20

¿Rusos?

12 de abril de 1897, nueve de la mañana

Querido abate:

Somos definitivamente dos personas distintas. Tengo la prueba.

Esta mañana —serían las ocho— me he despertado (y en mi cama) y, todavía en camisa de dormir, he ido al despacho y he divisado una figura negra que intentaba escabullirse hacia abajo. Me ha bastado un vistazo para descubrir al instante que alguien había desordenado mis papeles, he agarrado el bastón estoque, que afortunadamente se encontraba al alcance, y he bajado a la tienda. He divisado una sombra oscura de cuervo de mal agüero que salía a la calle, la he seguido y —sea por pura mala suerte, sea porque el visitante inoportuno había preparado bien su fuga— ello es que me he tropezado con un taburete que no debería haber estado ahí.

Con el bastón desenvainado me he arrojado, cojeando, hacia el impasse: ay, ni a derecha ni a izquierda se veía a nadie. Mi visitante había escapado. Pero erais vos, podría jurarlo. Tanto es verdad que he vuelto a vuestro aposento y vuestro lecho estaba vacío.

12 de abril, a mediodía

Capitán Simonini:

Respondo a vuestro mensaje tras acabar de despertarme (en mi cama). Os lo juro, yo no podía estar en vuestra casa esta mañana porque dormía. Ahora bien, recién levantado, y habrán sido las once, me ha aterrorizado la imagen de un hombre, ciertamente vos, que huía por el pasillo de los disfraces. Todavía en camisa de dormir os he seguido hasta vuestro aposento, os he visto bajar como un fantasma a vuestra inmunda tienducha y franquear la puerta. He tropezado yo también con un taburete y, cuando he salido al impasse Maubert, se había perdido toda huella. Pero erais vos, podría jurarlo, decidme si he adivinado, por amor de Dios…

12 de abril, sobremesa

Querido abate:

¿Qué me pasa? Evidentemente estoy mal, es como si de vez en cuando me desmayara y luego recobrara los sentidos, y a la sazón encuentro mi diario alterado por una intervención vuestra. ¿Somos la misma persona? Reflexionad un momento, en nombre del sentido común, y ya no de la razón lógica: si nuestros dos encuentros se hubieran producido ambos a la misma hora, sería creíble pensar que por una parte estaba yo y por la otra estabais vos. Pero nosotros dos hemos tenido nuestra experiencia a horas distintas. Desde luego, si yo entro en casa y veo huir a alguien, tengo la certidumbre de que ese alguien no soy yo; pero que el otro seáis vos se basa en la convicción, muy poco fundada, de que esta mañana en esta casa estuviéramos sólo nosotros dos.

Si estábamos sólo nosotros dos, nace una paradoja. Vos habrías ido a hurgar entre mis cosas a las ocho de la mañana y yo os habría seguido. Luego habría ido yo a hurgar entre las vuestras a las once y vos me habríais seguido. Pero entonces, ¿por qué cada uno de nosotros recuerda la hora y el momento en el que alguien se ha introducido en su casa y no la hora y el momento en el que él se ha introducido en la casa del otro?

Naturalmente, podríamos haberlo olvidado, o querido olvidar o lo habremos callado por alguna razón. Aun así, por ejemplo, yo sé con meridiana claridad que no he callado nada. Y por otra parte, la idea de que dos personas distintas hayan tenido contemporánea y simétricamente el deseo de callar algo al otro, voto a Dios, me parece la mar de novelesco, y ni siquiera Montépin podría haber quimerizado semejante trama.

Más verosímil resulta la hipótesis de que las personas en juego eran tres. Un misterioso monsieur Mystère se introduce en mi casa a primeras horas de la mañana, y yo he creído que erais vos. A las once, el mismo Mystère se introduce en vuestra casa, y vos creéis que soy yo. ¿Os parece tan increíble con todos los espías que andan por ahí?

Pero eso no nos confirma que somos dos personas distintas. La misma persona como Simonini puede recordar la visita de Mystère a las ocho, luego desmemoriar y, como Dalla Piccola, recordar la visita de Mystère a las once.

Por lo tanto, toda la historia no resuelve en absoluto el problema de nuestra identidad.

Sencillamente, nos complica la vida a ambos (o a ese mismo nosotros que ambos somos) poniendo por medio a un tercero que puede colarse en nuestra casa como Pedro por su casa.

