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El diablo en el siglo XIX

14 de abril de 1897

Querido capitán Simonini:

De nuevo: allá donde vos tenéis ideas confusas, a mí se me despiertan recuerdos más vivaces.

Veamos, me parece que yo me encuentro primero con el señor Hébuterne y luego con el padre Bergamaschi. Voy en vuestro nombre, para recibir dinero que deberé (o debería) darle a León Taxil. Luego, esta vez en nombre del notario Fournier, voy a ver a León Taxil.

—Señor —le digo—, no quiero escudarme en mi hábito para invitaros a reconocer a ese Cristo Jesús del que os estáis haciendo mofa, y me resulta indiferente que os vayáis al infierno. No estoy aquí para prometeros la vida eterna, estoy aquí para deciros que una serie de publicaciones que denuncien los crímenes de la masonería encontrarían un público de bienpensantes que no dudo en definir harto amplio. Quizás no imagináis lo que puede rentarle a un libro el apoyo de todos los conventos, de todas las parroquias, de todos los arzobispados no digo de Francia sino, con el paso del tiempo, del mundo entero. Para probaros que no estoy aquí para convertiros sino para haceros ganar dinero, os diré al punto cuáles son mis módicas pretensiones. Bastará con que firméis un documento que me asegura a mí (o mejor, a la pía congregación que represento) el veinte por ciento de vuestros derechos futuros, y yo os pondré en contacto con quienes saben incluso más que vos de misterios masónicos.

Me imagino, capitán Simonini, que habíamos acordado que el famoso veinte por ciento de los derechos de Taxil había que dividirlo entre nosotros dos. A fondo perdido, le hice otra oferta:

—Hay también setenta y cinco mil francos para vos, no preguntéis de quién proceden, quizás mi hábito podrá sugeriros algo. Setenta y cinco mil francos que son vuestros, aun antes de empezar, en blanco, con tal de que mañana deis público anuncio de vuestra conversión. De estos setenta y cinco mil francos, digo setenta y cinco mil, no tendréis que pagar ningún porcentaje, porque tenéis que véroslas con personas, quienes me mandan y yo, para las cuales el dinero es estiércol del diablo.

Contad: son setenta y cinco mil.

Tengo la escena delante de mis ojos, como si mirara un daguerrotipo.

Tuve la pronta sensación de que a Taxil no le impresionaban tanto los setenta y cinco mil francos y la promesa de derechos futuros (aunque todo ese dinero encima de la mesa le había hecho brillar los ojos), como la idea de dar un vuelco y de convertirse, él, el anticlerical encallecido, en un ferviente católico. Saboreaba el asombro de los demás, y las noticias que escribirían sobre él en las gacetas. Mucho mejor que inventarse una ciudad romana en el fondo del Léman.

Reía con gusto, y ya hacía proyectos sobre los libros futuros, incluidas las ideas para las ilustraciones.

—Oh —decía—, ya me veo todo un tratado, más novelesco que una novela, sobre los misterios de la masonería. Un Bafomet alado en la cubierta, y una cabeza cortada, para recordar los ritos satánicos de los templarios… Voto a Dios (perdonad la expresión, señor abate), será la noticia del día. En resumidas cuentas, a pesar de lo que decían esos librejos míos, ser católico, y creyente, y estar en buenas relaciones con los curas, es algo muy digno, también para mi familia y para los vecinos de casa, que a menudo me miran como si hubiera crucificado yo a Nuestro Señor Jesucristo. Pero ¿quién decís que podría ayudarme?

—Os presentaré a un oráculo, una criatura que en estado de hipnosis cuenta cosas increíbles sobre los ritos paládicos.

El oráculo debía de ser Diana Vaughan. Era como si lo supiera todo de ella. Me acuerdo de que una mañana fui a Vincennes, como si conociera desde siempre la dirección de la clínica del doctor Du Maurier. La clínica es una casa de medianas dimensiones, con un jardín pequeño pero gracioso, donde se sientan algunos pacientes con aire en apariencia tranquilo, disfrutando del sol e ignorándose apáticamente el uno al otro.

Me he presentado al doctor Du Maurier, recordándole que vos le habíais hablado de mí. He citado de modo vago una asociación de damas piadosas que se dedica a jovencitas mentalmente trastornadas y me ha parecido que se sentía aliviado de un peso.

—Debo preveniros —ha dicho— que hoy Diana está en la fase que he definido como normal. El capitán Simonini os habrá contado el caso, en esta fase tenemos a la Diana perversa, para entendernos, la que se considera adepta de una misteriosa secta masónica. Para no alarmarla os presentaré como un hermano masón…, espero que a un eclesiástico no le moleste…

Me introdujo en un cuarto amueblado simplemente con un armario y una cama donde, en un sillón forrado con tela blanca, había una mujer de delicadas facciones regulares, con suaves cabellos de un rubio cobrizo reunidos en la coronilla, una mirada altanera y la boca pequeña y bien dibujada. Los labios se fruncieron en seguida en una mueca de ludibrio:

—¿El doctor Du Maurier quiere arrojarme entre los maternales brazos de la Iglesia? —preguntó.

—No, Diana —le dijo Du Maurier—, a pesar del hábito, el abate es un hermano.

—¿De qué obediencia? —preguntó en seguida Diana.

Me defendí con cierta habilidad:

—No me está permitido decirlo —susurré cauto— y quizás vos sabéis por qué…

La reacción fue apropiada:

—Entiendo —dijo Diana—. Os manda el Gran Maestre de Charleston. Me alegra de que podáis transmitirle mi versión de los hechos. La reunión era en la rue Croix Nivert, en la logia Les Coeurs Unis Indivisibles, vos sin duda la conoceréis. Había de ser iniciada como Maestra Templaria, y me presentaba con toda la humildad posible para adorar al único dios bueno, Lucifer, y abominar del dios malo, Adonai, el dios padre de los católicos. Me acerqué llena de ardor, creedme, al altar del Bafomet donde me esperaba Sofía Safo, que se puso a interrogarme sobre los dogmas paládicos, y siempre con humildad respondí: ¿cuál es el deber de una Maestra Templaria? Execrar a Jesús, maldecir a Adonai, venerar a Lucifer. ¿No lo habría deseado así el Gran Maestre? —Y, al preguntar, Diana me agarró las manos.

—Cierto, así es —respondí cauto.

—Y yo pronuncié la oración ritual, ¡ven ven, oh gran Lucifer, oh gran calumniado por curas y reyes! Y temblaba de emoción cuando toda la asamblea, cada uno levantando su puñal, gritaba: «¡Nekam Adonai, Nekam!». Pero entonces, mientras subía al altar, Sofía Safo me presentó una patena, de esas que sólo había visto en las tiendas de objetos religiosos y, mientras yo me preguntaba qué hacía en aquel lugar ese horrible instrumento del culto romano, la Gran Maestra me explicó que, así como Jesús había traicionado al verdadero dios, había suscrito en el Tabor un pacto nefario con Adonai y había subvertido el orden de las cosas transformando el pan en su propio cuerpo, era nuestro deber apuñalar esa hostia blasfema con la que los curas renovaban cada día la traición de Jesús. Decidme, señor, ¿quiere el Gran Maestre que este gesto forme parte de una iniciación?

