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Los días de la Comuna

9 de abril de 1897

Maté a Dalla Piccola en septiembre de 1869. En octubre, una nota de Lagrange me convocaba, esta vez, a un quai a lo largo del Sena.

Ahí están las bromas que gasta la memoria. Quizá esté olvidando hechos de capital importancia pero me acuerdo de la emoción que experimenté aquella noche cuando, cerca del Pont Royal, me quedé parado, herido por un repentino resplandor. Estaba ante las obras de la nueva sede del Journal Officiel de l’Empire Français que por la noche, para acelerar las obras, estaba alumbrado por la corriente eléctrica. En medio de una selva de vigas y andamiajes, una fuente luminosísima concentraba sus rayos sobre un grupo de albañiles. Nada puede verter en palabras el efecto mágico de aquella claridad sideral, que resplandecía en las tinieblas que la rodeaban.

La luz eléctrica… En aquellos años, los necios se sentían encandilados por el futuro.

Se había abierto un canal en Egipto que unía el Mediterráneo con el mar Rojo, por lo que ya no hacía falta dar la vuelta a África para ir a Asia (y así saldrían perjudicadas muchas honestas compañías de navegación); se había inaugurado una exposición universal en la que las arquitecturas dejaban intuir que lo hecho por Haussmann para arruinar París era sólo el principio; los americanos estaban acabando un ferrocarril que atravesaría todo su continente de oriente a occidente, y dado que acababan de darles la libertad a los esclavos negros, pues ahí tendrían a toda esa gentuza invadiendo toda la nación, convirtiéndola en una ciénaga de híbridos, peor que los judíos. En la guerra americana entre el Norte y el Sur, habían aparecido una naves submarinas, donde los marineros ya no morían ahogados, sino asfixiados bajo el agua; los buenos cigarros de nuestros padres iban a ser sustituidos por unos cartuchos tísicos que se quemaban en un minuto, quitándole todo gozo al fumador; nuestros soldados, desde hacía tiempo, comían carne podrida conservada en cajas de metal. En América, decían haber inventado una especie de cabina cerrada herméticamente que subía a las personas a los pisos altos de un edificio por obra de algún que otro pistón de agua. Y ya se sabía de pistones que se habían roto un sábado por la noche y de gente que quedó atrapada durante dos noches en esa caja, sin aire, por no hablar de agua y comida, de suerte que el lunes los encontraron muertos.

Todos se complacían porque la vida se estaba volviendo más fácil, se estaban estudiando máquinas para hablarse desde lejos, otras para escribir mecánicamente sin la pluma. ¿Seguiría habiendo un día originales que falsificar?

La gente se quedaba embelesada ante los escaparates de los perfumeros donde se celebraban los milagros del principio tonificante para la piel al extracto de leche de lechuga, del regenerador para el cabello a la quina, de la crema Pompadour al agua de plátano, de la leche de cacao, de los polvos de arroz a las violetas de Parma, inventos todos ellos para que las mujeres más lascivas se volvieran más atractivas, pero ahora ya a disposición de las modistillas, dispuestas a convertirse en unas mantenidas, porque en muchas sastrerías se estaba introduciendo una máquina que cosía en su lugar.

La única invención interesante de los tiempos nuevos había sido un artilugio de porcelana para defecar estando sentados.

Ahora bien, ni siquiera yo me daba cuenta de que aquella aparente excitación estaba marcando el fin del Imperio. En la exposición universal, Alfred Krupp mostró un cañón con dimensiones nunca vistas, cincuenta toneladas, una carga de pólvora de cien libras por proyectil. El emperador quedó tan fascinado que le concedió la Legión de Honor, pero cuando Krupp le mandó la tabla de precios de sus armas, que estaba dispuesto a vender a todos los estados europeos, los altos mandos franceses, que tenían sus armadores preferidos, convencieron al emperador de que declinara la oferta. En cambio, evidentemente, el rey de Prusia lo adquirió.

Napoleón ya no razonaba como antes: los cálculos renales le impedían comer y dormir, por no hablar de montar a caballo; creía en los conservadores y en su mujer, convencidos de que el ejército francés seguía siendo el mejor del mundo, mientras que contaba (eso lo supimos después) a lo sumo con cien mil hombres contra cuatrocientos mil prusianos; y Stieber ya había enviado a Berlín informes sobre los chassepots que los franceses consideraban el último grito en cuanto a fusiles, y que, sin embargo, se estaban convirtiendo en artilugios de museo. Además, se complacía Stieber, los franceses no habían conseguido poner en pie un servicio de informaciones igual al suyo.

Pero vayamos a los hechos. En el punto acordado me encontré con Lagrange.

—Capitán Simonini —me dijo saltándose las ceremonias—, ¿qué sabéis del abate Dalla Piccola?

—Nada. ¿Por qué?

—Ha desaparecido, y justo mientras estaba haciendo un pequeño trabajo para nosotros. Por lo que sé, la última persona que lo ha visto sois vos: me dijisteis que queríais hablarle y os lo mandé. ¿Y luego?

