Doce años bien empleados
De los diarios del 15 y del 16 de abril de 1897
Llegados a este punto, no sólo las páginas del diario de Dalla Piccola se entrecruzan, yo diría casi furiosamente, con las de Simonini —a veces hablan ambos del mismo acontecimiento aunque desde puntos de vista contrastantes—, sino que las mismas páginas de Simonini se vuelven convulsas, como si le resultara fatigoso recordar juntos hechos, personajes y ambientes diferentes con los que había estado en contacto en ese transcurso de años. El arco de tiempo que Simonini reconstruye (a menudo confundiendo las fechas y colocando antes lo que según toda verosimilitud tendría que haber sucedido después) debería ir desde la pretendida conversión de Taxil, hasta el 96 o 97.
Por lo menos una docena de años, en una serie de rápidas anotaciones, algunas casi taquigráficas, como si temiera dejarse escapar lo que, de repente, se le ofrece a su mente, alternadas con reseñas más relajadas de conversaciones, reflexiones, descripciones dramáticas.
Por lo cual el Narrador, viéndose desprovisto de esa equilibrada vis narrandi de la que parecen carecer también los diaristas, se limitará a separar los recuerdos en diferentes capitulitos, como si los hechos se hubieran sucedido uno tras otro, o el uno separado del otro, mientras que, con toda probabilidad, sucedían todos al mismo tiempo. Digamos que Simonini salía de una conversación con Rachkovski para encontrarse esa misma tarde con Gaviali.
En fin, que a falta de pan buenas son tortas, como suele decirse.
El salón Adam
Simonini recuerda que, después de haber empujado a Taxil a la vía de la conversión (y por qué se lo quitaría Dalla Piccola, valga la expresión, de las manos, no lo sabe), decidió no afiliarse a la masonería y frecuentar ambientes más o menos republicanos donde, se imaginaba, encontraría masones a porrillo. Gracias a los buenos oficios de quienes conociera en la librería de la rue de Beaune, y en especial de Toussenel, fue admitido a frecuentar el salón de aquella Juliette Lamessine, convertida ya en señora de Adam, y mujer, por lo tanto, de un diputado de la izquierda republicana, fundador del Crédit Foncier y, posteriormente, senador vitalicio. Eso quería decir que dinero, alta política y cultura adornaban aquella casa, primero en el boulevard Poissonnière y, luego, en el boulevard Malsherbes: no sólo la anfitriona misma era autora de cierto renombre (había publicado incluso una vida de Garibaldi), sino que acudían hombres de Estado como Gambetta, Thiers o Clemenceau, escritores como Prudhomme, Flaubert, Maupassant, Turguéniev. Y Simonini se había cruzado, poco antes de su muerte, con Victor Hugo, ya transformado en monumento de sí mismo, envarado por la edad, la paternidad de la patria y las secuelas de una congestión cerebral.
Simonini no estaba acostumbrado a frecuentar esos ambientes. Debe de ser precisamente en esos años cuando conoció al doctor Froïde en Magny (como recordaba en el diario del 25 de marzo) y sonrió cuando el médico le contó que, para ir a cenar a casa de Charcot, tuvo que comprarse un frac y una bonita corbata negra. Ahora Simonini tuvo que comprarse también él su frac y su corbata, no sólo, sino también una barba nueva, en el mejor (y más discreto) fabricante de pelucas de París. Sin embargo, aunque los estudios juveniles no lo habían dejado desprovisto de cierta cultura, y en los años parisinos no hubiera descuidado algunas lecturas, no se encontraba a gusto en lo vivo de una conversación brillante, informada, a veces profunda, cuyos protagonistas se mostraban siempre à la page. Se mantenía, pues, en silencio, escuchaba todo con atención y se limitaba a aludir de vez en cuando a algunos remotos hechos de armas de la expedición de Sicilia, pues Garibaldi en Francia seguía vendiéndose bien, si se me permite la expresión.
Estaba trastornado. Se había preparado para escuchar discursos no sólo republicanos, que era lo de menos para la época, sino decididamente revolucionarios y, en cambio, Juliette Adam amaba rodearse de personajes rusos claramente vinculados con el ambiente zarista, era anglófoba, como su amigo Toussenel, y publicaba en su Nouvelle Revue a un personaje como Léon Daudet, considerado con razón un reaccionario, tanto como su padre Alphonse era considerado un sincero democrático; pero hay que decir, en alabanza de madame Adam, que ambos eran admitidos en su salón.
Tampoco le resultaba claro de dónde procedía la polémica antijudía que solía animar las conversaciones del salón. ¿Del odio socialista hacia el capitalismo hebraico, cuyo representante ilustre era Toussenel?, ¿o del antisemitismo místico que hacía circular Yuliana Glinka, vinculadísima al ambiente ocultista ruso mezclado con recuerdos de los ritos del candomblé brasileño en los que fuera iniciada de niña, cuando el padre servía allá lejos como diplomático, e íntima (se susurraba) de la gran pitonisa del ocultismo parisino de aquel entonces, madame Blavatsky?
La desconfianza de Juliette Adam hacia el mundo judío no era larvada, y Simonini asistió a una velada en la que se dio pública lectura de algunos pasajes del escritor ruso Dostoievski, deudores con toda evidencia de lo que revelara aquel Brafmann, que Simonini había conocido, sobre el gran Kahal.
—Dostoievski nos dice que al haber perdido tantas veces su territorio y su independencia política, sus leyes e incluso su fe, al haber sobrevivido siempre, y cada vez más unidos que antes, esos judíos tan vitales, tan extraordinariamente fuertes y enérgicos, no habrían podido resistir sin un estado superior a los estados existentes, un status in statu, que ellos han conservado siempre, en todos los lugares e incluso en las épocas de sus más terribles persecuciones, aislándose y enajenándose de los pueblos con los que vivían, sin mezclarse con ellos, y ateniéndose a un principio fundamental: «Aun cuando estés disperso por la faz de la tierra, no importa, ten fe en que todo lo que se te ha prometido se realizará, y mientras tanto, vive, desprecia, únete, saca tus frutos, y espera, espera…».
—Este Dostoievski es un gran maestro de retórica —comentaba Toussenel—. Mirad cómo empieza profesando comprensión, simpatía, osaría decir respeto por los judíos: «¿Acaso soy yo también un enemigo de los hebreos?
¿Es posible que sea un enemigo de esta infeliz raza? Al contrario, digo y escribo precisamente que todo lo que el sentido de la humanidad y la justicia requieren, todo lo que es exigencia de la humanidad y de la ley cristiana, todo ello debe hacerse con los hebreos…». Buena premisa. Pues bien, luego demuestra que esta raza infeliz pretende destruir el mundo cristiano. Excelente jugada. No es nueva, porque quizá vos no hayáis leído el manifiesto de los comunistas de Marx. Empieza con un golpe de escena formidable: «Un fantasma recorre Europa», y luego nos ofrece una historia a vuelo de águila sobre las luchas sociales desde la Roma antigua hasta hoy, y las páginas dedicadas a la burguesía como clase «revolucionaria» quitan el hipo. Marx nos muestra esta fuerza imparable que recorre todo el planeta, como si fuera el soplo creador de Dios al principio del Génesis. Y al final de este elogio (que, os lo juro, es verdaderamente admirable), entran en escena las potencias subterráneas que el triunfo burgués ha evocado: el capitalismo hace florecer de sus entrañas a sus mismos sepultureros, los proletarios. Los cuales proclamaban sin ambages: ahora nosotros queremos destruiros y apropiarnos de todo lo que era vuestro. Maravilloso. Y lo mismo hace Dostoievski con los judíos, justifica el complot que rige su supervivencia en la historia, y con ello los denuncia como el enemigo que hay que eliminar. Dostoievski es un verdadero socialista.
—No es un socialista —intervenía Yuliana Glinka sonriendo—. Es un visionario, y por eso dice la verdad. Ved cómo previene también la objeción aparentemente más razonable, a saber, que aunque en el curso de los siglos ha habido un estado en el estado, han sido las persecuciones las que lo han generado, y se disolvería si el judío estuviera igualado en sus derechos con las poblaciones autóctonas. ¡Error, nos advierte Dostoievski! Aunque los judíos consiguieran los derechos de los demás ciudadanos, no abandonarían jamás la idea proterva de la llegada de un Mesías que doblegue a todos los pueblos con su espada. Por eso los judíos prefieren una sola actividad, el comercio con el oro y las joyas; así, cuando llegue el Mesías, no se sentirán vinculados a la tierra que los ha alojado, y podrán tomar consigo, cómodamente, todos sus haberes, ese día en que (como de forma poética dice Dostoievski) brille el rayo de la aurora y el pueblo elegido lleve el címbalo, y el tímpano, y la zampoña, y la plata, y todo lo sagrado a la antigua Casa.
—En Francia hemos sido demasiado indulgentes con ellos —concluía Toussenel—, y ahora dominan en las Bolsas y son los dueños del crédito. Por eso el socialismo no puede no ser antisemita… No se debe al azar el triunfo de los judíos en Francia justo cuando triunfaban los nuevos principios del capitalismo, que llegaban de allende el canal de la Manga.
—Vos simplificáis demasiado el asunto, señor Toussenel —decía Glinka—.
En Rusia, entre los que están envenenados por las ideas revolucionarias de ese Marx que estabais alabando, hay muchos judíos. Están en todos los sitios.
Y se daba la vuelta hacia las ventanas del salón, como si Ellos la esperaran con sus puñales en la esquina de la calle. Y Simonini pensaba, embargado por un retorno de sus terrores infantiles, en Mardoqueo que, de noche, subía las escaleras.
Trabajar para la Ojrana
Simonini encontró inmediatamente en Yuliana Glinka a una posible cliente.
Empezó a sentarse a su lado, cortejándola discretamente (con cierto esfuerzo).
Simonini no era un buen juez en tema de encantos femeninos, pero aun así se daba cuenta de que ésta exhibía un morrito de garduña y ojos demasiado cercanos a la raíz de la nariz, mientras que Juliette Adam, aunque ya no era la que había conocido veinte años antes, seguía siendo una dama de buen porte y atractiva majestad.
Claro que el nuestro no se exponía demasiado con Yuliana Glinka, más bien, escuchaba sus fantasías, fingiendo interesarse por lo que la señora fantaseaba acerca de la visión, que había tenido en Wurzburg, de un gurú himalayo que la había iniciado a no sé qué revelación. Por lo tanto, era un sujeto a quien ofrecer material antijudío adaptado a sus inclinaciones esotéricas. Tanto más porque se rumoreaba que Yuliana Glinka era nieta del general Orzheievski, una figura de cierto relieve de la policía secreta rusa, y que a través de él había sido alistada en la Ojrana, el servicio secreto imperial, por lo que estaba vinculada (no se entendía si como empleada, colaboradora o contendiente directa) con el nuevo responsable de todas las investigaciones en el extranjero, Piotr Rachkovski. Le Radical, un periódico de izquierdas, avanzó la sospecha de que Glinka obtenía sus sustentos de la denuncia sistemática de los terroristas rusos en exilio, lo cual quería decir que no sólo frecuentaba el salón Adam sino también otros ambientes que a Simonini se le escapaban.
