Protocolos
De los diarios del 10 y del 11 de abril de 1897
Con el final de la guerra, Simonini retomó su trabajo normal. Por suerte, con todos los muertos que había habido, los problemas de sucesión estaban a la orden del día, muchísimos caídos aún jóvenes en las barricadas, o delante de ellas, todavía no habían pensado en hacer testamento, y Simonini estaba abrumado de trabajos, y onusto de prebendas. Qué hermosa la paz, si antes había habido un lavacro sacrificial.
Su diario pasa por alto, pues, esa rutina notarial de los años siguientes y alude sólo al deseo, que en aquella época nunca lo abandonó, de retomar los contactos para vender el documento sobre el cementerio de Praga. No sabía qué estaría haciendo Goedsche mientras tanto, pero tenía que anticiparlo. Entre otras cosas porque, curiosamente, durante casi todo el período de la Comuna, los judíos parecían haber desaparecido. ¿Como inveterados conspiradores movían secretamente los hilos de la Comuna o, al contrario, como acaparadores de capitales se escondían en Versalles para preparar la posguerra? Puesto que estaban detrás de los masones, los masones de París habían tomado partido por la Comuna y los comuneros habían fusilado a un arzobispo, los judíos debían de tener algo que ver. Mataban niños, imaginémonos arzobispos.
Mientras Simonini reflexionaba de este modo, un día de 1876 oyó que llamaban abajo y en la puerta se presentaba un señor anciano con vestiduras talares. Simonini, primero pensó que era el habitual abate satanista que venía a comerciar con hostias consagradas; luego, mirándolo mejor, bajo aquella masa de cabellos ya canos pero siempre bien ondulados, reconoció tras casi treinta años al padre Bergamaschi.
Para el jesuita fue un poco más difícil sincerarse de que tenía delante al Simonino que había conocido adolescente, más que nada a causa de la barba (que tras la paz se había vuelto de nuevo negra, ligeramente entrecana, como convenía a un hombre de cuarenta años). Luego sus ojos se iluminaron y dijo sonriendo:
—Pues sí, sí, eres Simonino; ¿conque éste eres tú, muchacho mío? ¿Por qué me dejas en la puerta?
Sonreía y no osaríamos decir que tenía la sonrisa del tigre pero sí, por lo menos, la de un gato. Simonini lo hizo subir y le preguntó:
—¿Cómo ha conseguido encontrarme?
—Ea, muchacho mío —dijo Bergamaschi—, ¿acaso no sabes que los jesuitas sabemos más que el diablo? Aunque los piamonteses nos echaran de Turín, seguía manteniendo buenos contactos con muchos ambientes de la ciudad por lo que supe, primero, que trabajabas donde un notario y falsificabas testamentos, y pase, pero no pasa que entregaras a los servicios piamonteses un informe en el que aparecía yo como consejero de Napoleón III tramando contra Francia y el Reino de Cerdeña en el cementerio de Praga. Buena invención, no digo yo que no, pero luego me di cuenta de que lo habías copiado todo de ese comecuras de Sue. Te estuve buscando, pero se me dijo que estabas en Sicilia con Garibaldi y que posteriormente habías dejado Italia. El general Negri di Saint Front, a pesar de todo, está en relaciones amistosas con la Compañía y me indicó París, donde mis hermanos tenían buenas entradas en los servicios secretos imperiales. Así supe de tus contactos con los rusos y que ese informe tuyo sobre nosotros en el cementerio de Praga se había convertido en un informe sobre los judíos. Y al mismo tiempo supe que habías espiado a un tal Joly, pude conseguir un ejemplar reservado de su libro, que había quedado en la oficina de un tal Lacroix, muerto heroicamente en un choque contra dinamiteros carbonarios, y pude ver que, aunque Joly había copiado de Sue, tú habías copiado de Joly. Por último, los hermanos alemanes me señalaron que un tal Goedsche hablaba de una ceremonia, siempre en el cementerio de Praga, donde los judíos decían más o menos lo que tú habías escrito en el informe entregado a los rusos. Sólo que yo sabía que la primera versión, donde salíamos nosotros los jesuitas, era tuya, y escrita muchos años antes que la novelucha de Goedsche.
