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Una noche en misa

17 de abril de 1897

Querido capitán:

Vuestras últimas páginas acopian una increíble cantidad de acontecimientos, y está claro que mientras vos vivíais esas vicisitudes, yo vivía otras; evidentemente, vos estabais informado (y a la fuerza, con el jaleo que armaban Taxil y Bataille) de lo que sucedía a mi alrededor, quizás recordáis más de lo que yo consigo reconstruir.

Si ahora estamos en abril de 1897, mi historia con Taxil y Diana ha durado una docena de años, en los que han sucedido demasiadas cosas. Por ejemplo, ¿cuándo hicimos desaparecer a Boullan?

Debería de ser cuando llevábamos menos de un año con las publicaciones de Le Diable. Boullan vino una noche a Auteuil, trastornado, secándose los labios a cada instante con un pañuelo, pues en ellos se adensaba una espuma blancuzca.

—Me muero —dijo—. Me están matando.

El doctor Bataille decidió que una buena copa de alcohol fuerte le devolvería las fuerzas, Boullan la rechazó, luego con palabras quebradas nos contó una historia de sortilegios y maleficios.

Habíanos contado ya de sus pésimas relaciones con Estanislao de Guaita y su Orden Kabalístico de la Rosa-Cruz. Y con ese José Péladan que luego, en espíritu de disidencia, fundó la Orden de la Rosa Cruz Católica, personajes de los que obviamente Le Diable se había ocupado ya. A mi juicio había pocas diferencias entre los rosacruces de Péladan y la secta de Vintras de la que Boullan se había convertido en gran pontífice, toda gente que iba por el mundo con dalmáticas cubiertas de signos cabalistas y no se entendía bien si estaban del lado del Señor o del lado del diablo, pero quizás, precisamente por eso, Boullan llegó a estar de uñas con el ambiente de Péladan. Iban a escarbar en el mismo territorio y a intentar seducir a las mismas almas perdidas.

A Guaita, sus amigos fieles, lo presentaban como a un caballero exquisito (era marqués) que recogía grimorios constelados de pentáculos, obras de Lulio y Paracelso, manuscritos de su maestro de magia blanca y negra Eliphas Levi y otras obras herméticas de insigne rareza. Pasaba sus días, se decía, en un pequeño piso en la planta baja de la avenue Trudaine, donde no recibía sino a ocultistas y a veces se pasaba semanas sin salir. En esas habitaciones, según otros, combatía contra una larva que mantenía prisionera en un armario y, saturado de alcohol y morfina, daba cuerpo a las sombras producidas por sus delirios.

Que se movía entre disciplinas siniestras lo decían los títulos de sus Ensayos sobre las Ciencias Malditas, donde denunciaba las tramas luciferinas o luciferescas, satánicas o satanescas, diabólicas o diablescas de Boullan, pintado como un pervertido que había «elevado la fornicación a práctica litúrgica».

La historia era vieja, ya en 1887 Guaita y su entorno convocaron un «tribunal iniciático» que condenó a Boullan. ¿Se trataba de una condena moral? Boullan sostenía desde hacía tiempo que era una condena física, y se sentía atacado sin cesar, golpeado, herido por fluidos ocultos, jabalinas de naturaleza impalpable que Guaita y los demás le estaban lanzando incluso desde una gran distancia.

Y ahora Boullan se sentía en las últimas.

—Cada noche, en el momento en que concilio el sueño, siento golpes, puñetazos, bofetadas; y no es una ilusión de mis sentidos enfermos, creedme, porque, en el mismo momento, mi gato se agita como si lo atravesara un calambre eléctrico. Sé que Guaita ha modelado una figura de cera que hiere con una aguja, y yo siento dolores atroces. He intentado lanzarle un contrasortilegio para cegarlo, pero Guaita se ha dado cuenta de la insidia, él es más poderoso que yo en estas artes, y me ha devuelto el golpe de retroceso. Los ojos se me nublan, la respiración se me vuelve pesada, no sé cuántas horas más podré sobrevivir.

No estábamos seguros de que nos contara la verdad, pero no era éste el punto. El pobrecillo estaba realmente mal. Y entonces Taxil tuvo uno de sus golpes de genio:

—Haceos pasar por muerto —dijo—. Haced saber por gente de confianza que habéis fallecido mientras estabais de viaje en París, no regreséis a Lyón, encontraos un refugio aquí en la ciudad, cortaos barba y bigotes, convertíos en otro. Como Diana, despertaos en otra persona, pero a diferencia de Diana quedaos en ella. Hasta que Guaita y compañía, al creeros muerto, dejen de atormentaros.

—¿Y cómo vivo, si ya no estoy en Lyón?

—Viviréis aquí con nosotros en Auteuil, por lo menos mientras la borrasca no se haya calmado, y vuestros adversarios sean desenmascarados. En el fondo, Diana necesita cada vez más asistencia y vos nos resultáis más útil aquí cada día que como visitante de paso.