—Y luego le entregué el informe que ya les había dado a los rusos, para que lo mostrara a ciertos ambientes eclesiásticos.

—Simonini, hace un mes recibí una nota del abate, que decía más o menos: debo veros lo antes posible, tengo que contaros algo interesante sobre vuestro Simonini. Por el tono de su mensaje lo que quería decirme sobre vos no debía de ser muy elogioso. Entonces, ¿qué ha pasado entre vos y el abate?

—No sé qué quería deciros. Quizá consideraba un abuso por mi parte proponerle un documento que (él creía) que yo había producido para vos. Evidentemente, no estaba al corriente de nuestros acuerdos. A mí no me ha dicho nada. Yo no lo he vuelto a ver y es más, me estaba preguntando qué fin había tenido mi propuesta.

Lagrange me clavó la mirada por un instante y luego dijo:

—Volveremos a hablar. —Y se fue.

Había poco que volver a hablar. Lagrange a partir de ese momento estaría pegado a mis talones y, si de verdad sospechara algo más preciso, el famoso navajazo por la espalda me llegaría igualmente, aunque le hubiera cerrado la boca al abate.

Adopté algunas precauciones. Recurrí a un armero de la rue de Lappe, pidiéndole un bastón estoque. Tenía uno, pero de pésima hechura. Entonces me acordé de haber mirado el escaparate de un vendedor de bastones precisamente en mi amado passage Jouffroy, y allí encontré un portento, con una empuñadura de marfil con forma de serpiente y la caña de ébano, extraordinariamente elegante, y robusto. La empuñadura no es especialmente adecuada para apoyarse si por un azar a uno le duele una pierna porque, aunque ligeramente inclinada, es más vertical que horizontal; pero funciona a las mil maravillas si se trata de asir el bastón como una espada.

El bastón estoque es un arma prodigiosa también si te encaras con alguien que tenga una pistola: finges que te asustas, te echas hacia atrás y apuntas el bastón, mejor con la mano temblorosa. El otro se echa a reír, lo agarra para quitártelo y, al hacerlo, te ayuda a desenvainar el arma, puntiaguda y muy afilada; mientras el otro se queda pasmado sin entender qué se le ha quedado en la mano, tú vibras rápidamente el acero; casi sin esfuerzo le haces un tajo que va desde la sien a la barbilla, al través, mejor aún cortándole la aleta de la nariz, y aunque no le saques un ojo, la sangre que brotará de la frente le ofuscará la vista. Lo que cuenta es la sorpresa: a esas alturas, el adversario está despachado.

Si es un adversario de poca monta, pon un ladronzuelo, guardas tu bastón y te vas, dejándolo desfigurado para toda la vida. En cambio, si es un adversario más peligroso, después del primer mandoble, casi siguiendo la dinámica de tu brazo, vuelves atrás en sentido horizontal, y le cortas limpiamente la garganta, de modo que no habrá de preocuparse por la cicatriz.

Y no hablemos del aspecto digno y honesto que adoptas al pasear con un bastón como éste; cuesta mucho pero vale lo que cuesta, y en algunos casos no hay que mirar el gasto.

Una noche, al volver a casa, me encontré a Lagrange delante de la tienda.

Agité ligeramente mi bastón pero luego pensé que los servicios no le encargarían a un personaje como él que liquidara a un personaje como yo, y me dispuse a escucharlo.

—Hermoso objeto —dijo.

—¿El qué?

—El bastón animado. Con un pomo de tal hechura no puede sino ser un estoque.

¿Teméis a alguien?

—Decidme vos si debería, señor Lagrange.

—Nos teméis, lo sé, porque sabéis que os habéis vuelto sospechoso. Ahora permitidme que sea breve. Es inminente una guerra franco-prusiana, y el amigo Stieber ha llenado París de agentes suyos.

—¿Los conocéis?

—No a todos, y aquí entráis en juego vos. Puesto que ofrecisteis a Stieber vuestro informe sobre los judíos, él os considera una persona, cómo decir, comprable… Bien, ha llegado aquí a París un hombre suyo, ese Goedsche que, según parece, ya habéis encontrado. Creemos que os buscará. Os convertiréis en el espía de los prusianos en París.

—¿Contra mi país?

—No seáis hipócrita, ni siquiera es vuestro país. Y, si la cosa os turba, lo haréis precisamente por Francia. Transmitiréis a los prusianos informaciones falsas, que os daremos nosotros.

—No me parece difícil…

—Al contrario, es muy peligroso. Si sois descubiertos en París, nosotros tendremos que fingir que no os conocemos. Por lo tanto, seréis fusilado. Si los prusianos descubren que hacéis el doble juego, os matarán, si bien de una forma menos legal. Así pues, en este asunto, tenéis, digamos, cincuenta probabilidades sobre cien de dejaros el pellejo.

—¿Y si no acepto?

—Tendréis noventa y nueve.

—¿Por qué no cien?

—Por el bastón animado. Pero no confiéis demasiado en él.