—No me toca a mí pronunciarme. Quizás sea mejor que me digáis vos qué hicisteis.

—Me negué, obviamente. Apuñalar la hostia significa creer que es de verdad el cuerpo de Cristo, mientras que un paladista debe negarse a creer en esa mentira.

¡Apuñalar la hostia es un rito católico para católicos creyentes!

—Creo que tenéis razón —dije—. Me haré embajador de vuestra justificación ante el Gran Maestre.

—Gracias, hermano —dijo Diana, y me besó las manos. Luego, casi con negligencia, desabotonó la parte superior de su camisola, mostrando un hombro blanquísimo y mirando con aire invitante. Pero de golpe, se derrumbó en el sillón, como presa de movimientos convulsivos. El doctor Du Maurier llamó a una enfermera, y juntos transportaron a la jovencita a la cama. El doctor dijo:

—Normalmente, cuando tiene una crisis de este tipo pasa de una condición a la otra. Todavía no ha perdido el conocimiento, hay sólo una contractura de la mandíbula y de la lengua. Es suficiente una ligera compresión ovárica…

Al cabo de un poco, la mandíbula inferior se bajó, desviando hacia la izquierda, la boca se quedó atravesada, abierta de modo que se veía la lengua en el fondo, curvada en semicírculo, con la punta invisible, como si la enferma fuera a tragársela. Luego la lengua se relajó, se alargó bruscamente, un trozo asomó de la boca, entrando y saliendo a gran velocidad, como de la boca de una serpiente. Por último lengua y mandíbula volvieron a su estado natural, y la enferma pronunció algunas palabras:

—La lengua… me está desollando el paladar… Tengo una araña en la oreja…

Tras un breve descanso, la enferma mostró una nueva contractura de la mandíbula y de la lengua, calmada de nuevo con una compresión ovárica, y poco después, la respiración se volvió penosa, de la boca salían pocas frases entrecortadas, la mirada se había vuelto fija, las pupilas se habían dirigido hacia arriba, todo el cuerpo se había puesto rígido; los brazos se contrajeron ejecutando un movimiento de circunducción, las muñecas se tocaban por la parte dorsal, las extremidades inferiores se extendían…

—Pie equino varo —comentó Du Maurier—. Es la fase epileptoide. Normal.

Veréis que seguirá la fase clównica…

La cara se congestionó progresivamente, la boca se abría y se cerraba rítmicamente y salía una baba blanca en forma de grandes burbujas. Ahora la enferma emitía gritos y gemidos como «¡Uh!, ¡uh!», los músculos de la cara eran presa de espasmos, los párpados se abrían y se cerraban alternativamente; como si la enferma fuera una acróbata, su cuerpo se curvaba como un arco y no se apoyaba sino en la nuca y en los pies.

Durante algunos segundos se asistió al horrible espectáculo circense de una marioneta desarticulada que parecía haber perdido su peso, luego la enferma volvió a caer en la cama y empezó a adoptar actitudes que Du Maurier definía «pasionales», primero casi de amenaza, como si quisiera rechazar a un agresor, luego casi como un pilluela, como si le guiñara el ojo a alguien. Al punto adoptó el aspecto lúbrico de una furcia que invita al cliente con movimientos obscenos de la lengua, luego se colocó en pose de súplica amorosa, la mirada húmeda, los brazos tendidos y las manos juntas, los labios extendidos como para invocar un beso, por último giró los ojos tan arriba que mostraba sólo el blanco de la córnea, y estalló en un deliquio erótico:

—Oh, mi buen señor —decía con voz rota—; oh, serpiente amadísima, sagrado áspid… Soy tu Cleopatra…, aquí en mi pecho…, te amamantaré…, oh, amor mío penétrame toda…

—Diana ve una serpiente sagrada que la penetra; otras ven al Sagrado Corazón que las posee. Ver una imagen fálica o una imagen masculina dominante y ver a quien la violó en su infancia —me decía Du Maurier—, a veces, para una histérica es lo mismo. Quizás hayáis visto, reproducida en grabados, la santa Teresa de Bernini: no la distinguiríais de esta desventurada. Una mística es una histérica que ha encontrado a su confesor antes que a su médico.

Mientras tanto, Diana había adoptado la posición de una crucificada y había entrado en una nueva fase, en la que empezaba a proferir oscuras amenazas contra alguien y a anunciar espantosas revelaciones, mientras se revolcaba violentamente en la cama.

—Dejémosla descansar —dijo Du Maurier—, cuando se despierte habrá entrado en la fase segunda, y se afligirá por las cosas horribles que recordará haberos contado. Deberíais decir a vuestras piadosas damas que no se asusten si se producen crisis de este tipo. Bastaría sujetarla y meterle un pañuelo en la boca para que no se muerda la lengua, pero no estará mal hacerle ingerir algunas gotas del líquido que os daré.

Luego añadió:

—La verdad es que a esta criatura hay que tenerla segregada. Y yo no puedo seguir teniéndola aquí, esto no es una cárcel sino un sanatorio, la gente circula, y es útil, terapéuticamente indispensable, que hablen entre ellos, y tengan la impresión de que viven una vida normal y serena. Mis huéspedes no están locos, son sólo personas con los nervios destrozados. Las crisis de Diana pueden impresionar a las demás pacientes, y las confidencias que tiende a hacer en su fase «malvada», sean verdaderas o falsas, turban a todos. Espero que vuestras damas de piedad tengan la posibilidad de aislarla.

La impresión que saqué de aquel encuentro era que el doctor quería liberarse de Diana, pedía que se la mantuviera prácticamente prisionera, y temía que tuviera contactos con los demás. No sólo, también temía en exceso que alguien se tomara en serio lo que contaba, por lo que se guardaba las espaldas, aclarando en seguida que se trataba del delirio de una demente.

Unos días antes había alquilado la casa de Auteuil. Nada especial, pero bastante acogedora. Se entraba en el típico saloncito de una familia burguesa, un sofá color caoba forrado con un viejo terciopelo de Utrecht, cortinas de damasco rojo, una péndola de columnillas sobre la chimenea con dos jarrones de flores bajo una campana de cristal a ambos lados, una repisa apoyada contra un espejo y un suelo de baldosas bien lustroso. Al lado se abría una alcoba, que destiné a Diana: las paredes estaban tapizadas con un tejido gris perla tornasolado y el suelo estaba cubierto por una gruesa alfombra con grandes florones rojos; las cortinas de la cama y de las ventanas eran de la misma tela, surcada por anchas rayas violeta, que rompían su monotonía. Encima de la cama colgaba una cromolitografía que representaba a dos pastorcillos enamorados y en un anaquel había una péndola de marquetería con piedrecillas artificiales, a cuyos lados dos amorcillos regordetes sostenían un ramo de lirios dispuestos en forma de candelabro.