—¡Por fin alguien me hace justicia!
—Déjame acabar. A continuación, entre la guerra, el asedio y luego los días de la Comuna, París se convirtió en un lugar insalubre para un hombre con sotana como yo. Me he decidido a volver a buscarte porque hace algunos años la misma historia de los judíos en el cementerio de Praga salió en un folleto publicado en San Petersburgo. Se presentaba como un trozo de una novela que, aun así, se basaba en hechos reales, por lo tanto, su origen era Goedsche. Ahora, justo este año, el mismo texto más o menos ha salido en un opúsculo en Moscú. En fin, que allá arriba o allá lejos, como se quiera verlo, se está organizando un asunto de Estado en torno a los judíos que se van convirtiendo en una amenaza. Y son una amenaza también para nosotros, porque a través de esta Alliance Israélite se esconden detrás de los masones, y Su Santidad está decidido a desatar una campaña campal contra todos los enemigos de la Iglesia. Y aquí, Simonino mío, nos resultas útil tú, que debes hacerte perdonar la broma que me jugaste con los piamonteses. Después de haberla difamado tanto, le debes algo a la Compañía.
Diablos, estos jesuitas eran mejores que Hébuterne, Lagrange y Saint Front, sabían siempre todo de todos, no necesitaban servicios secretos porque eran un servicio secreto ellos mismos; tenían hermanos en todas las partes del mundo y seguían lo que se decía en todas las lenguas nacidas del derrumbamiento de la Torre de Babel.
Tras la caída de la Comuna, todos en Francia, incluidos los anticlericales, se habían vuelto la mar de religiosos. Se hablaba incluso de erigir un santuario en Montmartre, como expiación pública de aquella tragedia de los sin Dios. Así pues, en un clima de restauración, tanto valía trabajar como un buen restaurador.
—De acuerdo, padre —dijo Simonini—, dígame qué quiere de mí.
—Sigamos en tu línea. Primero, visto que el discurso del rabino se lo está vendiendo por su cuenta precisamente ese Goedsche, por un lado, habrá que hacer una versión más rica y asombrosa, y, por el otro, habrá que poner a Goedsche en condiciones de no seguir difundiendo su versión.
—¿Y cómo consigo yo controlar a ese falsificador?
—Diré a mis hermanos alemanes que lo vigilen y, eventualmente, que lo neutralicen. Por lo que sabemos de su vida, es un individuo chantajeable desde muchos puntos de vista. Tú ahora tienes que trabajar para sacar otro documento a partir del discurso del rabino, más articulado, y con más referencias a los temas políticos del momento. Vuélvete a mirar el libelo de Joly.
Hay que hacer resaltar, cómo decirlo, el maquiavelismo judío, y los planes que tienen para la corrupción de los Estados.
Bergamaschi añadió que, para hacer más creíble el discurso del rabino, valdría la pena retomar lo que contaba el abate Barruel y sobre todo la carta que le había enviado mi abuelo. ¿Quizá Simonini seguía conservando la copia, que podía pasar perfectamente por el original enviado a Barruel?
La copia, Simonini la encontró en el fondo de un armario, en su cofrecito de antaño, y acordó con el padre Bergamaschi una recompensa por una antigüedad tan valiosa. Los jesuitas eran avaros, pero estaba obligado a colaborar. Y así fue como en junio de 1878 salía un número del Contemporain que publicaba los recuerdos del padre Grivel, que había sido confidente de Barruel, muchas noticias que Simonini conocía de otras fuentes y la carta del abuelo.
—El cementerio de Praga seguirá más tarde —dijo el padre Bergamaschi—.
