Aclararse las ideas
De los diarios del 18 y del 19 de abril de 1897
A estas alturas, quien leyera el escrito de Dalla Piccola por encima del hombro de Simonini, vería que el texto se interrumpía, como si la pluma, imposibilitada la mano de seguir aferrándola mientras el cuerpo del escritor resbalaba a tierra, hubiera trazado espontáneamente un largo garabato sin sentido que acababa más allá del folio, emborronando el fieltro verde del escritorio. Y después, en un folio sucesivo, parecía que quien había retomado la escritura era el capitán Simonini.
El cual se había despertado vestido de cura, con la peluca de Dalla Piccola, pero sabiéndose ya, sin sombra de duda, Simonini. Vio en seguida, abiertas encima de la mesa, y cubiertas por una escritura histérica y cada vez más confusa, las últimas páginas que había redactado el supuesto Dalla Piccola, y mientras leía, sudaba y el corazón le palpitaba, y con él recordaba, hasta el punto donde la escritura del abate acababa y él (el abate), o sea, él (Simonini), se habían, no… se había desmayado.
Nada más recobrarse y a medida que la mente se le desanublaba poco a poco, todo se le iba volviendo claro. Curándose entendía, y sabía, que era una sola persona con Dalla Piccola; lo que la noche anterior Dalla Piccola había recordado, a esas alturas lo estaba recordando también él, es decir, estaba recordando que en calidad del abate Dalla Piccola (no el de los dientes sobresalientes que había matado, sino el otro que había hecho renacer y personificado durante años) había vivido la experiencia terrible de la misa negra.
¿Y luego qué pasó? Quizá en el forcejeo, Diana pudo arrancarle la peluca, quizá para poder arrastrar el cuerpo de la desgraciada hasta la cloaca tuvo que liberarse de la sotana, y al fin, casi fuera de sí, volvió por instinto a su propia alcoba de la rue Maître Albert, donde se despertó la mañana del 22 de marzo, incapaz de entender dónde estaban sus hábitos.
El contacto carnal con Diana, la revelación de su ignominioso origen, y su necesario, casi ritual, homicidio, habían sido demasiado para él, y esa misma noche perdió la memoria, o sea, la perdieron al mismo tiempo Dalla Piccola y Simonini, y las dos personalidades se habían alternado en el curso de ese mes.
Con toda probabilidad, como le sucedía a Diana, él pasaba de una condición a la otra a través de una crisis. Un raptus epiléptico, un desmayo, quién sabe, no se daba cuenta y cada vez se despertaba distinto, pensando simplemente haber dormido.
La terapia del doctor Froïde había funcionado (aunque éste jamás sabría que funcionaba). Al contarle poco a poco al otro sí mismo los recuerdos que extraía con esfuerzo y como en sueños del torpor de su memoria, Simonini había llegado al punto crucial, al acontecimiento traumático que lo había sumergido en la amnesia y había hecho de él dos personas distintas, cada una de las cuales recordaba una parte de su pasado, sin que él, o ese otro que aun así no dejaba de ser él mismo, consiguieran recomponer su unidad, y cada uno había intentado ocultar al otro la razón terrible, cuyo recuerdo era inconcebible, de esa anulación.
Al recordar, Simonini se sentía justamente exhausto y, para asegurarse de que había renacido de veras a nueva vida, cerró el diario, decidió salir y exponerse a cualquier encuentro, sabiendo ya quién era. Sentía la necesidad de una comida completa, pero ese día aun no quería concederse ninguna glotonería, porque sus sentidos ya habían sido sometidos a dura prueba. Como un ermitaño de la Tebaida, sentía necesidad de penitencia. Fue a Flicoteaux, y con trece perras consiguió comer mal de forma razonable.
Una vez regresado a casa, confió al papel algunos detalles que estaba acabando de reconstruir. No habría habido ninguna razón para seguir con su diario, empezado para recordar lo que ahora sabía, pero es verdad que ya se había acostumbrado a él. Al suponer que existía un Dalla Piccola que era otro con respecto a él, había cultivado durante poco menos de un mes la ilusión de que existía alguien con quien dialogar, y al dialogar, se había dado cuenta de lo sólo que había estado siempre, desde la infancia. Quizá (aventura el Narrador) había escindido su personalidad precisamente para crearse un interlocutor.
Ahora había llegado el momento de darse cuenta de que el Otro no existía y que también el diario es un entretenimiento solitario. Pero se había acostumbrado a esa monodia, y así iba a seguir. No es que se amara de forma especial, pero el fastidio que sentía por los demás lo inducía incluso a soportarse.