Había que acomodar a los gustos de Glinka la escena del cementerio de Praga, eliminando los detalles sobre los proyectos económicos e insistiendo en los aspectos más o menos mesiánicos de los discursos rabínicos.
Pescando un poco entre Gougenot y otra literatura de la época, Simonini hizo fantasear a los rabinos sobre el regreso del Soberano elegido por Dios como Rey de Israel, destinado a barrer todas las iniquidades de los gentiles.
Introdujo, pues, en la historia del cementerio al menos dos páginas de fantasmagorías mesiánicas del tipo «Con toda la potencia y el terror de Satán, el Reino del Rey triunfador de Israel se acerca a nuestro mundo no regenerado; el Rey nacido de la Sangre de Sión, el Anticristo, se acerca al trono de la potencia universal». Ahora bien, considerando que en el ambiente zarista infundía temor todo pensamiento republicano, añadió que sólo un sistema republicano con voto popular permitiría a los israelitas la posibilidad de introducir, comprando las mayorías, leyes útiles a sus fines. Sólo esos necios de los gentiles, decían los rabinos en el cementerio, piensan que bajo la república hay mayor libertad que bajo una autocracia, cuando, por el contrario, en una autocracia gobiernan los sabios mientras que en el régimen liberal gobierna la plebe, fácilmente instigada por los agentes hebreos. Cómo podía convivir la República con un Rey del mundo no parecía preocupante: el caso de Napoleón III ahí estaba para demostrar que las repúblicas pueden crear emperadores.
Ahora bien, recordando los relatos del abuelo, Simonini tuvo la idea de enriquecer los discursos de los rabinos con una larga síntesis de cómo había funcionado y había de funcionar el gobierno oculto del mundo. Es curioso que Glinka no se diera cuenta de que los argumentos, al fin y al cabo, eran los mismos de Dostoievski; o quizá se había dado cuenta, y precisamente por eso exultaba con que un texto antiquísimo confirmara a Dostoievski, demostrándose, por consiguiente, auténtico.
Así pues, en el cementerio de Praga se revelaba que los cabalistas judíos habían sido los inspiradores de las cruzadas para devolver a Jerusalén la dignidad de centro del mundo, gracias también (y aquí Simonini sabía que podía pescar en un repertorio muy rico) a los inevitables templarios. Y era una pena que luego los árabes devolvieran los cruzados al mar, y los templarios acabaran lo mal que habían acabado, de otro modo el plan habría tenido éxito con algunos siglos de adelanto.
En esta perspectiva, recordaban los rabinos de Praga cómo el Humanismo, la Revolución francesa y la guerra de Independencia norteamericana habían contribuido a minar los principios del cristianismo y el respeto hacia los soberanos, preparando la conquista judaica del mundo. Naturalmente, para realizar este plan, los judíos habían tenido que construirse una fachada respetable, es decir, la francmasonería.
Simonini recicló hábilmente al viejo Barruel, que Glinka y sus jefes rusos evidentemente no conocían, y en efecto, el general Orzheievski, a quien Yuliana envió el informe, creyó oportuno dividirlo en dos textos: uno más breve correspondía más o menos a la escena original en el cementerio de Praga, y lo hizo publicar en algunas revistas de allá, olvidando (o arguyendo que el público se había olvidado, o, incluso, ignorando) que un discurso del rabino, sacado del libro de Goedsche, ya había circulado más de diez años antes en San Petersburgo. En los años siguientes, pues, ese primer discurso del rabino apareció en el Antisemiten-Katechismus de Theodor Fritsch; el otro se publicó como panfleto con el título Tayna Yevreystva («Los secretos de los judíos»), dignificado por un prefacio de Orzheievski mismo, en el que se decía que por primera vez se demostraban, gracias a ese texto que por fin salía a la luz, las relaciones profundas entre la masonería y el hebraísmo, ambos heraldos del nihilismo (acusación que en aquellos tiempos en Rusia resultaba gravísima).
Obviamente, Orzheievski había hecho llegar a Simonini una justa recompensa y Yuliana Glinka llegó al punto (temido y temible) de ofrecerle su cuerpo como galardón de aquella admirable empresa: horror al cual Simonini escapó dejando entender, entre articulados temblores de manos y muchos y virginales suspiros, que su suerte no era distinta de la de ese Octave de Malivert del cual chismorreaban todos los lectores de Stendhal desde hacía décadas.
A partir de ese momento, Yuliana Glinka se desinteresó de Simonini, y él de ella. Pero un día, entrando en el Café de la Paix para un sencillo déjeuner à la fourchette (chuletas y riñones a la plancha), Simonini se cruzó con ella en una mesa: estaba sentada con un burgués corpulento y con un aspecto bastante vulgar, con el que discutía en un estado de evidente tensión. Se detuvo para saludar, y Glinka no pudo evitar presentarlo al tal señor Rachkovski, quien lo miró con mucho interés.
Simonini no entendió los motivos de aquella atención en ese momento, sino tiempo después, cuando oyó llamar a la puerta de la tienda y se presentó Rachkovski en persona. Con amplia sonrisa y fehaciente desenvoltura cruzó la tienda y, localizada la escalera para la planta superior, entró en el despacho y se sentó cómodamente en una butaquita junto al escritorio.
—Por favor —dijo—, hablemos de negocios.
Rubio como un ruso, aunque encanecido como un hombre que ya había superado los treinta, Rachkovski tenía los labios carnosos y sensuales, nariz prominente, cejas de diablo eslavo, sonrisa cordialmente ferina y tonos melifluos. Más parecido a una onza que a un león, anotaba Simonini. Y se preguntaba si era menos preocupante ser convocado de noche a la orilla del Sena por Osmán Bey, o por Rachkovski, de primera mañana, a su despacho de la embajada rusa de la rue de Grenelle. Se decantó por Osmán Bey.
—Así pues, capitán Simonini —empezó Rachkovski—, quizá vos no sepáis bien qué es eso que en occidente impropiamente denomináis Ojrana, y los emigrados rusos despectivamente llaman Ojranka.
—He oído rumores al respecto.
—Nada de rumores, todo a la luz del sol. Se trata de la Ojránnoyie Otdeléniye, que significa Departamento de Seguridad, servicios de información reservados que dependen del Ministerio del Interior. Nació tras el atentado al zar Alejandro II, en 1881, para proteger a la familia imperial. Pero poco a poco ha tenido que ocuparse de la amenaza del terrorismo nihilista, y ha tenido que establecer distintos departamentos de vigilancia también en el extranjero, donde prosperan exiliados y emigrados. Y por eso me encuentro aquí, en el interés de mi país. A la luz del sol. Los que se esconden son terroristas. ¿Entendido?
—Entendido. ¿Y yo?
—Vayamos por orden. Vos no debéis temer desahogaros conmigo, si por casualidad tuvierais noticias de grupos terroristas. He sabido que en vuestros tiempos señalasteis a los servicios franceses a peligrosos antibonapartistas, y se pueden denunciar sólo a los amigos o, por lo menos, a personas que se frecuentan. No soy un santo. También yo en mis tiempos tuve contactos con los terroristas rusos, es agua pasada, pero por eso he hecho carrera en los servicios antiterroristas, donde funcionan de forma eficiente sólo los que han empezado desde abajo trabajándose a los grupos subversivos. Para servir con competencia a la ley, hay que haberla quebrantado. Aquí en Francia habéis tenido el ejemplo de vuestro Vidocq, que se convirtió en jefe de la policía sólo tras haber pasado una temporada en el penal. Hay que desconfiar de los policías demasiado, cómo diría yo, limpios. Son unos pisaverdes. Pero volvamos a nosotros. Últimamente nos hemos dado cuenta de que entre los terroristas militan algunos intelectuales judíos. Por orden de algunas personas de la corte del zar, intento demostrar que los que minan el temple moral del pueblo ruso y amenazan nuestra misma supervivencia son los judíos. Oiréis decir que se me considera un protegido del ministro Witte, que tiene fama de liberal, y que por lo que atañe a estos argumentos no me haría caso. Pero no hay que servir al propio amo actual, como habréis de aprender, sino prepararse para el sucesivo.
En fin, no quiero perder tiempo. He visto lo que le habéis dado a la señora Glinka, y he decidido que es en gran parte basura. Es natural, habéis elegido como cobertura el oficio de baratillero, o lo que es lo mismo, uno que vende artículos usados más caros que los nuevos. Pero hace años, en el Contemporain sacasteis unos documentos candentes que habíais recibido de vuestro abuelo, y me sorprendería que no tuvierais más. Se dice por ahí que sabéis mucho sobre muchas cosas. —Y ahí Simonini estaba cobrando los beneficios de su proyecto, de querer aparentar más que ser un espía—. Por lo tanto, quisiera material fidedigno. Sé distinguir el grano de la paja. Pago. Ahora bien, si el material no es bueno, me irrito. ¿Claro?
— ¿Pues qué queréis en concreto?
—Si lo supiera, no os pagaría. Tengo a mi servicio a personas que saben construir bien un documento, pero les tengo que dar contenidos. Y no puedo contarle al buen súbdito ruso que los judíos esperan al Mesías, un asunto que no le importa ni al mujik ni al terrateniente. Si esperan al Mesías, eso hay que explicárselo con referencia a sus bolsillos.
—¿Por qué tenéis como objetivo en especial a los judíos?
—Porque en Rusia hay judíos. Si estuviera en Turquía mi objetivo serían los armenios.
—Así pues, queréis la destrucción de los judíos, como, quizá lo conozcáis, Osmán Bey.
—Osmán Bey es un fanático y, además, es judío también él. Mejor mantenerse alejados. Yo no quiero destruir a los judíos, osaría decir que los judíos son mis mejores aliados. A mí me interesa la estabilidad moral del pueblo ruso y no deseo (y no lo desean las personas que pretendo complacer) que este pueblo dirija sus insatisfacciones hacia el zar. Así pues, necesita un enemigo. Es inútil ir a buscarle un enemigo, qué sé yo, entre los mongoles o los tártaros, como hicieron los autócratas de antaño. El enemigo para ser reconocible y temible debe estar en casa, o en el umbral de casa. De ahí los judíos. La divina providencia nos los ha dado, usémoslos, por Dios, y oremos para que siempre haya un judío que temer y odiar. Es necesario un enemigo para darle al pueblo una esperanza. Alguien ha dicho que el patriotismo es el último refugio de los canallas: los que no tienen principios morales se suelen envolver en una bandera, y los bastardos se remiten siempre a la pureza de su raza. La identidad nacional es el último recurso para los desheredados. Ahora bien, el sentimiento de la identidad se funda en el odio, en el odio hacia los que no son idénticos. Hay que cultivar el odio como pasión civil. El enemigo es el amigo de los pueblos. Hace falta alguien a quien odiar para sentirse justificados en la propia miseria. Siempre. El odio es la verdadera pasión primordial. Es el amor el que es una situación anómala. Por eso mataron a Cristo: hablaba contra natura. No se ama a nadie toda la vida, de esta esperanza imposible nacen el adulterio, el matricidio, la traición del amigo… En cambio, se puede odiar a alguien toda la vida. Con tal de que lo tengamos a mano, para alimentar nuestro odio. El odio calienta el corazón.