Ciertas noticias explosivas, si las das de golpe, a la gente se le olvidan. En cambio, hay que ir destilándolas, y cada nueva noticia volverá a encender el recuerdo de las anteriores.
Al escribir, Simonini manifiesta abierta satisfacción por esta repesca de la carta del abuelo y, con un sobresalto de virtud, parece convencerse de que al hacer lo que hizo, en el fondo, estaba ejecutando un preciso legado.
Se puso con ahínco a enriquecer el discurso del rabino. Al releer a Joly, vio que ese polemista, evidentemente menos esclavo de Sue de lo que pensara en una primera lectura, había atribuido a su Maquiavelo-Napoleón otras infamias que parecían pensadas adrede para los judíos.
Al recopilar ese material, Simonini se daba cuenta de que era demasiado rico y demasiado amplio: un buen discurso del rabino que hubiera de impresionar a los católicos debía contener muchas alusiones al proyecto de pervertir las costumbres, y a lo mejor había que tomar de Gougenot des Mousseaux la idea de la superioridad física de los judíos, o de Brafmann la reglas para explotar a los cristianos a través de la usura. En cambio, los republicanos se verían turbados por las alusiones a una prensa cada vez más controlada, mientras que emprendedores y pequeños ahorradores, siempre desconfiados de los bancos (que ya la opinión pública consideraba patrimonio exclusivo de los judíos), sentirían que los judíos les revolvían sus dedos en la llaga con las alusiones a los planes económicos del judaísmo internacional.
De ese modo, poco a poco, se le fue abriendo camino en la mente una idea que, él no lo sabía, era muy hebrea y cabalística. No tenía que preparar una escena única en el cementerio de Praga y un discurso único del rabino, sino distintos discursos, uno para el cura, el otro para el socialista, uno para los rusos, el otro para los franceses. Y no tenía que prefabricar todos los discursos: tenía que producir hojas separadas que, mezcladas de modo distinto, darían origen a uno o a otro discurso. Así él podría vender, a diferentes compradores, y según las necesidades de cada cual, el discurso apropiado. En fin, como buen notario, era como si protocolizara diferentes declaraciones, testimonios o confesiones para los abogados que habrían de defender pleitos cada vez distintos —tanto es así, que empezó a designar esos apuntes suyos como los Protocolos—, y se cuidaba mucho de enseñárselo todo al padre Bergamaschi, porque para él filtraba sólo los textos de carácter más marcadamente religioso.
Simonini concluye el resumen de su labor de aquellos años con una anotación curiosa: con gran alivio, hacia finales de 1878, se enteró de que había desaparecido Goedsche, probablemente sofocado por esa cerveza que lo iba hinchando cada día más, así como el pobre Joly, que —desesperado como siempre— se había descerrajado una bala en la cabeza. Descanse su alma paz, no era una mala persona.
Quizá para recordar al querido finado, el diarista empinó demasiado el codo.
Mientras escribe, su escritura se enmaraña, y la página se corta. Señal de que se había quedado dormido.
Al día siguiente, despertándose casi de noche, Simonini encuentra en su diario una intervención del abate Dalla Piccola, que esa mañana había penetrado en su despacho, había leído lo que su álter ego había escrito y se apresuraba a precisar, en plan moralista.
¿Precisar qué? Que las dos muertes de Goedsche y de Joly no deberían de haber sorprendido a nuestro capitán, el cual, si no estaba claro que intentaba olvidar solapadamente, sí que estaba claro que no conseguía recordar bien.
Después de publicarse la carta del abuelo en el Contemporain, Simonini recibió una carta de Goedsche, en un francés gramaticalmente dudoso pero bastante explícito. «Querido capitán —le decía la carta—, me figuro que el material publicado en el Contemporain es el aperitivo de otras cosas que os proponéis publicar, y bien sabemos que parte de la propiedad de ese documento es mía, tanto que podría probar (con Biarritz en la mano) que soy el autor del documento completo y que vos no podéis ni tan siquiera probar que colaborasteis en poner las comas. Por lo tanto, ante todo, os impongo que sobreseáis y acordéis conmigo un encuentro, sería mejor en presencia de un notario (no de vuestra calaña), para definir la propiedad del informe sobre el cementerio de Praga. Si no lo hacéis, daré pública noticia de vuestra impostura.
