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La solución final

10 de noviembre de 1898

Hace ya año y medio que me he liberado de Taxil, de Diana y, lo que más cuenta, de Dalla Piccola. Si estaba enfermo, me he curado. Gracias a la autohipnosis, o al doctor Froïde. Y aun así he pasado unos meses entre varias angustias. Si fuera creyente, diría que he sentido remordimientos y que he estado atormentado. Pero ¿remordimientos de qué?, ¿atormentado por quién?

La misma noche en que me regodeaba por haber engañado a Taxil, lo celebré con serena leticia. Sólo sentía no poder compartir con nadie mi victoria, pero estoy acostumbrado a satisfacerme sin compañía. Fui, como habían hecho los diasporados de Magny, a Brébant-Vachette. Con lo que había lucrado del fracaso de la empresa de Taxil, podía permitírmelo todo. El maître me reconoció, pero lo que más cuenta es que yo lo reconocí a él. Demorose en describirme la salade Francilion creada tras los triunfos de la pièce de Alejandro Dumas —el hijo, Dios mío, lo que estoy envejeciendo—. Pónense a cocer patatas en el caldo, se las corta en rodajas, y cuando todavía están templadas se las aliña con sal, pimienta, aceite de oliva y vinagre de Orleáns, más medio vaso de vino blanco, Château d’Yquem a ser posible, y se le añaden hierbas aromáticas bien trituradas. Al mismo tiempo, se ponen a cocer en court-bouillon mejillones muy grandes con un tallo de apio. Ultimada la cocción, se mezcla todo y se cubre con finas rebanadas de trufa, cocidas en Champagne. Todo ello dos horas antes de servir, de modo que el plato llegue a la mesa frío pero en su punto.

Con todo, no estoy sereno, y siento la necesidad de aclarar mi estado de ánimo retomando este diario, como si todavía estuviera curándome con el doctor Froïde.

Y es que han seguido sucediendo cosas inquietantes y vivo en una perpetua inseguridad. Ante todo, aún me atormenta no saber quién es el ruso que yace en la cloaca. Él, y quizá eran dos, estaba aquí, en estas habitaciones el 12 de abril. ¿Alguno de ellos ha vuelto? Varias veces me ha pasado que no encontraba algo —pequeñeces: una pluma, un cuadernillo de folios— y luego lo he encontrado donde juraría que no lo había puesto nunca. ¿Alguien ha estado aquí, ha hurgado, ha cambiado de sitio, ha encontrado? ¿Qué?

Los rusos. Eso quiere decir Rachkovski, pero ese hombre es una esfinge. Ha venido a verme dos veces, siempre para requerirme lo que él considera material aún inédito heredado del abuelo, y yo me he tomado mi tiempo, por un lado, porque todavía no he puesto a punto un dossier satisfactorio, por el otro, para excitar su deseo.

La última vez me ha dicho que no estaba dispuesto a aguardar más. Ha insistido para saber si era sólo una cuestión de precio. No soy codicioso, le he dicho, es cierto que el abuelo me dejó unos documentos en los que se había protocolizado todo lo que se dijo aquella noche en el cementerio de Praga, pero no los tengo aquí, debería dejar París para ir a buscarlos a un determinado sitio. Pues id, id, me ha dicho Rachkovski. Luego ha hecho una alusión, harto vaga, a las molestias que podría tener por el desarrollo del affaire Dreyfus. ¿Y él qué sabe?

La verdad es que el hecho de que hayan mandado a Dreyfus a la Isla del Diablo no ha acallado las voces sobre sus vicisitudes. Es más, han empezado a hablar los que lo consideran inocente o, como se los llama ya, los dreyfusistas, y se han movilizado diferentes grafólogos para discutir el peritaje de Bertillon.

Todo empezó a finales del 95, cuando Sandherr dejó el servicio (parece ser que estaba afectado por una parálisis progresiva o algo por el estilo) y fue sustituido por un tal Picquart. Este Picquart se reveló en seguida un metomentodo, era evidente que seguía dándole vueltas al affaire Dreyfus, aunque hubiera concluido hacía meses, y, de repente, en marzo del año pasado, el hombre encontró en las consabidas papeleras de la embajada el borrador de un telegrama que el agregado militar alemán quería mandar a Esterházy. Nada comprometedor, pero ¿por qué tenía que mantener relaciones este agregado militar alemán con un oficial francés? Picquart controló mejor a Esterházy, buscó muestras de su escritura y se dio cuenta de que la caligrafía del comandante se parece a la del bordereau de Dreyfus.

Lo supe porque la noticia se filtró a La Libre Parole, y Drumont echaba venablos contra ese meterete que quería volver a poner en cuestión un asunto felizmente resuelto.