En el piso superior, había otros dos cuartos de dormir. Uno lo reservé a una vieja medio sorda, y proclive a empinar el codo, que tenía el mérito de no ser de esas partes y de estar dispuesta a todo con tal de ganar algo. No consigo recordar quién me la había recomendado, pero me pareció ideal para cuidar de Diana cuando no hubiera nadie más en la casa, y saberla calmar, de sufrir uno de sus ataques.

Entre otras cosas, mientras escribo me doy cuenta de que la vieja no debería tener noticias mías desde hace un mes. Quizás le dejé bastante dinero para sobrevivir, pero ¿hasta cuándo? Debería correr a Auteuil, pero me doy cuenta de que no recuerdo la dirección: Auteuil, ¿dónde? ¿Puedo recorrer toda la zona llamando a todas las puertas para preguntar si ahí vive una histérica paladista de doble personalidad?

En abril, Taxil anunció públicamente su conversión, y ya en noviembre apareció su primer libro con revelaciones candentes sobre la masonería, Les frères trois-points.

En la misma época, lo llevé a ver a Diana. No le oculté su doble condición, y tuve que explicarle que no nos resultaba útil en su condición de jovencita timorata, sino en la de paladista impenitente.

En los últimos meses había estudiado a fondo a la muchacha, y había controlado sus cambios de condición, sedándolos con el líquido del doctor Du Maurier.

Entendí que era exasperante esperar las crisis, imprevisibles, y había que encontrar una forma de hacer que Diana cambiara de condición a la orden: en el fondo, parece que es lo que hace el doctor Charcot con su histéricas.

No tenía el poder magnético de Charcot y fui a buscar en la biblioteca algunos tratados más tradicionales, como De la cause du sommeil lucide del viejo (y auténtico) abate Faria. Inspirándome en ese libro y en alguna lectura más, decidí estrechar con mis rodillas las de la joven, tomarle los pulgares entre dos dedos y mirarla fijamente a los ojos; luego, tras por lo menos cinco minutos, retirar las manos, colocarlas en sus hombros y llevarlas a lo largo de los brazos hasta las extremidades de los dedos cinco o seis veces, posárselas entonces en la cabeza, bajárselas delante del rostro a una distancia de cinco o seis centímetros hasta la cavidad del estómago, bajo las costillas y, por último, hacerlas descender a lo largo del cuerpo hasta las rodillas o incluso hasta la punta de los pies.

Desde el punto de vista del pudor, para la Diana «buena» esto era demasiado invasivo, y al principio amagaba con chillar como si (Dios me perdone) atentara contra su virginidad, pero el efecto era tan seguro que se calmaba casi de golpe, se adormecía algunos minutos y se despertaba en la condición primera. Más fácil resultaba hacerla volver a su condición segunda porque la Diana «malvada»

demostraba experimentar placer con esos tocamientos, aunque intentara dilatar mi manipulación, acompañándola con maliciosos movimientos del cuerpo y gemidos sofocados; por suerte, de ahí a poco no conseguía sustraerse al efecto hipnótico, y se adormecía; si no, habría tenido problemas, tanto en prolongar ese contacto, que me turbaba, como en mantener a freno su repugnante lujuria.

Creo que cualquier individuo de sexo masculino podía considerar a Diana un ser de singular belleza, por lo menos por lo que alcanzo a juzgar yo, a quien el hábito y la vocación han mantenido alejado de las miserias del sexo; y Taxil era, con evidencia, hombre de apetitos vivaces.

El doctor Du Maurier, al cederme a su paciente, me entregó también un baúl lleno de vestidos bastante elegantes que Diana tenía consigo cuando la ingresaron, señal de que su familia de origen había de ser acomodada. Y con evidente coquetería, el día en que le dije que recibiría la vista de Taxil, se arregló con esmero. A pesar de lo ausente que estaba —en ambas condiciones—, le prestaba mucha atención a esos pequeños detalles femeninos.

Taxil quedó prendado de inmediato («Hermosa hembra», me susurró chasqueando los labios) y más tarde, cuando intentaba imitarme en mis procedimientos hipnóticos, tendía a prolongar sus manoseos incluso cuando la paciente estaba ya claramente dormida, de suerte que había de intervenir yo con unos tímidos «Me parece que ya es suficiente».

Tengo la sospecha de que si lo hubiera dejado sólo con Diana cuando estaba en su condición primaria, se habría permitido otras licencias, y ella se las habría concedido. Por lo cual me las arreglaba para que nuestros coloquios con la joven se produjeran siempre entre tres. Mejor dicho, a veces entre cuatro. Porque para estimular las memorias y las energías de la Diana satanista y luciférica (y su humores luciferinos) consideré conveniente ponerla en contacto también con el abate Boullan.

Boullan. Desde que el arzobispo de París lo incapacitara, el abate se había ido a Lyón para unirse a la comunidad del Carmelo, fundada por Vintras, un visionario que celebraba con una gran casulla blanca en la que campeaba una cruz roja invertida y se tocaba con una diadema rematada por un símbolo fálico indio.

Cuando Vintras rezaba, levitaba en el aire, provocando el éxtasis entre sus seguidores. En el curso de sus liturgias, las hostias rezumaban sangre, pero varias voces hablaban de prácticas homosexuales, de ordenaciones de sacerdotisas del amor, de redención a través del libre juego de los sentidos, en fin, cosas todas ellas que a Boullan sin duda se le daban bien. Tanto que a la muerte de Vintras se proclamó su sucesor.

Venía a París por lo menos una vez al mes. No le pareció verdad poder estudiar a una criatura como Diana desde el punto de vista demonológico (para exorcizarla de la mejor forma, decía él, pero ya sabía yo cómo hacía sus exorcismos). Tenía más de sesenta años pero seguía siendo un hombre vigoroso, con una mirada que no puedo evitar definir como magnética.

Boullan escuchaba lo que contaba Diana —y Taxil tomaba religiosamente nota— pero parecía perseguir otros fines, y a veces susurraba en los oídos de la joven incitaciones o consejos de los que no captábamos nada. Aun así, nos resultaba útil, porque entre los misterios de la masonería que había que revelar, estaba sin duda el apuñalamiento de hostias consagradas y las distintas formas de misa negra, y en este campo Boullan era una autoridad. Taxil tomaba apuntes sobre los varios ritos demoníacos y a medida que iban saliendo sus libelos, se explayaba cada vez más sobre estas liturgias, que sus masones practicaban cada dos por tres.