—Claro que —añadió Taxil—, si tenéis amigos de fiar, antes de daros por muerto, escribidles cartas dominadas por el presagio de vuestra desaparición, y acusad claramente a Guaita y a Péladan, de modo que sean vuestros inconsolables seguidores los que desencadenen una campaña contra vuestros asesinos.

Y así fue. La única persona al corriente de la ficción fue madame Thibault, la asistente, sacerdotisa, confidente (y quizás algo más) de Boullan, que dio a sus amigos parisinos una conmovedora descripción de su agonía, y no sé cómo le iría con sus fieles lioneses, quizás hubo de enterrar un ataúd vacío. Poco tiempo después, la contrataría como gobernanta uno de los amigos y defensores póstumos de Boullan, Huysmans, un escritor de moda (y estoy convencido de que algunas noches, cuando no estaba yo en Auteuil, venía a visitar a su antiguo cómplice).

A la noticia de la muerte, el periodista Julio Bois atacó a Guaita en el Gil Blas, acusándolo tanto de prácticas de brujería como del homicidio de Boullan, y el Figaro publicaba una entrevista con Huysmans, que explicaba con pelos y señales cómo habían actuado los sortilegios de Guaita. Siempre en el Gil Blas, Bois retomaba las acusaciones, pedía una autopsia del cadáver para ver si el hígado y el corazón habían recibido de verdad el impacto de los dardos fluídicos de Guaita, y requería una investigación judicial.

Guaita replicaba, también desde el Gil Blas, ironizando sobre sus poderes mortíferos («Pues bien, sí, yo manipulo los venenos más sutiles con arte infernal, los volatilizo para que los vapores tóxicos fluyan, a centenares de leguas de distancia, hacia las narices de los que no me caen bien, yo soy el Gilles de Rais del siglo venidero»), y retaba en duelo tanto a Huysmans como a Bois.

Bataille se reía sardónico observando que con todos esos poderes mágicos, por una parte y por la otra, nadie había conseguido lastimar a nadie, pero un periódico de Tolosa insinuaba que alguien había recurrido verdaderamente a la brujería: uno de los caballos que tiraba del landó de Bois camino del duelo cayó muerto sin razón, se cambió de caballo y también éste se desplomó por los suelos, el landó volcó y Bois llegó al campo de honor lleno de morados y rasguños. Además, luego diría que una fuerza sobrenatural había detenido una de sus balas en el cañón de su pistola.

Los amigos de Boullan hicieron saber a las gacetas que los Rosacruces de Péladan habían encargado una misa en Notre-Dame, y que en el momento de la elevación blandían amenazantes puñales en dirección del altar. Quién sabe, para El Diable, éstas eran noticias muy sabrosas, y menos increíbles que otras a las que los lectores estaban acostumbrados. Salvo que había que sacar a colación a Boullan, y sin demasiados cumplidos.

—Vos estáis muerto —le había dicho Bataille—, y lo que se diga de este finado, ya no debe interesaros. Además, en el caso en que tuvierais que volver a aparecer un día, habríamos creado a vuestro alrededor un halo de misterio que no podrá sino ayudaros. Por consiguiente, no os preocupéis de lo que escribamos, no será sobre vos, sino sobre el personaje Boullan, que ya no existe.

Boullan aceptó, y quizás, en su delirio narcisista, disfrutaba leyendo lo que Bataille fantaseaba sobre sus prácticas ocultas. En realidad, a esas alturas, parecía magnetizado exclusivamente por Diana. La acompañaba con asiduidad morbosa y yo casi temía por ella, cada vez más hipnotizada por las fantasías del abate, como si ya no viviera bastante fuera de la realidad.

Vos habéis contado bien lo que sucedió después. El mundo católico se dividió en dos, y una parte puso en duda la misma existencia de Diana Vaughan. Hacks traicionó y el castillo que Taxil construyera empezaba a derrumbarse. Nos abrumaba el alboroto de nuestros adversarios y, al mismo tiempo, de los muchos imitadores de Diana, como ese Margiotta que habéis evocado. Entendíamos que habíamos forzado demasiado la mano, la idea de un diablo con tres cabezas que se sentaba a la mesa con el jefe del gobierno italiano era difícil de digerir.

Unos pocos encuentros con el padre Bergamaschi me convencieron de que ya, aunque los jesuitas romanos de la Civiltà Cattolica estaban decididos a seguir sosteniendo la causa de Diana, los jesuitas franceses (véase el artículo del padre Portalié que vos citáis) estaban determinados a hundir toda la historia. Otro breve coloquio con Hébuterne me convenció de que tampoco los masones veían el momento de que acabara la farsa. Para los católicos se trataba de que acabara en sordina, para no arrojar más descrédito sobre la jerarquía; los masones, en cambio, reclamaban una desconfesión clamorosa, de suerte que todos los años de propaganda antimasónica de Taxil fueran tachados de puro embuste.

