marty le respondió con una débil sonrisa enigmática.
Seguidamente, Marty empezó la espera, hasta que todos se hubieran acostado. Tuvo que aguardar mucho tiempo. El televisor funcionaba incesantemente en la sala de estar, las risas superpuestas al programa de comedias se veían aumentadas en muchas ocasiones por las risitas agudas de Katie. En el retrete del abuelo se oyó el ruido de la tapa y después el caer del agua. Su madre hablaba por teléfono felicitando a alguien por el Cuatro de Julio. Sí, sí; había sido una vergüenza el que suspendieran los fuegos artificiales, pero estaba convencida de que, dadas las circunstancias, todo el mundo se hacía cargo de ello. Sí, Marty se había llevado un gran disgusto. Cuando la conversación estuvo a punto de terminar, su madre se rió y en esos momentos, cuando reía, no había ni un mínimo de brusquedad en su voz. Lo malo era que casi nunca reía cuando estaba cerca de Marty.
El tiempo fue pasando: las siete y media, las ocho, las nueve. Sus manos buscaron debajo de la almohada para asegurarse de que el paquete de celofán aún estaba allí. A eso de las nueve y media, cuando la luna estaba ya lo suficientemente alta para penetrar por su ventana y hacer que su luz de plata iluminara el dormitorio, la casa comenzó a quedar en silencio.
El televisor fue apagado, pese a las protestas de Katie, que se quejó de que todos sus amigos se acostaban más tarde durante el verano. Por fin se fue a la cama. Una vez que la niña se marchó, los padres de Marty se quedaron un rato en el salón. Su conversación apenas si era un murmullo. Y…
… y posiblemente se había quedado dormido porque, cuando de nuevo tocó la maravillosa bolsa de pirotecnia, advirtió que toda la casa estaba en el mayor silencio y que la luna se había hecho aún más brillante hasta el punto de que producía sombras. Se llevó la bolsa conjuntamente con una carterita de cerillas que había encontrado un poco antes. Se metió la chaqueta del pijama dentro de los pantalones, puso entre el cuerpo y la chaqueta la bolsa y las cerillas y se preparó para dejar la cama.
Para Marty aquello constituía una operación bastante complicada, aunque no dolorosa, como muchos creían. Sus piernas carecían en absoluto de sensibilidad y, por tanto, tampoco podían dolerle. Se aferró al cabezal de la cama para quedar sentado en ella y después dejó caer sus piernas una a una por el borde de la cama. Todo esto lo hizo con una mano, mientras con la otra se aferraba fuertemente al pequeño raíl que comenzaba en la cama y que corría pegado a la pared rodeando completamente su cuarto. En cierta ocasión había tratado de mover sus piernas con las dos manos y cayó en redondo al suelo. El ruido hizo que todos acudieran corriendo.
—¡Estúpido exhibicionista! —había murmurado Katie, malhumorada, después de que fue ayudado a sentarse en su silla, un tanto dolorido, pero riéndose alegremente, pese al chichón en una de sus sienes y al labio partido—. ¿Acaso querías matarte? ¿Es eso?
Después se fue de su habitación llorando.
Una vez que Marty se quedó sentado en el borde de la cama, se secó las manos en la parte delantera de su chaqueta hasta estar seguro de que estaban secas y no podían resbalar. Usó el raíl para llegar hasta su silla de ruedas. Sus piernas inválidas y colgantes eran un peso inútil, demasiado grande y se arrastraban tras el resto del cuerpo. La luz de la luna era lo suficientemente intensa como para destacar su sombra, en el suelo, por delante de él.
La silla de ruedas estaba frenada y saltó sobre ella con la confianza que da la costumbre.
Esperó durante un momento, conteniendo la respiración, tratando de oír el menor ruido en el silencio de la casa. «No enciendas por la noche ninguno de los cohetes que hacen ruido», le había aconsejado su tío Al y, al comprobar el silencio reinante, se dio cuenta de cuánta razón había tenido. Celebraría su Cuatro de Julio para él y sólo para él y nadie lo sabría. Al menos hasta el día siguiente, cuando las señales negruzcas del fuego y el humo en el suelo de la terraza y las carcasas descubrieran lo que había ocurrido. ¡Pero para entonces no importaría ya! «¡Tantos colores como en el aliento de un dragón!», le había dicho, también, el tío Al. Marty supuso que no habría ninguna ley que prohibiera a un dragón respirar en silencio.