—Sé que ha ido a denunciar el hecho a los generales Boisdeffre y Gonse, que, por suerte, no le han hecho caso. Nuestros generales no están enfermos de los nervios.

Hacia noviembre me crucé en la redacción con Esterházy; estaba muy agitado y pidió hablarme en privado. Vino a mi casa acompañado por un tal comandante Henry.

—Simonini, se murmura que la caligrafía del bordereau es la mía. Vos habéis copiado de una carta o un apunte de Dreyfus, ¿verdad?

—Pues naturalmente. El modelo me lo dio Sandherr.

—Ya lo sé; pero ¿por qué aquel día Sandherr no me convocó también a mí? ¿Para que no controlara el modelo de la escritura de Dreyfus?

—Yo hice lo que se me pidió.

—Lo sé, lo sé. Pero os conviene ayudarme a aclarar el enigma. Porque, si hubiera sido usado para alguna cábala cuyas razones no logro identificar, podría ser conveniente para alguien eliminar a un testigo tan peligroso como vos. Así es que el tema os toca de cerca.

Nunca debería haberme mezclado con los militares. No me sentía tranquilo. A continuación, Esterházy me explicó lo que se esperaba de mí, diome el modelo de una carta del agregado italiano Panizzardi y el texto de una carta que debería fabricar, en la que Panizzardi le hablaba al agregado militar alemán de la colaboración de Dreyfus.

—El comandante Henry —concluyó— se encargará de encontrar este documento y de hacerlo llegar al general Gonse.

Hice mi trabajo, Esterházy me entregó un millar de francos y luego no sé qué sucedió, pero, a finales del 96, a Picquart lo destinaban al Cuarto de Fusileros de Túnez.

Pero, mientras yo estaba ocupado en liquidar a Taxil, parece ser que Picquart movió a amigos, y el tema se complicó. Naturalmente, se trataba de noticias oficiosas que de alguna manera llegaban a los periódicos. La prensa dreyfusista (y no era mucha) las daba como seguras, mientras que la prensa antidreyfusista las tildaba de calumnias.

Aparecieron telegramas dirigidos a Picquart, de los cuales se deducía que era él el autor del tristemente célebre telegrama de los alemanes a Esterházy. Por lo que pude entender, era una jugada de Esterházy y de Henry. Un bonito juego de pelota, donde no era necesario inventar acusaciones porque bastaba con hacer rebotar hacia el adversario las que te habían llegado a ti. Santo Dios, el espionaje (y el contraespionaje) son cosas demasiado serias para dejarlas en manos de los militares; profesionales como Lagrange y Hébuterne nunca habían metido la pata de semejante manera, pero claro, ¿qué puedes esperarte de gente que un día sirve para el Servicio Informaciones y mañana para el Cuarto de Fusileros de Túnez o que ha pasado de los zuavos pontificios a la Legión Extranjera?

Además, la última jugada no había servido para casi nada, y se había abierto una investigación sobre Esterházy. ¿Y si, para liberarse de toda sospecha, éste contara que el bordereau lo había escrito yo?

Durante un año he dormido mal. Cada noche oía ruidos en la casa, tenía la tentación de levantarme y bajar a la tienda, pero temía encontrarme con un ruso.

En enero de este año, se ha celebrado un proceso a puertas cerradas donde Esterházy ha sido absuelto completamente de toda acusación y sospecha. Picquart ha sido castigado con sesenta días de fortín. Aun así, los dreyfusistas no cejan, un escritor bastante vulgar como Zola ha publicado un artículo inflamado («J’accuse!»), y un grupo de escritorzuelos y pretendidos científicos ha bajado a la arena pidiendo la revisión del proceso. ¿Quiénes son estos Proust, France, Sorel, Monet, Renard, Durkheim? Nunca los he visto en casa Adam. De este Proust me dicen que es un pederasta de veinticinco años, autor de escritos afortunadamente inéditos; y Monet, un pintamonas de quien he visto un cuadro o dos, donde parece que este individuo mira el mundo con ojos legañosos. ¿Qué tienen que ver un literato o un pintor con las decisiones de un tribunal militar? Oh, pobre Francia, como se queja Drumont. Si estos susodichos «intelectuales», como los llama ese abogado de las causas perdidas que es Clemenceau, se ocuparan de las pocas cosas sobre las que habrían de ser competentes…

Se le ha abierto un proceso a Zola que, por suerte, ha sido condenado a un año de cárcel. Todavía hay justicia en Francia, dice Drumont, que en mayo ha sido elegido diputado por Argel, por lo que habrá un buen grupo antisemita en la cámara, y esto servirá para defender las tesis antidreyfusistas.