Un día recibí dos recados al mismo tiempo. Uno, del padre Bergamaschi, decía:

«Os autorizo a ofrecerle a Taxil cincuenta mil francos para que cierre toda la empresa. Fraternalmente en Xto, Bergamaschi». El otro, de Hébuterne, recitaba:

«Acabémosla, pues. Ofrecedle a Taxil cien mil francos si confiesa públicamente haberse inventado todo».

Tenía la espalda bien guardada por ambos lados, no me quedaba sino proceder: naturalmente, tras haber cobrado las sumas prometidas por mis poderdantes.

La defección de Hacks facilitó mi tarea. No me quedaba sino empujar a Taxil a la conversión o reconversión, o lo que fuera. Como al principio de esta empresa, tenía de nuevo a disposición ciento cincuenta mil francos y para Taxil setenta y cinco mil eran suficientes, puesto que yo tenía argumentos más convincentes que el dinero.

—Taxil, hemos perdido a Hacks, y sería difícil exponer a Diana a un encuentro público. Yo pensaré en cómo hacerla desaparecer. Ahora, sois vos quien me preocupa: de voces que he recogido, parece ser que los masones han decidido acabar con vos, y vos mismo habéis escrito lo sangrientas que son sus venganzas.

Antes la opinión pública católica os habría defendido, pero ahora veis que incluso los jesuitas se están retirando. Y he aquí que se os ofrece una ocasión extraordinaria: una logia, no me preguntéis cuál puesto que se trata de un asunto muy reservado, os ofrece setenta y cinco mil francos si declaráis públicamente que os habéis burlado de todos. Entendéis la ventaja para la masonería: se limpia de todo el estiércol que le habéis arrojado y con él cubre a los católicos, que pasarán por unos credulones. En cuanto a vos, la publicidad que derivará de este golpe de escena hará que vuestras próximas obras vendan aún más que las anteriores, visto que en el mundo católico venden siempre menos. Reconquistad al público anticlerical y masón. Os conviene.

No necesitaba insistir mucho: Taxil es un calavera y la idea de exhibirse en una nueva calaverada ya le hacía brillar los ojos.

—Escuchad, querido abate, yo alquilo una sala y comunico a la prensa que cierto día aparecerá Diana Vaughan, y ¡presentará al público una foto del demonio Asmodeo, que ha sacado con el permiso del mismo Lucifer! Digamos que prometo con un aviso que entre los que intervengan se rifará una máquina de escribir del valor de cuatrocientos francos; no será necesario rifarla al final, porque, obviamente, me presentaré para decir que Diana no existe, y si no existe ella, es natural que no exista ni siquiera la máquina de escribir. Ya me veo la escena: acabaré en todos los periódicos, y en primera plana. Genial. Dadme tiempo para organizar bien el acontecimiento, y (si no os molesta) pedid un anticipo de esos setenta y cinco mil francos, para los gastos…

Al día siguiente, Taxil había encontrado la sala, la de la Sociedad de Geografía, pero estaría libre sólo el Lunes de Pascua. Recuerdo haber dicho:

—Será casi dentro de un mes, pues. Durante este período, no os dejéis ver, para no suscitar más chismes. Yo, mientras tanto, reflexionaré sobre cómo acomodar a Diana.

Taxil tuvo un momento de vacilación, mientras el labio le temblaba, y con él le temblaban los bigotes:

—No querréis… eliminar a Diana —dijo.

—Qué tontería —contesté—, no olvidéis que soy un religioso. La volveré a meter en el mismo lugar de donde la saqué.

Me pareció perdido ante la idea de perder a Diana, pero el miedo a la venganza masónica era más fuerte de lo que era o había sido su atracción por Diana.

Además de un golfante, es un cobarde. ¿Cómo habría reaccionado si le hubiera dicho que sí, que tenía la intención de eliminar a Diana? Quizás, por miedo a los masones, habría aceptado la idea. Con tal de que no fuera él quien tuviera que llevar a cabo el acto.

El Lunes de Pascua será el 19 de abril. Así pues, si en esta conversación con Taxil se hablaba de un mes de espera, estos hechos debieron suceder alrededor del 19 o del 20 de marzo. Hoy es 16 de abril. Al recomponer por grados los acontecimientos de los últimos diez años he llegado hasta hace poco más de un mes.

Y si este diario había de servirme a mí, como a vos, para encontrar el origen de mi desconcierto, en esos diez años no ha sucedido nada. O quizás, el acontecimiento crucial haya sucedido justo en estas últimas cuatro semanas.

Ahora es como si tuviera miedo de recordar más.

17 de abril, al alba

Taxil rondaba furioso y soliviantado por la casa, pero Diana no se daba cuenta de lo que estaba pasando. En las alternancias entre las dos condiciones, seguía nuestros conciliábulos con los ojos muy abiertos, y parecía despertarse sólo cuando un nombre de persona o lugar le encendía algo así como un endeble relámpago en la mente.

