La última y auténtica ventisca del año —pesada, la nieve blanda se convertía en aguanieve al atardecer, cuando la noche se acercaba— había caído sobre Tarker’s Mills desgarrando las ramas de los árboles con un sonido crepitante, como de disparos, de la madera podrida. La madre naturaleza se estaba librando así de la madera muerta. Milt Sturmfuller, el librero del pueblo, hablaba con su esposa mientras tomaban unas tazas de café. El librero era un hombre delgado, con la cabeza estrecha y unos ojos azules pálidos, que había mantenido a su esposa, bonita y callada, en un cautiverio de terror durante doce años. Había muy pocas personas que sospecharan la verdad —la esposa del agente de policía Neary, Jane, era una de ellas—, pero la pequeña ciudad podía ser un lugar muy oscuro y nadie estaba seguro de lo que hacían los otros. La ciudad sabía conservar sus secretos.
Milt se sintió tan complacido con su frase que la repitió de nuevo: «Sí, mamá, la naturaleza está podando su madera muerta…», y en esos momentos la luz se apagó y Donna Lee Sturmfuller dejó escapar un breve grito contenido. Y derramó, también, un poco de su café.
—Vas a limpiarlo —dijo su marido con frialdad—. Lo vas a limpiar inmediatamente, ¡ahora mismo!
—Sí, cariño. Está bien.
En la oscuridad buscó insegura un trapo de cocina con el que limpiar el café que había derramado y se golpeó las espinillas contra un taburete, lo que la hizo lanzar un grito ahogado de dolor. En la oscuridad, su marido se rió satisfecho. Los dolores de su esposa le parecían lo más gracioso del mundo, excepto quizá los chistes que publicaba el Reader’s Digest. Aquellos chistes —humor en uniforme, la vida en su Estados Unidos— tenían la virtud de hacerle cosquillas en el estómago.
Al mismo tiempo que la madre naturaleza podaba sus ramas secas, había derribado algunas líneas eléctricas en aquella terrible noche de marzo, cerca de Tarker Brook; la cellisca se había ido haciendo cada vez más densa y pesada sobre las grandes líneas, cubriéndolas hasta que cayeron sobre la carretera como un nido de serpientes retorciéndose perezosamente y escupiendo azuladas chispas.
Y todo Tarker’s Mills se quedó a oscuras.
Satisfecha finalmente, la tormenta comenzó a amainar y poco antes de medianoche la temperatura había descendido de los cero a los ocho grados bajo cero. El agua nieve se heló formando sólidas esculturas de extrañas formas. El henar del Viejo Hague, conocido localmente como el Prado de los Cuarenta Acres, adquirió un aspecto quebrantado y brillante. Las casas continuaron en la oscuridad mientras las estufas de petróleo crepitaban al enfriarse. Los técnicos de la compañía eléctrica no estaban en condiciones de lanzarse a las carreteras cubiertas de hielo y resbaladizas como una pista de patines.
Las nubes fueron abriéndose. Entre las que todavía quedaban en el cielo se filtraban los rayos de la luna llena. La calle Mayor, cubierta por una capa de hielo, brillaba como un hueso descarnado y seco.
En la noche algo comenzó a aullar.
Posteriormente nadie supo decir de dónde había llegado aquel siniestro sonido. Estaba en todas partes y en ninguna, mientras la luna llena plateaba los muros de las casas oscurecidas del pueblo. Estaba en todas partes y en ninguna, cuando el viento de marzo comenzó a ganar intensidad y el tétrico aullido resonó como si brotara del cuerno de caza de un difunto Berserker y era arrastrado por el viento, solitario y salvaje.
Donna Lee lo oyó cuando su desagradable esposo dormía el sueño de los justos a su lado; lo oyó también el agente Neary mientras estaba de pie, vestido con su mono de dormir de lana, detrás de la ventana del dormitorio de su apartamento en la calle del Laurel; y Ollie Parker, la directora del instituto de enseñanza media, gorda y poco eficiente, desde su propia alcoba. Lo oyeron muchos otros también, entre ellos un muchacho paralítico sentado en su silla de ruedas.
Pero nadie lo vio. Ni nadie sabía el nombre del vagabundo cuyo cuerpo fue encontrado por el empleado de la compañía eléctrica que finalmente, por la mañana, había salido de Tarker Brow para reparar los cables rotos. El cuerpo del vagabundo estaba cubierto con una capa de nieve helada, la cabeza hacia atrás y la boca abierta como si la muerte lo hubiese sorprendido mientras gritaba. El viejo abrigo y la camisa que llevaba debajo estaban abiertos y desgarrados. El hombre yacía en un charco helado de su propia sangre, con los ojos fijos en las líneas eléctricas caídas, las manos aún alzadas en un gesto de defensa, el hielo endurecido entre los dedos.
A todo su alrededor había marcas de huellas.
¡Las huellas de las patas de un lobo!