Todo parecía ir viento en popa. En julio, Picquart había sido condenado a ocho meses de detención, Zola se había escapado a Londres, y yo estaba pensando que nadie reabriría el caso, cuando un tal capitán Cuignet va y sale con que la carta en la que Panizzardi acusaba a Dreyfus era falsa y, encima, lo demuestra. No sé cómo podía afirmarlo, dado que yo había trabajado a la perfección. En cualquier caso, los altos mandos le hicieron caso, y puesto que la carta había sido descubierta y difundida por el comandante Henry, se empezó a hablar de un «falso Henry». A finales de agosto, empujado contra las cuerdas, Henry confesó, fue encarcelado en el Mont-Valerién, y el día siguiente se cortó la garganta con su navaja de afeitar. Es lo que yo decía, nunca hay que dejar ciertas cosas en manos de los militares. ¿Cómo? Arrestas a un supuesto traidor, ¿y le dejas la navaja de afeitar?

—Henry no se ha suicidado. ¡Ha sido suicidado! —sostenía Drumont, furibundo—.

¡Todavía hay demasiados judíos en el estado mayor! ¡Abriremos una suscripción pública para financiar un proceso de rehabilitación de Henry!

Sin embargo, cuatro o cinco días después, Esterházy huía a Bélgica y de allí a Inglaterra. Casi una admisión de culpabilidad. El problema era por qué no se había defendido echándome la culpa a mí.

En medio de estas agonías, la otra noche oí de nuevo ruidos en casa. La mañana siguiente encontré no sólo la tienda sino también la bodega manga por hombro, y la puerta de la escalerilla que da a la cloaca, abierta.

Mientras me preguntaba si no debía huir yo también como Esterházy, llamó Rachkovski a la puerta de la tienda. Sin ni siquiera subir al despacho, se sentó en una silla en venta, suponiendo que alguien osara jamás desearla, y empezó al instante:

—¿Qué diríais si yo le comunicara a la Sûreté que en la bodega de aquí abajo hay cuatro cadáveres, aparte del hecho de que uno de ellos es un hombre mío que estaba buscando por doquier? Estoy cansado de esperar. Os doy dos días para ir a recuperar los protocolos de los que me habéis hablado y olvidaré lo que he visto abajo. Me parece un pacto honesto.

Que Rachkovski supiera ya todo de mi cloaca, no me sorprendía. Más bien, visto que tarde o temprano tendría que darle algo, intenté sacar provecho del pacto que me proponía. Me atreví a relanzar:

—Podríais ayudarme a resolver un problemilla que tengo con los servicios de las fuerzas armadas…

Echose a reír:

—¿Tenéis miedo de que se descubra que sois vos el autor del bordereau?

Decididamente este hombre lo sabe todo. Unió las manos como para recoger los pensamientos e intentó explicarme.

—Probablemente no habéis entendido nada de todo este asunto y teméis sólo que alguien os meta por en medio. No temáis. Toda Francia necesita, por razones de seguridad nacional, que el bordereau sea creído auténtico.

—¿Por qué?

—Porque la artillería francesa está preparando su arma más innovadora, el cañón de setenta y cinco, pero hay que hacer creer a los alemanes que los franceses siguen aun trabajando en el cañón de ciento veinte. Era preciso que los alemanes se enteraran de que un espía iba a venderles los secretos del cañón ciento veinte, para que creyeran que ése era el punto flaco de los franceses. Observaréis, como persona con sentido común, que los alemanes deberían haberse dicho: «¡Carape, si este bordereau fuera auténtico, tendríamos que haber sabido algo, antes de tirarlo a la papelera!». Y, por lo tanto, no habrían debido tragárselo. Y en cambio, cayeron en la trampa, porque en el ambiente de los servicios secretos nadie le dice todo a los demás, siempre se piensa que el vecino de escritorio es un agente doble y, con toda probabilidad, se acusaron mutuamente:

«¿Cómo? Llega un anuncio tan importante ¿y no lo sabía ni siquiera el agregado militar que aun así parecía ser el destinatario? ¿O lo sabía y se lo calló?». Imaginaos qué torbellino de sospechas recíprocas, alguien allí se habrá dejado el cargo. Hacía falta y hace falta que todos crean en el bordereau. Y era ése el motivo por el que era urgente mandar cuanto antes a Dreyfus a la Isla del Diablo, para evitar que, para defenderse, se pusiera a decir que era imposible que hubiera revelado nada sobre el cañón de ciento veinte porque, si acaso, lo habría hecho sobre el de setenta y cinco. Parece ser que alguien le puso una pistola delante invitándolo a evitar el deshonor que lo esperaba con el suicidio. De este modo, habríase evitado el riesgo de un proceso público. Pero Dreyfus tiene la cabeza dura e insistió en defenderse, porque pensaba que no era culpable; un oficial no debería pensar nunca. Además, yo creo que el desgraciado no sabía nada del cañón de setenta y cinco, imaginémonos si ciertas cosas llegan al escritorio de uno que está en prácticas. Claro que siempre es mejor ser prudentes. ¿Estamos? Si se supiera que el bordereau es obra vuestra, caería todo el montaje y los alemanes entenderían que el cañón de ciento veinte es una pista falsa. Son duros de mollera sí, estos alboches, pero no del todo. Me diréis que, en realidad, no sólo los servicios alemanes, sino también los franceses están en manos de una pandilla de chapuceros. Es obvio, de otro modo esos hombres trabajarían para la Ojrana, que funciona un poco mejor y, como veis, tiene informadores aquí y allá.

—¿Y Esterházy?

—Nuestro petimetre es un agente doble: fingía espiar a Sandherr para los alemanes de la embajada y mientras tanto espiaba a los alemanes de la embajada para Sandherr. Se ha empleado para montar el caso Dreyfus, pero Sandherr se dio cuenta de que estaba quemándose y los alemanes empezaban a sospechar de él. Sandherr sabía perfectamente que os había dado un modelo de la caligrafía de Esterházy. Tratábase de culpar a Dreyfus pero, si el asunto no hubiera salido como debía, siempre se podía arrojar la responsabilidad del bordereau sobre Esterházy. Naturalmente, Esterházy se dio cuenta demasiado tarde de la trampa en que había caído.

—¿Pues, entonces, por qué no reveló mi nombre?

—Porque lo habrían desmentido y habría ido a parar a algún fortín, o a un canal.

Mientras que así puede estarse en Londres rascándose la barriga, con una buena renta, a cargo de los servicios. Ya se lo siga atribuyendo a Dreyfus, o se decida que el traidor es Esterházy, el bordereau debe seguir siendo auténtico. Nadie le echará nunca la culpa a un falsificador como vos. Vuestra seguridad no peligra. En cambio, yo os daré muchos problemas por esos cadáveres que tenéis abajo. De modo que adelante con esos datos que me sirven. Pasado mañana vendrá a veros un joven que trabaja para mí, un tal Golovinski. No os toca a vos producir los documentos originales porque habrán de estar en ruso, y del asunto se ocupará él. Vos tenéis que proporcionarle material nuevo, auténtico y convincente, para darle más cuerpo a ese dossier vuestro sobre el cementerio de Praga que ya es conocido lippis et tonsoribus. Pase que el origen de las revelaciones sea una reunión en ese cementerio; ahora bien, la época en que se desarrolló la reunión debe resultar imprecisa, y deben tratarse argumentos actuales, no fantasías medievales.

Había de aplicarme.

Disponía de casi dos días y dos noches enteras para reunir los centenares de apuntes y recortes que había ido recogiendo en el curso de una frecuentación más que decenal con Drumont. No pensaba tener que usarlos porque se trataba de cosas publicadas todas ellas en La Libre Parole, pero quizá para los rusos era material desconocido. Se trataba de discernir. A ese Golovinski y a Rachkovski no les interesaba, seguro, que los judíos fueran más o menos negados para la música, o para las exploraciones. Más interesante, si acaso, era la sospecha de que preparaban la ruina económica de la buena gente.

He controlado lo que ya había usado para los anteriores discursos del rabino. Los judíos se proponían apoderarse de los ferrocarriles, de las minas, de los bosques, de la administración de los impuestos, del latifundio; apuntaban a la magistratura, a la abogacía, a la instrucción pública; querían infiltrarse en la filosofía, en la política, en las ciencias, en el arte y, sobre todo, en la medicina, porque un médico entra en las familias, más que el cura. Había que minar la religión, difundir el librepensamiento, suprimir las clases de religión cristiana de los programas escolares, acaparar el comercio del alcohol y el control de la prensa. Rediós, ¿qué más podían pretender?

No es que no pueda reciclar también ese material. Rachkovski debería conocer sólo la versión de los discursos del rabino que le di a Juliana Glinka, donde se hablaba de argumentos específicamente religiosos y apocalípticos. Pero está claro que hay que añadirles algo nuevo a mis textos previos.

Diligente, he pasado revista a todos los temas que podían tocar de cerca los intereses de un lector medio. Los he transcrito con buena caligrafía de más de medio siglo antes, en papel debidamente amarilleado y ahí está: volvía a tener los documentos que me había transmitido mi abuelo tal como fueron redactados en las reuniones de los judíos, en ese gueto en el que había vivido de joven, traduciéndolos de los protocolos que los rabinos anotaron tras su reunión en el cementerio de Praga.