Se estaba reduciendo cada vez más a algo vegetal, con una sola manifestación animal, una sensualidad cada vez más excitada, que se dirigía independientemente a Taxil, a Bataille cuando todavía estaba con nosotros, a Boullan y, naturalmente, por mucho que intentara no ofrecerle ningún pretexto, también a mí.

Diana había entrado en nuestra camarilla con poco más de veinte años y ya había pasado los treinta y cinco. Y aun así, Taxil decía con sonrisas cada vez más lúbricas que con la madurez se volvía más fascinante, como si una mujer de más de treinta años siguiera siendo deseable. Pero también es verdad que su vitalidad casi arbórea a veces le daba a su mirada una vaguedad que parecía misterio.

Pero son perversiones que no entiendo. Dios mío, ¿por qué me demoro en la forma carnal de aquella mujer, que para nosotros había de ser sólo un feliz instrumento?

He dicho que Diana no se daba cuenta de lo que estaba sucediendo. Quizás me equivoque: en marzo, puede ser porque ya no veía ni a Taxil ni a Bataille, se excitó.

Adolecía de una crisis histérica prolongada, el demonio (decía) la obsesionaba con crueldad, la hería, la mordía, le retorcía las piernas, le daba golpes en la cara: y me enseñaba marcas azuladas en torno a los ojos. En las palmas empezaban a aparecerle huellas de heridas que se parecían a estigmas. Se preguntaba por qué las potencias infernales actuaban tan severamente justo con una paladista devota de Lucifer, y me agarraba por la sotana, como pidiendo ayuda.

Pensé en Boullan, que entendía más que yo de maleficios. En efecto, nada más llamarlo, Diana lo tomó por los brazos y empezó a temblar. Él le colocó las manos en la nuca, y hablándole con dulzura la calmó, luego le escupió en la boca.

—¿Y quién te dice, hija mía —le dijo—, que quien te somete a estas torturas es tu señor Lucifer? No piensas que, en desprecio y castigo de tu fe paladista, tu enemigo es el Enemigo por excelencia, o lo que es lo mismo, ese eón que los cristianos llaman Jesucristo, o uno de sus presuntos santos?

—Pero, señor abate —dijo Diana confusa—, si soy paladista es porque no le reconozco ningún poder al Cristo prevaricador, al punto de que un día me negué a apuñalar la hostia porque consideraba una insania reconocer una presencia real en lo que era sólo un grumo de harina.

—Y aquí te equivocas, hija mía. Mira lo que hacen los cristianos, que reconocen la soberanía de su Cristo, pero no por ello niegan la existencia del diablo, es más, temen sus insidias, su enemistad, sus seducciones. Y eso es lo que debemos hacer nosotros: si creemos en el poder de nuestro señor Lucifer, es porque consideramos que su enemigo, Adonai, quizás manifestándose como Cristo, existe espiritualmente y se manifiesta a través de su nequicia. Así pues, deberás doblegarte a pisotear la imagen de tu enemigo de la única manera que le está permitida a un luciferiano de fe.

—¿Qué es?

—La misa negra. Jamás podrás obtener la benevolencia de Lucifer nuestro señor como no sea celebrando tu rechazo del Dios cristiano a través de la misa negra.

Diana me pareció convencida, y Boullan me pidió permiso para llevarla a una reunión de fieles satanistas, en su intento de convencerla de que satanismo y luciferianismo o paladismo tenían los mismos fines y la misma función purificadora.

No me gustaba que Diana saliera de casa, pero era preciso aflojarle un poco las riendas.

Encuentro al abate Boullan, en coloquio confidencial con Diana. Le está diciendo:

—¿Ayer te gustó?

¿Qué sucedió ayer?

El abate sigue:

—Pues bien, precisamente mañana por la noche tengo que celebrar otra misa solemne en una iglesia desconsagrada de Passy. Noche admirable, es el 21 de marzo, el equinoccio de primavera, fecha rica en significaciones ocultas. Si aceptas venir, te tendré que preparar espiritualmente, ahora, y tú sola, en confesión.

Salí y Boullan se quedó con ella más de una hora. Cuando por fin me reclamó, dijo que Diana la noche siguiente iría a la iglesia de Passy, y deseaba que yo la acompañara.

—Sí, señor abate —me dijo Diana con ojos insólitamente chispeantes, y las mejillas encendidas—, sí, os lo ruego.

Debería haber declinado, pero tenía curiosidad, y no quería parecer un beato a los ojos de Boullan.

Escribo y tiemblo, la mano casi corre sola por el folio, ya no estoy recordando, revivo, es como si contara algo que está sucediendo en este instante…

Era la noche del 21 de marzo. Vos, capitán, empezasteis vuestro diario el 24 de marzo, contando que yo perdía la memoria el día 22 por la mañana. Así pues, si sucedió algo terrible, debe de haber sido la noche del 21.

