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Diario interrumpido

20 de diciembre de 1898

Tras entregar a Golovinski todo el material que todavía tenía para los Protocolos del cementerio, me he sentido vacío. Como de joven, después de licenciarme, cuando me preguntaba: «¿Y ahora?». Curado de mi conciencia dividida, ya ni siquiera tengo a nadie a quien contarme.

He rematado el trabajo de una vida, que empezó con la lectura del Bálsamo de Dumas, en la buhardilla turinesa. Pienso en el abuelo, en sus ojos abiertos al vacío mientras evoca el fantasma de Mardoqueo. Gracias también a mi obra, los Mardoqueos de todo el mundo están encaminándose hacia una hoguera majestuosa y tremenda. ¿Y yo? Siento una melancolía del deber cumplido, más vasta e impalpable que la que se conoce en los piróscafos.

Sigo produciendo testamentos ológrafos, vendiendo algunas decenas de hostias por semana, pero Hébuterne ya no me busca, quizá me considera demasiado viejo, y no hablemos del ejército, donde mi nombre debe de haber sido borrado incluso de la cabeza de los que aún me recordaban, si todavía los hay, puesto que Sandherr yace paralítico en algún hospital y Esterházy juega al bacarrá en algún burdel de lujo de Londres.

No es que tenga necesidad de dinero, he acumulado bastante, pero me aburro. Tengo molestias gástricas y casi ni consigo consolarme con la buena cocina. Me preparo unos caldos en casa y, si voy al restaurante, luego no pego ojo en toda la noche. A veces vomito. Orino más que de costumbre.

Sigo frecuentando La Libre Parole, pero todos los furores antisemitas de Drumont ya no me excitan. Sobre lo que sucedió en el cementerio de Praga, ya están trabajando los rusos.

El caso Dreyfus sigue a hervor lento, hoy hace ruido la intervención inopinada de un católico dreyfusista en un periódico que siempre ha sido ferozmente antidreyfusista como La Croix (¡buenos tiempos aquellos cuando La Croix se batía para sostener a Diana!); ayer las primeras planas estaban ocupadas por la noticia de una violenta manifestación antisemita en la place de la Concorde. En un periódico humorístico, Caran d’Ache ha publicado una doble viñeta: en la primera, se ve a una familia numerosa armoniosamente sentada a la mesa mientras el patriarca advierte de que no se debe hablar del asunto Dreyfus; en la segunda, pone que habían hablado de eso, y se ve una pelea furibunda.

El tema divide a los franceses y, por lo que se lee aquí y allá, también al resto del mundo. ¿Se volverá a hacer el proceso? Entre tanto, Dreyfus sigue en Cayena. Se lo tiene merecido.

He ido a ver al padre Bergamaschi, y lo he encontrado viejo y cansado. A la fuerza, si yo tengo sesenta y ocho años, él debería de tener por lo menos ochenta y cinco.

—Precisamente, te quería saludar, Simonino —me ha dicho—. Vuelvo a Italia, a acabar mis días en una de nuestras casas. He trabajado demasiado por la gloria del Señor.

Tú, por el contrario, ¿no estarás metido aún en demasiadas intrigas? Yo ya les tengo horror a las intrigas. Qué límpido era todo en los tiempos de tu abuelo; los carbonarios allá y nosotros acá, se sabía quién y dónde estaba el enemigo. Ya no soy el de antes.

Se le ha ido la cabeza. Lo he abrazado fraternalmente y me he ido.

Ayer por la tarde pasaba por delante de Saint-Julien-le-Pauvre. Justo al lado de la puerta se sentaba un desecho de hombre, un cul-de-jatte ciego, con la cabeza calva cubierta de cicatrices moradas, que emitía una melodía endeble de un flautín que apoyaba en un orificio de la nariz mientras con el otro producía un silbido sordo y su boca se abría como la de quien se ahogara, para tomar aliento.

No sé por qué, pero me ha dado miedo. Como si la vida fuera una cosa mala.

No consigo dormir bien, tengo sueños agitados, en los que se me aparece Diana desgreñada y pálida.

A menudo, muy temprano, paso a ver qué hacen los recogedores de colillas. Siempre me han fascinado. De primera mañana, los ves merodear con su saco apestoso atado con una cuerda a la cintura, y un bastón con la punta de hierro, con la que arponean la colilla aunque esté debajo de una mesa. Es divertido ver cómo, en los cafés al aire libre, los camareros los echan a patadas, a veces hasta mojándolos con el sifón del seltz.