Inmediatamente después, iré a informar a un tal señor Joly, que todavía ignora que vos habéis expoliado una creación literaria de su propiedad. Si no habéis olvidado que Joly es abogado de profesión, comprenderéis cómo también ello os procurará serias contrariedades.»
Alarmado, Simonini se puso inmediatamente en contacto con el padre Bergamaschi, el cual dijo:
—Tú ocúpate de Joly que nosotros nos ocuparemos de Goedsche.
Mientras seguía titubeando, no sabiendo cómo ocuparse de Joly, Simonini recibía una nota del padre Bergamaschi el cual le comunicaba que el pobre herr Goedsche había expirado serenamente en su cama, y lo exhortaba a rezar por la paz de su alma, aunque fuera un condenado protestante.
Ahora Simonini entendía qué quería decir ocuparse de Joly. No le gustaba hacer ciertas cosas y, al fin y al cabo, era él el que estaba en deuda con Joly, aunque, desde luego, no podía comprometer el éxito de su plan con Bergamaschi por algún escrúpulo moral y, como acabamos de ver, Simonini pretendía hacer un uso intensivo del texto de Joly, sin verse molestado por las quejosas protestas de su autor.
Así pues, una vez más, fue a la rue de Lappe y compró una pistola, bastante pequeña para poder guardarla en casa, con una potencia mínima pero, como contrapartida, poco ruidosa. Recordaba la dirección de Joly, y había notado que el piso, aun siendo pequeño, tenía buenas alfombras y tapices en las paredes, excelentes para amortiguar muchos ruidos. En cualquier caso, era mejor actuar por la mañana, cuando desde abajo llegaba el ruido de las carrozas y de los ómnibus que provenían del Pont Royal y la rue du Bac, o corrían arriba y abajo por la ribera del Sena.
Llamó a la puerta del abogado que lo acogió con sorpresa, e inmediatamente le ofreció un café. Joly se explayó sobre sus últimas desventuras. Para la mayor parte de las personas que leían los periódicos, mendaces como siempre (se entiende lectores y redactores), él, Joly, que había rechazado la violencia y las fantasías revolucionarias, seguía siendo un comunero. Le pareció justo oponerse a las ambiciones políticas de ese Grévy que había propuesto su candidatura a la presidencia de la República, y lo acusó con unos pasquines impresos y pegados con su dinero. Entonces lo acusaron, a él, de ser un bonapartista que tramaba contra la República; Gambetta habló con desprecio de «plumas veniales con antecedentes penales en el armario»; Edmond About lo trató de falsificador. En fin, mitad de la prensa francesa se le echó encima, y sólo el Figaro publicó su manifiesto, mientras todos los demás rechazaron sus cartas de defensa.
Bien pensado, Joly ganó su batalla porque Grévy renunció a su candidatura, pero era de los que nunca están contentos y quieren que la justicia se haga hasta el fondo. Después de haber retado en duelo a dos de sus acusadores, se querelló contra diez periódicos por delitos de difamación e injurias públicas así como infracción del deber de información.
—He asumido yo mismo mi defensa y os aseguro, Simonini, que he denunciado todos los escándalos que la prensa ha callado, más aquellos de los que se había hablado. ¿Y sabéis qué les he dicho a todos esos golfantes (e incluyo también a los jueces)? ¡Señores, yo no he tenido miedo del Imperio, que os hacía callar cuando tenía el poder, y ahora me río de vosotros, que lo imitáis en sus peores aspectos! Y cuando intentaban quitarme la palabra, dije: Señores, el Imperio me procesó por incitación al odio, desprecio del gobierno y ofensas al emperador, pero los jueces de César me dejaron hablar. ¡Ahora yo les pido a los jueces de la República que me concedan la misma libertad de la que gozaba bajo el Imperio!