¿Y si, en cambio, fuéramos cuatro? Mystère1 se introduce a las ocho en mi casa y Mystère2 se introduce a las once en la vuestra. ¿Qué relación hay entre Mystère1 y Mystère2?

Y, por último, ¿estáis segurísimo de que quien ha seguido a vuestro Mystère erais vos y no yo? Confesad que ésta es una buena pregunta.

En cualquier caso os aviso. Todavía tengo el bastón animado. Apenas divise otra figura en mi casa, sin ponerme a mirar quién es, descargo un mandoble. Será difícil que sea yo, y que me mate. Podría matar a Mystère (1 ó 2). Pero también podría mataros a vos. Así pues, alerta.

12 de abril, tarde

Vuestras palabras, leídas como al despertarme de un largo sopor, me han turbado.

Y como en sueños me ha aflorado a la mente la imagen del doctor Bataille en Auteuil (¿pero quién era?) mientras, bastante achispado, me daba un pequeña pistola diciéndome: «Tengo miedo, hemos ido demasiado lejos, los masones nos quieren ver muertos, mejor ir armados». Me asusté, más por la pistola que por la amenaza, porque sabía (¿por qué?) que con los masones podía tratar. Y el día siguiente metí el arma en un cajón, aquí en el piso de la rue Maître Albert.

Esta tarde me habéis asustado, y he vuelto a abrir ese cajón. He tenido una impresión extraña, como si repitiera el gesto por segunda vez, pero luego me he sacudido esa visión de encima. Basta de ensueños. Hacia las seis me he adentrado cautamente por el pasillo de los disfraces y me he dirigido hacia vuestra casa. He visto una figura oscura que se me acercaba, un hombre se aproximaba encorvado, llevando sólo una pequeña vela; podríais haber sido vos, Dios mío, pero he perdido la cabeza; he disparado y el tipo ha caído a mis pies sin moverse ya.

Estaba muerto, un solo tiro, en el corazón. Yo disparaba por vez primera, y espero la última, en mi vida. Qué horror.

He rebuscado en sus bolsillos: tenía sólo unas cartas escritas en ruso. Y luego, mirándole la cara, era evidente que tenía pómulos altos y ojos ligeramente oblicuos de calmuco, por no hablar de los cabellos de un rubio casi blanco. Era sin duda un eslavo. ¿Qué querría de mí?

No podía permitirme conservar ese cadáver en casa; lo he llevado abajo a vuestra bodega, he abierto el túnel que lleva a la cloaca, esta vez he reunido el valor de bajar, con mucho esfuerzo lo he arrastrado por la escalerilla y, aun a riesgo de sofocar entre los miasmas, lo he llevado donde creía iba a encontrar sólo el esqueleto del otro Dalla Piccola. En cambio, he tenido dos sorpresas. La primera, que los vapores y el moho subterráneo, por algún milagro de la química, ciencia reina de nuestros tiempos, han contribuido a conservar durante décadas los que habían de ser mis restos mortales. Un esqueleto, sí, pero con algún jirón de una sustancia parecida al cuero, por lo que conservaba una forma todavía humana, aunque momificada. La segunda es que junto al presunto Dalla Piccola he encontrado otros dos cuerpos, uno de un hombre con vestiduras talares, el otro de una mujer semidesnuda, ambos en vías de descomposición, en los cuales me ha parecido reconocer a alguien que me resultaba muy familiar. ¿De quién serán esos dos cadáveres que han desatado una tempestad en mi corazón e inenarrables visiones en la mente? No lo sé, no quiero saberlo. Nuestras dos historias son mucho más complicadas que esto.

Ahora no vengáis a contarme que a vos os ha pasado algo semejante. No soportaría este juego de coincidencias entrecruzadas.

12 de abril, noche

Querido abate, yo no voy por esos mundos matando a la gente. Por lo menos, no sin un motivo. He bajado a controlar en la cloaca, donde no bajaba desde hacía años. Rediós, los cadáveres son ciertamente cuatro. Uno lo puse yo, hace siglos; otro lo habéis puesto vos precisamente esta tarde, pero ¿los otros dos?

¿Quién frecuenta mi cloaca y la siembra de despojos?

¿Los rusos? ¿Qué quieren los rusos de mí, de vos, de nosotros?

Oh, quelle histoire!