Drumont
Simonini quedó preocupado por ese coloquio. Rachkovski tenía trazas de hablar en serio, si él no le daba material inédito, se «irritaría». Ahora, no es que él hubiera agotado sus fuentes, es más, había recopilado numerosos folios para sus protocolos múltiples, pero tenía la sensación de que se requería algo más, no sólo esos temas de Anticristos que iban bien para personajes como Yuliana Glinka, sino algo que pudiera recaer más sobre la actualidad. En fin, que no quería malbaratar su cementerio de Praga Actualizado, sino alzar su precio. Y, por lo tanto, esperaba.
Se había confiado con el padre Bergamaschi, quien lo atosigaba para tener material antimasónico.
—Mira este libro —le dijo el jesuita—. Es La France juive de Édouard Drumont. Centenares de páginas. Ahí tienes a uno que evidentemente sabe más que tú.
Simonini hojeó apenas el volumen:
—¡Pero si es lo mismo que escribió el viejo Gougenot, hace más de quince años!
—¿Y con eso? Este libro se ha vendido como rosquillas, se ve que sus lectores no conocían a Gougenot. ¿Y tú quieres que tu cliente ruso ya haya leído a Drumont? ¿No eres tú el maestro del reciclaje? Pues ve a olfatear qué se dice o qué se hace en ese ambiente.
Fue fácil ponerse en contacto con Drumont. En el salón Adam, Simonini entró en las gracias de Alphonse Daudet, que lo invitó a las veladas que se celebraban, cuando no estaba de turno el salón Adam, en su casa de Champrosay donde, acogidos con gracia por Julia Daudet, acudían personajes como los Goncourt, Pierre Loti, Émile Zola, Frédéric Mistral y, precisamente, Drumont, que empezaba a volverse famoso tras la publicación de La France juive. En los años siguientes Simonini se dedicó a frecuentarlo, primero en la Ligue Antisémitique que había fundado, luego en la redacción de su periódico, La Libre Parole.
Drumont tenía una cabellera leonina y una gran barba negra, la nariz curvada y los ojos encendidos, tanto que se lo habría podido definir (de seguir la iconografía corriente) como un profeta hebreo; y en efecto, su antijudaísmo tenía algo profético, mesiánico, como si el omnipotente le hubiera dado el encargo específico de destruir al pueblo elegido. Simonini estaba fascinado por el rencor antijudío de Drumont. Odiaba a los judíos, cómo decirlo, por amor, por elección, por devoción (por un impulso que sustituía al impulso sexual). Drumont no era un antisemita filosófico y político como Toussenel, ni teológico como Gougenot, era antisemita erótico.
Bastaba oírle hablar, en las largas y ociosas reuniones de redacción.
—He escrito de buena gana el prefacio a ese libro del abate Desportes, sobre el misterio de la sangre entre los judíos. Y no se trata sólo de prácticas medievales. Todavía hoy las divinas baronesas judías que reciben en sus salones ponen sangre de niños cristianos en las pastitas que ofrecen a sus invitados.
Y seguía:
—El semita es mercantil, ávido, intrigante, sutil, astuto, mientras nosotros los arios somos entusiastas, heroicos, caballerescos, desinteresados, francos, confiados hasta la ingenuidad. El semita es terrestre, no ve nada más allá de la vida presente, ¿habéis encontrado jamás en la Biblia alusiones al más allá? El ario siempre está arrobado por la pasión de la trascendencia, es hijo del ideal.
El dios cristiano está en los cielos, el hebreo a veces aparece en una montaña, otras en una zarza, nunca más arriba. El semita es negociante, el ario es agricultor, poeta, monje y, sobre todo, soldado, porque desafía a la muerte. El semita no tiene capacidad creativa, ¿habéis visto nunca músicos, pintores, poetas judíos?, ¿habéis visto nunca un judío que haya llevado a cabo descubrimientos científicos? El ario es inventor, el semita explota sus invenciones.
Recitaba lo que había escrito Wagner: «No podemos imaginar sobre la escena a un personaje antiguo o moderno, ya sea un héroe, ya un enamorado, representado por un judío, sin sentir involuntariamente todo lo impropio, que llega hasta el ridículo, de semejante idea. Lo que nos repugna particularmente es la expresión física del acento judío. Nuestro oído se ve afectado de manera extraña y desagradable por el sonido agudo, chillón, seseante y arrastrado de la pronunciación judía. Es natural que la aridez natural de la naturaleza judía alcance su apogeo en el canto, considerado como el medio de expresión más vivaz y más incuestionablemente verdadero de la sensibilidad individual; y de acuerdo con la naturaleza de las cosas deberíamos negar al judío toda capacidad artística en todos los campos del arte, y no solamente en el que tiene por base al canto».
—Pero entonces —se preguntó alguien—, ¿cómo se explica que hayan invadido el teatro musical? Rossini, Meyerbeer, Mendelssohn, o Giuditta Pasta, todos judíos…
—Quizá porque no es verdad que la música es un arte superior —sugería otro—. ¿No decía ese filósofo alemán que es inferior a la pintura y a la literatura, porque molesta también a quien no quiere escucharla? Si alguien toca a tu lado una melodía que no amas, estás obligado a escucharla, como si alguien se sacara del bolsillo un pañuelo perfumado con una esencia que te disgusta. La literatura, ahora en crisis, es una gloria aria. La música, en cambio, arte sensitivo para panolis y enfermos, triunfa. Después del cocodrilo, el judío es el más melómano de todos los animales, todos los judíos son músicos. Pianistas, violinistas, violonchelistas, son todos judíos.
—Sí, pero son meros ejecutores, parásitos de los grandes compositores —rebatía Drumont—. Habéis citado a Meyerbeer y Mendelssohn, músicos de segunda categoría; Delibes y Offenbach no son judíos.
Nació una gran discusión sobre si los judíos eran ajenos a la música o si la música era el arte judío por excelencia, pero las opiniones eran discordantes.
Cuando ya se estaba proyectando la Torre Eiffel, por no hablar de cuando se terminó, en la liga antisemita el furor alcanzó cimas inauditas: era la obra de un judío alemán, la respuesta judía al Sacré-Coeur. Decía De Biez, quizá el antisemita más batallador del grupo; éste hacía partir la demostración de la inferioridad judía del hecho de que escribían al contrario de la gente normal:
—La forma misma de ese artefacto babilonés demuestra que su cerebro no está hecho como el nuestro…
Se pasaba entonces a hablar del alcoholismo, plaga francesa de la época. Se decía que en aquellos años en París se consumían ¡141.000 hectolitros de alcohol!
—El alcohol —decía alguien— lo difunden los judíos y la masonería, que han perfeccionado su veneno tradicional, el agua tofana. Ahora producen un tóxico que parece agua y que contiene opio y cantárida. Produce languidez o idiotismo, y luego lleva a la muerte. Se pone en las bebidas alcohólicas, e induce al suicidio.
—¿Y la pornografía? Toussenel (a veces también los socialistas pueden decir la verdad) ha escrito que el cerdo es el emblema del judío que no se avergüenza de revolcarse en la bajeza y la ignominia. Por otra parte, el Talmud dice que es un buen presagio soñar con excrementos. Todas las publicaciones obscenas están editadas por judíos. Id a la rue du Croissant, ese mercado de periódicos pornográficos. Hay una tienducha (de judíos) una detrás de otra, escenas de depravación, monjes que copulan con muchachitas, curas que azotan a mujeres desnudas, cubiertas únicamente por sus cabellos, escenas priápicas, crápulas de frailes borrachos. La gente pasa y se ríe, ¡incluso familias con niños! Es el triunfo, perdonadme la palabra, del Ano. Canónigos sodomitas, nalgas de religiosas que se dejan flagelar por curas soeces…
Otro tema habitual era el nomadismo judío.
—El judío es nómada, pero para huir de algo, no para explorar nuevas tierras —recordaba Drumont—. El ario viaja, descubre América, y las tierras incógnitas; el semita espera a que los arios descubran las nuevas tierras y luego va a explotarlas. Y poned atención en las leyendas. Aparte de que los judíos nunca han tenido bastante fantasía para concebir un hermoso cuento, sus hermanos semitas, los árabes, han contado las historias de las Mil y una noches donde alguien descubre un odre lleno de oro, una caverna con los diamantes de los ladrones, una botella con un espíritu benévolo: y todo les llega regalado del cielo. En cambio, en las leyendas arias, pensemos en la conquista del Grial, todo debe ganarse a través de la lucha y del sacrificio.
—Con todo —decía alguno de los amigos de Drumont—, los judíos han conseguido sobrevivir a todas las adversidades…
—Cierto —a Drumont casi le salía espuma de la boca por el resentimiento—, es imposible destruirlos. Cualquier otro pueblo, cuando emigra a otro ambiente, no resiste a los cambios del clima, a la nueva comida, y se debilita. Ellos, en cambio, con el desplazamiento se fortalecen, como les pasa a los insectos.
—Son como los gitanos, que nunca se ponen enfermos. Aunque se alimenten de animales muertos. Quizá los ayude el canibalismo, y por eso secuestran niños…
—Pero no está comprobado que el canibalismo alargue la vida, si no, los negros de África… Son caníbales pero aun así se mueren como moscas en sus aldeas.
—¿Cómo se explica entonces la inmunidad del judío? Tiene una vida media de cincuenta y tres años, mientras que los cristianos la tienen de treinta y siete.
Por un fenómeno que se observa desde la Edad Media, parecen más resistentes que los cristianos a las epidemias. Parece que hay en ellos una peste permanente que los defiende de la peste ordinaria.
Simonini observaba que estos argumentos ya habían sido tratados por Gougenot, pero en el cenáculo de Drumont no se preocupaban tanto por la originalidad de las ideas sino por su verdad.