—Sabía que tenía amigos sinceros en los servicios. Os doy las gracias por vuestras atenciones. Está bien. He decidido, libremente, que acepto, y por amor a la Patria.

—Sois un héroe, capitán Simonini. Quedad a la espera de órdenes.

Una semana después, Goedsche se presentaba en mi tienda, más sudoroso que de costumbre. Resistir a la tentación de estrangularlo fue harto duro, pero resistí.

—Sabéis que os considero un plagiario y un falsificador —le dije.

—No más que vos —sonrió sebosamente el alemán—. ¿Creéis que no he llegado a descubrir que vuestra historia del cementerio de Praga se inspira en el texto de ese Joly que acabó en la cárcel? Habría llegado yo sólo sin vos, vos únicamente me habéis acortado el recorrido.

—¿Os dais cuenta, herr Goedsche, que actuando como un extranjero en territorio francés bastaría que mencionara vuestro nombre a quien yo sé y vuestra vida no valdría un céntimo?

—¿Os dais cuenta de que el mismo precio vale la vuestra si, una vez arrestado, yo mentara vuestro nombre? Así pues, paz, estoy intentado vender ese capítulo de mi libro como acontecimiento verdadero a unos compradores seguros. Iremos a medias, visto que a partir de ahora tendremos que trabajar juntos.

Pocos días antes de que empezara la guerra, Goedsche me llevó al tejado de una casa que se abría ante el atrio de Notre-Dame, donde un viejecito tenía muchos palomares.

—Éste es un buen lugar para que vuelen las palomas, porque cerca de la catedral hay centenares de ellas y nadie les presta atención. Cada vez que tengáis informaciones útiles escribid un mensaje, y el viejo mandará un animal. Igualmente, cada mañana pasad por aquí para saber si han llegado instrucciones para vos. Sencillo, ¿no?

—Pues ¿qué noticias os interesan?

—No sabemos todavía qué nos interesa saber de París. Por ahora controlamos las zonas del frente. Pero antes o después, si ganamos, nos interesará París. Y por ello querremos noticias sobre movimientos de tropas, presencia o ausencia de la familia imperial, humores de los ciudadanos, en fin, todo y nada, es asunto vuestro demostraros agudo. Podrían servirnos mapas; y me preguntaréis cómo se logra colgar un mapa del cuello de una paloma. Venid conmigo al piso de abajo.

En el piso de abajo, había otro individuo y un laboratorio fotográfico, con una salita con una pared pintada de blanco y uno de esos proyectores que en las ferias llaman linternas mágicas, y que hacen aparecer imágenes en las paredes o en unas grandes sábanas.

—Este señor coge vuestro mensaje, del tamaño que sea y con la cantidad de páginas que tenga, y lo reduce en una minúscula placa, que se expide con la paloma. Allá donde llega el mensaje, se amplía la imagen proyectándola en una pared. Y lo mismo sucederá aquí, si recibís mensajes demasiado largos. Pero, en fin, aquí el aire ya no es bueno para un prusiano, yo dejo París esta noche. Nos comunicaremos a través de esquelas en las alas de las palomas, como dos enamorados.

La idea me provocaba repugnancia, pero a eso me había comprometido, maldición, y sólo porque había matado a un abate. ¿Y entonces, todos esos generales, que matan a miles de hombres?

Así llegamos a la guerra. Lagrange me pasaba de vez en cuando alguna noticia que era menester hacer llegar al enemigo aunque, como dijera Goedsche, a los prusianos no les interesaba mucho París, y por el momento estaban interesados en saber cuántos hombres tenía Francia en Alsacia, en Saint-Privat, en Beaumont, en Sedan.

Hasta los días del asedio, en París se seguía viviendo alegremente. En septiembre se decidió el cierre de todas las salas de espectáculos, tanto para acompañar en el drama de los soldados en el frente como para poder mandar a ese mismo frente a los bomberos de servicio, pero al cabo de poco más de un mes, la Comédie-Française obtuvo el permiso de dar representaciones para sostener a las familias de los caídos, aun en condiciones de economía, sin calefacción y con velas en lugar de luces de gas; luego volvieron a empezar algunas funciones en el Ambigu, en el Porte Saint-Martin, en el Châtelet y en el Athénée.

Los días difíciles empezaron en septiembre con la tragedia de Sedan. Con Napoleón prisionero del enemigo, el Imperio se derrumbaba, Francia entera entraba en un estado de agitación casi (todavía casi) revolucionaria. Se proclamaba la República, pero en las mismas filas republicanas, por lo que yo llegaba a entender, se agitaban dos almas: una quería sacar de la derrota la ocasión para una revolución social, la otra estaba dispuesta a firmar la paz con los prusianos con tal de no ceder a esas reformas que —se decía— desembocarían en una forma de comunismo puro y simple.

A mediados de septiembre, los prusianos habían llegado a las puertas de París, habían ocupado los fuertes que habrían debido defenderla y bombardeaban la ciudad. Seguirían cinco meses de asedio durísimo durante los cuales el hambre se convertiría en el gran enemigo.