Quitó el freno de su silla y conectó la batería. La pequeña lucecita de color ámbar le dijo que la batería estaba bien cargada y fue como un ojo diminuto en la oscuridad. Marty apretó el botón «Giro a la derecha» y, obediente, la silla giró en esa dirección. Una vez que estuvo situada en línea recta delante de las puertas de la terraza apretó el botón «Adelante». Y la silla comenzó a rodar en línea recta hacía allí, zumbando levemente.
Frente a la puerta, Marty corrió el pestillo de las puertas dobles y de nuevo apretó el botón para que la silla siguiera rodando hacia adelante, en línea recta, y salió fuera. Rompió la maravillosa bolsa de artículos pirotécnicos y después se quedó quieto un momento, cautivado por el encanto de la noche veraniega: el monótono canto de los grillos, la brisa leve y fragante que apenas si movía las hojas de los árboles al borde del bosque, la luminosidad casi extraterrestre de la luna.
No pudo esperar mucho. Sacó una de las «serpientes», frotó una cerilla y encendió la mecha y observó en el mayor silencio cómo el fuego verde azulado crecía mágicamente y se extendía por el cielo girando y dejando escapar chispas y llamas por la cola.
«¡El Cuatro —pensó con los ojos brillantes—, el Cuatro, me deseo un feliz Cuatro de Julio!».
La serpiente se fue apagando lentamente, cesaron sus luces y chispas. Marty encendió uno de los pequeños triángulos que dejó escapar unas llamas de color tan amarillo como la festiva camisa que su padre solía ponerse para jugar al golf. Antes de que se apagara, encendió otro que despidió una luz roja oscura como las de las rosas que crecían en los arriates que rodeaban la piscina nueva. Un maravilloso olor a pólvora quemada llenó la noche y el viento suave se encargó de llevárselo de allí lentamente.
Sus manos excitadas sacaron el paquete de petardos y ya lo había abierto antes de darse cuenta que encender uno de ellos sería una auténtica calamidad, pues eran unos pequeños cohetes que saltaban despidiendo chispas y sonando con el tableteo de una metralleta. Despertarían no sólo a sus padres, sino a toda la vecindad, que darían la alarma. Eso significaría que el muchacho llamado Martin Coslaw, de diez años, sería castigado hasta la Navidad. Dejó los petardos en su regazo y buscó otra de aquellas bolas luminosas, la mayor de todas, casi tan grande como su puño cerrado. La encendió y, con una mezcla de temor y placer, la arrojó lejos.
Luces rojas, tan brillantes como el fuego del infierno, llenaron la noche, y fue bajo aquella luz, bajo aquel brillo febril, como Marty pudo ver, al borde del bosque que llegaba casi a la terraza, cómo se abrían algunas ramas. Oyó un sonido bajo, una mezcla de estornudo y rugido. ¡La Bestia apareció!
Se detuvo durante un momento en la parte más alejada del césped y pareció husmear el aire… y después empezó a dirigirse con pasos torpes hacia donde Marty estaba sentado en su silla, en la parte más saliente de la terraza que se extendía hasta el jardín. Sus ojos se dilataron como si fueran a salírsele de las órbitas y su espalda se echó hacia atrás, apretándose contra el respaldo de lona de la silla.
La Bestia marchaba encorvada, pero estaba claro que andaba de pie sobre sus dos patas traseras. Marchaba como lo haría un hombre. Las luces rojas del cohete se reflejaban diabólicamente en sus ojos verdes.