—¿Y cómo ha acabado?
—He ganado, todos los periódicos menos dos han sido condenados.
—Y entonces, ¿qué os sigue afligiendo?
—Todo. El hecho de que el abogado de la parte contraria, aun habiendo elogiado mi obra, haya dicho que yo había arruinado mi porvenir por intemperancia pasional, y que un fracaso implacable seguía mis pasos en castigo de mi orgullo. Que, tras haber atacado a fulanito y menganito, no me había convertido ni en diputado ni en ministro. Que, a lo mejor, habría tenido más suerte como literato que como político. Lo cual tampoco es verdad, porque lo que he escrito ha sido olvidado, y tras haber ganado todas mis causas, todos los salones que cuentan me han repudiado. He ganado muchas batallas pero aun así soy un fracasado. Llega un momento en que algo se rompe en tu interior, y ya no tienes ni energía ni voluntad. Dicen que hay que vivir, pero vivir es un problema que a la larga lleva al suicidio.
Simonini pensaba que lo que iba a hacer era sacrosanto. Le evitaría a aquel desventurado un gesto extremo y al fin y al cabo humillante, su último fracaso.
Iba a hacer una obra pía. Y se desembarazaría de un testigo peligroso.
Le rogó que hojeara rápidamente un documento sobre el que quería recabar su opinión. Le puso entre manos un mazo muy voluminoso: se trataba de periódicos viejos, pero habría necesitado muchos segundos antes de entender de qué se trataba, y Joly se sentó en un sillón, recogiendo todas aquellas hojas que se le estaban escapando de las manos.
Tranquilamente, mientras Joly, imposibilitado, empezaba a leer, Simonini pasó por detrás, apoyó el cañón de la pistola en su cabeza y disparó.
Joly se desplomó, con un ligero hilo de sangre que le caía de un agujero en la sien, y los brazos colgantes. No fue difícil ponerle la pistola en la mano. Por suerte, esto sucedía seis o siete años antes de que descubrieran unos polvitos milagrosos que permitían observar en un arma las huellas inconfundibles de los dedos que la habían tocado. En la época en que ajustó sus cuentas con Joly, todavía valían las teorías de un tal Bertillon que se basaban en las mediciones del esqueleto y de otros huesos del sospechoso. Nadie podría sospechar que el de Joly no era un suicidio.
Simonini recuperó el fajo de periódicos, lavó las dos tazas en las que habían tomado el café y dejó el piso en buen orden. Como sabría luego, al cabo de dos días, al no ver a su inquilino, el portero del edificio llamó a la comisaría del barrio de Saint-Thomas-d’Aquin. Derribaron la puerta y encontraron el cadáver.
Por una breve noticia en un periódico resultaba que la pistola estaba en el suelo. Evidentemente Simonini no se la había puesto bien en la mano, pero daba lo mismo. Para colmo de suerte, encima de la mesa había cartas dirigidas a la madre, a la hermana, al hermano… En ninguna se hablaba explícitamente de suicidio, pero todas tenían una impronta de profundo y noble pesimismo.
Parecían escritas adrede. Y quién sabe si el pobrecillo no tenía de veras la intención de matarse, con lo cual Simonini se habría esforzado tanto para nada.
No era la primera vez que Dalla Piccola revelaba a su coinquilino cosas que a lo mejor sólo había conocido en confesión, y que el inquilino no quería recordar.
Simonini se enojó un tanto y, al pie del diario de Dalla Piccola, escribió unas pocas frases irritadas.
La verdad es que el documento que vuestro Narrador está espiando está lleno de sorpresas y, a lo mejor, valdría la pena sacar una novela, un día.