De las intrigas políticas, de los desfiles que recorrían la ciudad en varios puntos, entendía poco y aún menos me importaba, pues consideraba que en momentos como aquéllos era mejor no callejear demasiado. Ahora bien, la comida, eso era asunto mío, y me mantenía informado diariamente con los tenderos de mi barrio para entender qué nos esperaba. Al recorrer los jardines públicos como el de Luxemburgo, al principio parecía que la ciudad vivía en medio del ganado, pues se habían concentrado ovinos y bovinos dentro del perímetro urbano. Sin embargo, ya en octubre decían que no quedaban más de veinticinco mil bueyes y cien mil carneros, que no era nada para alimentar a una metrópolis.

Y en efecto, poco a poco, en ciertas casas fue menester freír los peces rojos, la hipofagia estaba exterminando a todos los caballos no defendidos por el ejército, una fanega de patatas costaba treinta francos y el pastelero Boissier vendía a veinticinco una caja de lentejas. De conejos, no se veía ya la sombra y las carnicerías no se recataban en exponer, primero, hermosos gatos bien alimentados y, más tarde, perros. Se mataron todos los animales exóticos del Jardin des Plantes, y la Nochebuena, para quienes tenían dinero que gastar, en Voisin se ofreció un menú suntuoso a base de consomé de elefante, camello asado a la inglesa, estofado de canguro, costillas de oso a la sauce poivrade, tarrina de antílope a la trufa y gato con acompañamiento de ratoncitos de leche (porque ya no sólo desaparecían los gorriones de los tejados sino también los ratones y ratas de las cloacas).

Pase por el camello, que no estaba mal, pero las ratas no. Incluso en tiempos de asedio se encontraban matuteros o acaparadores, y puedo recordar una cena memorable (carísima) no en uno de los grandes restaurantes, sino en una gargotte casi en los suburbios donde pude saborear, con algunos privilegiados (no todos de la mejor sociedad parisina, puesto que en esas situaciones las diferencias de casta casi se olvidan), un faisán y un paté de oca fresquísimos.

En enero se firmaba un armisticio con los alemanes, a los cuales en marzo les fue concedida una ocupación simbólica de la capital. Y debo decir que fue bastante humillante también para mí verlos desfilar con sus cascos de pincho por los Champs-Élysées. Luego se emplazaron en el noreste de la ciudad, dejando al gobierno francés el control de la zona sudoccidental, es decir, los fuertes de Ivry, Montrouge, Vanves, Issy y, entre otros, del dotadísimo fuerte del Mont-Valérien desde el cual (lo habían probado los prusianos) se podía bombardear fácilmente la parte oeste de la capital.

Los prusianos abandonaban París, el gobierno francés presidido por Thiers tomaba posesión, pero la Guardia Nacional, ya difícilmente controlable, había secuestrado y escondido en Montmartre los cañones adquiridos con una suscripción pública. Thiers mandaba al general Lecomte a reconquistarlos, y éste, al principio, mandaba disparar contra la Guardia Nacional y contra la multitud, mas, al final, sus soldados se unían a los revoltosos y Lecomte era capturado por sus mismos hombres. Entre tanto, alguien había reconocido no sé dónde a otro general, Thomas, que no había dejado un buen recuerdo de sí mismo en las represiones de 1848. No sólo eso, iba de paisano, quizá porque estaba escapando por su cuenta, pero todos se pusieron a decir que estaba espiando a los comuneros. Lo llevaron allá donde ya aguardaba Lecomte y ambos fueron fusilados.

Thiers se retiraba con todo el gobierno a Versalles y, a finales de marzo, en París se proclamaba la Comuna. Ahora era el gobierno francés (de Versalles) el que sitiaba y bombardeaba París desde el fuerte del Mont-Valérien, mientras los prusianos dejaban que lo hiciera, es más, se mostraban bastante indulgentes con los que cruzaban sus líneas, de modo que París, en su segundo asedio, tenía más comida que durante el primero: sus propios compatriotas le hacían pasar hambre mientras que sus enemigos, indirectamente, lo abastecían. Y alguien, comparando a los alemanes con los gubernativos de Thiers, empezaba a murmurar que, al fin y al cabo, esos comedores de chucrut eran buenos cristianos.

Mientras se anunciaba la retirada del gobierno francés a Versalles, recibía una nota de Goedsche que me informaba de que a los prusianos ya no les interesaba lo que sucedía en París por lo que el palomar y el laboratorio fotográfico serían desmantelados. Ese mismo día, me visitaba Lagrange, que tenía trazas de haber adivinado lo que me escribía Goedsche.

—Querido Simonini —me dijo—, deberíais hacer para nosotros lo que estabais haciendo para los prusianos, tenernos informados. Ya he mandado arrestar a esos dos miserables que colaboraban con vos. Las palomas han vuelto donde estaban acostumbradas a ir, pero el material del laboratorio nos sirve a nosotros. Nosotros, para informaciones militares rápidas, teníamos una línea de comunicación entre el fuerte de Issy y una buhardilla, siempre por los alrededores de Notre-Dame. Desde allí nos mandaréis vuestras informaciones.