Había puesto en escena a Dalla Piccola —el suyo, habiendo matado al verdadero— cuando Lagrange le pidió que se ocupara de Boullan. Pensaba que, en muchos temas, un eclesiástico levantaría menos sospechas que un laico. Y no le disgustaba volver a dar vida a alguien a quien se la había quitado.
Cuando compró, por cuatro perras, la casa y la tienda del impasse Maubert, no usó en seguida el cuarto y la salida de la rue Maître Albert, prefiriendo establecer su dirección en el impasse para poder disponer de la tienda. Al entrar en escena Dalla Piccola, amuebló el cuarto con muebles baratos y en él situó la demora de su abate fantasma.
Dalla Piccola no había servido sólo para curiosear en los ambientes satanistas y ocultistas; Dalla Piccola había hecho apariciones en la vela de un moribundo, llamado por el pariente cercano (o lejano) que se beneficiaría sucesivamente del testamento que Simonini redactaría, de modo que si alguien llegara a dudar de ese documento inesperado, se podría contar con el testimonio de un hombre de la Iglesia, quien podía jurar que el testamento coincidía con las últimas voluntades susurradas por el moribundo. Hasta que, con el asunto Taxil, Dalla Piccola se volvió esencial y prácticamente tomó a su cargo toda esa empresa durante más de diez años.
En calidad de Dalla Piccola, Simonini pudo abordar también al padre Bergamaschi y a Hébuterne, porque su disfraz funcionaba a la perfección. Dalla Piccola era lampiño, su pelo era pajizo, las cejas tupidas y, sobre todo, llevaba gafas azules que ocultaban la mirada. Como si no bastara, se había preocupado por inventar otra caligrafía, más menuda y casi femenina e incluso se acostumbró a modificar la voz. De verdad, cuando era Dalla Piccola, Simonini no sólo hablaba y escribía de forma distinta sino que pensaba de forma distinta, identificándose con su papel.
Era una pena que ahora Dalla Piccola tuviera que desaparecer (destino de todos los abates con ese nombre), pero Simonini tenía que desembarazarse de todo ese asunto: había que borrar la memoria de los acontecimientos vergonzosos que lo habían llevado al trauma y, además, Taxil, según lo prometido, abjuraría públicamente el Lunes de Pascua. Y, por último, una vez desaparecida Diana, era mejor que se perdiera todo rastro del complot, en el caso de que alguien se planteara inquietantes preguntas.
Tenía a su disposición sólo ese domingo y la mañana del día siguiente. Volvió a vestir los paños de Dalla Piccola para encontrarse con Taxil, quien durante casi un mes había ido cada dos o tres días a Auteuil sin encontrar ni a Diana ni a él, con la vieja que decía no saber nada, y ya temía que los hubieran secuestrado los masones. Le dijo que Du Maurier le había dado, por fin, la dirección de la verdadera familia de Diana, en Charleston, y había encontrado la manera de embarcarla hacia Norteamérica. Justo a tiempo para que Taxil pudiera poner en escena su denuncia del embuste. Le pasó cinco mil francos de adelanto sobre los setenta y cinco mil prometidos, y se citaron para la tarde siguiente en la Sociedad de Geografía.
Aún como Dalla Piccola, Simonini fue a Auteuil. Gran sorpresa de la vieja que tampoco había vuelto a verles, ni a Diana ni a él, desde hacía casi un mes y no sabía qué decirle al pobre señor Taxil que se había presentado tantas veces. Le contó la misma historia, Diana había reencontrado a su familia y había vuelto a Norteamérica. Una generosa indemnización calló a la arpía, que recogió sus harapos y se marchó por la tarde.
Esa misma tarde, Simonini quemó todos los documentos y las huellas de la camarilla de aquellos años y, entrada la noche, llevó de regalo a Gaviali un cajón con toda la ropa y aderezos de Diana. Un quincallero nunca se pregunta de dónde procede el género que le llega a las manos. A la mañana del día siguiente, Simonini fue a donde su casero de Auteuil y, alegando una repentina misión en tierras lejanas, anuló todo, pagando los seis meses siguientes, sin rechistar. El casero fue con él a la casa para controlar que muebles y paredes estuvieran en buen estado, se quedó con las llaves y la cerró con dos vueltas.