Cuando, al día siguiente, Golovinski entró en la tienda, me sorprendí de que Rachkovski encomendara tareas tan importantes a un joven mujik fláccido y miope, mal vestido, con pinta de ser el último de la clase. Luego, hablando, dime cuenta de que era más sesudo de lo que parecía. Hablaba un mal francés con marcado acento ruso, pero preguntó en seguida cómo es que los rabinos del gueto de Turín escribían en francés. Díjele que en Piamonte, en aquellos tiempos, todas las personas alfabetizadas hablaban francés, y la cosa lo convenció. Pregunteme yo para mis adentros si mis rabinos del cementerio hablaban hebreo o yídico, pero visto que los documentos estaban en lengua francesa, el asunto carecía de interés.

—Mirad —le decía—, mirad, por ejemplo, en este folio se insiste sobre cómo se debe difundir el pensamiento de los filósofos ateos, para desmoralizar a los gentiles. Y oíd aquí: «Debemos borrar el concepto de Dios de las mentes de los cristianos, reemplazándolo con cálculos aritméticos y necesidades materiales».

Había calculado que las matemáticas no le gustan a nadie. Recordando las quejas de Drumont contra la prensa obscena, pensé que, al menos para los bienpensantes, la idea de la difusión de diversiones fáciles e insulsas para las grandes masas resultaría excelente para un complot. Escuchad ésta, le decía a Golovinski: «Con el fin de que las masas no lleguen a hacer nada por reflexión, distraeremos su pensamiento con juegos, diversiones, casas públicas; presentaremos concursos de arte, de deporte de todas clases…

Favoreceremos el amor al lujo desenfrenado y aumentaremos los salarios, lo que no proporcionará ventaja alguna a los obreros, puesto que, al mismo tiempo, elevaremos los precios de todos aquellos productos que sean de primera necesidad, con el pretexto de las malas cosechas. Desorganizaremos también la producción en su base, sembrando los gérmenes de la anarquía entre los obreros y procurando por todos los medios que llegue a serles indispensable el vino y el alcohol. Trataremos de llevar a las gentes a inventar toda clase de teorías fantásticas, nuevas y que parezcan progresistas, o liberales».

—Bien, bien —decía Golovinski—. ¿Pero hay algo que vaya bien para los estudiantes, además del tema de las matemáticas? En Rusia los estudiantes son importantes, son cabezas calientes que hay que mantener bajo control.

—Aquí tenéis: «Cuando nosotros estemos en el poder, separaremos de la educación todos los asuntos de enseñanza que puedan causar trastornos y haremos de la juventud muchachos obedientes a la autoridad, que amarán a quien les gobierna. Reemplazaremos el clasicismo, así como todo estudio de la historia antigua, que presenta muchos más ejemplos malos que buenos, por el estudio del porvenir. Borraremos de la memoria de los hombres todos los hechos de los siglos pasados que no nos sean agradables. Con una educación metódica conseguiremos eliminar los residuos de esa independencia de pensamiento de la que llevamos sirviéndonos para nuestros fines desde hace mucho tiempo… Los libros que tengan menos de trescientas páginas, pagarán doble impuesto; esta medida obligará a los escritores a producir libros tan largos que se leerán poco, sobre todo a causa de su precio. Al contrario, los que editemos nosotros para el bien de los espíritus en la tendencia que habremos establecido, serán baratos y leídos por todo el mundo. Los impuestos harán callar el vano deseo de escribir y si hay personas que tengan deseos de escribir en contra de nosotros, no encontrarán quien quiera imprimir sus obras». En cuanto a los periódicos, el proyecto judaico prevé una libertad de prensa ficticia, que sirva para el mayor control de las opiniones. Dicen nuestros rabinos que habrá que acaparar el mayor número de periódicos, para que expresen opiniones aparentemente distintas, y de este modo den la impresión de una circulación libre de las ideas, mientras que, en realidad, todos reflejarán las ideas de los dominadores judaicos.

Observan que comprar a los periodistas no será difícil porque constituyen una masonería y ningún editor tendrá el valor de revelar la trama que los ata a todos al mismo carro porque, en el mundo de los periódicos, no se admite a nadie que no haya tomado parte en algún negocio sucio en su vida privada. Naturalmente, habrá que prohibir a todos los periódicos dar noticias de crímenes para que el pueblo crea que el nuevo régimen ha suprimido incluso la delincuencia. Ahora bien, tampoco hay que preocuparse demasiado de los vínculos con la prensa, sea ésta libre o no, porque el pueblo ni se da cuenta, encadenado como está al trabajo y a la pobreza. ¿Qué necesidad tiene el proletario trabajador de que los charlatanes obtengan el derecho de charlatanear?