—¿«Nos mandaréis» a quién? Erais, si me permitís, un hombre de la policía imperial, deberíais haber desaparecido con vuestro emperador. Me parece, en cambio, que ahora habláis como emisario del gobierno de Thiers…

—Capitán Simonini, yo pertenezco a los que permanecen cuando los gobiernos pasan.

Yo ahora sigo a mi gobierno a Versalles, porque si me quedo aquí, podría acabar como Lecomte y Thomas. Estos enajenados tienen el fusilamiento fácil. Pero les pagaremos con la misma moneda. Cuando queramos saber algo preciso, recibiréis órdenes más detalladas.

Algo preciso… Fácil de decir, dado que en cada punto de la ciudad sucedían cosas distintas: desfilaban pelotones de la Guardia Nacional, con flores en el cañón de sus fusiles y bandera roja, por los mismos barrios donde burgueses acomodados esperaban atrancados en sus casas el regreso del gobierno legítimo; entre los elegidos de la Comuna no se conseguía saber, ni por los periódicos, ni por los susurros en el mercado, quién estaba de qué parte; había obreros, médicos, periodistas, republicanos moderados y socialistas enfadados, incluso auténticos jacobinos, que soñaban con el regreso no a la Comuna del 89 sino a la terrible del 93. Con todo, el ambiente general en las calles era de gran alegría. Si los hombres no hubieran llevado uniforme, se podría haber pensado en una gran fiesta popular. Los soldados jugaban a lo que en Turín llamábamos sussi y aquí le dicen au bouchon, los oficiales paseaban pavoneándose ante las jovencitas.

Me he acordado esta mañana de que, entre mis viejas cosas, debería tener una caja con recortes de periódicos de la época, que ahora me sirven para reconstruir lo que mi memoria no puede hacer sola. Había recopilado periódicos de todas las tendencias, Le Rappel, Le Réveil du Peuple, La Marsellaise, Le Bonnet Rouge, Paris Libre, Le Moniteur du Peuple, y otros más. Quién los leería, no lo sé, quizá sólo los que los escribían. Yo los compraba todos, para ver si contenían hechos u opiniones que pudieran interesar a Lagrange.

Lo confusa que era la situación, alcancé a entenderlo un día, al encontrarme, entre la muchedumbre de una manifestación igual de confusa, con Maurice Joly. Le costó reconocerme por la barba, y luego al recordarme como carbonario o algo parecido consideró que estaba de parte de la Comuna. Había sido para él un compañero de desventuras amable y generoso, me cogió por el brazo, me llevó a su casa (un piso muy modesto en el quai Voltaire) y se confió conmigo delante de una copita de Grand Marnier.

—Simonini —me dijo—, después de Sedan he participado en las primeras insurrecciones republicanas, me he manifestado por la continuación de la guerra, pero luego he entendido que esos exacerbados quieren demasiado. La Comuna de la Revolución ha salvado a Francia de la invasión, pero algunos milagros no se repiten dos veces en la historia. La revolución no se proclama por decreto, nace de las entrañas del pueblo. El país sufre una gangrena moral desde hace veinte años, no se lo hace renacer en dos días. Francia es capaz sólo de castrar a sus hijos mejores. He sufrido dos años de cárcel por haberme opuesto a Bonaparte y, cuando salgo de la cárcel, no encuentro un editor que publique mis nuevos libros. Vos diréis: todavía existía el Imperio. Pues a la caída del Imperio, este gobierno me ha procesado por haber tomado parte en una invasión pacífica del Hôtel de Ville a finales de octubre. Está bien, me han absuelto porque no era posible imputarme violencia alguna, pero es así como se recompensa a los que se han batido contra el Imperio y contra el infame armisticio. Ahora parece que todo París se exalta por esta utopía comunera, pero no sabéis cuántos están intentando salir de la ciudad para no prestar servicio militar. Dicen que proclamarán un reclutamiento obligatorio para todos los que tienen entre dieciocho y cuarenta años, pero mirad cuántos jovencitos descarados circulan por la calles, y por los barrios en los que no osa entrar ni la Guardia Nacional. No son muchos los que quieren inmolarse por la revolución. Qué tristeza.

Joly me pareció un idealista incurable que nunca se conforma con cómo están las cosas, aunque la verdad, debo decir que no había una que le saliera bien. De todos modos, me preocupé por sus alusiones al reclutamiento obligatorio y me encanecí como Dios manda barba y pelo. Ahora parecía un posado caballero de sesenta años.

Contrariamente a Joly, encontraba, entre plazas y mercados, a gente que mostraba conformidad con muchas nuevas leyes, como la extinción de los alquileres aumentados por los propietarios durante el asedio, y la devolución a los trabajadores de todos los instrumentos de trabajo empeñados en el Monte de Piedad en ese mismo período, la pensión a las mujeres e hijos de los soldados de la Guardia Nacional fallecidos en servicio, la remisión de los vencimientos de las letras. Todos ellos gestos hermosos que empobrecían las cajas comunes y traían cuenta a la canalla.