Muchos han pasado la noche en la margen del Sena y allí los puedes ver por la mañana, sentados en los quais, separando la hierba todavía húmeda de saliva de la ceniza, o lavándose la camisa impregnada de jugos de tabaco, o esperando a que se seque al sol mientras adelantan en su labor. Los más osados no recogen sólo colillas de cigarro, sino también de cigarrillos, donde separar el papel mojado de la picadura es una empresa aún más desagradable.

Luego los ves dirigirse como un enjambre hacia la place Maubert y alrededores para vender su mercancía, y en cuanto ganan algo, entran en una taberna para beber alcohol venéfico.

Miro la vida de los demás para pasar el tiempo. Es que estoy viviendo como un jubilado, o como uno que ha regresado de una guerra.

Es extraño, es como si tuviera nostalgia de los judíos. Los echo de menos. Desde mi juventud, he construido, quisiera decir lápida a lápida, mi cementerio de Praga, y ahora es como si Golovinski me lo hubiera robado. Quién sabe qué harán con él en Moscú. A lo mejor reúnen mis protocolos en un documento seco y burocrático, sin su ambientación originaria. Nadie querrá leerlo, así que yo habría derrochado mi vida para producir un testimonio sin objeto. O quizá sea éste el modo en que las ideas de mis rabinos (pues nunca han dejado de ser mis rabinos) se difundan por el mundo y acompañen la solución final.

En algún sitio había leído que en la avenue de Flandre existe, en el fondo de un viejo patio, un cementerio de los judíos portugueses. Desde finales del siglo XVII, se levantaba el hotel de un tal Camot que les permitió a los judíos, en su mayor parte alemanes, enterrar a sus muertos, a cincuenta francos el adulto y veinte el niño. Más tarde, el hotel pasó a un tal Matard, desollador de animales, que se dedicó a enterrar indistintamente los despojos de los judíos y los restos de los caballos y bueyes que despellejaba, por lo que los judíos protestaron; los portugueses compraron un terreno cercano para enterrar a sus muertos, mientras que los judíos del norte encontraron otro terreno en Montrouge.

Lo cerraron a principios de este siglo, pero todavía se puede entrar. Hay unas veinte piedras funerarias, algunas escritas en hebreo y otras en francés. He visto una curiosa que recitaba: «El Dios supremo me ha llamado durante el vigésimo tercer año de mi vida.

Prefiero mi situación a la esclavitud. Aquí reposa en beatitud Samuel Fernández Patto, fallecido el 28 de abril del segundo año de la República francesa una e indivisible». Lo que se decía, republicanos, ateos y judíos.

El lugar es sórdido, pero me ha servido para imaginarme el cementerio de Praga, del que sólo he visto imágenes. He sido un buen narrador, habría podido convertirme en un artista: a partir de pocos indicios construí un lugar mágico, el centro oscuro y lunar del complot universal. ¿Por qué he permitido que se me llevaran mi creación? Habría podido hacer que pasaran muchas otras cosas…

Ha vuelto Rachkovski. Me ha dicho que sigue necesitándome. Me he enojado:

—No respetáis los pactos. Creía que habíamos saldado las cuentas —le he dicho—.

Yo os he dado material nunca visto, y vos habéis callado sobre mi cloaca. Es más, soy yo el que sigo esperando algo. No creeréis que un material tan valioso os salga gratis.

—Sois vos quien no los ha respetado. Los documentos pagaban mi silencio. Ahora queréis también dinero. Bien, no discuto, el dinero pagará los documentos. Pero, entonces, todavía me debéis algo por mi silencio sobre la cloaca. Además, Simonini, no nos pongamos a regatear, no os conviene indisponerme. Os he dicho que para Francia es esencial que el bordereau sea considerado auténtico, pero no lo es para Rusia. No me costaría nada daros en pasto a la prensa. Pasaríais el resto de vuestra vida en las salas de justicia. Ah, se me olvidaba. Para reconstruir vuestro pasado, he hablado con ese padre Bergamaschi, y con el señor Hébuterne, y me han dicho que vos les habíais presentado a un tal abate Dalla Piccola que montó el asunto Taxil. He intentado encontrar el rastro de ese abate y parece ser que se ha disuelto en el aire, con todos los que colaboraban en ese asunto en una casa de Auteuil, menos el mismo Taxil, que da vueltas por París buscando también él a ese abate desaparecido. Podría haceros juzgar por su asesinato.

