Taxil
Del diario del 13 de abril de 1897
Simonini se devanaba los sesos para entender quién habría entrado en su casa —y en la de Dalla Piccola—. Empezaba a recordar que desde principios de los años ochenta dio en frecuentar el salón de Juliette Adam (la había conocido en la librería de la rue de Beaune como madame Lamessine), que en ese salón había conocido a Yuliana Dimitrievna Glinka y que a través de ésta había entrado en contacto con Rachkovski. Estaba seguro de que, si alguien se había introducido en su casa (o en la de Dalla Piccola), lo había hecho por encargo de uno de esos dos, y empezaba a recordarlos como rivales en una misma jauría.
Ahora bien, habían pasado unos quince años desde entonces, densos de vicisitudes. ¿Desde cuándo le seguían la pista los rusos?
O ¿no habrían sido los masones? Debía de haber hecho algo para irritarlos, quizá buscaban en su casa documentos comprometedores que él poseía. En aquellos años, intentaba ponerse en contacto con el ambiente masónico, tanto para satisfacer a Osmán Bey como por causa del padre Bergamaschi, que lo atosigaba porque en Roma estaban a punto de desatar un ataque frontal contra la masonería (y contra los judíos que la inspiraban) para el que necesitaban material fresco; tenían tan poco que la Civiltà Cattolica, la revista de los jesuitas, se vio obligada a volver a publicar la carta de Simonini abuelo a Barruel, aun habiendo sido publicada tres años antes en el Contemporain.
Nuestro notario reconstruía: se preguntaba, en aquella época, si de veras sería conveniente para él entrar en una logia. Estaría sometido a algún tipo de obediencia, debería participar en reuniones, no podría rechazar favores a los cofrades. Todo ello disminuiría su libertad de acción. Y además, no se podía excluir que una logia, para aceptarlo, hiciera averiguaciones sobre su vida actual y sobre su pasado, cosa que no debía permitir. Quizá era más conveniente chantajear a algún masón y usarlo como informador. Un notario que había redactado tantos testamentos falsos, y para fortunas de cierta entidad, tenía que haberse topado con algún dignatario masónico.
Y ni siquiera era necesario poner por obra chantajes explícitos. Simonini, desde hacía algunos años, había decidido que pasar de mouchard a espía internacional le había rentado bastante, no cabía duda, pero no lo suficiente para sus ambiciones. Hacer de espía lo obligaba a una existencia casi clandestina, mientras que con la edad sentía cada vez más la necesidad de una vida social rica y honorable. De ese modo, identificó su verdadera vocación: no consistía en ser un espía sino en hacer creer públicamente que era un espía, y un espía que trabajaba en mesas distintas, de modo que jamás se supiera para quien estaba recogiendo informaciones, y cuántas informaciones tenía.
Ser tomado por un espía era muy rentable porque todos intentaban sacarle secretos que consideraban inestimables, y estaban dispuestos a gastar mucho para arrancarle alguna confidencia. Pero como no querían descubrirse, tomaban como pretexto su actividad de notario, compensándola sin pestañear apenas él presentaba una nota exorbitante. Lo interesante era que no sólo pagaban demasiado por un servicio notarial de ninguna relevancia sino que tampoco recogían información alguna. Sencillamente, pensaban haberlo comprado y aguardaban con paciencia alguna noticia.
El Narrador considera que Simonini estaba adelantado con respecto a los tiempos nuevos: en el fondo, con la difusión de la prensa libre y de los nuevos sistemas de información, desde el telégrafo a la radio ya inminente, las noticias reservadas se volvían cada vez más escasas, y ello habría podido provocar la crisis de la profesión del agente secreto. Mejor no poseer ningún secreto y hacer creer que uno lo poseía. Era como vivir de rentas o disfrutar de las entradas de una patente: tú te rascas la barriga, los demás se jactan de haber recibido de ti revelaciones perturbadoras, tu fama cobra vigor, y el dinero te llega sin mover un dedo.