La cual canalla, entre tanto (bastaba con escuchar las conversaciones en la place Maubert y en las cervecerías del barrio), mientras aplaudía la abolición de la guillotina (es natural) se rebelaba contra la ley que abolía la prostitución, que dejaba en la miseria a muchos trabajadores del barrio. Todas las putas de París, por consiguiente, emigraron a Versalles, y la verdad es que no sé dónde irían a calmar sus ardores los buenos soldados de la Guardia Nacional.

Para enemistarse a los burgueses, ahí estaban las leyes anticlericales, como la separación de la Iglesia y del Estado y la incautación de los bienes eclesiásticos, por no hablar de todo lo que se vociferaba sobre el arresto de curas y frailes.

A mediados de abril, una vanguardia del ejército de Versalles penetró en las zonas noroccidentales, hacia Neuilly, fusilando a todos los federados que capturaba. Desde el Mont-Valérien se disparaban cañonazos al Arco de Triunfo. Pocos días después, fui testigo del episodio más increíble de ese asedio: el desfile de los masones. No veía a los masones como comuneros, pero ahí estaban desfilando con sus estandartes y sus delantales para pedirle al gobierno de Versalles que concediera una tregua para evacuar a los heridos de los distritos bombardeados. Llegaron hasta el Arco de Triunfo, donde para la coyuntura no caían cañonazos porque, se entiende, la mayor parte de sus cofrades estaba fuera de la ciudad con los legitimistas, y un lobo a otro no se muerden.

Aunque los masones de Versalles se habían aplicado para obtener la tregua de un día, el acuerdo acababa ahí, y los masones de París se estaban poniendo del lado de la Comuna.

Si recuerdo poco de lo que, en los días de la Comuna, sucedía en la superficie, es porque estaba recorriendo París bajo tierra. Un mensaje de Lagrange me había indicado qué deseaban saber los altos mandos militares. Uno se imagina que París está perforada subterráneamente por su sistema de cloacas, y es de esto de lo que suelen hablar los novelistas, pues bien, por debajo de la red de cloacas de la ciudad, hasta sus baluartes y más allá, hay una maraña de canteras de cal y yeso, y antiguas catacumbas. De algunas se sabe mucho, de otras, bastante poco. Los militares estaban al corriente de las galerías que unen los fuertes del cordón externo con el centro de la ciudad, y a la llegada de los prusianos se apresuraron a bloquear muchas entradas para impedirle al enemigo malas sorpresas, pero los prusianos ni siquiera pensaron en entrar, aun cuando hubiera sido posible, en ese laberinto de túneles por temor a no conseguir salir y perderse en un territorio minado.

En realidad, pocos sabían de canteras y catacumbas; en su mayor parte, eran gente del hampa, que se servían de esos laberintos para pasar de contrabando mercancías sin respetar los límites aduaneros, o para huir de las redadas de la policía. Mi tarea era interrogar al mayor número posible de canallas para orientarme en esos conductos.

Me acuerdo que, al acusar recibo de la orden, no pude contenerme y transmití: «¿Pero el ejército no tiene los mapas detallados?». Y Lagrange me contestó: «No hagáis preguntas idiotas. Al principio de la guerra, nuestro estado mayor estaba tan seguro de ganar que distribuyó sólo mapas de Alemania y no de Francia».

En las épocas en las que la buena comida y el buen vino escaseaba, era fácil volver a tomar contacto con antiguas relaciones en algún tapis franc, llevarlos a alguna taberna más digna donde les hacía encontrar un pollastre y vino de primera calidad. Y no sólo hablaban, sino que me llevan a dar fascinantes paseos subterráneos. Se trata sólo de tener buenas lámparas y, para acordarse cuándo girar a izquierda o derecha, anotarse una serie de señales de todo tipo que se encuentran a lo largo de los recorridos, como la silueta de una guillotina, una placa antigua, el esbozo con carboncillo de un diablillo, un nombre, quizá escrito por alguien que no volvió a salir de aquel lugar. Y no hay que asustarse al recorrer los osarios porque, si se sigue la secuencia adecuada de calaveras, se llega a una escalerilla por la que se sube a la bodega de algún local condescendiente, y desde allí se puede volver a ver las estrellas.

Algunos de aquellos lugares, en los años siguientes, se podrían visitar, pero otros, hasta entonces, los conocían sólo mis informadores.

Brevemente: entre finales de marzo y finales de mayo, había adquirido cierta competencia, y mandaba a Lagrange trazados, para indicarle algunos recorridos posibles.