Se trataba sólo de «matar» (por segunda vez) a Dalla Piccola. Bastaba poco, Simonini se quitó el disfraz de abate, guardó la sotana en el pasillo, y Dalla Piccola desapareció de la faz de la tierra. Por precaución, eliminó también el reclinatorio y los libros de devoción del apartamento, transfiriéndolos a la tienda como mercancía para improbables aficionados, y se encontró con un pied-à-terre a su disposición que podía usar para alguna otra personificación.
De toda aquella historia, ya no quedaba nada, salvo en los recuerdos de Taxil y Bataille. Pero Bataille, tras su traición, no se volvería a presentar nunca, y en cuanto a Taxil, la historia se concluiría esa tarde.
La tarde del 19 de abril, en sus paños habituales, Simonini fue a disfrutar del espéctáculo de la retractación de Taxil. Taxil había conocido, además de a Dalla Piccola, a un pseudonotario Fournier, sin barba, moreno y con dos dientes de oro y había visto al Simonini barbudo una sola vez, cuando fue a procurarse las falsificaciones de las cartas de Hugo y Blanc, unos quince años antes, y probablemente había olvidado la cara de aquel amanuense. Así pues, Simonini, que por precaución se había puesto una barba blanca y gafas verdes, que le hacían pasar por miembro del Instituto, podía sentarse tranquilamente en el patio de butacas para disfrutar del espectáculo.
Fue un acontecimiento del que dieron noticia todos los periódicos. La sala estaba abarrotada, por curiosos, fieles de Diana Vaughan, masones, periodistas e incluso delegados del arzobispo y del nuncio apostólico.
Taxil habló con chulería y facundia totalmente meridional. Sorprendiendo al auditorio, que se esperaba la presentación de Diana y la confirmación de todo lo que Taxil había publicado en los últimos quince años, empezó polemizando con los periodistas católicos e introdujo el núcleo de sus revelaciones con un «Más vale reír que llorar, dice la sabiduría de las naciones». Aludió a su gusto por la mistificación (no se es impunemente hijo de Marsella, dijo entre las carcajadas del público). Para convencer al público de que era un intrigante, contó con gran gusto la historia de los tiburones de Marsella y de la ciudad sumergida del Léman. Claro que nada igualaba la mayor mistificación de su vida, y sin ningún recato se explayó contando su aparente conversión y cómo había engañado a confesores y directores espirituales que debían asegurarse de la sinceridad de su arrepentimiento.
Ya en este esordio fue interrumpido primero por carcajadas, luego por intervenciones violentas de varios sacerdotes, cada vez más escandalizados.
Algunos se levantaban y amagaban con salir de la sala, otros agarraban las sillas como para lincharlo. En fin, un tumulto de mil demonios donde la voz de Taxil todavía conseguía hacerse oír contando cómo él, para complacer a la Iglesia, decidió, tras la Humanum genus, injuriar a los masones. En el fondo, decía, también los masones deberían agradecérmelo porque mi publicación de los rituales no ha resultado ajena a su decisión de suprimir añejas prácticas, ridículas a los ojos de todos los masones amigos del progreso. En cuanto a los católicos, me había dado cuenta, desde los primeros días de mi conversión, de que muchos estaban convencidos de que el Gran Arquitecto del Universo —el Ser Supremo de los masones— es el diablo. Bien, no tenía sino que echarle leña a esta convicción.
La confusión seguía. Cuando Taxil citó su conversación con León XIII (el Papa había preguntado: «Hijo mío, ¿qué desea usted?», y Taxil contestó:
«¡Santo padre, morir a vuestros pies, aquí en este momento… Ésa sería mi felicidad más grande!»), los gritos se convirtieron en un coro. Algunos gritaban:
«¡Respetad a León XIII; no tenéis el derecho de pronunciar su nombre!»; otros exclamaban: «¿Y que tengamos que oír esto? ¡Es repugnante!»; otros: «¡Qué canalla! ¡Qué inmundo crapuloso!»; mientras la mayoría se regodeaba.
—Y, de este modo —narraba Taxil—, he hecho crecer el árbol del luciferismo moderno, en el que he introducido un ritual paládico, de mi propia cosecha desde la primera hasta la última línea.