—Vale —decía Drumont—, son más resistentes que nosotros a las enfermedades físicas, pero están más afectados por las enfermedades mentales. Lo de vivir siempre entre transacciones, especulaciones y conspiraciones, les altera el sistema nervioso. En Italia, hay un enajenado por trescientos cuarenta y ocho judíos, mientras entre los católicos hay uno cada setecientos setenta y ocho. Charcot ha llevado a cabo estudios interesantes sobre los judíos rusos, de los que tenemos noticias porque son pobres, mientras que en Francia son ricos y esconden sus males en la clínica del doctor Blanche, y les sale caro. ¿Sabéis que Sarah Bernhardt tiene un ataúd blanco en su alcoba?
—Están prohijando a una velocidad doble con respecto a nosotros. Ya ahora en el mundo son más de cuatro millones.
—Lo decía el Éxodo, los hijos de Israel crecieron, y se multiplicaron, y fueron aumentados y fortalecidos en extremo; y se llenó la tierra de ellos.
—Aquí están, ahora. Y aquí estaban cuando no sospechábamos que estuvieran. ¿Quién era Marat? Su verdadero nombre era Mara. Era de un familia sefardí desterrada de España, la cual, para disimular su origen judío, se hizo protestante. Marat: corroído por la lepra, muerto en la suciedad, un enfermo mental afligido por manías persecutorias y luego por manías homicidas, judío típico, que se venga de los cristianos mandando el mayor número posible a la guillotina. Contemplad su retrato en el Museo Carnavalet, veréis en seguida al alucinado, al neuropático, como Robespierre y otros jacobinos, esa asimetría en las dos mitades del rostro que revela al desequilibrado.
—La Revolución la hicieron eminentemente judíos, lo sabemos. Pero Napoleón, con su odio antipapista y sus alianzas masónicas, ¿era semita?
—Eso parece, lo dijo también Disraeli. Baleares y Córcega sirvieron de refugio a los judíos expulsados de España: convertidos en marranos, tomaron el nombre de los señores que habían servido, como Orsini y Bonaparte.
En toda compañía hay un gaffeur, el que hace la pregunta equivocada en el momento equivocado. Y ahí salió la pregunta capciosa:
—¿Y entonces Jesús? Era judío, y con todo muere joven, es indiferente al dinero, piensa sólo en el reino de los cielos…
La respuesta llegó de Jacques de Biez:
—Señores, que Cristo fuera judío es una leyenda que inventaron precisamente los judíos, como san Pablo y los cuatro evangelistas. En realidad, Jesús era de raza céltica, como nosotros los franceses, que fuimos conquistados por los latinos sólo muy tarde. Y antes de ser emasculados por los latinos, los celtas eran un pueblo conquistador, ¿habéis oído hablar de los gálatas, que llegaron hasta Grecia? Galilea se llamaba así por los galos que la habían colonizado. Por otra parte, el mito de una virgen que habría alumbrado un hijo es un mito celta y druídico. Jesús, no hay más que mirar todos los retratos que poseemos, era rubio y con los ojos azules. Y hablaba contra las costumbres, las supersticiones, los vicios de los judíos y, al contrario de lo que los judíos se esperaban del Mesías, decía que su reino no era de esta tierra. Y si los judíos eran monoteístas, Cristo lanza la idea de la Trinidad, inspirándose en el politeísmo celta. Por eso lo mataron. Judío era Caifás que lo condenó, judío era Judas que lo traicionó, judío era Pedro que renegó de él…
El mismo año en que fundó La Libre Parole, Drumont tuvo la suerte o la intuición de cabalgar el escándalo de Panamá.
—Sencillo —le explicaba a Simonini, antes de lanzar su campaña—.
Ferdinand de Lesseps, el mismo que ha abierto el canal de Suez, recibe el encargo de abrir el istmo de Panamá. Hay que emplear seiscientos millones de francos y Lesseps funda una sociedad anónima. Las obras empiezan en 1881 entre mil dificultades, Lesseps necesita más dinero y lanza una suscripción pública. Pero ha usado parte del dinero recogido para corromper a unos periodistas y esconder las dificultades que van saliendo poco a poco, como el hecho de que en el 87 se había excavado apenas la mitad del istmo y ya se habían gastado mil cuatrocientos millones de francos. Lesseps pide ayuda a Eiffel, el judío que ha construido esa horrible torre, luego sigue recogiendo fondos y empleándolos para corromper tanto a la prensa como a los diferentes ministros. De este modo, hace cuatro años, la Compañía del Canal quiebra con lo que ochenta y cinco mil buenos franceses que se habían adherido a su suscripción pierden todo su dinero.
—Es una historia conocida.
—Sí, pero lo que yo ahora puedo demostrar es que los que han ayudado a Lesseps han sido unos financieros judíos, entre los cuales está el barón Jacques de Reinach (¡barón de nombramiento prusiano!). La Libre Parole de mañana hará ruido.
Hizo ruido, involucrando en el escándalo a periodistas, funcionarios gubernamentales, ex ministros, Reinach se suicidó, algunos personajes importantes fueron a parar a la cárcel, Lesseps se salvó gracias a la prescripción, Eiffel se libró por los pelos, Drumont triunfaba como fustigador de las corruptelas, pero sobre todo sustanciaba con argumentos concretos su campaña antijudía.
Algunas bombas
Antes aún de poder abordar a Drumont parece ser que Simonini fue convocado en la nave habitual de Notre-Dame por Hébuterne.
—Capitán Simonini —le dijo—, hace algunos años os encargué que espolearais a ese Taxil a una campaña antimasónica tan de circo ecuestre que se retorciera contra los antimasones más vulgares. El hombre que en nombre vuestro me garantizó que la empresa estaría bajo control era el abate Dalla Piccola, a quien entregué no pocos dineros. Ahora me parece que ese Taxil está exagerando. Puesto que el abate me lo habéis recomendado vos, intentad presionarle, y también a Taxil.
Aquí Simonini se confiesa a sí mismo que tiene un vacío en la mente: le parece saber que el abate Dalla Piccola había de ocuparse de Taxil, pero no recuerda haberle encomendado nada. Consigna entonces que le dijo a Hébuterne que se interesaría por el caso. Y añadió que en esos momentos seguía estando interesado en los judíos, y que iba a ponerse en contacto con el ambiente de Drumont. Se asombró al notar lo favorable que era Hébuterne a ese grupo. ¿Acaso no le habían dicho repetidamente, le preguntó Simonini, que el gobierno no quería inmiscuirse en campañas antijudías?
—Las cosas cambian, capitán —le contestó Hébuterne—. Mirad, hasta no hace mucho los judíos eran o unos pobrecillos que vivían en un gueto, como todavía sucede hoy en Rusia o en Roma, o grandes banqueros como en Francia. Los judíos pobres prestaban con usura o practicaban la medicina, pero los que hacían fortuna financiaban la corte y engordaban con las deudas del rey, aportando dinero para sus guerras. En este sentido, estaban siempre del lado del poder y no se metían en política. Y al estar interesados en las finanzas, no se ocupaban de industria. Luego sucedió algo de lo que también nosotros nos hemos percatado con retraso. Tras la Revolución, los estados han necesitado un volumen de financiación superior al que podían aportar los judíos, y el judío ha ido perdiendo gradualmente su posición de monopolio del crédito.
Entre tanto, poco a poco, y nos estamos dando cuenta apenas ahora, la revolución había traído la igualdad de todos los ciudadanos, por lo menos en Francia. Y salvo, como siempre, los pobrecillos de los guetos, los judíos se han convertido en burguesía, no sólo la alta burguesía de los capitalistas, sino también la pequeña burguesía, la de las profesiones, los aparatos del Estado y del ejército. ¿Sabéis cuántos oficiales judíos hay hoy en día? Más de los que creéis. Y ojalá fuera sólo el ejército: los judíos se han ido insinuando paulatinamente en el mundo de la subversión anarquista y comunista. Si antes los esnobs revolucionarios eran antijudíos en cuanto anticapitalistas, y los judíos al fin y al cabo eran aliados del gobierno del momento, hoy está de moda ser judío «de oposición». ¿Y quién, si no, era ese Marx del que tanto hablan nuestros revolucionarios? Un burgués pelado que vivía a costa de una mujer aristocrática. Y no podemos olvidar, por ejemplo, que toda la enseñanza superior está en sus manos, desde el Collège hasta la École des Hautes Études, y en sus manos están todos los teatros de París, y gran parte de los periódicos, véase el Journal des débats, que es el órgano oficial de la alta banca.
Simonini no entendía todavía qué buscaba Hébuterne sobre los judíos, ahora que los judíos burgueses se habían vuelto demasiados invasivos. Ante la pregunta, Hébuterne hizo un gesto vago.
—No lo sé. Debemos estar muy atentos. El problema es si debemos fiarnos de esta nueva categoría de judíos. ¡Y mirad que no estoy pensando en las fantasías que circulan sobre un complot judío para la conquista del mundo!
Estos judíos burgueses ya no se reconocen en su comunidad de origen, y a menudo se avergüenzan, pero al mismo tiempo son ciudadanos de poco fiar, porque son plenamente franceses sólo desde hace poco, y mañana podrían traicionarnos, compinchándose incluso con la burguesía judía de Prusia. En los tiempos de la invasión prusiana, la mayor parte de los espías eran judíos alsacianos.
Iban a saludarse cuando Hébuterne añadió:
—A propósito. En los tiempos de Lagrange, tratasteis con un tal Gaviali. Lo hicisteis arrestar vos.
—Sí, era el jefe de los dinamiteros de la rue de la Huchette. Me parece que están todos en Cayena, o por esos mundos.
—Menos Gaviali. Recientemente se ha fugado y nos lo han señalado en París.
—¿Es posible evadirse de la Isla del Diablo?
—Es posible evadirse de cualquier sitio, basta tener agallas.
—¿Por qué no lo arrestáis?
—Porque un buen fabricante de bombas, en este momento, podría sernos útil.
Lo hemos localizado: está de quincallero en Clignancourt. ¿Por qué no lo recuperáis?
No era difícil encontrar quincalleros en París. Aunque extendidos por toda la ciudad, antaño su reino estaba entre la rue Mouffetard y la rue Saint-Médard.
Ahora, por lo menos los que Hébuterne había localizado, estaban por los alrededores de la puerta de Clignancourt, y vivían en una colonia de chabolas con los tejados de maleza, y no se sabe por qué, cuando hacía bueno florecían a su alrededor unos girasoles crecidos en aquella atmósfera nauseabunda.
Antaño, en los alrededores había uno de esos restaurantes denominados de Pies Húmedos porque los clientes tenían que esperar su turno en la calle y, una vez entrados, por una perra tenían el derecho de sumergir un enorme tenedor en una olla donde lo que pescaban, pescaban: si a uno le iba bien, le tocaba de un trozo de carne, si no, una zanahoria, y fuera.