Intento reconstruir pero me cuesta mucho, me temo que tengo fiebre, la frente me quema.

Una vez recogida Diana en Auteuil, le doy una dirección al coche de punto. El cochero me mira torcido, como si desconfiara de un cliente como yo, a pesar de mi hábito eclesiástico, pero ante la oferta de una buena propina se pone en camino sin decir nada. Se va alejando del centro y se dirige hacia los baluartes por calles cada vez más oscuras, hasta que tuerce por una calleja bordeada por casas muertas y que termina en un cul-de-sac ante la fachada casi derrumbada de una antigua capilla.

Bajamos, el cochero parece tener una gran prisa por irse, al punto de que, tras haberle pagado la carrera, mientras me estoy hurgando en los bolsillos para encontrar algún franco más, grita: «¡No importa, señor abate, gracias igualmente!» y renuncia a la propina con tal de marcharse lo antes posible.

—Hace frío, y tengo miedo —dice Diana, estrechándose a mí. Me retraigo, pero al mismo tiempo, como no muestra el brazo, sino que se lo noto bajo la capa que lleva, me estoy dando cuenta de que va vestida de forma extraña: lleva un manto con capucha, que la cubre toda entera de la cabeza a los pies, de modo que en esa oscuridad se la podría tomar por un monje, de esos que vagan por los subterráneos de los monasterios en esas novelas de estilo gótico que estaban de moda a principios de este siglo. Nunca se lo he visto, pero debo decir que nunca se me ha pasado por la cabeza ir a inspeccionar el baúl con todo lo que se había traído de la clínica del doctor Du Maurier.

La puertecilla de la capilla está semiabierta. Entramos en una única nave, aclarada por una serie de cirios que arden sobre el altar y sobre muchos trípodes encendidos que forman una corona a su alrededor a lo largo de un pequeño ábside.

El altar está cubierto por un paño oscuro, parecido a los que se usan en los funerales. Encima, en lugar del crucifijo o de otro icono, hay una estatua del demonio en forma de macho cabrío, con un falo extendido, desproporcionado, de por lo menos treinta centímetros de longitud. Las velas no son blancas o color marfil sino negras. En el centro, en un tabernáculo, se ven tres calaveras.

—Me ha hablado de ellas el abate Boullan —me susurra Diana—, son las reliquias de los tres magos, los verdaderos, Theobens, Menser e Saïr. La extinción de una estrella fugaz los avisó de que se alejaran de Palestina para no ser testigos del nacimiento de Cristo.

Ante el altar, dispuestos en semicírculo, hay una fila de jovencitos, varones a la derecha y doncellas a la izquierda. La edad de ambos grupos es tan tierna que poca diferencia se nota entre los dos sexos, y ese amable anfiteatro podría parecer habitado por graciosos andróginos; sus diferencias están aún más disimuladas por el hecho de que todos llevan en la cabeza una corona de rosas mustias, aunque los jovencitos están desnudos, y se distinguen por el miembro que ostentan, enseñándoselo los unos a los otros, mientras las muchachuelas están ataviadas con cortas túnicas de tejido casi transparente, que acarician sus pequeños senos y la curva temprana de las caderas, sin ocultar nada. Son todos muy guapos, a pesar de que sus rostros expresan más malicia que inocencia, lo que sin duda aumenta su encanto. Y debo confesar (¡curiosa situación, en la que yo, clérigo, me confieso a vos, capitán!) que mientras experimento no digo terror pero sí, al menos, temor ante una mujer ya madura, me resulta difícil sustraerme a la seducción de una criatura impúber.

Esos monaguillos singulares pasan detrás del altar tomando pequeños incensarios que distribuyen a los presentes, luego algunos de ellos acercan unos ramilletes resinosos a los trípodes, encendiéndolos, y con ellos atizan los turíbulos, de los que está emanando un humo denso y un perfume enervante de drogas exóticas. Otros de esos efebos desnudos están distribuyendo pequeñas copas y una me la ofrecen también a mí.

—Beba, señor abate —me dice un jovencito de mirada procaz—, sirve para introducirse en el espíritu del rito.

He bebido y ahora veo y oigo todo como si se desarrollara en la niebla.

Entra Boullan. Lleva una clámide blanca con encima una casulla roja en la que está representado un crucifico del revés. En la intersección de los dos brazos de la cruz está la imagen de un macho cabrío negro, que erguido sobre sus patas traseras, presenta sus cuernos… Al primer movimiento que hace el celebrante, como por azar o negligencia, en realidad por perversa coquetería, la clámide se ha abierto por delante, enseñando un falo de proporciones notables como nunca habría supuesto en un ser fláccido como Boullan, erecto, por alguna droga que el abate, evidentemente, ha asumido. Las piernas están ceñidas por calzas oscuras pero completamente transparentes, como las de Celeste Mogador (por desgracia reproducidas en el Charivari y otros hebdomadarios, visibles también por parte de abates y clérigos, aunque no quisieran) cuando bailaba el cancán en el Bal Mabille.