¿Con quién entrar en contacto que, sin estar chantajeado directamente, pudiera temerlo? El primer nombre que se le ocurrió era el de Taxil. Recordaba haberlo conocido cuando le había fabricado determinadas cartas (¿de quién?, ¿a quién?) y él le había hablado con cierta afectación de su adhesión a la logia Le Temple des amis de l’honneur français . ¿Era Taxil el hombre adecuado? No quería dar pasos falsos y fue a pedirle informaciones a Hébuterne. Su nueva referencia, a diferencia de Lagrange, nunca cambiaba el lugar de sus citas: se veían siempre en el fondo de la nave central de Notre-Dame.
Simonini le preguntó qué sabían los servicios de Taxil. Hébuterne se echó a reír:
—Solemos ser nosotros los que os pedimos informaciones a vos, no al contrario. Esta vez, en cambio, os saldré al encuentro. El nombre me dice algo, pero no es un asunto de los servicios, sino tema de gendarmes. Os haré saber algo dentro de algunos días.
La relación llegó antes del fin de semana y era interesante. Se decía que Marie Joseph Gabriel Antoine Jogand-Pagès, llamado Léo Taxil, nació en Marsella en 1854, había ido a un colegio de los jesuitas y, como obvia consecuencia, hacia los dieciocho años había empezado a colaborar con periódicos anticlericales. En Marsella, frecuentaba mujeres de malas costumbres, entre las cuales una prostituta condenada a doce años de trabajos forzados por haber matado a su casera, y otra posteriormente arrestada por tentativa de homicidio de su amante. Quizá la policía le imputaba con cierta mezquindad relaciones ocasionales, y era extraño porque resultaba también que Taxil había trabajado para la justicia aportando informaciones sobre los ambientes republicanos que frecuentaba. Es posible que incluso los policías se avergonzaran de él porque una vez había sido denunciado por la publicidad de unos supuestos Caramelos del Serrallo que eran, en efecto, píldoras afrodisíacas. Todavía en Marsella en 1873, había mandado una serie de cartas a los periódicos locales, todas ellas con firmas falsas de pescadores, avisando de que el golfo estaba infestado de tiburones, y se creó una alarma notable.
Más tarde, condenado por artículos contrarios a la religión, huyó a Ginebra. Ahí puso en circulación noticias sobre la existencia de restos de una ciudad romana en el fondo del Léman, atrayendo a enjambres de turistas. Expulsado de Suiza por difusión de noticias falsas y tendenciosas, se establecía primero en Montpellier y luego en París, donde fundaba una Librairie Anticléricale en la rue des Écoles. Lo acababan de aceptar en una logia masónica y al cabo de poco lo expulsaban por indignidad. Ahora parecía que la actividad anticlerical ya no le rendía como antaño y estaba abrumado por las deudas.
Simonini empezaba a recordarlo todo sobre Taxil. Había producido una serie de libros que además de anticlericales eran netamente antirreligiosos, como una Vida de Jesús narrada a través de viñetas muy poco respetuosas (por ejemplo, sobre las relaciones entre María y la paloma del Espíritu Santo). También había escrito una novela en plan tenebroso, El hijo del jesuita, que era la prueba de que su autor era un truhán: en efecto, en la primera página incluía una dedicatoria a Giuseppe Garibaldi («Que yo amo como un padre»), y hasta ahí nada que opinar, si no fuera porque la portada anunciaba una «Introducción»
del mismísimo Garibaldi. Se titulaba «Pensamientos anticlericales», se trataba de una invectiva furibunda («Cuando un cura se me planta delante, y más si es un jesuita, la quintaesencia del cura, toda la inmundicia de su naturaleza me hiere al punto que me entran escalofríos y me provoca la náusea») donde jamás se mencionaba la obra que aparentemente introducía, por lo que estaba claro que Taxil había tomado el texto garibaldino quién sabe de dónde y lo había presentado como si hubiera sido escrito para su libro.