—Esto es bueno —observaba Golovinski—, porque en mi patria las cabezas calientes se quejan siempre de una pretendida censura gobernativa. Hay que hacer entender que con un gobierno judío sería peor.

—Pues para eso tengo algo mejor: «Es preciso tener en cuenta la cobardía, la debilidad y la inconstancia y la falta de equilibrio de las masas. Hay que darse cuenta de que la fuerza de las masas es ciega, desprovista de razón en su discernimiento y que oscila sin voluntad de un lado a otro. ¿Es posible que las masas juzguen con calma y administren los negocios del Estado evitando las rivalidades sin confundirlos con sus propios intereses? ¿Podrían defenderse contra un enemigo extranjero? Es imposible, porque un plan dividido entre tantos partidos como cerebros hay hoy en las masas, pierde su valor y si se hace imposible el entenderlo, cuánto más el ejecutarlo. Sólo un autócrata puede concebir vastos proyectos y asignar a cada cosa su papel particular en el mecanismo de la máquina gubernamental… Sin el despotismo absoluto es imposible la civilización, porque la civilización no puede avanzar más que bajo la protección de un jefe, cualquiera que sea, con tal de que nunca esté en las manos de las masas». Pues, mirad este otro documento: «Dado que jamás se ha visto una constitución salida de la voluntad de un pueblo, el proyecto de mando tiene que brotar de una cabeza única». Y leed esto:

«Tendrán como el dios indio Visnú cien manos, cada una de las cuales controlará todo.

Ya no necesitaremos ni siquiera policía: un tercio de nuestros súbditos controlará a los otros dos tercios»

—Muy bueno.

—Pues hay más: «El populacho es bárbaro, y lo demuestra en todas las ocasiones. Ved esos brutos alcoholizados, embrutecidos por la bebida, que la libertad tolera sin límites.

¿Es que vamos a permitir nosotros y permitir a nuestros semejantes el imitarlos? En los países cristianos, el pueblo está embrutecido por el alcohol, la juventud está trastornada por la intemperancia prematura en la que nuestros agentes la han iniciado… Nuestra divisa debe ser «fuerza e hipocresía»; sólo la fuerza es la que da la victoria en política. La violencia debe ser un principio, el engaño y la hipocresía una regla. Este mal es el único medio de conseguir su objeto, que es el bien. No nos detengamos ante la corrupción, compra de conciencias, la impostura y la traición, pues el fin justifica los medios».

—En la santa madre Rusia se habla mucho de comunismo, ¿qué piensan al respecto los rabinos de Praga?

—Leed esto: «En política, no dudemos en confiscar la propiedad, si de este modo podemos conseguir sumisión y poder. Haremos creer que somos quienes liberamos a los trabajadores, haciéndoles creer que les ayudamos con el espíritu de fraternidad y de interés por la humanidad pregonado por nuestra masonería. Les haremos creer que venimos a sacarles de la opresión, haciéndoles ver las ventajas de entrar en las filas de nuestros ejércitos socialistas, anarquistas y comunistas. Pero la nobleza, que de derecho explotaba a las clases trabajadoras, tenía gran interés en que pudieran vivir y criarse sanos y fuertes. Nuestro interés, por el contrario, desea la degeneración de los gentiles; nuestra fuerza consiste en mantener al trabajador en un estado constante de necesidades e impotencia, porque de este modo lo sujetaremos más a nuestra voluntad, y a su alrededor no encontrará nunca, ni poder ni energía suficiente para volverse contra nosotros». Y añadidle esto: «Organizaremos una crisis económica universal por todos los medios que nos sean posibles con ayuda del oro que, casi en su totalidad, está en nuestro poder. Simultáneamente, echaremos a la calle en toda Europa masas enormes de obreros.

Estas masas serán felices precipitándose sobre todos aquellos que, en su ignorancia, envidiaron desde la infancia, verterán su sangre y en seguida podrán arrebatarles sus bienes. A nosotros no nos harán daño, porque el momento del ataque lo conoceremos y tomaremos las medidas necesarias para proteger nuestros intereses».

—¿Y no tenéis nada sobre judíos y masones?