Los quincalleros tenían sus hôtels garnis. No era mucho, una cama, una mesa, dos sillas desemparejadas. En la pared imágenes sagradas, o grabados de viejas novelas encontradas en la basura. Un trozo de espejo, lo indispensable para la toilette dominical. En su cubil, el quincallero separaba, ante todo, lo que había encontrado: los huesos, las porcelanas, el cristal y los viejos lazos, los jirones de seda. La jornada empezaba a las seis de la mañana, y después de las siete de la tarde, si los sargentos de ciudad (o, como ya los llamaba todo el mundo, los flics) encontraban a alguno trabajando, lo multaban.
Simonini fue a buscar a Gaviali allá donde habría debido estar. Al final de su búsqueda, en una bibine donde no se bebía sólo vino sino también un ajenjo que decían que estaba envenenado (como si el normal no fuera bastante venenoso), le indicaron a un individuo. Simonini recordaba que cuando había conocido a Gaviali todavía no llevaba barba, y para la ocasión se la había quitado. Habían pasado unos veinte años, pero pensaba que todavía seguía siendo reconocible. El que no era reconocible era Gaviali.
Tenía la cara blanca, arrugada, y la barba larga. Una corbata amarillenta más parecida a una cuerda le colgaba de un sobrecuello grasiento, del que sobresalía un cuello delgadísimo. En la cabeza llevaba un sombrero andrajoso, vestía una redingote verdosa sobre un chaleco encogido, los zapatos estaban enfangados como si no los limpiara desde hacía años y los cordones se amasaban lodosos con el cuero. Entre quincalleros, nadie le prestaba la menor atención a Gaviali porque nadie iba mejor vestido.
Simonini se presentó, esperándose cordiales agniciones. Gaviali lo miró duramente.
—¿Tenéis el valor de volver a presentaros ante mí, capitán? —dijo. Y ante el desconcierto de Simonini siguió—: ¿Me creéis cabalmente un necio? Bien lo vi, aquel día que llegaron los gendarmes y nos dispararon, que vos le disteis el tiro de gracia a aquel desgraciado que nos enviasteis como agente vuestro. Y luego, los que sobrevivimos, todos nosotros, nos encontramos en el mismo velero rumbo a Cayena, y vos no estabais; fácil sumar dos más dos. En quince años de ocio en Cayena uno se vuelve inteligente: ideasteis nuestro complot para denunciarlo. Debe de ser un oficio lucrativo.
—¿Y con ello? ¿Queréis vengaros? Os habéis reducido a un desecho de hombre, si vuestra hipótesis fuera correcta, la policía debería escucharme, y me basta con avisar a quien hay que avisar y regresáis a Cayena.
—Por Dios, capitán. Los años en Cayena me han vuelto sabio. Cuando uno hace de conspirador, ha de poner en la cuenta el encuentro con un mouchard.
Es como jugar a policías y ladrones. Y además, ved, alguien ha dicho que con los años todos los revolucionarios se vuelven defensores del trono y del altar. A mí del trono y del altar no me importa mucho, pero considero acabada la época de los grandes ideales. Con esta denominada Tercera República no se sabe ni siquiera dónde está el tirano por asesinar. Hay una sola cosa que todavía sé hacer: bombas. Y el hecho de que vos vengáis a buscarme significa que queréis bombas. Está bien, con tal de que paguéis. Ya veis dónde vivo. Me conformaría con cambiar de alojamiento y de restaurante. ¿A quién he de mandar al otro barrio? Como todos los revolucionarios de antaño me he convertido en un vendido. Es un oficio que deberíais conocer bien.
—Quiero bombas de vos, Gaviali, pero todavía no sé cuáles, ni dónde.
Hablaremos de ello cuando proceda. Puedo prometeros dinero, pasarle la esponja a vuestro pasado, y procuraros nuevos documentos.
Gaviali se declaró al servicio de quienquiera que pagara bien y Simonini, de momento, le pasó lo necesario para sobrevivir sin recoger quincallas durante por lo menos un mes. No hay nada como el penal para que uno esté dispuesto a obedecer a quien manda.
Qué debía hacer Gaviali, se lo diría Hébuterne a Simonini más tarde. En diciembre de 1893, un anarquista, Auguste Vaillant, lanzó un pequeño artefacto explosivo (lleno de clavos) en la Cámara de los Diputados, gritando: «¡Muerte a la burguesía! ¡Larga vida a la anarquía!». Un gesto simbólico: «Si hubiera querido matar, habría cargado la bomba de perdigones», dijo Vaillant en el proceso. «Desde luego, no puedo mentir para daros el placer de cortarme el cuello.» Para dar ejemplo, el cuello se lo cortaron igualmente. Pero éste no era el problema: los servicios estaban preocupados de que gestos de ese tipo pudieran resultar heroicos y, por lo tanto, producir imitación.
—Hay malos maestros —explicó Hébuterne a Simonini— que justifican y alientan el terror y la inquietud social, mientras ellos se están ni tan tranquilos en sus clubes y en sus restaurantes hablando de poesía y bebiendo champagne. Fijaos en este periodistilla de cuatro perras, Laurent Tailhade (que por ser también diputado goza de doble influencia sobre la opinión pública). Ha escrito sobre Vaillant: «¿Qué importan las víctimas si el gesto ha sido hermoso?». Para el Estado, los Tailhade son más peligrosos que los Vaillant porque a éstos es difícil cortarles la cabeza. Hay que darles una lección pública a estos intelectuales que nunca pagan.
La lección tenían que organizarla Simonini y Gaviali. Pocas semanas después, en Foyot, justo en la esquina donde Tailhade iba a consumir sus caras comidas, estalló una bomba, y Tailhade perdió un ojo (Gaviali era un auténtico genio, la bomba estaba concebida de modo que la víctima no muriera sino que resultara herida lo que fuera menester). Los periódicos gubernamentales lo tuvieron fácil para escribir comentarios sarcásticos del tipo.
«Y entonces, monsieur Tailhade, ¿el gesto ha sido hermoso?». Buen punto para el gobierno, para Gaviali y para Simonini. Y Tailhade, además del ojo, perdió la reputación.
El más satisfecho era Gaviali y Simonini pensaba que era hermoso volver a dar vida y crédito a alguien que la había desgraciadamente perdido por los desgraciados casos de la vida.
En aquellos mismos años, Hébuterne encomendó a Simonini otros encargos. El escándalo de Panamá estaba dejando de impresionar ya a la opinión pública, porque las noticias, cuando son siempre las mismas, al cabo de un poco generan aburrimiento, Drumont se había desinteresado del caso, pero otros seguían con los fogonazos y, evidentemente, el gobierno estaba preocupado por la (¿cómo se diría hoy?) combustión oculta. Había que distraer a la opinión pública de las escorias de esa historia que ya era vieja, y Hébuterne le pidió a Simonini que organizara una buena revuelta, capaz de ocupar las primeras páginas de las gacetas.
Organizar una revuelta no es fácil, dijo Simonini, y Hébuterne le sugirió que los más proclives a armar jaleo eran los estudiantes. Hacer que los estudiantes empezaran algo para luego introducir a algún especialista del público desorden, era lo más oportuno.
Simonini no estaba en contacto con el mundo estudiantil, pero pensó en seguida que los que le interesaban, entre los estudiantes, eran los que tenían propensiones revolucionarias, mejor si eran anarquistas. ¿Y quién conocía mejor que nadie el ambiente de los anarquistas? Aquel que por oficio los infiltraba y los denunciaba, Rachkovski, pues. Conque se puso en contacto con él, el cual, mostrando todos sus dientes lobunos en una sonrisa que se quería amistosa, le preguntó cómo y por qué.
—Quiero sólo algunos estudiantes capaces de armar jaleo a la carta.
—Fácil —contestó el ruso—, id al Château Rouge.
El Château Rouge, en apariencia, era un lugar de encuentro de los miserables del Barrio Latino, en la rue Galande. Se abría en el fondo de un patio, con una fachada pintada de un rojo guillotina, y nada más entrar se sentía uno sofocado por el hedor de grasa rancia, de moho, de sopas cocidas y recocidas que en los años habían dejado como huellas táctiles en aquellas paredes pringosas. Y tampoco se entiende por qué, pues en aquel lugar había que traerse la comida porque la casa ponía sólo el vino y los platos. Una neblina pestífera, hecha de humo de tabaco y de emanaciones de mecheros de gas, parecía adormecer a decenas de clochards sentados incluso tres o cuatro por lado de mesa, dormidos los unos sobre los hombros de los otros.
En dos de las salas interiores, no había vagabundos sino viejas rameras mal enjoyadas, putillas aún no quinceañeras con el aspecto ya insolente, los ojos hundidos y los signos pálidos de la tuberculosis, y malhechores de barrio, con vistosos anillos con piedras falsas y redingotes mejores que los harapos de la primera sala. En esa confusión infecta circulaban señoras bien vestidas y señores con traje de noche, porque visitar el Château Rouge se había convertido en una emoción imprescindible: entrada la noche, después del teatro, llegaban carruajes de lujo, y el tout Paris iba a disfrutar de las ebriedades del hampa: gran parte de ella, con toda probabilidad, la pagaba el dueño del local con ajenjo, para atraer a los buenos burgueses que por ese mismo ajenjo pagarían el doble de lo debido.
En el Château Rouge, siguiendo una indicación de Rachkovski, Simonini entró en contacto con un tal Fayolle, de profesión comerciante de fetos. Era un hombre anciano que pasaba las veladas en el Château Rouge gastándose en aguardiente de ochenta grados lo que se ganaba durante la jornada merodeando por los hospitales para recoger fetos y embriones, que luego vendía a los estudiantes de la École de Médecine. Apestaba, además de a alcohol, a carne descompuesta, y el olor que emanaba lo obligaba a permanecer aislado incluso entre los hedores del Château; pero gozaba, se decía, de muchas relaciones en el ambiente estudiantil, sobre todo entre los que ejercían desde hacía años la profesión de estudiante, más proclives a nutridas licencias que al estudio de los fetos, y dispuestos a armar jaleo en cuanto se presentara la ocasión.
Pues bien, se daba el caso de que precisamente esos días, los jóvenes del Barrio Latino estaban irritados con un viejo carca, el senador Bérenger, que acababa de proponer una ley para reprimir los ultrajes a las buenas costumbres cuyas primeras víctimas eran (según decía) precisamente los estudiantes, lo que le valió el apodo de Père la Pudeur. El pretexto habían sido las exhibiciones de una tal Sarah Brown que semidesnuda y bien entrada en carnes (y probablemente sudorosa, se horripilaba Simonini) actuaba en el Bal des Quat’z Arts.
Cuidado con quitarles a los estudiantes los honestos placeres del voyeurismo. Y al menos el grupo que Fayolle controlaba, ya estaba proyectando ir una noche a armar jaleo bajo las ventanas del senador. Se trataba sólo de saber cuándo tenían intención de ir, y hacer que en los parajes estuvieran preparados otros individuos deseosos de llegar a las manos. Por una módica suma, Fayolle pensaría en todo. Simonini no tenía sino que avisar a Hébuterne del día y de la hora.