Con un personaje de semejante calaña, Simonini no quiso comprometerse.
Decidió presentarse como el notario Fournier, y se puso una hermosa peluca, con un color incierto, tendente al castaño, bien peinada, con la raya a un lado.
Añadió dos patillas del mismo color que le dibujaran un rostro afilado, que había palidecido con una crema adecuada. En el espejo intentó estamparse en la cara una sonrisa ligeramente alelada que enseñara dos incisivos de oro (una pequeña obra maestra odontológica que le permitía cubrir sus dientes naturales). Esa pequeña prótesis, entre otras cosas, le deformaba la pronunciación y, por lo tanto, le alteraba la voz.
Envió a su hombre de la rue des Écoles un petit bleu por correo pneumático, invitándolo para el día siguiente al Café Riche. Era una buena forma de presentarse, porque en aquel local habían pasado no pocos personajes ilustres y, ante el lenguado o la becada a la Riche, un parvenu propenso a la jactancia no resistiría.
Léo Taxil tenía una cara regordeta con la piel grasa, adornada por unos bigotazos imponentes, exhibía un frente amplia y una calva espaciosa cuyo sudor secaba sin parar, una elegancia un poco demasiado acentuada, hablaba en voz alta y con insoportable acento marsellés.
No entendía las razones por las que este notario Fournier quería hablarle, pero empezaba a hacerse la ilusión de que se trataba de un observador curioso de la naturaleza humana, como muchos de esos que, por aquel entonces, los novelistas definían «filósofos», interesado en sus polémicas anticlericales y en sus singulares experiencias. Y por consiguiente, se excitaba evocando con la boca llena sus bravatas juveniles:
—Cuando difundí la historia de los tiburones en Marsella, todos los establecimientos de baños de mar, desde los Catalanes hasta la Playa del Prado, quedaron desiertos durante muchas semanas, el alcalde dijo que los tiburones habían venido sin duda de Córcega siguiendo a un buque que había tenido que arrojar al agua algún cargamento averiado de carnes ahumadas, la Comisión Municipal pidió que se enviara una compañía armada de chassepots para una expedición a bordo de un remolcador, ¡y llegaron efectivamente cien, al mando del general Espivent! ¿Y la historia del lago de Ginebra? ¡Acudieron corresponsales desde todos los rincones de Europa! Se pusieron a decir que la ciudad sumergida había sido construida en la época de los Comentarios de Julio César, cuando el lago era tan estrecho que el Ródano lo atravesaba sin confundir en él sus aguas. Los barqueros locales hicieron su agosto conduciendo a turistas en medio del lago, y vertían aceite en el agua para ver mejor… ¡Un célebre arqueólogo polaco mandó a su patria un artículo en el que decía haber distinguido los restos de una plaza pública con los pedazos de una estatua ecuestre! La característica principal de la gente es que está dispuesta a creérselo todo. Por otra parte, ¿cómo habría podido resistir la Iglesia casi dos mil años sin la credulidad universal?
Simonini le pidió informaciones sobre Le Temple des amis de l’honneur français.
—¿Es difícil entrar en una logia? —le preguntó.
—Basta tener una buena condición económica y estar dispuesto a pagar las cuotas, que son elevadas. Y demostrarse dócil a las disposiciones sobre la protección recíproca entre hermanos. Y en cuanto a la moralidad, se habla muchísimo de ella, pero, sin ir más lejos del año pasado, el orador del Gran Colegio de los Ritos todavía era propietario de un burdel en la Chaussée d’Antin, y uno de los Treinta y Tres más influyentes de París es un espía, o mejor dicho, el jefe de un gabinete de espías, que lo mismo da, un tal Hébuterne.
—¿Y cómo consigue uno que lo admitan?
—¡Hay ritos! ¡Si vos supierais! No sé si creen de veras en ese Gran Artífice del Universo del que hablan siempre pero sus liturgias se las toman en serio. ¡Si supierais lo que he tenido que hacer para que me admitieran como aprendiz!