Tras haber publicado algunos libros uno detrás del otro, lo poco que Taxil sabía de la masonería se estaba agotando. Ideas frescas se las daba sólo la Diana «malvada» que afloraba bajo hipnosis y, con los ojos muy abiertos, contaba escenas a las que quizás había asistido, o de las que había oído hablar en Norteamérica, o que sencillamente imaginaba. Eran historias que nos mantenían en vilo, y debo decir que, aun siendo un hombre de experiencia (imagino), estaba escandalizado. Por ejemplo, un día se puso a hablar de la iniciación de su enemiga, Sofía Walder, o Sofía Safo como se quisiera llamar, y no entendíamos si se daba cuenta del sabor incestuoso de toda la escena, ello es que no la narraba en tono de desaprobación sino con la excitación de quien, privilegiada, la había vivido.

—Fue su padre —decía lentamente Diana— quien la durmió y le pasó un hierro candente sobre los labios… Tenía que estar seguro de que el cuerpo estaría aislado de todo asalto que procediera de fuera. Ella llevaba una joya en el cuello, una serpiente enroscada… Pues bien, el padre se la quita, abre una cesta, extrae una serpiente viva, la apoya en su vientre… Es extraordinariamente bella, parece danzar mientras serpentea, sube hacia el cuello de Sofía, se enrolla para ocupar el lugar de la joya… Ahora sube hacia su cara, tiende su lengua, que vibra, hacia sus labios y silbando la besa. Qué… espléndidamente… viscoso es… Ahora Sofía se despierta, tiene la boca espumosa, se levanta y se queda de pie, rígida como una estatua, el padre le desabrocha el corsé, ¡deja al desnudo sus senos! Y ahora con una varita finge escribirle en el pecho una pregunta, y las letras se graban rojas en su carne, y la serpiente que parecía haberse dormido, se despierta silbando y mueve la cola para trazar, siempre en la carne desnuda de Sofía, la respuesta.

—¿Cómo sabes tú todas estas cosas, Diana? —le pregunté.

—Las sé desde que estaba en Norteamérica… Mi padre me inició en el paladismo. Luego vine a París, quizás quiso alejarme… En París encontré a Sofía Safo. Siempre ha sido mi enemiga. Cuando no quise hacer lo que ella quería, me entregó al doctor Du Maurier. Diciéndole que estaba loca.

Voy a ver al doctor Du Maurier para averiguar la procedencia de Diana:

—Debéis entenderme, doctor, mi hermandad no puede ayudar a esta joven si no sabemos de dónde viene, quiénes son sus padres.

Du Maurier me mira como si fuera una pared:

—No sé nada, os lo he dicho. Me fue encomendada por una pariente, que falleció. ¿La dirección de la pariente? Os parecerá extraño, pero ya no lo tengo.

Hace un año hubo un incendio en mi consulta y se perdieron muchos documentos.

No sé nada de su pasado.

—Pero ¿venía de América?

—Quizás, pero habla francés sin acento alguno. Decidles a vuestras piadosas hermanas que no se planteen demasiados problemas porque es imposible que la joven pueda volver del estado en que se encuentra y entrar de nuevo en el mundo.

Y que la traten con dulzura, que le dejen acabar así sus días. Porque os digo que a un estado tan avanzado de histeria no se sobrevive mucho. Un día u otro tendrá una violenta inflamación del útero y la ciencia médica no podrá hacer nada.

Estoy convencido de que miente, quizás también él es un paladista (dejémonos de Gran Oriente) y ha aceptado emparedar viva a una enemiga de la secta. Esto son fantasías mías. Seguir hablando con Du Maurier es perder el tiempo.

Interrogo a Diana, tanto en la condición primera como en la segunda. Parece no recordar nada. Lleva al cuello una cadenilla de oro con un medallón colgado: se ve la imagen de una mujer que se le parece muchísimo. Me he dado cuenta de que el medallón se puede abrir y le he pedido que me muestre lo que hay en su interior, pero se ha negado con énfasis, miedo y salvaje determinación:

—Me lo dio mi madre —repite únicamente.

Habrán pasado unos cuatro años desde que Taxil empezara su campaña antimasónica. La reacción del mundo católico ha ido más allá de nuestras expectativas: en 1887, Taxil es convocado por el cardenal Rampolla a audiencia privada del papa León XIII. Una legitimación oficial de su batalla, y el principio de un gran éxito editorial. Y económico.

Remóntase a este período una esquela que recibo, muy descarnada, pero elocuente: «Abate reverendísimo, me parece que el asunto va más allá de nuestras intenciones: ¿queréis remediar de alguna manera? Hébuterne».

No se puede volver atrás. No lo digo por los derechos de autor que siguen afluyendo de forma excitante, sino por el conjunto de presiones y de alianzas que se han creado con el mundo católico. Taxil es ahora el héroe del antisatanismo, y no quiere renunciar a ese estandarte.

Entre tanto, me llegan también sucintos apuntes del padre Bergamaschi: «Va todo bien, me parece. ¿Y los judíos?».

Ya, el padre Bergamaschi me había recomendado que le arrebatara a Taxil revelaciones picantes no sólo sobre la masonería sino también sobre los judíos. En cambio, tanto Diana como Taxil callaban al respecto. Para Diana la cosa no me sorprendía, quizás en las Américas de las que venía había menos judíos que entre nosotros, y el problema le parecía ajeno. Pero la masonería estaba poblada de judíos, y se lo recordaba a Taxil.

—¿Y qué sé yo? —respondía él—. Nunca me he topado con masones judíos, o no sabía que lo fueran. Nunca he visto a un rabino en una logia.

—No irán vestidos de rabinos. Sé por un padre jesuita muy informado que monseñor Meurin, no un cura cualquiera, sino un arzobispo, probará en un libro que saldrá dentro de poco que todos los ritos masónicos tienen orígenes cabalísticos, que es la cábala judía la que lleva a los masones a la demonolatría…

—Pues dejemos que hable de ellos monseñor Meurin, nosotros ya tenemos bastante carne en el asador.

Esta reticencia de Taxil me ha intrigado durante mucho tiempo (¿no será que es judío? Me he preguntado) hasta que he descubierto que en el curso de sus varias hazañas periodísticas y editoriales ha incurrido en muchos procesos tanto por calumnias como por obscenidades, y ha tenido que pagar multas bastante elevadas.

Por lo tanto, está fuertemente endeudado con algunos usureros judíos, y tampoco ha podido desobligarse todavía (entre otras cosas, porque se gasta alegremente los no pocos ingresos de su nueva actividad antimasónica). Y por ello teme que esos judíos, que por ahora están tranquilos, al sentirse atacados, lo manden a la cárcel por deudas.

Ahora bien, ¿era sólo cuestión de dinero? Taxil era un truhán, pero era capaz de algún sentimiento y, por ejemplo, estaba muy unido a la familia. Por alguna razón, sentía cierta compasión hacia los judíos, víctimas de muchas persecuciones. Decía que los papas habían protegido a los judíos del gueto, si bien como ciudadanos de segunda categoría.

En aquellos años se le subió el éxito a la cabeza: se creía ya el heraldo del pensamiento católico legitimista y antimasónico y decidió dedicarse a la política.