De modo que, en cuanto los estudiantes empezaron el alboroto, llegó una compañía de soldados, o de gendarmes, lo que fuera. En todas las latitudes, nada mejor que la policía para estimular en los estudiantes belicosas pasiones: voló alguna piedra, más que nada gritos, pero un bote de humo, disparado por un soldado para hacer una humareda, le entró en el ojo a un pobrecillo que por casualidad pasaba por allí. Ya tenían al muerto, indispensable. Imaginémonos, barricadas acto seguido e inicio de una auténtica sublevación. En ese momento entraron en acción los pegadores enrolados por Fayolle. Los estudiantes detenían un ómnibus, pedían educadamente a los pasajeros que bajaran, separaban los caballos y volcaban el vehículo para levantar una barricada, pero los otros alborotadores intervenían inmediatamente y prendían fuego al vehículo.
De ahí a poco, se pasó de una protesta ruidosa a la revuelta y de la revuelta a un atisbo de revolución. Con lo cual las primeras páginas de los periódicos tenían preocupación para rato, y adiós a Panamá.
El bordereau
El año en el que Simonini ganó más dinero fue 1894. El trabajo salió casi por casualidad, aunque la casualidad siempre hay que ayudarla un poco.
En aquellos tiempos se había agudizado el resentimiento de Drumont por la presencia de demasiados judíos en el ejército.
—No lo dice nadie —se atormentaba—, porque hablar de estos potenciales traidores de la Patria precisamente en el seno de la más gloriosa de nuestras instituciones, y decir por ahí que el ejército está envenenado por todos estos judíos —pronunciaba «ces Juëfs, ces Juëfs», con los labios adelantados como para tomar un contacto fogoso, inmediato y feroz con la toda la raza de los infames israelitas— podría significar hacer perder fe en la Milicia, pero alguien deberá hablar, ¿no? ¿Vos sabéis cómo intenta volverse respetable ahora el judío? Con la carrera de oficial, o circulando por los salones de la aristocracia como artista y pederasta. Ah, estas duquesas están cansadas de sus adulterios con caballeros de viejo cuño, o con canónigos como Dios manda, y nunca se sacian de lo bizarro, de lo exótico, de lo monstruoso, se dejan atraer por personajes emperifollados y olorosos a pachulí como una mujer. Que se pervierta la buena sociedad, me importa bastante poco, no eran mejores las marquesas que fornicaban con los varios Luises, ahora bien, si se pervierte el ejército, le ponemos punto final a la civilización francesa; lo malo es que me faltan las pruebas, las pruebas.
—¡Encontradlas! —les gritaba a los redactores de su periódico.
En la redacción de La Libre Parole, Simonini conoció al comandante Esterházy: muy dandi, no paraba de alardear de sus orígenes nobles, de su educación vienesa, aludía a duelos pasados y futuros, se sabía que estaba cargado de deudas, los redactores lo evitaban cuando se les acercaba con aire reservado porque preveían una estocada, y el dinero prestado a Esterházy, ya se sabía, nunca volvía. Ligeramente afeminado, se llevaba una y otra vez un pañuelo bordado a la boca, y algunos decían que era tuberculoso. Su carrera militar había sido excéntrica, primero oficial de caballería en la campaña militar de 1866 en Italia, luego en los zuavos pontificios, a continuación había participado en la guerra de 1870 con la Legión Extranjera. Se rumoreaba que tenía que ver con el contraespionaje militar, pero obviamente no se trataba de informaciones que uno llevara cosidas en el uniforme. Drumont lo tenía en gran consideración, quizá para asegurarse un contacto con los ambientes militares.
Esterházy invitó un día a Simonini a cenar en el Boeuf à la Mode. Tras haber pedido un mignon d’agneau aux laitues y discutido la carta de vinos, Esterházy llegó al punto:
—Capitán Simonini, nuestro amigo Drumont va en busca de pruebas que no encontrará jamás. El problema no es descubrir si hay espías prusianos de origen judío en el ejército. La paciencia de Job, eso es lo que hay que tener: este mundo pulula de espías y no nos escandalizaremos por uno más o uno menos. El problema político es demostrar que los hay. Estaréis de acuerdo conmigo en que, para acorralar a un espía o a un conspirador, no es necesario encontrar pruebas, es más fácil y más económico construirlas, y si es posible, construir al espía mismo. Así pues, en el interés de la nación, tenemos que elegir a un oficial judío, bastante sospechoso por alguna debilidad suya, y mostrar que ha transmitido informaciones importantes a la embajada prusiana de París.
—¿Qué queréis decir cuando decís nosotros?
—Os hablo en nombre de la sección de estadísticas del Service des Reinsegnements Français, dirigida por el teniente coronel Sandherr. Quizá sepáis que esta sección, con un nombre tan neutro, se ocupa sobre todo de los alemanes: al principio, se interesaba por lo que hacían en su casa, informaciones de todo tipo, desde periódicos, informes de oficiales de viaje, de las gendarmerías, de nuestros agentes a ambos lados de la frontera, intentando saber lo más posible sobre la organización de su ejército, cuántas divisiones de caballería tienen, a cuánto asciende el sueldo de la tropa, todo, en fin. Pero en los últimos tiempos, el servicio ha decidido ocuparse también de lo que hacen los alemanes en nuestra casa. Alguien se queja de esta confusión entre espionaje y contraespionaje, pero las dos actividades están sumamente vinculadas. Tenemos que saber lo que sucede en la embajada alemana, porque es territorio extranjero, y esto es espionaje; pero es allí donde se recogen informaciones sobre nosotros, y saberlo es contraespionaje. Pues bien, en la embajada trabaja para nosotros una tal madame Bastian que se encarga de los servicios de limpieza, se finge analfabeta, mientras que sabe incluso leer y entender el alemán. Su tarea consiste en vaciar todos los días las papeleras de las oficinas de la embajada, y a continuación transmitirnos notas y documentos que los prusianos (vos sabéis lo obtusos que son) creían condenados a la destrucción. Por lo tanto, se trata de producir un documento en el que un oficial nuestro anuncie noticias de todo punto secretas sobre armamentos franceses.
Entonces se supondrá que el autor es alguien que tiene acceso a noticias reservadas y lo desenmascararemos. Así pues, necesitamos precisamente una pequeña lista, llamémoslo un bordereau. Por este motivo nos dirigimos a vos que en el tema, nos dicen, sois un auténtico maestro.
Simonini no se preguntó cómo conocían sus habilidades los del servicio.
Quizá lo habían sabido por Hébuterne. Dio las gracias por el cumplido y dijo:
—Me imagino que debería reproducir la caligrafía de una persona precisa.
—Ya hemos localizado al candidato ideal. Se trata de un tal capitán Dreyfus, alsaciano, obviamente, que está haciendo prácticas en la sección. Está casado con una mujer rica y se da aires de tombeur de femmes, de suerte que todos sus colegas lo soportan a duras penas, y ni aun siendo cristiano lo soportarían.
Es una excelente víctima sacrificial. Una vez recibido el documento, se harán los controles y se reconocerá la caligrafía de Dreyfus. Le tocará luego a la gente como Drumont hacer estallar el escándalo público, denunciar el peligro judío y al mismo tiempo salvar el honor de las fuerzas armadas que han sabido localizarlo y neutralizarlo de forma tan magistral. ¿Claro?
Clarísimo. A primeros de octubre, Simonini se encontró con el teniente coronel Sandherr. Tenía un rostro térreo e insignificante. La fisonomía perfecta para un jefe de los servicios de espionaje y contraespionaje.
—Aquí tiene un ejemplo de la caligrafía de Dreyfus, y aquí está el texto que hay que transcribir —le dijo Sandherr alargándoles dos hojas—. Como veis el apunte debe ser dirigido al agregado militar de la embajada, Von Schwarzkoppen, y anunciar la llegada de documentos militares sobre el freno hidráulico del cañón de ciento veinte, y otros detalles de este tipo. Los alemanes enloquecen con estas golosinas.
—¿No convendría introducir ya algún detalle técnico? —preguntó Simonini—.
Resultaría aún más comprometedor.
—Espero que os deis cuenta —dijo Sandherr— que una vez estallado el escándalo, este bordereau se volverá de dominio público. No podemos dar en pasto a los periódicos informaciones técnicas. Al grano, capitán Simonini. Para que estéis más a gusto, os he preparado un cuarto, con lo necesario para escribir. Papel, pluma y tinta son los que se utilizan en estas dependencias.
Quiero una cosa bien hecha, trabajad despacio, y haced muchas pruebas para que la caligrafía sea perfecta.
Es lo que hizo Simonini. El bordereau era un documento en papel de copia de unos treinta renglones, dieciocho por un lado y doce por el otro. Simonini puso especial atención en que los renglones de la primera página estuvieran más espaciados que los de la segunda, porque es lo que sucede cuando se redacta una carta en estado de agitación, y se empieza de forma más relajada para luego acelerar. También tuvo en cuenta el hecho de que un documento de este tipo, si se lo tira a la papelera, primero se rasga, por lo que llegaría al servicio de estadísticas en varios pedazos, que luego habían de ser recompuestos, por lo cual era mejor espaciar también las letras, para facilitar el collage; pero no tanto como para alejarse del modelo de escritura que le habían dado.
En fin, que hizo un buen trabajo.
Sandherr hizo llegar el bordereau al ministro de la Guerra, el general Mercier, y, al mismo tiempo, mandaba realizar un control sobre los documentos de todos los oficiales que circulaban por la sección. Al final, sus colaboradores más fiables lo informaban de que la caligrafía era la Dreyfus, quien era arrestado el 15 de octubre. Durante dos semanas la noticia fue ocultada arteramente, aunque siempre dejando filtrar alguna que otra indiscreción, para cosquillear la curiosidad de los periodistas, luego se empezó a susurrar un nombre, al principio con el vínculo del secreto y, por fin, se admitió que el culpable era el capitán Dreyfus.
En cuanto Sandherr lo autorizó, Esterházy informó a Drumont, que recorría los cuartos de la redacción agitando el mensaje del comandante y gritando:
«¡Las pruebas, las pruebas, aquí están las pruebas!».
La Libre Parole del 1 de noviembre titulaba con letras cubitales: «Alta Traición. Arresto del oficial judío Dreyfus». La campaña había empezado, Francia entera ardía de indignación.