Aquí Taxil empezó una serie de relatos que ponían los pelos de punta.
Simonini no estaba seguro de que Taxil, inveterado inventor de embustes, no le estuviera contando patrañas. Le preguntó si no le parecía que había revelado cosas que un adepto debía mantener rigurosamente reservadas, y si no había descrito de forma harto grotesca el ritual. Taxil contestó con desenfado:
—Ah, sabéis, ya no tengo deber alguno. Esos imbéciles me han expulsado.
Parece ser que tenía entre manos un nuevo periódico de Montpellier, Le Midi Républicain, que en su primer número había publicado cartas de ánimo y solidaridad de varias personas importantes, entre las cuales Victor Hugo y Louis Blanc. De golpe, todos aquellos pretendidos firmantes, enviaron cartas a otros periódicos de inspiración masónica negando haber dado nunca ese apoyo y quejándose con desdén del uso que se había hecho de su nombre. Siguieron numerosos procesos en la logia, donde la defensa de Taxil consistió en: uno, presentar los originales de aquellas cartas; dos, atribuir la conducta de Hugo al marasmo senil del ilustre anciano, con lo que consiguió comprometer inmediatamente su primer argumento con un insulto inaceptable a una gloria de la patria y de la francmasonería.
Ah, recordaba ya Simonini el momento en el que había fabricado, como Simonini, las dos cartas de Hugo y Blanc. Evidentemente, Taxil se había olvidado del episodio, estaba tan acostumbrado a mentir, incluso a sí mismo, que estaba hablando de aquellas cartas con los ojos iluminados por la buena fe, como si hubieran sido verdaderas. Y si recordaba vagamente a un notario Simonini, no lo relacionó con el notario Fournier.
Lo que importaba era que Taxil profesaba un odio profundo hacia sus ex compañeros de logia.
Simonini entendió en el acto que, estimulando la vena narrativa de Taxil, recogería material picante para Osmán Bey. Pero floreció en su férvida mente otra idea, al principio sólo una impresión, el germen de una intuición, luego casi un plan acabado en todos sus detalles.
Después del primer encuentro, en el curso del cual Taxil se reveló un buen comedor, el falso notario lo invitó al Père Lathuile, un restaurantito popular en la barrera de Clichy, donde se comía un famoso poulet sauté y los aún más renombrados callos a la moda de Caen —por no hablar de la bodega— y entre un chascar de labios y otro le preguntó si, a cambio de una remuneración digna, escribiría para algún editor sus memorias de ex masón. Al oír hablar de remuneración, Taxil se mostró muy favorable a la idea. Simonini le dio una nueva cita, y fue inmediatamente a ver al padre Bergamaschi.
—Escúcheme, padre —le dijo—. Aquí tenemos a un anticlerical encallecido a quien los libros anticlericales no le rentan ya como antes. Tenemos, además, a un conocedor del mundo masónico que le tiene ojeriza a este mundo. Bastaría con que Taxil se convirtiera al catolicismo, se retractara de todas sus obras antirreligiosas, y empezara a denunciar todos los secretos del mundo masónico, y los jesuitas tendrían a su servicio a un propagandista implacable.
—Una persona no se convierte de un momento a otro, sólo porque se lo digas tú.
—Yo creo que con Taxil es sólo cuestión de dinero. Y basta con estimular su gusto por la propagación de noticias falsas, para que cambie inesperadamente de casaca; eso es, hacerle entrever un espacio en primera plana. ¿Cómo se llamaba ese griego que con tal de acabar en boca de todos incendió el templo de Diana en Éfeso?
—Eróstrato. Claro, claro —dijo Bergamaschi pensativo. Y añadió—: Y además, las vías del Señor son infinitas…
—¿Cuánto podemos darle para un conversión evidente?