No conseguía seguirlo en aquellas maquinaciones suyas: se presentó como candidato a algún consejo municipal de París y entró en competencia, y en polémica, con un periodista importante como Drumont, comprometido en una violenta campaña antijudía y antimasónica. Muy escuchado por la gente de Iglesia, Drumont empezó a insinuar que Taxil era un intrigante, e «insinuar» quizás sea un término demasiado débil.

Taxil, en el 89 había escrito un libelo contra Drumont y, no sabiendo cómo atacarlo (siendo ambos antimasones), había hablado de su judeofobia como forma de enajenación mental. Y se había abandonado a alguna que otra recriminación contra los pogromos rusos.

Drumont era un polemista de solera y respondió con otro libelo, donde ironizaba sobre ese señor que se elevaba a campeón de la Iglesia, recibiendo abrazos y parabienes de obispos y cardenales, mientras que, apenas unos años antes, había escrito sobre el Papa, los curas y frailes, por no hablar de Jesús y de la Virgen María, todo tipo de chabacanerías e inmundicias. Y había cosas peores.

Varias veces se dio el caso de hablar con Taxil en su casa, allá donde antaño en la planta baja tenía su sede la Librería Anticlerical, y a menudo nos molestaba su esposa que venía a susurrarle algo en los oídos a su marido. Como entendería yo más tarde, por esa dirección todavía seguían pasando numerosos e impenitentes anticlericales para buscar las obras anticatólicas del ya catoliquísimo Taxil, al cual le habían sobrado demasiados ejemplares de almacén para poderlos destruir con el corazón ligero y, por ello, con mucha prudencia, mandando siempre a su esposa y no apareciendo nunca, seguía explotando esa excelente veta. Claro que yo no me había hecho ilusiones sobre la sinceridad de su conversión: el único principio filosófico en el que se inspiraba era que el dinero non olet.

Lo malo es que también Drumont se había dado cuenta y, por consiguiente, atacaba al marsellés no sólo como vinculado de alguna forma a los judíos sino también como anticlerical impenitente. Bastante para suscitar crueles dudas entre nuestros lectores más timoratos.

Era preciso contraatacar.

—Taxil —le dije—, no quiero saber por qué no queréis comprometeros personalmente contra los judíos, ¿no podríamos poner en escena a alguien que se ocupe del tema?

—Con tal de que yo no tenga que ver directamente —respondió Taxil. Y añadió—: En efecto, mis revelaciones ya no bastan, y ni siquiera las patrañas que cuenta nuestra Diana. Hemos creado un público que quiere más, quizás ya no me lean para conocer las tramas de los enemigos de la Cruz sino por pura pasión narrativa, como sucede con esas novelas de intrigas en las que el lector se siente proclive a decantarse por el criminal.

Y así fue como nació el doctor Bataille.

Taxil había descubierto, o reencontrado, a un antiguo amigo, un médico de la Marina que había viajado mucho por los países exóticos, metiendo aquí y allá la nariz en los templos de todo tipo de cenáculos religiosos, pero que, sobre todo, tenía una cultura infinita en el campo de las novelas de aventuras, como por ejemplo, los libros de Boussenard o las relaciones fantasiosas de Jacolliot, tipo Le Spiritisme dans le monde o Voyage aux pays mystérieux . Estaba totalmente de acuerdo con la idea de ir a buscar nuevos argumentos en el universo de la ficción (y por vuestros diarios he sabido que vos no habéis hecho otra cosa al inspiraros en Dumas o en Sue): la gente devora peripecias de tierra y de mar o historias criminales por mero deleite, luego se olvida con facilidad de lo que ha aprendido y, cuando se le cuenta como verdadero algo que ha leído en una novela, nota sólo vagamente que ya había oído algo al respecto, con lo que encuentra confirmación de sus creencias.

El hombre que Taxil reencontró era el doctor Charles Hacks: se había doctorado sobre el parto cesáreo, había publicado algo sobre la marina mercantil pero todavía no había aprovechado su talento narrativo. Parecía presa de etilismo agudo y estaba francamente sin un franco. Por lo que entendí de sus discursos iba a publicar una obra fundamental contra las religiones y el cristianismo como «histeria de la cruz», pero ante las proposiciones de Taxil estaba dispuesto a escribir un millar de páginas contra los adoradores del diablo, para gloria y defensa de la Iglesia.

Recuerdo que en 1892 empezamos una obra monstre titulada Le diable au e XIX siècle, un conjunto de 240 fascículos que se seguirían durante unos treinta meses, en cuya cubierta se veía a un gran Lucifer que se reía sardónico, con alas de murciélago y cola de dragón, y un subtítulo que rezaba: «Los misterios del espiritismo, la francmasonería luciférica, revelaciones completas sobre el paladismo, la teurgia y la goetia y todo el satanismo moderno, el magnetismo oculto, los médiums luciféricos, la cábala de fin de siglo, la magia de la Rosa-Cruz, las posesiones en estado latente, los precursores del Anticristo». Todo ello atribuido a un misterioso doctor Bataille.

Como programamos, la obra no contenía nada que no hubiera sido escrito ya.

Taxil o Bataille saquearon toda la literatura precedente, y construyeron un batiburrillo de cultos subterráneos, apariciones diabólicas, rituales horripilantes, regreso de liturgias templarias con el habitual Bafomet, y cosas de tal calado.

También las ilustraciones estaban copiadas de otros libros de ciencias ocultas, los cuales ya se habían copiado entre ellos. Las únicas imágenes inéditas: los retratos de los grandes maestros masónicos, que tenían un poco la función de esos carteles que en las praderas norteamericanas indican a esos forajidos que hay que encontrar y entregar a la justicia vivos o muertos.

Se trabajaba de modo frenético, Hacks-Bataille, tras abundante ajenjo, relataba a Taxil sus invenciones y Taxil las transcribía, embelleciéndolas, o Bataille se ocupaba de los detalles que concernían a la ciencia médica o al arte de los venenos, y la descripción de las ciudades y de los ritos exóticos que había visto de verdad, mientras Taxil entretejía los últimos delirios de Diana.

Bataille empezaba, por ejemplo, a evocar la roca de Gibraltar como un cuerpo esponjoso atravesado por túneles, cavidades, grutas subterráneas donde se celebraban los ritos de todas las sectas de lo más sacrílegas, o los embustes masónicos de las sectas de la India, o las apariciones de Asmodeo, y Taxil empezaba a trazar el perfil de Sofía Safo. Al haber leído el Dictionnaire infernal de Collin de Plancy, sugería que Sofía había de revelar que las legiones infernales eran seis mil seiscientas sesenta y seis, cada legión estaba formada por seis mil seiscientos sesenta y seis demonios. Aun borracho, Bataille conseguía echar las cuentas y concluía que entre diablos y diablesas se llegaba a la cifra de cuarenta y cuatro millones, cuatrocientos treinta y cinco mil quinientos cincuenta y seis demonios. Nosotros controlábamos, decíamos asombrados que tenía razón, él golpeaba la mesa con la mano y gritaba: «¡Veis, pues, que no estoy borracho!». Y se premiaba hasta que rodaba debajo de la mesa.