El celebrante ha dado la espalda a los fieles y ha empezado su misa en latín mientras los andróginos le responden.

—In nomine Astaroth et Asmodei et Beelzébuth. Introibo ad altare Satanae.

—Qui laetificat cupidatatem nostram.

—Lucifer omnipotens, emitte tenebram tuam et afflige inimicos nostros.

—Ostende nobis, Domine Satanas, potentiam tuam, et exaudi luxuriam meam.

—Et blasphemia mea ad te veniat.

Entonces Boullan saca una cruz de su vestidura, se la coloca bajo los pies y la pisotea repetidamente:

—Oh Cruz, yo te aplasto en memoria y venganza de los antiguos Maestros del Templo. Yo te pisoteo porque fuiste el instrumento de la falsa santificación del falso dios Cristo Jesús.

En ese momento, Diana, sin prevenirme y como por subitánea iluminación (sin duda, por instrucciones que Boullan le dio anoche en confesión), cruza la nave entre dos alas de fieles y se coloca erguida a los pies del altar. Entonces, volviéndose hacia los fieles (o infieles que sean), con gesto hierático se quita de golpe la capucha y la capa resplandeciendo desnuda. Me faltan las palabras, capitán Simonini, pero es como si la estuviera viendo, revelada como Isis, el rostro cubierto únicamente por una fina máscara negra.

Me entra como un singulto al ver por primera vez a una mujer en toda la insostenible violencia de su cuerpo desnudo. Los cabellos de oro fulvo que ella suele llevar castamente peinados en un moño, liberados le caen impúdicamente hasta acariciarle las nalgas, de una redondez malignamente perfecta. De esa estatua pagana se nota la soberbia del cuello fino que se yergue como una columna por encima de los hombros de una blancura marmórea, mientras los senos (y veo por primera vez las mamas de un hembra) se yerguen firmemente soberbios y satánicamente orgullosos. Entre ellos, el único residuo no carnal, el medallón que Diana no abandona jamás.

Diana se da la vuelta y sube con lúbrica suavidad los tres escalones que llevan al altar, entonces, ayudada por el celebrante, se tumba, la cabeza abandonada en una almohada de terciopelo negro listado de plata, mientras los cabellos fluctúan más allá de los bordes de la mesa, el vientre ligeramente curvado, las piernas abiertas para mostrar el vello cobrizo que oculta la entrada de su femenina caverna, mientras el cuerpo resplandece siniestro con el reflejo rojizo de las velas. Dios mío, no sé con qué palabras describir lo que estoy viendo, es como si mi natural horror por la carne femenina y el temor que me inspiran se hubieran disuelto para dejar espacio sólo a una sensación nueva, como si un licor jamás saboreado me corriera por las venas…

Boullan ha colocado en el pecho de Diana un pequeño falo de marfil y sobre su vientre una tela bordada en la que ha apoyado un cáliz de piedra oscura.

Del cáliz ha sacado una hostia y no se trata seguro de una de esas ya consagradas con las que vos, capitán Simonini, comerciáis, sino de una partícula que Boullan, todavía sacerdote a todos lo efectos de la santa y romana Iglesia, aunque probablemente ya excomulgado, va a consagrar sobre el vientre de Diana.

Y dice:

—Suscipe, Domine Satanas, hanc hostiam, quam ego indignus famulus tuus offero tibi. Amen.

Acto seguido, toma la hostia y, tras haberla bajado dos veces hacia el suelo, levantado dos veces hacia el cielo, y girado una vez tanto a la derecha como a la izquierda, la muestra a los fieles diciendo:

—Desde el sur yo invoco la benevolencia de Satán; desde el este invoco la benevolencia de Lucifer; desde el norte invoco la benevolencia de Belial; desde el oeste invoco la benevolencia de Leviatán, que se abran de par en par las puertas de los infiernos y vengan a mí, llamados por estos nombres, los Centinelas del Pozo del Abismo. ¡Padre nuestro, que estás en los infiernos, maldito sea tu nombre, quede aniquilado tu reino, sea despreciada tu voluntad, así en la tierra como en el infierno! ¡Sea alabado el nombre de la bestia!

Y el coro de jovencitos, en voz muy alta:

—¡Seis, seis, seis!

¡El número de la Bestia!

Grita ahora Boullan:

—Que Lucifer sea magnificado, cuyo Nombre es Desventura. ¡Oh maestro del pecado, de los amores innaturales, de los benéficos incestos, de la divina sodomía, Satán, a ti te adoramos! ¡Y tú, oh Jesús, yo te fuerzo a encarnarte en esta hostia de modo que podamos renovar tus sufrimientos y atormentarte una vez más con los clavos que te crucificaron y traspasarte con la lanza de Longino!

—Seis, seis, seis —repiten los muchachos.