—Digamos que las conversiones sinceras habrían de ser gratuitas pero, ad majorem Dei gloriam, no tenemos que ser esquilmosos. No le ofrezcas más de cincuenta mil francos. Dirá que es poco, pero hazle notar que por un lado, él se gana el alma, que no tiene precio, y por el otro, si escribe libelos antimasónicos gozará de nuestro sistema de difusión, lo que querrá decir centenares de millares de ejemplares.
Simonini no estaba seguro de que el negocio llegara a buen fin, de modo que se cubrió las espaldas yendo a donde Hébuterne y contándole que había una conjura jesuita para convencer a Taxil de que se volviera antimasón.
—Ojalá fuera verdad —había dicho Hébuterne—; una vez más, mis opiniones coinciden con las de los jesuitas. Mirad, Simonini, yo os hablo como dignatario, y no de los últimos, del Gran Oriente, la única y verdadera masonería, laica, republicana y, aunque anticlerical, no antirreligiosa, porque reconoce un Gran Artífice del Universo, que luego cada uno es libre de reconocerlo como el Dios cristiano o como una fuerza cósmica impersonal. La presencia en nuestro ambiente de ese embaucador de Taxil nos sigue poniendo en apuros, aunque haya sido expulsado. Además, no nos disgustaría que un apóstata empezara a decir cosas tan horribles sobre la masonería que nadie pudiera creérselas.
Estamos esperando una ofensiva vaticana, y me imagino que el Papa no se comportará como un caballero. El mundo masónico está contaminado por confesiones distintas, y un autor como Ragon ya hace muchos años enumeraba 75 masonerías distintas, 52 ritos, 34 órdenes de las cuales 26 andróginas y 1400 grados rituales. Y podría hablaros de la masonería templaria y escocesa, del rito de Heredom, del rito de Swedenborg, del rito de Memphis y Misraim, que fue instituido por ese golfante y embustero de Cagliostro, y luego de los superiores incógnitos de Weishaupt, de los satanistas, de los luciferianos o paladistas, como se quiera llamarlos; también yo pierdo la cabeza. Son sobre todo los varios ritos satánicos los que nos hacen una pésima publicidad, y han contribuido a ello cofrades respetables, a veces por puros motivos estéticos, sin saber el daño que nos ocasionan. Proudhon habrá sido masón por poco, lo malo es que hace cuarenta años escribió una oración a Lucifer: «Ven, Satán, ven tú, el calumniado por curas y reyes, deja que te abrace y te estreche contra mi pecho»; ese italiano, Rapisardi, escribió Lucifer, que no era sino el consabido mito de Prometeo; el tal Rapisardi ni siquiera era masón, pero un masón como Garibaldi lo puso por las nubes, y ya lo tenemos como evangelio: los masones adoran a Lucifer. Pío IX nunca ha dejado de ver al diablo detrás de cada paso de la masonería, y hace tiempo, ese otro poeta italiano, Carducci, un poco republicano y un poco monárquico, un gran pico de oro y desgraciadamente un gran masón, escribió un himno a Satanás, atribuyéndole incluso la invención del ferrocarril. Luego, ese Carducci dijo que Satanás era una metáfora, pero de nuevo les ha parecido a todos que la diversión principal de los masones es el culto de Satanás. En fin, en nuestros ambientes no nos disgustaría que una persona que ya está descalificada desde hace tiempo, notoriamente expulsado de la masonería, teatralmente chaquetero, empezara una serie de libelos con violentas difamaciones contra nosotros. Sería una forma de desmochar los argumentos del Vaticano, asociándolo a un pornógrafo.
Acusad a un hombre de homicidio y podríais ser creído, acusadlo de comerse a niños para almorzar y cenar, como Gilles de Rais, y nadie os tomará en serio.
Reducid la antimasonería al nivel del folletín y la habréis reducido a tema de colportage. Pues sí, necesitamos personas que nos entierren en el fango.
Donde se ve que Hébuterne era una mente superior, superior en astucia incluso a su predecesor Lagrange. En ese momento, Hébuterne no sabía decirme cuánto podría invertir el Gran Oriente en esa empresa, pero tras algunos días se puso en contacto:
—Cien mil francos. Pero que se trate de verdadera basura.
