En la noche más corta del año, Alfie Knopler, que dirigía el Chat’n Chew, el único café de Tarker’s Mills, limpiaba el gran mostrador de formica hasta hacerlo brillar con las mangas de su camisa blanca, arremangadas por encima de sus antebrazos tatuados y musculosos. En aquellos momentos el café se hallaba completamente vacío, y cuando terminó de limpiar el mostrador, descansó por un momento con la vista fija en la calle y recordó cómo había perdido su virginidad en una fragante noche de principios de verano muy semejante a aquélla… La chica había sido Arlene McCune, ahora convertida en la señora Bessey, tras su matrimonio con uno de los jóvenes abogados de más éxito en Bangor. ¡Dios mío…! ¡Cómo se había movido la joven en el asiento trasero de su coche y qué dulce fue el aroma de la noche!

La puerta se abrió al verano y dejó entrar una brillante marea de luz lunar. Alfie pensaba que si el café estaba vacío era debido a que la gente creía que la Bestia solía pasearse en noche de plenilunio como aquélla, pero él no estaba asustado ni preocupado siquiera. No estaba asustado porque pesaba más de cien kilos de músculos conseguidos en su tiempo de marino. Tampoco se preocupaba por la marcha del local, porque sabía que sus clientes regulares volverían al café a primeras horas de la mañana, tan pronto saliera el sol para devorar sus huevos con patatas fritas y su café. «Quizá debo cerrar un poco antes que de costumbre esta noche —pensó—; apagar la cafetera, comprar un par de cigarrillos en el Market Basket y ver la segunda película en el cine para automóviles». Junio, junio y luna llena… Una noche excelente para el bar en la carretera y tomar un par de cervezas. Una buena noche para recordar las conquistas del pasado.

Se había vuelto para apagar la cafetera cuando la puerta se abrió. Alfie se volvió resignado.

—¡Hola!… ¿Qué hace por aquí? —preguntó, porque el recién llegado era uno de sus clientes habituales, pero uno de los que no solía aparecer por el café después de las diez de la mañana.

El cliente respondió a su saludo con una inclinación de cabeza y ambos cambiaron unas palabras amistosas.

—¿Café? —le preguntó Alfie al ver que el cliente se sentaba en uno de los taburetes tapizados de rojo que había junto a la barra.

—Sí, por favor.

«Bien, aún tengo tiempo para ver la segunda sesión —pensó Alfie, volviéndose de espaldas para preparar el café—. No tiene aspecto de encontrarse bien y no se quedará mucho rato. Parece cansado, enfermo… Sí, aún tendré tiempo para…».

La sorpresa y el temor borraron el resto de sus pensamientos. Alfie se quedó con la boca abierta con expresión estúpida. La cafetera estaba tan limpia como el resto del Chat’n Chew, y su cilindro de metal relucía como un espejo. Y en su superficie convexa y lisa vio algo que le pareció tan increíble como monstruoso. Su cliente, al que veía cada día, alguien al que todo el mundo veía cada día en Tarker’s Mills, estaba transformándose. El rostro de su cliente se estaba contrayendo, como si se fundiera y, al mismo tiempo, se hiciera más ancho, más gordo. La camisa de algodón del visitante se iba tensando sobre su torso… y de repente se desgarró y sus botones saltaron… Y, absurdamente, lo único en lo que Alfie Knopler pensó fue en la serie de televisión que su sobrinito Ray solía ver en la televisión: La Masa (The Incredible Hulk).

El rostro del cliente, normalmente agradable y poco notable, se transformó poco a poco en algo bestial. Los ojos de color pardo suave parecían haber adquirido una extraña luminosidad y un terrorífico color dorado-verdoso. El cliente lanzó un grito…, pero un grito que se quebró y cayó como un ascensor en medio de un registro de sonidos hasta transformarse en un terrible aullido de rabia.

Aquello, lo que quiera que fuese, la cosa, la Bestia, el hombre-lobo, se había subido sobre el brillante mostrador de formica y tiró por el suelo un azucarero. Tomó el gran cilindro de vidrio mientras rodaba desparramando el azúcar y lo lanzó contra la pared de enfrente, donde estaban los frascos con las especias, sin dejar de rugir.

Alfie se giró y con las caderas chocó con la cafetera de cristal, que tiró de su soporte y cayó sobre el suelo, donde se rompió tras una explosión, derramando el café caliente que le quemó los tobillos. Alfie gritó de miedo y dolor. Sí, ahora tenía miedo, pese a sus cien kilos de buen músculo de marinero. Lo había olvidado todo, su fuerza, a su sobrino Ray, el asiento trasero de su automóvil con Arlene McCune. Sólo quedaba la Bestia, la Bestia que estaba allí, ante él, como un terrible monstruo de una película de terror, un monstruo horrible y furioso que se hubiera escapado de la pantalla.

El monstruo se subió encima de la barra del café con una terrorífica facilidad muscular, los pantalones rotos y la camisa rasgada. Alfie pudo oír las llaves y las monedas sueltas que tintineaban en sus bolsillos.

La Bestia se lanzó sobre Alfie, que trató de retroceder, pero tropezó con la máquina de hacer café y cayó a lo largo sobre el linóleo rojo. Allí pudo oír un nuevo rugido terrible y sintió una oleada de aliento cálido y amarillento y, después, un dolor terrible cuando las poderosas mandíbulas de aquella criatura diabólica se clavaron en los músculos deltoides de su espalda, que desgarró hacia arriba con enorme fuerza. La sangre salpicó el suelo, la barra y la parrilla.

Alfie se puso en pie con un terrible desgarro, un hondo agujero que le abría la espalda. Trató de gritar y la blanca luz lunar, la luz de la luna de verano, penetró por la ventana y se reflejó en sus ojos.

La Bestia se lanzó de nuevo contra él.

Lo último que vio Alfie fue la luz de la luna.

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