Claro que aquella misma mañana a Simonini, mientras en la redacción se estaba brindando por el feliz acontecimiento, le cayó el ojo en la carta con la que Esterházy daba la noticia del arresto de Dreyfus. Se había quedado encima de la mesa de Drumont, manchada por su vaso, pero absolutamente legible. Y al ojo de Simonini, que se había pasado más de una hora imitando la presunta caligrafía de Dreyfus, le resultaba claro como el sol que esa caligrafía, con la que tan bien se había ejercitado, se parecía en todo a la de Esterházy. Nadie como un falsificador tiene mayor sensibilidad para estas cosas.
¿Qué había pasado? ¿Sandherr, en lugar de darle una hoja escrita por Dreyfus, le había dado una escrita por Esterházy? ¿Posible? Extravagante, inexplicable, pero irrefutable. ¿Lo había hecho por error? ¿Adrede? Y en ese caso, ¿por qué? ¿O el mismo Sandherr había sido engañado por un subordinado, que le había propuesto el modelo equivocado? Si se habían aprovechado de la buena fe de Sandherr, había que informarlo inmediatamente.
Si era Sandherr el que había actuado de mala fe, demostrar que había entendido su juego era arriesgado. ¿Informar a Esterházy? Pero si Sandherr hubiera cambiado ex profeso las caligrafías para perjudicar a Esterházy, al informar a la víctima, Simonini habría puesto en su contra a todos los servicios.
¿Callar? ¿Y si algún día los servicios le achacaban a él el cambio?
Simonini no era responsable del error, le importaba aclararlo y, sobre todo, le importaba que sus falsificaciones fueran, permítaseme la expresión, auténticas.
Decidió correr el riesgo y fue a donde Sandherr, el cual, al principio, se mostró reluctante a recibirlo, quizá porque temía un intento de chantaje.
Cuando luego Simonini le anunció la verdad (la única verdadera, por lo demás, en ese asunto de mentiras), Sandherr, más térreo que de costumbre, tenía trazas de no querer creérselo.
—Coronel —dijo Simonini—, habréis conservado una copia fotográfica del bordereau. Procuraos una muestra de la escritura de Dreyfus y una de la de Esterházy y comparemos los tres textos.
Sandherr dio algunas órdenes, poco después tenía encima de su mesa tres hojas, y Simonini le aportaba algunas pruebas:
—Mirad, por ejemplo, aquí. En todas las palabras con doble ese, como adresse o intéressant, en el texto de Esterházy la primera de las dos eses siempre es más pequeña y la segunda mayor, y casi nunca están unidas. Es esto lo que he notado esta mañana, porque este estilo me había costado lo suyo cuando escribía el bordereau. Ahora mirad la caligrafía de Dreyfus, que veo por vez primera: es asombroso, de las dos eses, la mayor es la primera y es pequeña la segunda, y están siempre unidas. ¿Queréis que siga?
—No, me basta. No sé cómo ha ocurrido el equívoco, indagaré. Ahora el problema es que el documento ya está en las manos del general Mercier, que siempre podría quererlo comparar con una muestra de la escritura de Dreyfus, pero no es un experto calígrafo, y hay analogías entre estas dos caligrafías. Es importante sólo que no se le ocurra buscar una muestra de la caligrafía de Esterházy. Pero no veo por qué debería reparar en Esterházy, si vos no habláis.
Intentad olvidar todo el asunto y, hacedme el favor, no volváis a venir a estas dependencias. Vuestros emolumentos serán corregidos adecuadamente.
Después de lo cual, Simonini no tuvo que recurrir a noticias reservadas para saber qué sucedía, porque los periódicos estaban llenos del caso Dreyfus.
También en el estado mayor había personas capaces de cierta prudencia, que pidieron pruebas seguras de la atribución del bordereau a Dreyfus. Sandherr recurrió a un experto y famoso calígrafo, Bertillon, que observó, sí, que la caligrafía del bordereau no era exactamente igual a la de Dreyfus, pero que se trataba de un caso evidente de autofalsificación. Dreyfus había alterado (aunque sólo parcialmente) su escritura para hacer creer que la carta la había escrito otra persona. A pesar de estos detalles nimios, el documento era seguramente obra de Dreyfus.
¿Quién habría osado ponerlo en duda, cuando ya La Libre Parole martilleaba cada día a la opinión pública avanzando incluso la sospecha de que el affaire se desinflaría porque Dreyfus era judío y los judíos lo protegerían? Hay cuarenta mil oficiales en el ejército, escribía Drumont, ¿cómo es posible que Mercier haya encomendado los secretos de la defensa nacional a un cosmopolita judío alsaciano? Mercier era un liberal, llevaba tiempo presionado por Drumont y la prensa nacionalista, que lo acusaban de filosemitismo. No podía pasar por el defensor de un judío traidor. Y, por lo tanto, no le interesaba ni por asomo que la investigación se encallara, es más, se mostraba muy activo.
Drumont seguía machacando: «Durante mucho tiempo los judíos permanecieron ajenos al ejército, que se mantuvo en su pureza francesa. Ahora que se han infiltrado también en las tropas nacionales, serán los dueños de Francia, y Rothschild hará que le comuniquen los planes de movilización… Y pueden entender con qué finalidad».
La tensión era suprema. El capitán de los dragones Crémieu-Foa escribía a Drumont, diciéndole que estaba insultando a todos los oficiales judíos, y le pedía reparación. Los dos se batían en duelo y, para aumentar la confusión, ¿quién se presentaba como padrino de Crémieu-Foa? Esterházy… El marqués de Morès, de la redacción de La libre Parole, retaba a su vez a Crémieu-Foa, pero los superiores del oficial le prohibían participar en un nuevo duelo y lo confinaban en el cuartel, de modo que en su lugar bajaba al campo un capitán Mayer, que moría con un pulmón perforado. Debates inflamados, protestas contra este reavivarse de las guerras de religión… Y Simonini consideraba, extasiado, los ruidosos resultados de una sola hora de su trabajo de escribano.
En diciembre se convocaba el consejo de guerra, y mientras tanto había aparecido otro documento, una carta a los alemanes del agregado militar italiano Panizzardi, donde se mencionaba a «Ese canalla de D…» que le había vendido los proyectos de algunas fortificaciones. ¿D era Dreyfus? Nadie osaba ponerlo en duda, y sólo más tarde se descubriría que era un tal Dubois, un empleado del ministerio que vendía informaciones a diez francos cada una.
Demasiado tarde, el 22 de diciembre, Dreyfus era reconocido culpable, y a primeros de enero era degradado en la École Militaire. En febrero sería embarcado hacia la Isla del Diablo.
Simonini asistió a la ceremonia de degradación, que en su diario recuerda como tremendamente sugestiva: las tropas alineadas en los cuatro lados del patio, Dreyfus llega y tiene que recorrer casi un kilómetro entre esas alas de valientes que, aun impasibles, parecen comunicarle su desprecio, el general Darras desenvaina el sable, la fanfarria resuena, Dreyfus con uniforme de gala marcha escoltado por cuatro artilleros al mando de un sargento, Darras pronuncia la sentencia de degradación, un gigantesco oficial de los gendarmes, con el yelmo emplumado, se acerca al capitán, le arranca los galones, los botones, el número del regimiento, le quita el sable y lo rompe en dos pedazos contra su rodilla, arrojándolos a los pies del traidor.
Dreyfus parecía impasible, y mucha prensa lo tomaría como señal de su traición. Simonini creyó haberle oído gritar en el momento de la degradación:
«¡Soy inocente!», pero guardando la compostura, sin perder la posición de firmes. Era que, observaba sarcástico Simonini, el pequeño judío se había identificado tanto en su dignidad (usurpada) de oficial francés, que no conseguía poner en duda las decisiones de sus superiores: como si, al haber decidido que era un traidor, él tuviera que aceptarlo sin ni siquiera dejarse acariciar por la duda. Quizá en ese momento sentía de veras haber traicionado, y la afirmación de inocencia constituía, para él, una parte obligada del rito.
Eso es lo que Simonini creía recordar, pero en una de sus cajas encontró un artículo de un tal Brisson en La Republique Française, publicado el día siguiente, que decía todo lo contrario:
En el momento en que el general le ha arrojado a la cara ese apóstrofo deshonroso, ha levantado el brazo y ha gritado: «¡Viva Francia, soy inocente!».
El suboficial ha acabado su tarea. El oro que cubría el uniforme yace en el suelo. Ni siquiera le han dejado las franjas encarnadas, distintivo del arma. Con su dolman ahora completamente negro, con el quepí oscurecido de pronto, parece como si Dreyfus vistiera ya el traje del galeote… Sigue gritando: «¡Soy inocente!». En el otro lado de la cancela, la muchedumbre, que ve sólo su perfil, estalla en imprecaciones y silbidos estridentes. Dreyfus oye esas maldiciones y su rabia se exaspera aún más.
Mientras pasa por delante de un grupo de oficiales, distingue estas palabras:
«¡Vete, Judas!»; Dreyfus se da la vuelta furibundo y repite una vez más: «¡Soy inocente, soy inocente!».
Ahora no es posible distinguir sus facciones. Lo miramos por un instante, esperando leer una revelación suprema, un reflejo de esa alma a la que sólo los jueces han podido acercarse, escrutando sus dobleces más recónditas. Pero lo que domina su fisonomía es ira, una ira exaltada hasta el paroxismo. Sus labios están tendidos en una mueca espantosa, los ojos están inyectados de sangre.
Y nosotros entendemos que si el condenado se presenta tan firme y camina con paso tan marcial, es porque se siente fustigado por ese furor que tensa sus nervios hasta quebrarlos…
¿Qué encierra el alma de ese hombre? ¿A qué motivos obedece, protestando de ese modo su inocencia, con una energía desesperada? ¿Espera acaso confundir a la opinión pública, inspirarnos dudas, proyectar sospechas sobre la lealtad de los jueces que lo han condenado? Se nos antoja una idea, vívida como un relámpago: si no fuera culpable, ¡qué espantosa tortura!
Simonini no muestra haber sentido tortura alguna porque estaba seguro de la culpabilidad de Dreyfus, visto que la había decidido él. Lo que está claro es que la separación entre sus recuerdos y el artículo le decía cuánto turbó el affaire a todo un país, y cómo vio cada uno en la secuencia de los hechos lo que quería ver.
Aunque, en el fondo, que se fuera al diablo también Dreyfus, o a la isla del mismo. Ya no era asunto suyo.
La recompensa, que a su debido tiempo le llegó de forma discreta, fue de veras superior a sus expectativas.
Vigilando a Taxil
Mientras sucedían estos acontecimientos, Simonini recuerda bien que no ignoraba lo que estaba haciendo Taxil. Sobre todo porque, en el ambiente de Drumont, se hablaba muchísimo de él, al principio, con divertido escepticismo; luego, con escandalizada irritación. Drumont se consideraba un antimasón, un antisemita y un católico serio —y a su manera lo era— y no soportaba que su causa la apoyara un charlatán. Que Taxil era un charlatán, Drumont lo pensaba desde hacía tiempo, y ya lo había atacado en su France juive sosteniendo que todos sus libros anticlericales habían sido publicados por editores judíos. Pero en aquellos años sus relaciones se enfriaron aún más por razones políticas.