Simonini disponía así de ciento cincuenta mil francos para adquirir basura. Si le ofrecía a Taxil, con la promesa de la tirada, setenta y cinco mil francos, éste aceptaría en el acto vistas las estrecheces en las que se hallaba. Y setenta y cinco mil francos serían para Simonini. Una comisión del cincuenta por ciento no estaba mal.
¿En nombre de quién iría a hacerle la proposición a Taxil? ¿En nombre del Vaticano? El notario Fournier no tenía el aspecto de un plenipotenciario del pontífice. A lo sumo, podía anunciarle la visita de alguien como el padre Bergamaschi, en el fondo los curas están hechos adrede para que alguien se convierta y les confiese su turbio pasado.
Claro que, a propósito de pasado turbio, ¿podía fiarse Simonini del padre Bergamaschi? No había que dejar a Taxil en manos de los jesuitas. Se había visto a escritores ateos, que vendían cien ejemplares por libro, que, cayendo a los pies del altar y relatando su experiencia de convertidos, habían pasado a dos o tres mil ejemplares. En el fondo, sacando cuentas, los anticlericales se contaban entre los republicanos de las ciudades, pero los sanfedistas que soñaban con un buen tiempo pasado, rey y cura, poblaban la provincia y, aun excluyendo a los que no sabían leer (pero habría leído el cura por ellos), eran legión, como los diablos. Si dejaba fuera al padre Bergamaschi, se le podía proponer a Taxil una colaboración para sus nuevos libelos, haciéndole suscribir una escritura privada según la cual a quien colaboraba con él, le tocaría el diez o el veinte por ciento de sus obras futuras.
En 1884, Taxil había dado el último mazazo a los sentimientos de los buenos católicos al publicar Los amores de Pío IX, infamando a un Papa ya fallecido.
Ese mismo año, el reinante pontífice León XIII publicó la encíclica Humanum genus, que era una «condena del relativismo filosófico y moral de la masonería». Y al igual que, con la encíclica Quod apostolici muneris, el mismo pontífice «fulminara» los monstruosos errores de socialistas y comunistas, ahora se trataba de apuntar directamente a las sociedades masónicas en su conjunto de doctrinas, y revelar los secretos que volvían súcubos y proclives a cualquier delito a sus adeptos porque «esto de fingir y querer esconderse, de sujetar a los hombres como a esclavos con fortísimo lazo y sin causa bastante conocida, de valerse para toda maldad de hombres sujetos al capricho de otro, de armar a los asesinos procurándoles la impunidad de sus crímenes, es una monstruosidad que la misma naturaleza rechaza». Por no hablar, obviamente, del naturalismo y relativismo de sus doctrinas, que convertían a la humana razón en el único juez de todas las cosas. Y que se vieran los resultados de semejantes pretensiones: el pontífice despojado de su poder temporal, el proyecto de aniquilar a la Iglesia, el haber hecho del matrimonio un mero contrato civil, el haber sustraído a los eclesiásticos la educación de la juventud encomendándosela a los maestros laicos, y enseñar que «los hombres todos tienen iguales derechos y son de igual condición en todo; que todos son libres por naturaleza; que ninguno tiene derecho para mandar a otro, y el pretender que los hombres obedezcan a cualquier autoridad que no venga de ellos mismos es propiamente hacerles violencia». De modo que para los masones «la fuente de todos los derechos y obligaciones civiles está o en el pueblo o en el gobierno de la nación, organizado, por supuesto, según los nuevos principios» por lo que el Estado no puede no ser ateo.
Era obvio que «quitado el temor de Dios y el respeto a las leyes divinas, menospreciada la autoridad de los Príncipes, consentida y legitimada la manía de las revoluciones, sueltas con la mayor licencia las pasiones populares, sin otro freno que el castigo, ha de seguirse necesariamente el trastorno y la ruina de todas las cosas que es lo que a conciencia maquinan y expresamente proclaman unidas las masas de comunistas y socialistas, a cuyos designios no podrá decirse ajena la secta de los masones».