La Bestia se movió despacio con las anchas aletas de su hocico moviéndose de forma rítmica, husmeando su presa, seguramente advirtiendo, también, la debilidad de su presa. También Marty podía olerlo a él, su pelo, su sudor, su bestialidad. Gruñó de nuevo. Su grueso labio superior, del color del hígado, se contrajo para mostrar sus dientes enormes, semejantes a los de un animal de presa. Su piel parecía teñida de color rojo plateado.
La Bestia casi lo había alcanzado, sus manos en garra, tan parecidas y al mismo tiempo tan distintas de las manos humanas, trataron de alcanzar el cuello del muchacho, cuando Marty recordó el paquete de petardos reptadores que tenía sobre las rodillas. Casi sin darse cuenta de lo que iba a hacer, encendió una cerilla y la acercó sobre la mecha principal. La mecha dejó escapar una ardiente línea de chispas rojas que chamuscó los finos vellos que cubrían la parte de arriba de su mano. El hombrelobo, momentáneamente desconcertado, dio unos pasos hacia atrás, tambaleándose, dejando escapar un gruñido casi humano que era un interrogante. Marty le arrojó a la cara el paquete de petardos.
Éstos empezaron a explotar, con ruido atronador y soltando chispas y llamas. La Bestia dejó escapar un terrible rugido de dolor y rabia frustrada, arañándose la cara donde los petardos enviaban sus chispas ardientes y la pólvora encendida. Marty vio cómo uno de los ojos verdes del monstruo, que parecía la luz de una linterna, se apagaba de repente con la explosión cuando cuatro petardos estallaron simultáneamente, con un ¡PUM! terrorífico, junto al morro. En ese momento los aullidos de la Bestia eran de dolor agónico. Se arañó la cara, aullando, y cuando se encendieron las primeras luces en la casa de los Coslaw, se dio la vuelta y se encaminó de vuelta hacia el bosque, dejando tras él un olor a pelo quemado, cuando oyó los primeros gritos sorprendidos y asustados procedentes del interior de la casa.
—¿Qué sucede? —oyó la voz de su madre, que en aquellos momentos no sonó brusca en absoluto.
—¿Quién anda por ahí, maldita sea? —las palabras de su padre no sonaron en aboluto como las de un amigo mayor.
—¿Marty? —Por una vez en la voz de Kate no había la menor mendacidad, aunque sonaba un tanto temblorosa—. ¿Marty, te encuentras bien?
Por su parte, el abuelo Coslaw ni siquiera se despertó con el alboroto.
Marty estaba echado hacia atrás en su silla de ruedas, la gran bengala roja a punto de extinguirse, cuando su luz había adquirido el tono suave y amablemente rosado de un amanecer. Marty estaba demasiado asustado para llorar. Pero su rostro no sólo reflejaba una oscura emoción cuando, al día siguiente, supo que sus padres iban a meterlo en el coche para llevarlo a pasar el resto del verano con su tío Jim y su tía Ida, en Stowe, Vermon, de donde no regresaría hasta que terminaran las vacaciones. La policía había sido de la opinión de que existía la posibilidad de que el Asesino de la Luna Llena tratara de atacar de nuevo a Marty, para impedir una posible identificación.
El muchacho se sentía dominado por una gran excitación y un orgullo que eran más fuertes que el terror causado por el choque terrible del ataque de la Bestia. ¡Él, Marty Coslaw, había visto a la Bestia cara a cara y seguía vivo! Esto le hacía sentir una sencilla alegría que tenía mucho de infantil, pero que, en cierto modo, estaba justificada. Era una satisfacción extraña que sabía que jamás podría comunicar a nadie, ni siquiera a su tío Al, el único que, quizá, hubiese sabido entenderlo. Y sentía esa satisfacción, principalmente, no por haber vencido al monstruo, a la Bestia, sino porque los fuegos artificiales, sus fuegos artificiales, no habían podido ser suspendidos y se encendieron iluminando la noche. Mientras sus padres se preocupaban, preguntándose cuáles serían las huellas que aquello podría dejar en la psiquis de su hijo y si le quedarían secuelas y complejos como consecuencia de su experiencia, Martin Colsaw sentía en lo más profundo de su corazón que aquél había sido el más maravilloso de todos sus Cuatro de Julio.