Fue apasionante imaginar el laboratorio de toxicología masónica de Nápoles, donde se preparaban los venenos con los que castigar a los enemigos de las logias.

La obra maestra de Bataille fue lo que sin ningún motivo químico llamaba el maná: se encierra un sapo en un jarro lleno de víboras y áspides, se los alimenta sólo con setas venenosas, se añade digital y cicuta, luego se deja morir de hambre a los animales y se rocían los cadáveres con espuma de vidrio pulverizado y euforbia, se introduce todo en un alambique, para absorber su humedad a fuego lento y, por último, se separa la ceniza de los cadáveres de los polvos incombustibles, para obtener así no uno sino dos venenos, uno líquido y el otro en polvo, idénticos en sus efectos letales.

—Ya estoy viendo a cuántos obispos llevarán estas páginas al éxtasis —se reía sardónico Taxil, rascándose la ingle, como hacía en los momentos de gran satisfacción. Y hablaba con conocimiento de causa, porque, con cada nuevo fascículo del Diable, llegábale la carta de algún prelado dándole las gracias por sus valientes revelaciones, que estaban abriendo los ojos a tantos fieles.

A veces se recurría a Diana. Sólo ella podía inventar la Arcula Mystica del Gran Maestre de Charleston, un pequeño cofre del que existían en el mundo sólo siete ejemplares: al levantar la tapa se veía un megáfono de plata, como el pabellón de un cuerno de caza pero más pequeño; a la izquierda, un cable de hilos de plata fijado por una extremidad al aparato y por la otra a un adminículo que se introducía en la oreja para oír la voz de las personas que hablaban desde uno de los otros seis ejemplares. A la derecha, un sapo de bermellón emitía pequeñas llamas a través de su garganta abierta, como para asegurar que la comunicación había sido activada, y siete pequeñas estatuillas de oro representaban tanto a las siete virtudes cardenales de la escala paládica, como a los siete máximos directores masónicos. De este modo, el Gran Maestre, al apretar el pedestal de una estatuilla, alertaba al miembro correspondiente de Berlín o de Nápoles; si el correspondiente no se encontraba en ese momento delante del Arcula, advertía un viento caliente en el rostro, y susurraba, por ejemplo: «Estaré listo dentro de una hora», y, en la mesa del Gran Maestre, el sapo decía en voz alta: «Dentro de una hora».

Al principio nos preguntamos si la historia no resultaría un poco grotesca, entre otras cosas porque ya hacía muchos años que un tal Meucci había patentado su telectrófono o teléfono como se dice ahora. La verdad es que aquellos enseres seguían siendo cosas de ricos, nuestros lectores no tenían por qué conocerlos, y una invención extraordinaria como el Arcula demostraba una indudable inspiración diabólica.

A veces nos veíamos en casa de Taxil, otras en Auteuil; algunas veces nos aventuramos a trabajar en el cuchitril de Bataille, pero el hedor de conjunto que reinaba (alcohol de mala calidad, ropa jamás lavada y comida sobrante de semanas) nos aconsejaron evitar aquellas sesiones.

Uno de los problemas que nos habíamos planteado era cómo caracterizar al general Pike, el Gran Maestre de la Masonería Universal que desde Charleston dirigía los destinos del mundo. Pero no hay nada más inédito que lo que ya se ha publicado.

Nada más empezar las publicaciones de Le Diable salía el esperado volumen de monseñor Meurin, arzobispo de Port-Louis (¿dónde demonios estaba?), La FrancMaçonnerie Synagogue de Satan, y el doctor Bataille, que mascaba el inglés, había encontrado durante sus viajes The Secret Societies, un libro publicado en Chicago en 1873, por el general John Phelps, enemigo declarado de las logias masónicas.

No teníamos sino que repetir lo que decían estos libros para dibujar mejor la imagen de este Gran Viejo, gran sacerdote del paladismo mundial, quizás fundador del Ku Klux Klan y participante en la conjura que llevó al asesinato de Lincoln.

Decidimos que el Gran Maestre del Supremo Consejo de Charleston debería adornarse con los títulos de Hermano General, Soberano Comendador, Maestro Experto de La Gran Logia Simbólica, Maestro Secreto, Maestro Perfecto, Secretario Íntimo, Preboste y Juez, Maestro Elegido de los Nueve, Ilustre Elegido de los Quince, Sublime Caballero Elegido, Jefe de las Doce Tribus, Gran Maestro Arquitecto, Gran Elegido Escocés de la Bóveda Sagrada, Perfecto y Sublime Masón, Caballero de Oriente o de la Espada, Príncipe de Jerusalén, Caballero de Oriente y de Occidente, Soberano Príncipe Rosa-Cruz, Gran Pontífice de la Jerusalén Celeste, Gran Patriarca, Venerable Gran Maestro ad vitam de Todas las Logias Simbólicas, Caballero Prusiano Noaquita, Gran Maestro de la Llave, Príncipe del Líbano y del Tabernáculo, Caballero de la Serpiente de Bronce, Soberano Comendador del Templo, Caballero del Sol, Príncipe Adepto, Gran Escocés de San Andrés de Escocia, Gran Elegido Caballero Kadosch, Perfecto Iniciado, Gran Inspector Inquisidor Comendador, Sublime Príncipe del Real Secreto, Treinta y Tres, Poderosísimo y Potentísimo Soberano Comendador General, Gran Maestro Conservador del Sagrado Paladio, Soberano Pontífice de la Francmasonería Universal.

Y citábamos una carta suya donde se condenaban los excesos de algunos hermanos de Italia y de España que, «movidos por un odio legítimo hacia el Dios de los curas», glorificaban a su adversario bajo el nombre de Satán, ser inventado por la impostura sacerdotal cuyo nombre jamás habría de ser pronunciado en una logia. De este modo, se condenaban las prácticas de una logia genovesa que había ostentado en una manifestación pública una bandera con el rótulo «¡Gloria a Satán!», pero luego se descubría que la condena era contra el satanismo (superstición cristiana) mientras la religión masónica debía ser mantenida en la pureza de la doctrina luciferiana. Habían sido los curas, con su fe en el diablo, los que habían creado a Satán y a los satanistas, brujas, brujos, hechiceros y magia negra, mientras que los luciferianos eran adeptos de una magia luminosa, como la de los templarios, sus antiguos maestros. La magia negra era la de los seguidores de Adonai, el Dios malvado adorado por los cristianos, que ha transformado la hipocresía en santidad, el vicio en virtud, la mentira en verdad, la fe en lo absurdo en ciencia teológica, y cuyos actos en todo su conjunto testimonian la crueldad, la perfidia, el odio por el hombre, la barbarie, el rechazo de la ciencia. Lucifer es, al contrario, el Dios bueno que se opone a Adonai, como la luz se opone a la sombra.