Había que hacer «estallar» cuanto antes la conversión de Taxil.
Llegado a este punto, el diario de Simonini parece embarrancarse. Como si el nuestro no recordara ya cómo y quién había convertido a Taxil. Como si su memoria estuviera dando un salto y le permitiese recordar sólo que Taxil a la vuelta de pocos años se había convertido en el heraldo católico de la antimasonería. Tras haber anunciado urbi et orbi su regreso entre los brazos de la Iglesia, el marsellés publicaba primero Los hermanos tres puntos (los tres puntos eran los del trigésimo tercer grado masónico) y Los misterios de la francmasonería (con dramáticas ilustraciones de evocaciones satánicas y ritos horripilantes) e inmediatamente después Las hermanas masonas, en el que se hablaba de logias femeninas (hasta entonces desconocidas); y el año siguiente La francmasonería descubierta y explicada, y luego aún La Francia masónica.
Ya en estos primeros libros, bastaba la descripción de una iniciación para hacer que el lector sintiera escalofríos. Taxil había sido convocado a las ocho de la noche en la casa masónica, acogido por un Hermano Sirviente. A las ocho y media lo encerraban en la Cámara de las Reflexiones, un cuchitril con las paredes pintadas de negro, de las que se destacaban esqueletos completos, cráneos colocados encima de dos canillas, salpicado de inscripciones del tipo «¡Márchate si sólo una vana curiosidad te ha conducido aquí!». De pronto, la llama del mechero de gas bajaba bruscamente, una falsa pared se deslizaba por unas ranuras disimuladas en la pared, y el profano divisaba un subterráneo aclarado por lámparas sepulcrales. Una cabeza humana, recién cortada, estaba colocada encima de un madero sobre lienzos ensangrentados y, mientras Taxil se echaba hacia atrás horrorizado, una voz que parecía salir de la pared le gritaba:
—¡Tiembla, Profano! ¡Aquí tienes la cabeza de un Hermano perjuro que divulgó nuestros secretos!…
Naturalmente, observaba Taxil, se trataba de un truco, y la cabeza tenía que ser la de un compinche que estaba escondido en la cavidad del madero; las lámparas estaban dotadas de estopas empapadas de alcohol alcanforado que arde con una gruesa sal gris de cocina, esa mezcla que los prestidigitadores de ferias llaman «ensalada infernal» que, cuando se inflama, produce una luz verdosa, dándole a la cabeza del falso decapitado un color cadavérico. Y a propósito de otras iniciaciones, había sabido de paredes hechas con un cristal empañado en el cual, en el momento en que la llama del gas casi se extinguía, una linterna mágica hacía aparecer espectros que se agitaban y hombres enmascarados que rodeaban a un individuo encadenado y lo cosían a puñaladas. Esto para decir con qué medios indignos la logia intentaba someter a los aspirantes de naturaleza impresionable.
Después de ello, un tal Hermano Terrible preparaba al profano, le quitaba el sombrero, la chaqueta y el calzado derecho, le subía hasta encima de la rodilla el pantalón derecho, le descubría el brazo y el pecho del lado del corazón, le vendaba los ojos, le hacía girar sobre sí mismo y, tras haberle hecho subir y bajar un dédalo de escaleras, lo llevaba a la Cámara de los Pasos Perdidos. Se abría una puerta, mientras un Hermano Experto, mediante un instrumento formado por gruesos muelles rechinantes, simulaba el ruido de enormes cerrojos. El postulante era introducido en una sala donde el Experto apoyaba contra su pecho desnudo la punta de la espada y el Venerable preguntaba:
«Profano, ¿qué sentís en vuestro pecho? ¿Qué tenéis ante los ojos?». El aspirante tenía que responder: «Cubre mis ojos una tupida venda y siento en mi seno la punta de un arma». Y el Venerable: «Caballero, este acero incesantemente levantado para castigar el perjurio, es símbolo del remordimiento que desgarraría vuestro pecho en el caso de que, por desgracia vuestra, fueseis traidor a la Sociedad a la que deseáis pertenecer; y la venda que cubre vuestros ojos es el símbolo de la ceguera en que cae el hombre dominado por las pasiones y sumido en la ignorancia y en la superstición».