Boullan eleva la hostia y pronuncia:

—En principio era la carne, y la carne era con Lucifer y la carne era Lucifer.

Ella estaba en el principio con Lucifer: todo se hizo por ella y sin ella no se hizo nada de cuanto existe. Y la carne se hizo palabra y puso su morada entre nosotros, en las tinieblas, y nosotros hemos contemplado su opaco esplendor de hija unigénita de Lucifer, llena de gritos y furor, y de deseo.

Acaricia la partícula contra el vientre de Diana luego se la inmerge en la vagina.

En cuanto la extrae, la eleva hacia la nave gritando a grandes voces:

—¡Coged y comed!

Dos de los andróginos se le postran delante, le levantan la clámide y juntos le besan el miembro erguido. Luego todo el grupo de adolescentes se arroja a sus pies y, mientras los muchachos empiezan a masturbarse, las jovencitas se arrancan los velos mutuamente y se revuelcan las unas sobre las otras lanzando gritos voluptuosos. El aire se está llenando de otros perfumes que se van volviendo cada vez más insosteniblemente violentos y todos los presentes, poco a poco, lanzando primero suspiros de deseo y luego gemidos de voluptuosidad, se desnudan empezando a aparearse los unos con los otros, sin distinciones de sexo o de edad, y veo entre los vapores a una arpía de más de setenta años, toda la piel llena de arrugas, los senos como dos hojas de lechuga, las piernas esqueléticas, darse revolcones por el suelo mientras un adolescente besa ávidamente la que fuera su vulva.

Yo soy un temblor, miro en torno a mí para ver cómo salir de ese lupanar, el espacio donde estoy agazapado está tan lleno de aliento venenoso que es como si viviera en una nube densa, lo que he bebido al principio sin duda me ha drogado, ya no consigo razonar y veo todo a través de una niebla rojiza. Y a través de esa niebla diviso a Diana, siempre desnuda, sin el antifaz, mientras baja del altar y el hatajo de los dementes, sin cesar su confusión carnal, se aparta como puede para dejarle libre el paso. Diana viene hacia mí.

Embargado por el terror de reducirme al estado de esa masa de enajenados retrocedo, pero doy contra una columna, Diana llega a mí, jadeando sobre mí, o Dios mío, la pluma me tiembla, la mente me vacila, lagrimeante de disgusto, puesto que soy (ahora como entonces) incapaz incluso de gritar porque me ha invadido la boca algo no mío, me siento rodar por los suelos, los perfumes me están aturdiendo, ese cuerpo que busca confundirse con el mío me provoca una excitación preagónica, endemoniado, como si fuera una histérica del La Salpêtrière, estoy tocando (con mis manos, ¡como si lo quisiera!) esa carne ajena, penetro esa herida suya con insana curiosidad de cirujano, ruego a la hechicera que me deje, la muerdo para defenderme y ella me grita que lo vuelva a hacer, echo la cabeza hacia atrás pensando en el doctor Tissot, sé que esos desmayos acarrearán el adelgazamiento de todo mi cuerpo, la palidez térrea de mi rostro ya moribundo, la vista nublada y los sueños tumultuosos, la ronquera de las fauces, los dolores de los bulbos oculares, la invasión mefítica de manchas rojas en la cara, el vómito de materias calcinadas, las palpitaciones del corazón y, por último, con la sífilis, la ceguera.

Y mientras ya he dejado de ver, de golpe siento la sensación más lacerante, indecible e insoportable de mi vida, como si toda la sangre de mis venas brotara de golpe de una herida de cada uno de mis miembros tensos hasta el espasmo, de la nariz, de las orejas, de las puntas de los dedos, incluso del ano; socorro, socorro, creo entender qué es la muerte, de la que todo ser vivo huye aunque la busque por instinto innatural de multiplicar su simiente…

Ya no consigo escribir, ya no estoy recordando, estoy reviviendo, la experiencia es insostenible, quisiera perder de nuevo todo recuerdo…

Es como si me recobrara tras un deliquio, me encuentro a Boullan a mi lado, que lleva de la mano a Diana, de nuevo cubierta por su capa. Boullan me dice que hay un coche en la puerta, conviene que lleve a Diana a casa, porque parece exhausta.

Diana tiembla, y murmura palabras incomprensibles.

Boullan es extraordinariamente servicial, y primero pienso que quiere hacerse perdonar algo; en el fondo, es él quien me ha arrastrado a esta disgustosa ceremonia. Ahora bien, cuando le digo que puede irse y que de Diana me ocupo yo, insiste en acompañarnos, recordándome que vive en Auteuil. Como si estuviera celoso. Para provocarlo le digo que no voy a Auteuil sino a otro sitio, que llevo a Diana a casa de un amigo de confianza.

Palidece, como si le sustrajese un botín que le pertenece.

—No importa —dice—, voy yo también, Diana necesita ayuda.