Boullan intentaba explicarnos las diferencias entre los distintos cultos de lo que para nosotros era sencillamente el demonio:

—Para algunos, Lucifer es el ángel caído que ya se ha arrepentido y podría convertirse en el futuro Mesías. Hay sectas exclusivamente de mujeres que consideran a Lucifer un ser femenino, y positivo, opuesto al Dios masculino y malvado. Otros lo ven como el Satán maldito por Dios, pero consideran que Cristo no hizo lo suficiente por la humanidad y, por lo tanto, se dedican a la adoración del enemigo de Dios (y éstos son los verdaderos satanistas, los que celebran las misas negras y esas otras cosas). Hay adoradores de Satán que persiguen sólo su gusto por las prácticas de brujería, el envoutement, el sortilegio, y otros que hacen del satanismo una auténtica religión. Entre ellos hay personas que parecen organizadores de cenáculos culturales, como José Péladan, o peor aún, Estanislao de Guaita, que cultiva el arte del envenenamiento. Y luego están los paladistas. Un rito para pocos iniciados, del que formaba parte también un carbonario como Mazzini; y se dice que la conquista de Sicilia por parte de Garibaldi fue obra de los paladistas, enemigos de Dios y de la monarquía.

Le pregunté por qué acusaba de satanismo y de magia negra a adversarios como Guaita y Péladan, mientras me resultaba, por los chismes parisinos, que ellos le acusaban de satanismo precisamente a él.

—Ea —me dijo—, en este universo de las ciencias ocultas los límites entre Bien y Mal son sutilísimos, y lo que para unos es Bien para otros es Mal. A veces, también en las historias antiguas, la diferencia entre un hada y una bruja estriba sólo en su edad y belleza.

—¿Y cómo actúan estos sortilegios?

—Se dice que el Gran Maestre de Charleston entró en contraste con un tal Gorgas, de Baltimore, jefe de un rito escocés disidente. Entonces consiguió apoderarse, corrompiendo a su lavandera, de un pañuelo que le pertenecía. Lo puso a macerar en agua salada y, cada vez que añadía sal, murmuraba: «Sagrapim melanchtebo rostromouk elias phitg». Luego puso a secar la tela sobre un fuego alimentado con ramas de magnolia, y durante tres semanas, cada sábado, pronunciaba una invocación a Moloch, manteniendo los brazos extendidos y el pañuelo desplegado en sus manos abiertas, como si le ofreciera una dádiva al demonio. El tercer sábado, entrada la tarde, quemó el pañuelo en una llama de alcohol, colocó la ceniza en un plato de bronce, la dejó reposar toda la noche y la mañana siguiente amasó la ceniza con cera y modeló una muñeca, un monigote.

Estas creaciones diabólicas se llaman dagydes. Puso la dagyde bajo un globo de cristal alimentado por una bomba neumática con la cual creó, en el globo, el vacío absoluto. A esas alturas su adversario empezó a notar una serie de dolores atroces cuyo origen no conseguía entender.

—¿Y murió?

—Ésas son sutilezas, quizás no se quería llegar a tanto. Lo que cuenta es que con la magia se puede obrar a distancia, y es lo que Guaita y compañía están haciendo conmigo.

No quiso decirme nada más, pero Diana, que lo escuchaba, lo seguía con miradas de adoración.

En el momento oportuno, cediendo a mis presiones, Bataille le dedicó un buen capítulo a la presencia de los judíos en las sectas masónicas, remontándose hasta los ocultistas del siglo XVIII, denunciando la existencia de quinientos mil masones judíos federados de forma clandestina junto a las logias oficiales, de suerte que sus logias no llevaban un nombre sino sólo una cifra.

Fuimos tempestivos. Paréceme que, justo en aquellos años, algún periódico había empezado a usar una buena expresión, «antisemitismo». Nos introducíamos en un filón «oficial», la espontánea desconfianza antijudía se convertía en doctrina, como el cristianismo o el idealismo.

En aquellas sesiones estaba presente también Diana que, cuando mencionamos las logias judías, pronunció más de una vez: «Melquisedec, Melquisedec». ¿Qué recordaba? Siguió:

—Durante el consejo patriarcal, el distintivo de los judíos masones…, una cadena de plata en el cuello que lleva una placa de oro…, representa a las tablas de la ley…, la ley de Moisés…

La idea era buena, y ahí teníamos a nuestra judería reunida en el templo de Melquisedec, intercambiándose señales de reconocimiento, contraseñas, saludos y juramentos que tenían que ser de matriz bastante judía, como Grazzin Gaizim, Javan Abbadon, Bamachec Bamearach, Adonai Bego Galchol. Naturalmente, en la logia no se hacía otra cosa que amenazar a la Santa Romana Iglesia y al Adonai de siempre.

De este modo, Taxil (cubierto por Bataille), de un lado, satisfacía a sus poderdantes eclesiásticos y, por el otro, no irritaba a sus acreedores judíos.

Aunque ya podría haberles pagado: en el fondo, al cabo de los primeros cinco años, Taxil había ingresado trescientos mil francos de derechos (netos), de los cuales sesenta mil habían sido para mí.

Hacia 1894, creo, los periódicos no hacían sino hablar del caso de un capitán del ejército, un tal Dreyfus, que había vendido informaciones militares a la embajada prusiana. Ni que lo hubiera hecho adrede, el muy felón era judío. Drumont se arrojó inmediatamente sobre el caso Dreyfus, y yo juzgaba que también los fascículos de Le Diable habían de contribuir con revelaciones extraordinarias.

Ahora bien, Taxil decía que en las historias de espionaje militar siempre era mejor no inmiscuirse.

Sólo después entendí lo que él había intuido: hablar de la contribución judía a la masonería era una cosa, pero poner por en medio a Dreyfus significaba insinuar (o revelar) que Dreyfus además de judío era masón, y habría sido una jugada poco prudente, dado que (prosperando la masonería de forma especial en el ejército) con toda probabilidad eran masones muchos de los altos oficiales que lo estaban procesando.

Por otra parte, no nos faltaban vetas por explotar y, desde el punto de vista del público que nos habíamos construido, nuestras cartas eran mejores que las de Drumont.

Casi un año después de la aparición de Le Diable, Taxil nos dijo:

—A fin de cuentas, lo que aparece en Le Diable es obra del doctor Bataille, ¿por qué deberíamos prestarle fe? Necesitamos una paladista convertida que revele los misterios más ocultos de la secta. Y además, ¿se ha visto jamás una buena novela sin una mujer? Hemos pintado a Sofía Safo con los colores más negros, no podría suscitar la simpatía de los lectores católicos, aunque se convirtiera. Necesitamos a alguien que resulte amable en el acto, aunque todavía sea satanista, como si tuviera el rostro iluminado por la conversión inminente, una paladista ingenua seducida por la secta de los francmasones, que poco a poco se va liberando de ese yugo y vuelve entre los brazos de la religión de sus antepasados.