Luego me di cuenta de que mis mensajes servían para bien poco, porque los gubernamentales estaban entrando ya en París sin usar el subsuelo. Versalles disponía de cinco cuerpos del ejército, con soldados preparados y bien adoctrinados, y con una sola idea en la cabeza, como pronto se entendería: no se hacen prisioneros, cada federado capturado es un hombre muerto. Se dispuso incluso, y vería ejecutar la orden con mis propios ojos, que cada vez que un grupo de prisioneros superara los diez hombres, el pelotón de ejecución había de ser sustituido por una ametralladora. Y a los soldados de uniforme agregaron brassardiers, galeotes o algo por el estilo, dotados de un brazalete tricolor, aún más brutales que las tropas regulares.

El domingo 21 de mayo, a las dos de la tarde, ocho mil personas asistían jubilosas al concierto ofrecido en el jardín de las Tullerías en beneficio de las viudas y de los huérfanos, y nadie sabía aún que el número de los pobrecillos por beneficiar de allí a poco aumentaría espantosamente. En efecto (se supo después), mientras el concierto seguía, a las cuatro y media, los gubernamentales entraban en París por la puerta de Saint-Cloud, ocupaban Auteuil y Passy, y fusilaban a todos los guardias nacionales capturados. Se dijo, luego, que a las siete de la tarde por lo menos veinte mil versalleses estaban ya dentro de la ciudad, pero los vértices de la Comuna quién sabe qué hacían.

Señal de que para hacer la revolución hay que tener una buena educación militar, pero si la tienes, no haces la revolución y estás del lado del poder, por lo cual no veo la razón (digo una razón razonable) para hacer una revolución.

La mañana del lunes, los hombres de Versalles colocaban sus cañones en el Arco de Triunfo y alguien dio a los comuneros la orden de abandonar una defensa coordinada, levantar barricadas y atrincherarse cada uno en su propio barrio. Si es verdad, la estupidez de los mandos federados tuvo modo de brillar una vez más.

Surgían barricadas por doquier, a ellas colaboraba una población aparentemente entusiasta, también en los barrios hostiles a la Comuna, como el de la Ópera o el del faubourg Saint-Germain, donde los guardias nacionales desanidaban de su casa a señoras elegantísimas y las incitaban a amontonar en la calle sus muebles de mayor valor. Se colocaba una cuerda a través de la calle para indicar la línea de la futura barricada y cada uno iba a depositar la piedra de un pavés destrozado o un saco de arena; desde las ventanas se tiraban sillas, arcones, bancos, colchones, a veces con el permiso de los habitantes, a veces con los habitantes en lágrimas, acurrucados en el último cuarto de un piso ya vacío.

Un oficial me indicó a los suyos que estaban trabajando y me dijo:

—¡Echad una mano también vos, ciudadano, vamos a morir también por vuestra libertad!

Fingí que me industriaba, hice un amago de ir a recoger un taburete caído en el fondo de la calle y doblé la esquina.

Es que a los parisinos, desde hace por lo menos un siglo, les gusta hacer barricadas, y que luego se derrumben con el primer cañonazo, es algo que parece no contar mucho: las barricadas se hacen para sentirse héroes, aunque quisiera ver cuántos de los que las están construyendo se quedan hasta el momento justo. Harán como yo, y se quedarán a defenderlas sólo los más estúpidos, que serán fusilados ahí mismo.

Sólo se podría haber entendido cómo procedían las cosas en París mirando desde un globo aerostático. Algunas voces decían que había sido ocupada la École Militaire donde se guardaban los cañones de la Guardia Nacional, otras que se combatía en la place Clichy, otras más que los alemanes estaban concediendo a los gubernamentales el paso por el norte. El martes se conquistaba Montmartre, y cuarenta hombres, tres mujeres y cuatro niños fueron conducidos allá donde los comuneros habían fusilado a Lecomte y Thomas, los pusieron de rodillas y los fusilaron a su vez.

El miércoles vi muchos edificios públicos en llamas, como las Tullerías, algunos decían que los habían quemado los comuneros para detener el avance de los gubernamentales y, es más, que había unas jacobinas endemoniadas, las petroleuses, que se paseaban con unos cubos llenos de petróleo para prender los incendios; otros juraban que eran los óbices de los gubernamentales y, por último, había quien le echaba la culpa a los viejos bonapartistas que aprovechaban la ocasión para destruir archivos comprometedores; y a primera vista me dije que si yo hubiera estado en el pellejo de Lagrange lo habría hecho, luego pensé que un buen agente de los servicios esconde las informaciones y no las destruye nunca, porque siempre pueden serle útiles para chantajear a alguien.

Por un escrúpulo extremo, pero con gran temor de encontrarme en el medio de un choque, fui por última vez al palomar, donde encontré un mensaje de Lagrange. Me decía que ya no era necesario comunicar por medio de paloma, y me daba una dirección en las cercanías del Louvre, que ya había sido ocupado, y una palabra de orden para cruzar los puestos de bloque gubernamentales.

