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Osmán Bey

11 de abril de 1897, por la tarde

Querido abate, estoy haciendo esforzados esfuerzos para reconstruir mi pasado y vos me interrumpís sin cesar como un ayo pedante que me señala a cada paso mis errores de ortografía… Me distraéis. Y me turbáis. Pues bien, habré matado a Joly: era para realizar un fin que justificaba los pequeños medios que me veía obligado a usar. Tomad ejemplo de la sagacidad política y de la sangre fría del padre Bergamaschi y controlad vuestra morbosa petulancia…

Ahora que ya no me chantajeaban ni Joly ni Goedsche, podía trabajar en mis nuevos Protocolos Praguenses (por lo menos así los denominaba yo). Y tenía que idear algo nuevo porque mi antigua escena en el cementerio de Praga se había convertido ya en un lugar común casi novelesco. Algunos años después de la carta de mi abuelo, el Contemporain publicaba el discurso del rabino como relación verdadera hecha por un diplomático inglés, un tal sir John Readcliff. Como el pseudónimo usado por Goedsche para firmar su novela había sido sir John Retcliffe, estaba claro de dónde procedía el texto. Luego dejé de calcular las veces que la escena del cementerio era retomada por autores distintos: mientras escribo, me parece recordar que hace poco un tal Bournand ha publicado Les juifs nos contemporains, donde vuelve a aparecer el discurso del rabino, salvo que John Readclif se ha convertido en el nombre del rabino mismo. Dios mío, ¿cómo se puede vivir en un mundo de falsificadores?

Buscaba, por lo tanto, nuevas noticias para protocolizarlas, y desde luego no desdeñaba sacarlas de obras impresas, siempre pensando que —salvo el desafortunado caso del abate Dalla Piccola— mis clientes potenciales no me parecían gente que pasara sus vidas en la biblioteca.

El padre Bergamaschi me dijo un día:

—Acaba de salir un libro en ruso sobre el Talmud y los judíos, de un cierto Lutostansky. Intentaré conseguirlo y hacer que lo traduzcan mis hermanos. Ahora, más bien, hay otra persona que debes abordar. ¿Has oído hablar alguna vez de Osmán Bey?

—¿Un turco?

—Quizá sea serbio, pero escribe en alemán. Un librillo suyo sobre la conquista del mundo por parte de los judíos ya se ha traducido a varias lenguas, pero creo que necesita más noticias, porque vive de las campañas antijudías. Se dice que la policía política rusa le ha dado cuatrocientos rublos para venir a París y estudiar a fondo la Alliance Israélite Universelle, y tú habías tenido algunas noticias al respecto gracias a tu amigo Brafmann, si bien recuerdo.

—Muy poco, la verdad.

—Pues entonces, inventa, tú le das algo a este Bey y él te dará algo a ti.

—¿Cómo lo encuentro?

—Te encontrará él.

Ya casi no trabajaba para Hébuterne, pero de vez en cuando me mantenía en contacto con él. Nos encontramos delante de la portada de Notre-Dame y le pedí noticias sobre Osmán Bey. Parece ser que lo conocían las policías de medio mundo.

—Quizá sea de origen judío, como Brafmann y otros enemigos enfadados con su raza.

Tiene una historia larga, se ha hecho llamar Millinger o Millingen, y luego Kibridli-Zade, y hace poco tiempo se hacía pasar por albanés. Ha sido expulsado de muchos países por asuntos que no están claros, en general fraudes; en otros, ha pasado algunos meses en la cárcel. Se ha dedicado a los judíos porque ha visto que el tema le garantizaba cierto margen de ganancias. En Milán, en no sé qué ocasión, se retractó públicamente de todo lo que estaba difundiendo sobre los judíos, luego hizo imprimir en Suiza nuevos libelos antijudíos y se fue a venderlos puerta a puerta a Egipto. El verdadero éxito lo ha alcanzado en Rusia, donde al principio había escrito algunos relatos sobre los homicidios de los niños cristianos. Ahora se ha dedicado a la Alliance Israélite, y por eso queremos mantenerlo alejado de Francia. Os he dicho varias veces que no queremos abrir una polémica con esa gente, no nos conviene, por lo menos de momento.

—Pues está viniendo a París, o ha llegado ya.

—Veo que estáis más informado que yo. Bueno, si gustaréis de vigilarlo, os lo agradeceremos, como de costumbre.

Así pues, tenía dos buenas razones para encontrarme con ese Osmán Bey, por un lado, para venderle lo que podía sobre los judíos; por el otro, para mantener a Hébuterne al corriente de sus movimientos. Y al cabo de una semana Osmán Bey se anunció dejando una esquelita bajo la puerta de mi tienda en la que me daba la dirección de una pensión en el Marais.

Me imaginaba que sería un glotón, y quería invitarlo al Grand Véfour, para que saboreara un fricassée de poulet Marengo y les mayonnaises de volaille. Hubo intercambio de recados, luego rechazó todas las invitaciones y me citó para aquella noche en la esquina de la place Maubert con la rue Maître Albert. Vería acercarse un fiacre y habría de acercarme, presentándome.

Cuando el vehículo se detuvo en la esquina de la plaza, asomó el rostro de alguien que no quisiera encontrar por la noche en una de las calles de mi barrio: pelo largo y despeinado, nariz adunca, ojo rapaz, tez térrea, delgadez de contorsionista y un tic enervante en el ojo izquierdo.

—Buenas noches, capitán Simonini —me dijo al punto, añadiendo—: En París hasta las paredes tienen oídos, como se suele decir. Por lo tanto, la única forma de hablar tranquilos es pasear por la ciudad. El cochero desde ahí no puede oírnos y, aunque pudiera, está sordo como una tapia.