—Diana —dije entonces—. Diana es casi la imagen viva de lo que puede ser una pecadora convertida, dado que es la una o la otra casi a la carta.

Así que en el fascículo 89 de Le Diable entraba en escena Diana.

A Diana la introdujo Bataille; empero, para hacer más creíble su aparición, acto seguido Diana le escribió una carta diciéndose poco contenta de la forma en la que se la había presentado, e incluso criticaba su imagen, publicada según el estilo de los fascículos de Le Diable. Debo decir que el retrato era más bien masculino y al momento ofrecimos una imagen más femenina de Diana, sosteniendo que la había hecho un dibujante que había ido a verla a su hotel parisino.

Diana se estrenaba con la revista Le Palladium régéneré et libre, que se presentaba como expresión de paladistas secesionistas, los cuales tenían el valor de describir el culto de Lucifer en todos sus pormenores, y las expresiones blasfemas usadas en el transcurso de esos ritos. El horror por el paladismo aún profesado era tan evidente que un tal canónigo Mustel, en su Revue Catholique, hablaba de la disidencia paladista de Diana como de la antecámara de una conversión. Diana se manifestaba enviándole a Mustel dos billetes de cien francos para sus pobres.

Mustel invitaba a sus lectores a rezar por la conversión de Diana.

Juro que a Mustel ni lo inventamos ni lo pagamos nosotros, pero parecía seguir un guión que hubiéramos escrito. Y junto a su revista, también tomaba partido La Semaine Religieuse, inspirada por monseñor Fava, obispo de Grenoble.

En junio del 95, creo, Diana se convertía y en seis meses publicaba, siempre en fascículos, Mémoires d’une ex-palladiste. Los que se habían abonado a los fascículos del Palladium Régéneré (que, naturalmente, cesaba las publicaciones) podían pasar su abono a las Mémoires o pedir el reembolso del dinero. Tengo la impresión de que, salvo algunos fanáticos, los lectores aceptaron el cambio de chaqueta. En el fondo, la Diana convertida contaba historias igual de fantasiosas que la Diana pecadora, y era esto lo que necesitaba el público: en definitiva, era la idea fundamental de Taxil, no hay diferencia entre contar los amores serviles de Pío IX o los ritos homosexuales de algún satanista masón. La gente quiere historias prohibidas, y basta.

E historias prohibidas prometía Diana: «Escribiré para dar a conocer todo, todo lo que ha sucedido en los Triángulos y todo lo que he logrado impedir en la medida de mis fuerzas, lo que siempre he despreciado y lo que creía ser bueno. El público juzgará…».

Bravo Diana. Habíamos creado un mito. Ella no lo sabía, vivía en la enajenación a cuenta de las drogas que le suministrábamos para mantenerla tranquila, y obedecía sólo a nuestras (Dios mío, no, a sus) caricias.

Revivo momentos de gran excitación. En la angélica Diana convertida se prendían ardores y amores de clérigos y obispos, madres de familia, pecadores arrepentidos.

El Pèlerin contaba que una tal Louise, gravemente enferma, había sido admitida a la peregrinación a Lourdes bajo los auspicios de Diana y se curó milagrosamente.

La Croix, el mayor cotidiano católico, escribía: «Acabamos de leer las pruebas de imprenta del primer capítulo de las Memorias de una ex paladista cuya publicación va a iniciar miss Vaughan, y todavía nos sentimos embargados por una emoción indecible. Qué admirable es la gracia de Dios en las almas que a ella se entregan…». Un monseñor Lazzareschi, delegado de la Santa Sede en el Comité Central de la Unión Antimasónica, hizo celebrar un triduo de acción de gracias por la conversión de Diana en la iglesia del Sagrado Corazón en Roma, y un himno a Juana de Arco, atribuido a Diana (pero se trataba del aria de una obra musical compuesta por un amigo de Taxil para no sé qué sultán o califa musulmán) fue ejecutado en las fiestas antimasónicas del Comité Romano y cantado también en algunas basílicas.

También aquí, como si la cosa la hubiéramos inventado nosotros, intervino a favor de Diana una mística carmelita de Lisieux en olor de santidad a pesar de su joven edad. Esta madre Teresita del Niño Jesús y de la Santa Faz, habiendo recibido una copia de las memorias de Diana convertida, se conmovió tanto por nuestra criatura que la introdujo como personaje en una obrilla teatral escrita para sus hermanas, El triunfo de la humildad, donde entraba en escena incluso Juana de Arco. Y vestida de Juana de Arco le envió una foto a Diana.

Mientras las memorias de Diana se traducían a más lenguas, el cardenal vicario Parocchi se congratulaba con ella por esa conversión que definía como «uno de los más magníficos triunfos de la Gracia»; monseñor Vincenzo Sardi, secretario apostólico, escribía que la Providencia había permitido a Diana formar parte de esa secta infame precisamente para que pudiera luego aplastarla mejor y la Civiltà Cattolica afirmaba que miss Diana Vaughan, «llamada de la profundidad de las tinieblas a la luz de Dios, vuélvese hacia la Iglesia para servirla con sus preciosas publicaciones que no tienen igual por su utilidad y exactitud».

Veía a Boullan cada vez más a menudo en Auteuil. ¿Cuáles eran sus relaciones con Diana? Alguna vez, al volver inopinadamente a Auteuil, habíalos sorprendido abrazados, con Diana mirando hacia el techo con aire estático. Quizás había entrado en la condición segunda, acababa de confesarse, y disfrutaba de su purificación. Más sospechosas me parecían las relaciones de esa mujer con Taxil.

Siempre por volver inesperadamente, la sorprendí en el sofá, medio desvestida, abrazando a un Taxil con el rostro cianótico. Perfecto, me dije, alguien tendrá que satisfacer los apetitos carnales de la Diana «malvada», y no quisiera ser yo. Ya causa impresión tener relaciones carnales con una mujer, imaginémonos con una loca.

Cuando me encuentro con la Diana «buena», ella apoya virginal su cabeza en mi hombro y llorando me implora que la absuelva. La tibieza de esa cabeza en mi mejilla, y ese aliento que sabe a penitencia, me provocan ciertos estremecimientos, por lo que prontamente me aparto, invitando a Diana a que se arrodille ante alguna imagen sagrada e invoque el perdón.

En los círculos paládicos (¿existían de veras? Muchas cartas anónimas parecían probarlo, entre otras cosas porque no hay como hablar de algo para lograr que exista), se proferían oscuras amenazas hacia la traidora Diana. Y, entre tanto, sucedió algo que se me escapa. Antójaseme decir: la muerte del abate Boullan.

Empero, lo recuerdo nebulosamente junto a Diana en los años más recientes.

Le he pedido demasiado a mi memoria. Es fuerza que repose.