Para mediados de mes la última de las nevadas se había transformado en una lluvia torrencial y algo sorprendente sucedió en Tarker’s Mills. El campo comenzó a cubrirse de verde. El hielo en el abrevadero de Matty Tellingham se había fundido y las manchas de nieve que habían quedado sobre el camino del bosque, llamado el Gran Bosque, habían comenzado a derretirse. Parecía como si el viejo y maravilloso juego de manos que convierte el frío en verdor y calidez fuera a suceder de nuevo. La primavera estaba a punto de llegar.
Los habitantes del pueblo celebraron el acontecimiento, pese a las sombras que habían caído sobre la aldea. La abuela Hague hizo unas empanadas y las dejó en la parte de fuera de la ventana de la cocina para que se enfriaran. El domingo, en la iglesia baptista de la Gracia, el reverendo Lester Lowe leyó parte del Cantar de Salomón y pronunció un sermón que llevaba el título de La primavera del amor de Dios. En un ámbito más secular, Chris Wrightson, el mayor de los borrachos de Tarker’s Mills, tomó su gran trompa de primavera y dio un espectáculo en la calle, bajo la luz irreal y plateada de una luna de abril casi en plenilunio. Billy Robertson, dueño y barman de la taberna de Tarker’s Mills, la única del pueblo, lo vio salir y comentó con la camarera:
—Si el lobo se lleva a alguien esta noche, apostaría a que será Chris.
—No me hable de ello —replicó la camarera, estremeciéndose. Se llamaba Elise Fournier, tenía veinticuatro años, acudía a la iglesia baptista de la Gracia y cantaba en el coro porque sentía cierta debilidad sentimental por el reverendo Lowe. Pero estaba decidida a dejar el pueblo en el verano, debilidad o no, pues aquel asunto del lobo había acabado por asustarla. Había empezado a pensar que las propinas podían ser mejores en Portsmouth… ¡Y allí los únicos lobos eran los marinos en uniforme!
Las noches en Tarker’s Mills, cuando la luna empezó a crecer por tercera vez en aquel año, eran momentos muy desagradables e incómodos… De día las cosas iban mejor. Para los habitantes del pueblo cada atardecer traía consigo el final de aquel cielo lleno de cometas con las que se divertían los niños del pueblo.
Brady Kinkaid, de once años de edad, tenía una de esas cometas, en forma de buitre y, mientras jugaba con ella, perdió toda sensación del transcurrir del tiempo, divertido al sentir los tirones de la cuerda en sus manos, lo que hacía que su cometa le pareciera un ser vivo, mientras la observaba ascender y bajar en el firmamento por encima del quiosco de la música. Se había olvidado de que era la hora de ir a casa a cenar, sin darse cuenta que las otras cometas manejadas por los demás niños del pueblo ya habían desaparecido una a una y los chavales habían regresado a casa llevándose sus juguetes debajo del brazo, sin advertir que lo habían dejado solo.
Fue la llegada del atardecer, el avance de las azules sombras anunciadoras de la noche, lo que le advirtió que se había quedado demasiado tiempo… Esas sombras y la luna que acababa de aparecer en el horizonte, sobre el bosque al otro extremo del parque. Por vez primera la luna aparecía trayendo consigo el buen tiempo, una luna turgente y anaranjada, en vez de fría y blanca, pero Brady no se dio cuenta de ello. Sólo sabía que se le había hecho tarde y que su padre posiblemente le iba a castigar por ello… ¡y que se iba haciendo oscuro!
En la escuela se había reído de sus condiscípulos cuando éstos contaban terribles historias sobre el hombre-lobo, que, de creerlos, había dado muerte al vagabundo el mes anterior, a Stella Randolph en febrero y a Arni Westrum en enero. Pero en estos momentos no tenía ganas de reír. Cuando la luna transformó la oscuridad vespertina del mes de abril en un resplandor rojo y sangriento, todas aquellas historias le parecieron reales, demasiado reales.
Empezó a recoger cuerda para hacer bajar su cometa todo lo de prisa que le fue posible, haciendo descender su buitre de plástico, cuyos ojos ensangrentados destacaban en el cielo que se iba oscureciendo. Lo quiso bajar con demasiada rapidez y, de repente, la brisa pareció quedarse en calma. Como consecuencia de ello la cometa cayó detrás del quiosco de la música.
Se dirigió hacia allí, recogiendo cuerda mientras avanzaba, sin poder evitar mirar nerviosamente hacia atrás por encima del hombro… y de repente la cuerda empezó a resistirse y después a moverse hacia adelante y atrás, como si alguien se divirtiera tirando de ella y soltándola de nuevo, con un movimiento que le recordó al niño el movimiento de carrete en la caña de pescar cuando había enganchado una buena presa en el arroyo de Tarker, más arriba del molino. Miró hacia delante cuando la cuerda se quedó floja.
Un rugido llenó la noche de repente y Brady Kincaid gritó. Ahora creía. Sí, ahora creía con todas sus fuerzas, pero ya era demasiado tarde y su grito quedó ahogado entre el ronco rugido que de repente ascendió hasta convertirse en un aullido helado y aterrador.
El lobo se dirigió hacia él, andando sobre sus dos patas traseras, su áspera piel teñida de color naranja por la luna llena que acababa de aparecer en el horizonte. Sus ojos brillaban como dos linternas verdosas y en una de sus manos delanteras —una mano con dedos humanos, pero con garras en vez de uñas— llevaba la cometa de Brady, cuya silueta, como si fuera una auténtica ave de presa, parecía aletear enloquecida.
Brady se dio la vuelta y empezó a correr, pero unos brazos secos y fuertes lo rodearon. Pudo oler algo que parecía una mezcla de sangre y canela. Al día siguiente fue encontrado apoyado contra el monumento de los Caídos, decapitado y desmembrado, con su cometa de buitre en una de sus manos agarrotadas.
La cometa se agitaba como si quisiera volver a ascender al cielo cuando el grupo que había salido en busca del chiquillo dio con su cuerpo y se quedó horrorizado y con ganas de vomitar. Se agitaba porque la brisa volvía a soplar de nuevo, como si presintiera que aquél iba a ser un buen día para hacer volar cometas.