Nosotros lo hemos sabido ya por el abate Dalla Piccola: ambos se presentaron como candidatos a unas elecciones del consejo municipal parisino, contendiéndose el mismo tipo de electorado. Con lo que la batalla se trasladó al campo abierto.
Taxil escribió un Monsieur Drumont, étude psychologique en el que criticaba con cierto sarcasmo el antisemitismo excesivo del adversario y observaba que, más que entre los católicos, el antisemitismo era típico de la prensa socialista y revolucionaria. Drumont contestó con el Testament d’un antisémite, en el que ponía en entredicho la conversión de Taxil, recordaba el fango que había arrojado sobre los temas sagrados, y agitaba inquietantes interrogantes sobre su no beligerancia con el mundo judío.
Si consideramos que en el mismo 1892 nacía La Libre Parole, periódico de acción política, capaz de denunciar el escándalo de Panamá, y Le diable au e XIX siècle, que era arduo considerar una publicación fiable, se entiende por qué los sarcasmos hacia Taxil estaban a la orden del día en la redacción del periódico de Drumont, donde se seguían con sonrisas malignas sus progresivas desgracias.
Más que las críticas, observaba Drumont, estaban perjudicando a Taxil los consensos no deseados. En el caso de esa misteriosa Diana se estaban implicando decenas de aventureros de muy poco fiar, que se jactaban de tener familiaridad con una mujer que quizá no habían visto nunca.
Un tal Domenico Margiotta publicó Souvenirs d’un trente-troisième. Adriano Lemmi Chef Suprème des Franc-Maçons y se lo mandó a Diana, declarándose solidario con su rebelión. En su carta, este Margiotta se declaraba Secretario de la Logia Savonarola de Florencia, Venerable de la Logia Giordano Bruno de Palmi, Soberano Gran Inspector General, Grado 33 del Rito Escocés Antiguo y Aceptado, Príncipe Soberano del Rito de Memphis Misraim (grado 95), Inspector de las Logias Misraim en Calabria y Sicilia, Miembro de Honor del Gran Oriente Nacional de Haití, Miembro Activo del Supremo Concilio Federal de Nápoles, Inspector General de las Logias Masónicas de las Tres Calabrias, Gran Maestre ad vitam de la Orden Masónica Oriental de Misraim o Egipto de París (grado 90), Comandante de la Orden de los Caballeros Defensores de la Masonería Universal, Miembro Honorario ad vitam del Concilio Supremo y General de la Federación Italiana de Palermo, Inspector permanente y Delegado Soberano del Gran Directorio Central de Nápoles, Miembro del Nuevo Paladio Reformado. Debía de ser un alto dignatario masónico, pero decía que acababa de abandonar la masonería. Drumont decía que se había convertido a la fe católica porque la dirección suprema y secreta de la secta no había pasado a él, como se esperaba, sino a un tal Adriano Lemmi.
Y de este tenebroso Adriano Lemmi, Margiotta contaba que habría empezado su carrera como ladrón, cuando en Marsella había falsificado una letra de crédito de la compañía Falconet & C. de Nápoles y sustraído un saquito de perlas y 300 francos de oro a la mujer de un médico amigo suyo, mientras éste le preparaba una tisana en la cocina. Tras una temporada en la cárcel, desembarcó en Constantinopla, donde se puso al servicio de un viejo herborista judío, declarándose dispuesto a renegar del bautismo y a circuncidarse.
Ayudado por los judíos, hizo la carrera que sabemos dentro de la masonería.
Ahí está, concluía Margiotta, «la raza maldita de Judas, de la que derivan todos los males de la humanidad, ha usado toda su influencia para elevar al gobierno supremo y universal de la orden masónica a uno de ellos, el más malvado de todos».
Al mundo eclesiástico estas acusaciones le iban perfectamente, y el libro que Margiotta publicó en el año 95, Le Palladisme, Culte de Satan-Lucifer dans les triangles maçonniques, se abría con cartas de elogio de los obispos de Grenoble, de Montauban, de Aix, de Limoges, de Mende, de Tarentaise, de Pamiers, de Orán, de Annecy, así como de Ludovico Piavi, patriarca de Jerusalén.
Lo malo es que las informaciones de Margiotta involucraban a la mitad del mundo político italiano, en especial a la figura de Crispi, ya lugarteniente de Garibaldi y en aquellos años primer ministro. Mientras se publicaran y se vendieran noticias fantasmagóricas sobre los ritos masónicos, en el fondo, se podía estar tranquilos; ahora bien, si se entraba en el meollo de las relaciones entre masonería y poder político, se corría el riesgo de irritar a algún personaje muy vengativo.
Taxil debería haberlo sabido pero, evidentemente, intentaba volver a ganar el terreno que Margiotta le estaba quitando y le respondía con un libro de casi cuatrocientas páginas, firmado por Diana, Le 33ème Crispi, en el que se mezclaban hechos notorios, como el escándalo del Banco Romano en el que Crispi había estado implicado, noticias sobre su pacto con el demonio Haborym y su participación en una sesión paládica, en la que la habitual Sophie Walder había anunciado que estaba embarazada de una hija que a su vez generaría el Anticristo.
—Cosas de opereta —se escandalizaba Drumont—. ¡No se lleva así la contienda política!
Con todo, la obra fue acogida con favor por el Vaticano, y esto sacaba aún más de sus casillas a Drumont. El Vaticano tenía una cuenta abierta con Crispi, que había hecho erigir en una plaza romana un monumento a Giordano Bruno, víctima de la intolerancia eclesiástica, y ese día León XIII lo pasó en oración de expiación a los pies de la estatua de san Pedro. Imaginémonos la alegría del pontífice cuando leyó aquellos documentos anticrispianos: encargó a su secretario, monseñor Sardi, que le enviara a Diana no sólo la habitual «bendición apostólica» sino también un vivo agradecimiento y los mejores deseos para que siguiera en su meritoria obra de desenmascaramiento de la «inicua secta». Y que la secta era inicua lo demostraba el hecho de que, en el libro de Diana, Haborym aparecía con tres cabezas, una humana con los cabellos llameantes, una de gato y otra de serpiente; aunque Diana precisara, con rigor científico, que ella no lo había visto nunca de esa forma (ante su invocación, se había presentado como un apuesto anciano con una sedosa barba larga y plateada).
—¡Ni siquiera se preocupan de respetar la verosimilitud! ¿Cómo puede conocer una americana que ha llegado a Francia desde hace poco —se indignaba Drumont— todos los secretos de la política italiana? Claro, la gente no repara en ello y Diana vende; ¡se acusará el sumo pontífice de prestar fe a cualquier patraña! ¡Hay que defender a la Iglesia de sus mismas debilidades!
Las primeras dudas sobre la existencia de Diana las expresaba abiertamente justo La Libre Parole. Al punto, intervenían en la polémica publicaciones de inspiración religiosa explícita como L’Avenir y L’Univers. En otros ambientes católicos, daban saltos mortales para probar la existencia de Diana: en Le Rosier de Marie se publicó el testimonio del presidente de la Orden de los Abogados de Saint-Pierre, Lautier, quien afirmaba haber visto a Diana en compañía de Taxil, Bataille y el dibujante que la había retratado, hacía tiempo, cuando Diana todavía era paladista. Aun así, debía de resplandecerle en el rostro la inminente conversión porque el autor la describía de este modo: «Es una joven de veintinueve años, graciosa, distinguida, de altura superior a la media, aire abierto, franco y honesto, la mirada chispeante de inteligencia que testimonia su resolución y su costumbre al mando. Viste de forma elegante y con gusto, sin afectación y sin esa abundancia de joyas que caracteriza de forma tan ridícula a la mayoría de las ricas extranjeras… Ojos poco comunes, ahora azul mar, ahora amarillo oro vivo». Cuando se le ofreció un chartreuse lo rechazó, por odio hacia todo lo que supiera a iglesia. Bebió sólo coñac.
Taxil había sido magna pars en la organización de un gran congreso antimasónico en Trento, en septiembre de 1896. Precisamente allí se intensificaron las sospechas y las críticas por parte de los católicos alemanes.
Un tal padre Baumgarten pidió el certificado de nacimiento de Diana, y el testimonio del sacerdote con el que había abjurado. Taxil proclamó que llevaba las pruebas en el bolsillo, pero no las enseñó.
Un abate Garnier, en Le Peuple Français, el mes siguiente al congreso de Trento, llegaba a avanzar la sospecha de que Taxil era una mistificación masónica; un tal padre Bailly en el acreditadísimo La Croix tomaba también él las distancias, y la Kölnische Volkszeitung recordaba que Bataille-Hacks, todavía el mismo año en que empezaban los fascículos de Le Diable, blasfemaba contra Dios y todos sus santos. Entraban en la arena, a favor de Diana, el habitual canónigo Mustel, la Civiltà Cattolica, un secretario del cardenal Parocchi que le escribía «para fortalecerla contra la tempestad de calumnias que ni siquiera teme poner en duda su misma existencia».
Drumont no carecía de buenas relaciones en varios ambientes, ni de olfato periodístico; Simonini no entendía cómo lo consiguió, pero logró dar con Hacks-Bataille, probablemente lo sorprendió durante una de sus crisis etílicas, en las que cada vez más se inclinaba hacia la melancolía y el arrepentimiento, y consiguió el golpe de escena: Hacks, primero en la Kölnische Volkszeitung y luego en La Libre Parole, confesaba su falsificación. Cándidamente escribía:
«Cuando salió la encíclica Humanum genus pensé que se podía acuñar moneda con la credulidad y la bestialidad insondable de los católicos. Era suficiente encontrar a un Jules Verne para darle una apariencia terrible a esas historias de bandidos. He sido ese Verne, eso es todo… Contaba escenas abracadabrantes que situaba en contextos exóticos, seguro de que nadie controlaría… Y los católicos se lo han tragado todo. La sandez de esa gente es tal que aún hoy, si yo dijera que les he tomado el pelo, no me creerían».
Lautier en Le Rosier de Marie escribía que quizá lo hubieran engañado y la que había visto no era Diana Vaughan y, por último, aparecía un primer ataque jesuita por parte de un tal padre Portalié en una revista muy seria como Études.
Como si no bastara, escribían algunos periódicos que monseñor Northrop, obispo de Charleston (donde debería haber residido Pike, el Gran Maestro de los Grandes Maestros), había ido a Roma para asegurarle personalmente a León XIII que los masones de su ciudad eran gente honrada y en sus templos no había ninguna estatua de Satanás.
Drumont triunfaba, Taxil estaba aviado. La lucha antimasónica y la antijudaica volvían a estar en manos serias.