—Faltaría más. Aquí hay un texto clarísimo: «Hasta que llegue nuestro reinado crearemos y multiplicaremos las logias masónicas en todos los países del mundo y atraeremos a ellas a todos los que sean o puedan ser agentes destacados. Estas logias formarán nuestra principal base de información y de propaganda. En estas logias se anudarán todas las clases socialistas y revolucionarias de la sociedad. Entre el número de los miembros de estas logias estarán casi todos los agentes de la policía nacional e internacional. Los que ingresan en las sociedades secretas son generalmente los ambiciosos, los aventureros y demás gentes que, por una u otra razón, quieren abrirse un camino; con gente de esa calaña no nos costará trabajo entendernos para llevar adelante nuestros proyectos. Es natural que seamos nosotros y nadie más quienes manejen los asuntos de la francmasonería».

—¡Fantástico!

—Recordad también que la judería rica mira con interés hacia el antisemitismo que se ensaña con los judíos pobres, porque induce a los cristianos de corazón más tierno a sentir compasión por toda su raza. Leed lo que pone aquí: «Las manifestaciones antisemitas han sido siempre muy útiles a los jefes de Sión, porque inspiran compasión en el corazón de algunos gentiles, sobre todo los que se conmueven y compadecen de la triste suerte de un pueblo que, en apariencia, es tratado tan injustamente. Este sentimiento hace que muchas personas se interesen por ellos y formen en las filas de los servidores de Sión. El antisemitismo, causa de persecuciones contra los judíos de las clases inferiores, ha permitido a sus jefes dominar y sujetar a sus correligionarios; y lo consiguen fácilmente porque tienen el talento de presentarse en el preciso momento en que parece que son ellos los que los salvan. Obsérvese que los jefes judíos nunca han sufrido en las convulsiones antisemitas, en lo que se refiere a sus bienes personales o a su situación oficial en los cargos públicos que desempeñan. Esto no tiene nada de sorprendente, puesto que esos mismos jefes lanzan contra los judíos humildes y pobres a los sabuesos cristianos y esos mismos sabuesos se encargan de mantener el orden entre ellos, lo que contribuye a consolidar a Sión».

Había recuperado muchas páginas, exageradamente técnicas, que Joly había dedicado a los mecanismos de los préstamos y de los tipos de interés. No entendía mucho, ni estaba seguro de que, desde los tiempos en que Joly escribía, los tipos hubieran cambiado, pero confiaba en mi fuente y le pasaba a Golovinski páginas y páginas que probablemente encontrarían un lector atento en el comerciante o en el artesano endeudados, o caídos en el torbellino de la usura.

Por último, eran recientes unos discursos que se hacían en La Libre Parole sobre el ferrocarril metropolitano que había de construirse en París. Era una historia vieja, llevaban hablando años del tema, mas sólo en julio del 97 se ha aprobado un proyecto oficial y entonces han empezado las primeras obras de excavación de una línea entre la Puerta de Vincennes y la Puerta de Maillot. Poco aún, pero ya se ha constituido una compañía del metro y desde hace más de un año La Libre Parole ha iniciado una campaña contra muchos accionistas judíos que figuran en ella. Me ha parecido útil, por lo tanto, vincular el complot judío con los metropolitanos, por lo que he propuesto: «En poco tiempo, todas las grandes ciudades estarán atravesadas, además de por su red de alcantarillado, por grandes líneas férreas metropolitanas. Aprovechando estos lugares subterráneos, podremos hacer volar las ciudades con sus instituciones y toda su documentación».

—Pero —me ha preguntado Golovinski—, si la reunión de Praga sucedió hace tanto tiempo, ¿cómo podían saber los rabinos de los ferrocarriles metropolitanos?

—Ante todo, si vais a ver la última versión del discurso del rabino que salió hace unos diez años en el Contemporain, la reunión en el cementerio de Praga debió de celebrarse hacia 1880, cuando me parece que existía ya un metro en Londres. Y, además, basta que el proyecto tenga los tonos de la profecía.

Golovinski ha apreciado mucho esta parte, que le ha parecido denso de promesas, como se expresa él. Luego ha observado:

—¿No os parece que muchas de las ideas que expresan esos documentos se contradicen entre ellas? Por ejemplo, por un lado se quiere prohibir el lujo y los placeres superfluos, castigar la ebriedad, y por el otro, difundir el deporte y las diversiones, alcoholizar a los obreros…

—Los judíos siempre dicen una cosa y su contrario, son mentirosos por naturaleza. Si producís un documento de muchas páginas, la gente no se lo leerá todo de un tirón.

Nuestro objetivo es obtener sentimientos de repulsa uno a la vez, y cuando alguien se escandaliza por una afirmación leída hoy, ya no se acuerda de la que lo escandalizó ayer.

Y además, si leéis bien, veréis que los rabinos de Praga quieren usar lujo, diversiones y alcohol para reducir a la plebe a la esclavitud ahora, pero, cuando se hagan con el poder, la obligarán a la morigeración.