—No existe el cuerpo.

—Hay otros cuatro aquí abajo. Uno que deposita cuatro cadáveres en una cloaca puede haber hecho perfectamente que otro se desvanezca quién sabe dónde.

Estaba en las manos de ese miserable.

—Está bien —he cedido—, ¿qué queréis?

—En el material que le habéis dado a Golovinski hay un paso que me ha llamado mucho la atención, el proyecto de usar los metropolitanos para minar las grandes ciudades. Claro que, para que el argumento resulte creíble, sería necesario que estallara alguna bomba allá abajo.

—¿Y dónde?, ¿en Londres? Aquí todavía no hay metropolitano.

—Pero han empezado las excavaciones, ya hay perforaciones a lo largo del Sena: yo no necesito que salte París por los aires. Me basta con que se derrumben dos o tres vigas de sostén, mejor aún con un pedazo del firme de alguna calle. Una explosión de poca monta: sonará como una amenaza y una confirmación.

—Entiendo. Pero ¿qué tengo que ver yo con esto?

—Vos habéis trabajado ya con explosivos y tenéis a vuestra disposición a expertos, por lo que sé. Considerad el tema en su correcta óptica. Según lo que yo creo, todo debería desarrollarse sin incidentes, porque estas primeras excavaciones, de noche, no están custodiadas. Admitamos que por un desafortunadísimo caso se descubra al autor del sabotaje. Si es un francés, se arriesga a algún que otro año de cárcel; si es un ruso, estalla una guerra franco-rusa. No puede ser uno de los míos.

Iba a reaccionar de modo violento; ese hombre no podía empujarme a una acción tan desatinada , soy un ciudadano tranquilo, y de edad. Luego me he contenido. ¿A qué se debía la sensación de vacío que notaba desde hacía semanas como no fuera al sentimiento de haber dejado de ser un protagonista?

Al aceptar ese encargo, volvía a la primera línea. Colaboraba para dar crédito a mi cementerio de Praga, para hacer que se volviera más verosímil y, por lo tanto, más verdadero de lo que había sido nunca. Una vez más, yo sólo derrotaba a una raza.

—Tengo que hablar con la persona adecuada —he contestado—, y os haré saber dentro de algunos días.

He ido a buscar a Gaviali; sigue trabajando como quincallero pero, gracias a mi ayuda, tiene documentos inmaculados y algún dinero apartado. Desgraciadamente, en menos de cinco años se ha avejentado de forma espantosa: la Isla del Diablo deja sus huellas. Las manos le tiemblan y consigue levantar a duras penas el vaso, que generosamente le he llenado más de una vez. Se mueve con esfuerzo, ya casi no consigue inclinarse y me pregunto cómo consigue recoger los harapos.

Reacciona con entusiasmo a mi propuesta:

—Ya no es como antes, que no se podían usar ciertos explosivos porque no daban tiempo de alejarse. Ahora se hace todo con una buena bomba de relojería.

—¿Cómo funciona?

—Sencillo. Tomáis un despertador cualquiera y lo reguláis a la hora deseada. Llegada esa hora, un índice del despertador se dispara y, en lugar de activar la alarma, si lo conectáis de la forma adecuada, activa un detonador. El mecanismo hace detonar la carga y bum. Cuando estáis a diez leguas de distancia.

Al día siguiente, viene a verme con un artefacto aterrador en su sencillez: ¿cómo se puede imaginar que esa fina maraña de hilos y ese cebollón de preboste originen una explosión? Pues lo hacen, dice Gaviali con orgullo.

Al cabo de dos días voy a inspeccionar las obras con el aspecto del curioso, haciendo también alguna que otra pregunta a los obreros. He localizado una excavación donde es fácil bajar desde el nivel de la calle al inmediatamente inferior, a la salida de una galería sostenida por vigas. No quiero saber adónde lleva la galería o si lleva a alguna parte: basta colocar la bomba a la entrada y ya está.

Me encaro con Gaviali, no sin aspereza:

—La mayor estima por vuestra sabiduría, pero las manos os tiemblan y las piernas os fallan, no sabríais bajar a la obra y quién sabe qué haríais con esos contactos de los que me habéis hablado.

Los ojos se le humedecen:

—Es verdad, soy un hombre acabado.

