La noche anterior al domingo de Homecoming, una de las fiestas de la iglesia baptista de la Gracia, el reverendo Lester Lowe tuvo un terrible sueño del que se despertó temblando y bañado en sudor, con la mirada fija en las estrechas ventanas de la casa parroquial. A través de ellas, al otro lado de la carretera, podía ver su iglesia. La luz de la luna penetraba por las ventanas del dormitorio de la rectoría con sus tranquilos rayos plateados y, por un momento, esperó completamente convencido de que iba a ver el hombre-lobo sobre el que todos sus feligreses hablaban en voz baja. Después cerró los ojos y rezó pidiendo perdón por su momento de superstición, y terminó su oración susurrando en voz baja: «En el nombre de Jesús, amén…». Como su madre le había enseñado que debía terminar sus plegarias.

¡Ah, pero aquel sueño…!

En su sueño ya era el día siguiente y había estado pronunciando su sermón de Homecoming. En ese domingo la iglesia siempre estaba llena de fieles (sólo los más viejos de sus feligreses seguían llamándolo el domingo del Viejo Hogar) y en lugar de las hileras de bancos vacíos a medias o completamente, como ocurría cada domingo, en esa ocasión todos estaban llenos por completo.

En su sueño había predicado con un fuego y una fuerza que raramente conseguía en realidad. Acostumbraba hablar con voz monótona y perezosa, lo que podía ser una de las razones de que la asistencia a la iglesia baptista de la Gracia hubiera disminuido de modo tan drástico en los últimos diez años más o menos. En aquella mañana, sin embargo, su lengua parecía haber recibido el toque del Espíritu Santo y se dio cuenta de que había predicado el mejor de los sermones de toda su vida. Su tema había sido LA BESTIA CAMINA ENTRE NOSOTROS. Una y otra vez martilleó, insistiendo sobre ese punto, sin apenas darse cuenta de que su voz se iba haciendo cada vez más áspera, más fuerte y que sus palabras adquirían casi un ritmo poético.

La Bestia, les había dicho a sus feligreses, está en todas partes. El gran Satanás puede estar en todas partes. En los bailes de la escuela superior, mientras se compra un cartón de Marlboro y un encendedor de gas Bic en la Trading Post, de pie delante del Drugstore Brighton, mientras se comía un bocadillo Slim Jim, o mientras esperaba el autobús de las 4.40 de la Greyhound que iba a Bangor. La Bestia podía estar sentada al lado de cualquiera en el concierto de la banda municipal, o mientras degustaba una empanadilla en Chat’n Chew, en la calle Mayor. «La Bestia», repitió a sus feligreses mientras su voz se convertía en un susurro que parecíá tener vibración propia y todos los ojos estaban fijos en él. Mantenía a sus oyentes como en un estado de sumisión. «Guardaos de la Bestia, vigilad, porque la Bestia puede sonreír y deciros que es vuestro vecino, pero, ¡oh, hermanos míos!, sus dientes son afilados y podéis identificarla, también, por la forma de mirar de sus ojos. Él es la Bestia y él está ahora aquí, en Tarker’s Mills. Él…».

Pero de pronto se interrumpió, su elocuencia había desaparecido porque algo estaba sucediendo allí, en su iglesia soleada. Su congregación estaba comenzando a cambiar y se dio cuenta, con horror, que se estaban convirtiendo en hombres-lobo, todos ellos, los trescientos miembros de su iglesia: Victor Bowle, el feligrés más preclaro, por lo corriente tan blanco, gordo y fláccido… Su piel se estaba volviendo marrón, áspera y velluda, cubierta de pelo negro. Violet MacKenzie, que daba clases de piano…, su flaco cuerpo de solterona se endurecía y su delgada nariz se aplastaba hasta convertirse en un hocico lobuno. El gordo profesor de ciencias, Elbert Freeman, que parecía hacerse aún más grueso y fornido mientras saltaban las costuras de su traje azul brillante para dejar salir manojos de pelo áspero y oscuro, como si fueran el relleno de un viejo sofá cuyos muelles hubiera roto el tapizado. Sus gruesos labios se abrían como ampollas para dejar al descubierto dientes del tamaño de teclas de piano.

«La Bestia», trató de decir el reverendo Lowe en su sueño, pero le faltaron las palabras y retrocedió en el púlpito al ver con horror cómo Cal Brodwin, el diácono principal de la iglesia baptista de la Gracia se dirigía vacilante hasta el centro de la nave del templo, rugiendo, haciendo caer el dinero de la colecta que estaba realizando y que llevaba en una bandeja de plata, con la cabeza echada a un lado. Violet MacKenzie estaba echada sobre él y ambos rodaron juntos y abrazados por el suelo del templo, mordiéndose y aullando con voces que casi eran humanas.

Y entonces los demás se unieron a ellos y el sonido de sus rugidos apagados le recordó el de un parque zoológico en el momento del reparto de la comida. Lowe también lanzó un grito en una especie de éxtasis: «¡La Bestia! ¡La Bestia está en todas partes! ¡En todas partes! ¡En todas…».

Pero su voz hacía ya tiempo que había dejado de ser su voz y se había convertido en un sonido inarticulado, ronco como un aullido, y cuando bajó los ojos vio que las manos que salían por debajo de los puños de su casulla negra y oro se habían convertido en peludas garras.

Y en ese momento despertó.

«Ha sido un sueño —pensó volviendo a echarse en la cama—. Tan sólo un sueño, gracias a Dios».

Pero cuando abrió las puertas de la iglesia aquella mañana, la mañana de un domingo solemne y festivo, la mañana de la noche de plenilunio, no fue un sueño lo que apareció ante sus ojos, sino el cuerpo degollado de Clyde Corliss, el hombre que actuaba como conserje de la iglesia desde hacía muchos años, caído cabeza abajo sobre el púlpito. Su escoba estaba muy cerca de él.

Nada de eso era un sueño, aunque el reverendo Lowe hubiera deseado que lo fuera. Abrió los labios con un gran suspiro que trató de contener pero no pudo hacerlo y comenzó a gritar.

La primavera había vuelto, una vez más, y aquel año la Bestia había llegado con ella.

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