Al subirme al simón, doy sin reparar en ello la dirección de la rue Maître Albert, como si hubiera decidido que a partir de esa noche Diana tenía que empezar a desaparecer de Auteuil. Boullan me mira sin entender, pero calla, y se sube, dándole la mano a Diana.

No hablamos durante todo el trayecto, los hago entrar en mi aposento. Tiendo a Diana en la cama, la agarro por una muñeca y hablándole por vez primera vez después de todo lo que, en silencio, había sucedido entre nosotros. Le grito:

—¿Por qué, por qué?

Boullan intenta entrometerse, pero lo empujo con violencia contra la pared, donde resbala hasta el suelo: sólo entonces me doy cuenta de lo frágil y enfermizo que es ese demonio, en comparación yo soy un Hércules.

Diana forcejea, la capa se le abre en el seno, no soporto volver a ver sus carnes, intento taparla, la mano se me engancha en la cadenilla de su medallón, en la breve liza se rompe, el medallón queda entre mis manos, Diana intenta retomarlo, retrocedo hasta el fondo de la habitación y abro esa pequeña teca.

Aparecen una silueta de oro que sin duda alguna reproduce las tablas mosaicas de la ley y un texto en hebreo.

—¿Qué significa? —pregunto, acercándome a Diana, tendida en el lecho con los ojos abiertos de par en par—. ¿Qué quieren decir estos signos detrás del retrato de tu madre?

—Mamá —murmura con voz ausente—, mamá era hebrea… Ella creía en Adonai…

Así, pues. No sólo he copulado con una mujer, estirpe del demonio, sino con una judía. Porque la descendencia entre ésos, lo sé, pasa por parte de madre. Y por lo tanto, si por casualidad en ese coito mi semilla hubiera fecundado ese vientre impuro, yo daría vida a un judío.

—No puedes hacerme esto —grito, y me abalanzo sobre la prostituta, le aprieto el cuello, ella forcejea, yo aumento la presión, Boullan ha recobrado conciencia y se me arroja encima, lo alejo de nuevo con una patada en la ingle, y lo veo desmayarse en un rincón, me arrojo una vez más sobre Diana (¡oh, verdaderamente había perdido el juicio!), poco a poco sus ojos parecen salírsele de las órbitas, la lengua se extiende hinchada fuera de la boca, oigo un último hálito, luego su cuerpo se abandona exánime.

Me recompongo. Considero la enormidad de mi gesto. En un rincón, Boullan gime, casi capado. Intento volver en mí y me río: sea como sea, nunca seré padre de un judío.

Vuelvo a mi ser. Me digo que tengo que hacer desaparecer el cadáver de la mujer en la cloaca del sótano, que a estas alturas se está volviendo más acogedora que vuestro cementerio de Praga, capitán. Pero está oscuro, debería tener encendido un candil, recorrer todo el pasillo hasta vuestra casa, bajar a la tienda y de allí a la alcantarilla. Necesito la ayuda de Boullan, el cual está levantándose del suelo mientras me mira con la mirada fija de un demente.

Y en ese instante entiendo también que no podré dejar salir de esta casa al testigo de mi delito. Me acuerdo de la pistola que me había dado Bataille, abro el cajón donde la había escondido, la apunto hacia Boullan que sigue mirándome alucinado.

—Lo siento, abate —le digo—, si queréis salvaros, ayudadme a hacer desaparecer este dulcísimo cuerpo.

—Sí, sí —dice, como en un éxtasis erótico. En su enajenación, Diana muerta, con la lengua fuera de la boca y los ojos tan abiertos, debe de resultarle tan deseable como la Diana desnuda que había abusado de mí para su placer.

Por otra parte, tampoco yo estoy lúcido. Como en un sueño envuelvo a Diana en su capa, tiendo un candil encendido a Boullan, agarro a la muerta por los pies y la arrastro por el pasillo hasta vuestra casa, luego abajo por la escalerilla hasta la tienda y de allí a la cloaca; en cada escalón, el cadáver se golpea la cabeza con un ruido siniestro y, por fin, la alineo junto a los restos de Dalla Piccola (el otro).

Boullan me parece enloquecido. Se ríe.

—Cuántos muertos —dice—. Quizás sea mejor aquí abajo que allá fuera, en el mundo, donde Guaita me espera. ¿Podría quedarme con Diana?

—Por supuesto, abate —le digo—, no podría desear nada mejor.

Saco la pistola, disparo y le doy en medio de la frente.

Boullan cae oblicuamente, casi sobre las piernas de Diana. Tengo que inclinarme, levantarlo y colocarlo a su lado. Yacen juntos como dos amantes.

Precisamente ahora, al contarlo, he descubierto, con ansiosa memoria, lo que sucedió un instante antes de perderla.

El círculo se ha cerrado. Ahora sé. Ahora, al alba del 18 de abril, acabo de escribir lo que le sucedió el 21 de marzo de madrugada a quien yo creía que era el abate Dalla Piccola…