Y así tuvo lugar nuestra primera conversación mientras caía la noche sobre la ciudad, y una lluvia ligera goteaba a través de la capa de niebla que lentamente avanzaba hasta cubrir el empedrado de las calles. Parecía que el cochero hubiera recibido la orden de ir a meterse en los barrios más desiertos y en las calles menos iluminadas. Habríamos podido hablar tranquilamente también en el boulevard des Capucines, pero evidentemente a Osmán Bey le gustaba la puesta en escena.

—París parece desierto. Mirad a los transeúntes —me decía Osmán Bey con una sonrisa que le iluminaba el rostro como una vela puede iluminar una calavera (ese hombre con la cara devastada tenía dientes bellísimos)—. Se mueven como espectros.

Quizá a las primeras luces del día se apresuren a volver a sus sepulcros.

Me había cargado:

—Aprecio el estilo, me recuerda al mejor Ponson du Terrail, pero quizá podríamos hablar de cosas más concretas. Por ejemplo, ¿qué me decís de un tal Hipólito Lutostanski?

—Es un estafador y un espía. Era un cura católico, y lo redujeron a seglar porque hizo cosas, válgame la expresión, poco limpias con los chiquillos; y esto sí que es una pésima recomendación porque, santo Dios, ya se sabe que el hombre es débil, pero si eres un sacerdote tienes el deber de mantener cierto decoro. Como toda respuesta se ha convertido en monje ortodoxo… Conozco ya bastante a la Santa Rusia para afirmar que en esos monasterios, tan alejados del mundo, ancianos y novicios se vinculan con un recíproco afecto… ¿cómo decirlo?… fraterno. Ahora que no soy un intrigante y no me intereso por asuntos ajenos. Lo único que sé es que vuestro Lutostanski ha recibido una montaña de dinero del gobierno ruso para contar historias sobre los sacrificios humanos de los judíos, la consabida historia del asesinato ritual de los niños cristianos. Como si él a los niños los tratara mejor. En fin, corren voces de que se ha acercado a ciertos ambientes judíos diciendo que por determinada suma, renegaría de todo lo que había publicado. Imaginaos si los judíos aflojan el dinero. No, no es un personaje creíble.

Luego añadió:

—Ah, se me olvidaba. Es sifilítico.

Siempre me han dicho que los grandes narradores se describen siempre en sus personajes.

Luego Osmán Bey escuchó con paciencia lo que intentaba contarle, sonrió con comprensión ante mi descripción pintoresca del cementerio de Praga, y me interrumpió:

—Capitán Simonini, esto sí que parece literatura, tanto como la que vos me imputabais a mí. Yo busco sólo pruebas concretas de las relaciones entre la Alliance Israélite y la masonería y, si es posible no remover el pasado sino prever el futuro, de las relaciones entre judíos franceses y prusianos. La Alliance es una potencia que está echando su red de oro alrededor del mundo para poseerlo todo y a todos, y es esto lo que hay que probar y denunciar. Fuerzas como las de la Alliance existen desde hace siglos, incluso antes del Imperio romano. Por eso funcionan, tienen tres milenios de vida.

Pensad en cómo han dominado Francia a través de un judío como Thiers.

—¿Thiers era judío?

—¿Y quién no lo es? Están a nuestro alrededor, a nuestras espaldas, controlan nuestros ahorros, dirigen nuestros ejércitos, influyen en la Iglesia y en los gobiernos. He corrompido a un empleado de la Alliance (los franceses son todos unos corruptos) y he conseguido copias de las cartas enviadas por los distintos comités judíos de los países que limitan con Rusia. Los comités se extienden por toda la frontera y, mientras la policía vigila las grandes carreteras, sus estafetas recorren los campos, los pantanos, las vías de agua. Una sola telaraña. He comunicado este complot al zar y he salvado a la Santa Rusia. Yo solo. Yo amo la paz, quisiera un mundo dominado por la apacibilidad en el que nadie comprendiera ya el significado de la palabra «violencia». Si desaparecieran todos los judíos del mundo, que con sus finanzas sostienen a los mercaderes de cañones, saldríamos al encuentro de cien años de felicidad.

—¿Y entonces?

—Entonces algún día habrá que intentar la única solución razonable, la solución final: el exterminio de todos los judíos. ¿También los niños? También los niños. Sí, ya lo sé, puede parecer una idea de Herodes, pero cuando tenemos que tratar con la mala simiente no basta con cortar la planta, hay que extirparla de raíz. Si no quieres mosquitos, matas sus larvas. Apuntar a la Alliance Israélite no puede ser sino un momento de paso.

Tampoco la Alliance podrá ser destruida sino con la eliminación completa de la raza.

Al final de aquella carrera por un París desierto, Osmán Bey me hizo una propuesta.

—Capitán, lo que me habéis ofrecido es muy poco. No podéis pretender que os dé noticias interesantes sobre la Alliance, de la que dentro de poco sabré todo. Pero os propongo un pacto: yo puedo vigilar a los judíos de la Alliance, pero no a los masones.

Puesto que vengo de Rusia, mística y ortodoxa, y sin particulares relaciones en el ambiente económico e intelectual de esta ciudad, no puedo introducirme entre los masones. Ésos aceptan a gente como vos, con el reloj en el bolsillo del chaleco. No debería resultaros difícil insinuaros en ese ambiente. Me dicen que alardeáis de la participación en una empresa de Garibaldi, masón como el que más. Entonces: vos me habláis de masones y yo os hablo de la Alliance.

—¿Acuerdo verbal y nada más?

—Entre caballeros no hay necesidad de poner las cosas por escrito.