—¿Quién podría hacer el trabajo por vos?

—Ya no conozco a nadie; no olvidéis que mis mejores compañeros siguen estando en Cayena, y los enviasteis vos. Así pues, asumid vuestras responsabilidades. ¿Queréis que estalle la bomba? Pues id a colocarla vos.

—Tonterías, no soy un experto.

—No hace falta ser un experto cuando un experto os ha instruido. Mirad bien lo que he colocado en esta mesa: es lo indispensable para hacer funcionar una bomba de relojería. Un despertador cualquiera, como éste, con tal de que se conozca el mecanismo interno que hace saltar la alarma a la hora deseada. Luego una pila que, activada desde el despertador, acciona el detonador. Yo soy un hombre a la antigua, y usaría esta batería, denominada Daniel Cell. En este tipo de pilas, a diferencia de las voltaicas, se usan sobre todo elementos líquidos. Se trata de llenar un pequeño contenedor a medias con sulfato de cobre y la otra mitad con sulfato de zinc. En el estrato de cobre se introduce un platillo de cobre y en el de zinc, un platillo de zinc. Las extremidades de los dos platillos obviamente representan los dos polos de la pila. ¿Claro?

—Hasta ahora sí.

—Bien. El único problema es que con una Daniel Cell hay que poner atención al transportarla pero, hasta que no está conectada con el detonador y la carga, pase lo que pase, no pasa nada; y cuando esté conectada, se ha de colocar en una superficie plana, de otro modo el operador sería un imbécil. Por último, llegamos a la carga. Antaño, recordaréis, yo no cesaba de elogiar la pólvora negra. Pues bien, hace diez años, descubrieron la balistita, la pólvora sin humo, diez por ciento de alcanfor y nitroglicerina y colodión por partes iguales. Al principio, presentaba el problema de la fácil evaporación del alcanfor y la subsiguiente inestabilidad del producto. Aunque desde que los italianos la producen en Avigliana, parece haber mejorado. Estoy todavía indeciso sobre si usar la cordita, que han descubierto los ingleses, donde el alcanfor ha sido sustituido por vaselina al cinco por ciento, mientras para los otros componentes, se toma el cincuenta y ocho por ciento de nitroglicerina y el treinta y siete de algodón fulminante disuelto en acetona, una masa trabajada como si fueran fideos ásperos. Ya veré qué elegir, son diferencias de poca monta. Así pues, ante todo, hay que colocar las manecillas en la hora fijada, luego se conecta el despertador a la pila y ésta al detonador, y el detonador a la carga; por último, se activa el despertador. Atención, no invertir jamás el orden de las operaciones, es obvio que si uno primero conecta, activa y luego hace girar las manecillas… ¡bum! ¿Entendido? Después uno se va a casa o al teatro, o al restaurante: la bomba lo hará todo ella sola. ¿Claro?

—Claro.

—Capitán, no me atrevo a decir que podría manejarla incluso un niño, pero seguramente podrá un antiguo capitán de los garibaldinos. Tenéis mano firme, ojos seguros; sólo habéis de llevar a cabo las pequeñas operaciones que os digo. Basta con seguir el orden justo.

Acepto. Si lo consigo, me volveré joven de golpe, capaz de doblegar a mis pies a todos los Mardoqueos de este mundo. Y a la putilla del gueto de Turín. ¿Gagnu, eh? Ya verás quién soy yo.

Necesito quitarme de encima el olor de Diana en celo, que en las noches de verano me persigue desde hace año y medio. Me doy cuenta de que he existido sólo para derrotar a esa raza maldita. Rachkovski tiene razón, sólo el odio calienta el corazón.

He de ir a cumplir con mi deber de gran uniforme. Me he puesto el frac y la barba de las veladas en casa de Julieta Adam. Casi por casualidad he descubierto en el fondo de uno de mis armarios una pequeña reserva de la cocaína de Parke y Davis que le proporcionaba al doctor Froïde, debería darme cierto nervio. Le he añadido tres vasitos de cognac. Ahora me siento un león.

Gaviali querría venir conmigo pero no se lo permitiré, con sus movimientos ya demasiado lentos podría entorpecerme.

He entendido perfectamente cómo funciona el tema. Pondré a punto una bomba que hará época.

Gaviali me está dando las últimas recomendaciones:

—Y atento a esto y atento a lo otro.

Y qué diantres, todavía no estoy hecho un cascajo.