Luego contó cómo había transformado a un antiguo amigo alcoholizado en el doctor Bataille, había inventado a Sophie Walder o Sapho, y cómo, por último, había escrito él mismo todas las obras firmadas por Diana Vaughan. Diana, dijo, era sólo una protestante, una copista dactilógrafa, representante de una fábrica norteamericana de máquinas de escribir, una mujer inteligente, ingeniosa, y de elegante sencillez como suelen serlo las protestantes. Se empezó a interesar por las diabluras, se había divertido, y se había convertido en su cómplice. Le había tomado gusto a ese chistoso enredo, estar en correspondencia con obispos y cardenales, recibir cartas del secretario particular del sumo pontífice, informar al Vaticano de los negros complots de los luciféricos…
—Incluso —seguía Taxil—, hemos visto que creían en nuestras simulaciones en ciertos círculos masónicos. Cuando Diana reveló que Adriano Lemmi había sido nombrado por el Gran Maestre de Charleston su sucesor para el soberano pontificado diabólico, algunos masones italianos, entre ellos un diputado del Parlamento, se tomaron en serio la noticia, se quejaron de que Lemmi no los hubiera informado, y constituyeron en Sicilia, Nápoles y Florencia tres Supremos Consejos paladistas independientes, nombrando a miss Vaughan socia de honor. El célebre señor Margiotta escribió haber conocido a la señorita Vaughan, pero la verdad es que fui yo quien le habló de un encuentro que jamás se produjo y éste fingió o creyó recordarlo de veras. Los mismos editores han sido mistificados, pero no tienen por qué dolerse porque les he permitido publicar obras que pueden rivalizar con las Mil y una noches.
—Señores —prosiguió—, cuando alguien se da cuenta de que ha sido engañado, lo mejor es reírse con el público de la galería. Señor abate Garnier —dijo refiriéndose a uno de sus críticos más encarnizados que estaba en la sala—, al incomodaros, haréis que se rían más de vos.
—¡Sois un canalla! —gritó Garnier, agitando su bastón, mientras los amigos intentaban calmarlo.
—Por otra parte —siguió Taxil seráfico—, no podemos criticar a quien ha creído en nuestros diablos que salían en las ceremonias de iniciación. ¿Acaso los buenos cristianos no creen que mosén Satán transportó a Jesucristo a una montaña, desde cuya cima le mostró todos los reinos de la Tierra… Y cómo conseguía mostrárselos todos si la Tierra es redonda?
—¡Bravo! —gritaban unos.
—Por lo menos no seáis blasfemo —gritaban otros.
—Señores —estaba ya concluyendo Taxil—, confieso que he cometido un infanticidio: ahora el paladismo está muerto. ¡Su padre acaba de asesinarle!
El alboroto llegó a su ápice. El abate Garnier se subió a una silla e intentaba arengar a la concurrencia, pero su voz la cubrían las risotadas de algunos, y las amenazas de otros. Taxil permanecía en el podio desde el que había hablado, mirando audazmente a la muchedumbre en tumulto. Era su momento de gloria.
Si quería ser coronado rey de la mistificación, había alcanzado su objetivo.
Miraba fijamente a los que le pasaban por delante, agitando el puño o el bastón y gritándole: «¿No os avergonzáis?», con el aire de quien no entendía.
¿De qué se tenía que avergonzar? ¿De que todos hablaran de él?
El que más se estaba divirtiendo era Simonini, que pensaba en lo que le esperaba a Taxil los días siguientes.
El marsellés buscaría a Dalla Piccola para recibir su dinero. Pero no sabría dónde encontrarlo. Si iba a Auteuil, encontraría la casa vacía, o quizá habitada por algún desconocido. Nunca había sabido que Dalla Piccola tenía una dirección en la rue Maître Albert. No sabía dónde localizar al notario Fournier, ni se le ocurriría vincularlo con aquel que, muchos años antes, le había falsificado la carta de Hugo. Boullan sería imposible de encontrar. Nunca había sabido que Hébuterne, que conocía vagamente como dignatario masón, había tenido que ver con su aventura y siempre había ignorado la existencia del padre Bergamaschi. En fin, que Taxil no sabría a quién pedirle su recompensa, por lo que Simonini se embolsaba no la mitad, sino la totalidad (menos, desgraciadamente, los cinco mil francos de anticipo).
Era divertido pensar en ese pobre golfante dando vueltas por París en busca de un abate y de un notario que no habían existido nunca, de un satanista y de una paladista cuyos cadáveres yacían en una cloaca desconocida, de un Bataille que, de encontrarlo lúcido, no sabría decirle nada, y de un fajo de francos que habían ido a parar al bolsillo que no debía. Vituperado por los católicos, visto con recelo por los masones que tenían el derecho de temer un nuevo cambio de chaqueta, quizá teniendo que pagar aún muchas deudas a los tipógrafos, sin tener a donde volver su pobre cabeza sudada.
Claro que, pensaba Simonini, ese charlatán de marsellés se lo tenía merecido.