—Justo, justo, perdonad.

—Ah, es que yo estos documentos los he meditado durante décadas y décadas, desde niño, por lo que conozco todos sus matices —he concluido con legítimo orgullo.

—Tenéis razón. Por último, quisiera terminar con alguna afirmación muy fuerte, algo que quede en la cabeza, que simbolice la maldad judaica. Por ejemplo: «Tenemos ambiciones ilimitadas, una codicia que nos devora, una venganza sin piedad y un odio reconcentrado».

—No está mal para un folletín. Pero, ¿os parece que los judíos, que son todo menos necios, van a pronunciar palabras como ésas, que los condenan?

—Yo no me preocuparía mucho de eso. Los rabinos hablan en su cementerio, seguros de que no los escuchan los profanos. No tienen pudor, hay que lograr que las masas se indignen.

Golovinski ha sido un buen colaborador. Tomaba o fingía tomar por auténticos mis documentos, pero no dudaba en alterarlos cuando le resultaba cómodo. Rachkovski ha elegido al hombre adecuado.

—Pienso —ha concluido Golovinski— que ya tengo bastante material para juntar los que llamaremos los «Protocolos de la reunión de los rabinos en el cementerio de Praga».

El cementerio de Praga se me estaba yendo de las manos, pero probablemente estaba colaborando en su triunfo. Con un suspiro de alivio, he invitado a Golovinski a cenar en Paillard, en la esquina de la chaussée d’Antin y del boulevard des Italiens. Caro, pero exquisito. Golovinski ha demostrado apreciar el poulet archiduc y el canard à la presse.

A lo mejor, uno que viene de las estepas, habríase atiborrado de chucrut con igual pasión. Podría haber ahorrado y evitar las miradas de recelo que los camareros lanzaban a un cliente que masticaba de forma tan ruidosa.

La cosa es que comía con gusto y, será por los vinos o por auténtica pasión, no sé si religiosa o política, los ojos le brillaban de excitación.

—Saldrá un texto ejemplar —decía—, donde aflora un odio profundo de raza y religión. Hierve el odio en estas páginas, parece que se desborda de un recipiente lleno de hiel… Muchos entenderán que hemos llegado al momento de la solución final.

—Ya le he oído usar esa expresión a Osmán Bey, ¿lo conoce?

—De fama. Si es que es obvio, esta raza maldita hay que extirparla a toda costa.

—Rachkovski no me parece de esta misma opinión; dice que los judíos sirven vivos para tener un buen enemigo.

—Cuentos. Un buen enemigo se encuentra siempre. Y no creáis que porque trabajo para Rachkovski, comparta todas sus ideas. Él mismo me ha enseñado que, mientras se trabaja para el amo de hoy, hay que prepararse a servir al amo de mañana. Rachkovski no es eterno. En la santa Rusia hay gente más radical que él. Los gobiernos de Europa occidental son demasiado timoratos para decidirse a una solución final. Rusia, en cambio, es un país lleno de energías, y de esperanzas alucinadas, que piensa siempre en una revolución total. Es de esta tierra nuestra de donde tenemos que esperar el gesto resolutivo, no de estos franceses que no dejan de hablar de égalité y fraternité, o de esos patanes de los alemanes, incapaces de grandes gestos…

Ya lo había intuido yo tras el coloquio nocturno con Osmán Bey. Después de la carta de mi abuelo, el abate Barruel no publicó sus acusaciones temiendo una matanza generalizada, aunque, probablemente, lo que quería mi abuelo era lo que vaticinaban Osmán Bey y Golovinski. Quizá mi abuelo me había condenado a realizar su sueño. Ea, santo Dios, no me tocaba eliminar directamente a mí, por suerte, a todo un pueblo, pero mi aportación, aun modesta, estaba dándola.

Y en el fondo, era también una actividad lucrativa. Los judíos no me pagarían nunca para exterminar a todos los cristianos, me decía, porque los cristianos son demasiados, y si fuera posible, pensarían ellos en todo. Acabar con los judíos, en cambio, echadas las cuentas, sería posible.

No tenía que liquidarlos yo, que (en general) rehúyo de la violencia física, pero claramente sabía cómo habría que hacerlo, porque había vivido las jornadas de la Comuna. Coges unas brigadas bien adiestradas e indoctrinadas, y toda persona que encuentres con la nariz ganchuda y el pelo rizado, al paredón. Caería también algún cristiano pero, como les decía ese obispo a quienes habían de atacar Béziers, ocupada por los albigenses: por prudencia, matémoslos a todos. Dios ya reconocerá a los suyos.

Está escrito en sus Protocolos, el fin justifica los medios.