Luego alguien se apoderaba del aspirante, le hacía dar más giros sobre sí mismo y, cuando éste empezaba a experimentar sensación de vértigo, lo empujaba ante un gran marco, cruzado por multitud de tiras de papel fuerte, parecido a esos aros a través de los cuales saltan los caballos en los circos. A la orden de introducirlo en la caverna, el pobrecillo era empujado con todas las fuerzas contra el marco, los papeles se rompían y el aspirante caía en un colchón extendido al otro lado.
Por no hablar de la «escalera sin fin», que era en realidad una noria, y el que la subía vendado encontraba siempre un nuevo escalón por subir, pero la escalera giraba siempre hacia abajo y, por lo tanto, el vendado estaba siempre a la misma altura. Como esas ruedas para las ardillas, observaba no Taxil sino Simonini, divertido.
En fin, se fingía incluso someter al aprendiz a la extracción de la sangre y a marcarlo con hierro candente. Para la sangre, un Hermano Cirujano agarraba su brazo, lo pinchaba muy fuerte con la punta de un mondadientes, y otro Hermano dejaba caer un ligero hilillo de agua tibia en el brazo del postulante, para hacerle creer que era su sangre la que se vertía. Para la prueba del hierro al rojo vivo, uno de los Expertos frotaba con un lienzo seco una parte del cuerpo y le colocaba un trozo de hielo, o la parte caliente de una vela recién apagada, o el pie de una copita de licor calentada con la llama de un papel. Por último, el Venerable ponía al aspirante al corriente de los signos secretos y de las palabras convenidas con los que los hermanos se reconocen entre ellos.
Ahora, de estas obras de Taxil, Simonini se acordaba como lector, no como inspirador. No obstante se acordaba de que, con cada nueva obra de Taxil, antes de que se publicara, él (que por lo tanto la conocía con antelación) iba a contarle su contenido a Osmán Bey, como si se tratara de revelaciones extraordinarias. Es verdad que la vez siguiente, Osmán Bey le hacía notar que todo lo que él le había relatado la vez anterior había salido luego en un libro de Taxil, pero Simonini no tenía dificultades en contestarle que sí, Taxil era un informador suyo, y no era culpa suya si tras haberle revelado los secretos masónicos, intentaba obtener provecho económico haciendo públicas esas experiencias. Y al decirlo, Simonini miraba a Osmán Bey de forma elocuente.
Pero Osmán contestaba que el dinero gastado para convencer a un charlatán de callar, era dinero perdido. ¿Por qué debería callarse Taxil precisamente los secretos que acababa de revelar? Y, justamente desconfiado, Osmán no le daba en cambio a Simonini ninguna revelación sobre lo que iba sabiendo de la Alliance Israélite.
Con lo que Simonini dejó de informarlo. Pero el problema, se decía Simonini mientras escribía es: ¿por qué recuerdo que le daba a Osmán Bey noticias recibidas de Taxil pero no recuerdo nada de mis contactos con Taxil?
Buena pregunta. Si hubiera recordado todo no habría estado ahí, escribiendo lo que estaba reconstruyendo. Quelle histoire!
Con ese sabio comentario, Simonini se acostó, despertándose la que creía ser la mañana siguiente, todo sudado como tras una noche de pesadillas y trastornos gástricos. Pero al ir a sentarse a su escritorio, se dio cuenta de que no se había despertado el día siguiente sino dos días después. Mientras él dormía, no una, sino dos noches agitadas, el inevitable abate Dalla Piccola, no contento con diseminar cadáveres en su cloaca personal, había intervenido para contar vicisitudes que evidentemente él no conocía.