Justo en ese momento me enteraba de que los gubernamentales habían llegado a Montparnasse y me acordaba de que en Montparnasse me habían hecho visitar la bodega de un vinatero a través de la cual se entraba en un túnel subterráneo que a lo largo de la rue d’Assas llegaba hasta la rue du Cherche Midi y desembocaba en el sótano de un almacén abandonado en un palacio del carrefour de la Croix-Rouge, cruce que seguía estando muy controlado por los comuneros. Visto que hasta entonces mis búsquedas subterráneas no habían servido para nada y debía demostrar que me ganaba mis retribuciones, fui a ver a Lagrange.

No fue difícil llegar desde la Île-de-la-Cité a las cercanías del Louvre, pero detrás de Saint-Germain l’Auxerrois vi una escena que, lo confieso, me impresionó un poco. Pasan un hombre y una mujer con un niño, y no tienen trazas, desde luego, de huir de una barricada expugnada, cuando un pelotón de brassardiers borrachos, que evidentemente están celebrando la conquista del Louvre, intenta arrancar al hombre de los brazos de la mujer, ésta se agarra al marido llorando, los brassardiers los empujan a los tres contra el muro y los acribillan a balazos.

Intenté pasar sólo a través de las filas de los regulares, a los cuales podía darles mi palabra de orden, y fui conducido a una habitación donde algunas personas estaban clavando unos clavitos de colores en un gran mapa de la ciudad. No vi a Lagrange y pregunté por él. Se dio la vuelta un señor de mediana edad con la cara excesivamente normal (quiero decir que, si intentara describirlo, no encontraría ningún rasgo sobresaliente para caracterizarlo), el cual, sin tenderme la mano, me saludó con educación.

—El capitán Simonini, imagino. Yo me llamo Hébuterne. De ahora en adelante cualquier cosa que hayáis hecho con el señor de Lagrange lo haréis conmigo. Sabéis, también los servicios de Estado tienen que renovarse, sobre todo al final de una guerra.

El señor de Lagrange merecía una honrosa jubilación, quizá ahora esté pescando à la ligne en algún lugar, lejos de esta desagradable confusión.

No era el momento de hacer preguntas. Le conté lo del túnel entre la rue d’Assas y la Croix-Rouge, y Hébuterne dijo que era muy útil hacer una operación en la Croix-Rouge, porque le había llegado noticia de que los comuneros estaban concentrando muchas tropas a la espera de los gubernamentales que habían de llegar por el sur. Por lo tanto, me mandó que fuera a donde el vinatero, cuya dirección le había dado, a esperar a un pelotón de brassardiers. Estaba pensando en ir sin darme prisa desde el Sena a Montparnasse para darle tiempo al emisario de Hébuterne de llegar antes que yo cuando, todavía en la orilla derecha, vi en la acera, bien alineados, los cadáveres de unos veinte fusilados. Debían de ser muertos recientes, y parecían de distinta extracción social, y edad. Había un joven con los estigmas del proletariado, la boca apenas abierta, junto con un burgués maduro, con el pelo rizado y un par de bigotitos bien cuidados, las manos cruzadas encima de una redingote un poco arrugada; junto a un tipo con la cara de artista, había otro con las facciones casi irreconocibles, con un agujero negro en lugar del ojo izquierdo, y una toalla anudada alrededor de la cabeza, como si algún piadoso, o algún despiadado amante del orden, hubiera querido mantener unida esa cabeza destrozada por quién sabe cuántas balas. Y había una mujer, que a lo mejor había sido bella.

Estaban allá, bajo el sol de mayo, y a su alrededor revoloteaban las primeras moscas de la temporada, atraídas por ese festín. Tenían trazas de haber sido capturados casi por azar y fusilados sólo para dar el ejemplo, y habían sido alineados en la acera para liberar la calle donde en ese momento estaba pasando una escuadra de gubernamentales que arrastraba un cañón. Lo que me llamó la atención de aquellos rostros era, me siento incómodo al escribirlo, la indiferencia: parecían aceptar durmiendo la suerte que los había acomunado, y me doy cuenta de que casi estoy haciendo un juego de palabras.

Llegado al final de la fila noté las facciones del último ajusticiado, que estaba un poco separado de los demás, como si hubiera sido añadido más tarde a la brigada. El rostro estaba recubierto en parte por sangre seca, pero reconocí perfectamente a Lagrange. Los servicios habían empezado a renovarse.

No tengo el ánimo sensible de una mujerzuela, y he sido capaz incluso de arrastrar el cadáver de un abate por las cloacas, pero aquella visión me turbó. No por piedad, sino porque me hacía pensar en que podría sucederme también a mí. Bastaba que de allí a Montparnasse me encontrara con alguien que me reconociera como hombre de Lagrange, y lo bueno es que podría ser tanto un versallés como un comunero: ambos habrían tenido razones para desconfiar de mí, y desconfiar, en esos momentos, quería decir fusilar.

Calculando que allá donde había edificios todavía en llamas, era difícil que siguiera habiendo comuneros y que los gubernamentales todavía no estaban vigilando la zona, me aventuré a cruzar el Sena para recorrer toda la rue du Bac y llegar por la superficie hasta el carrefour de la Croix-Rouge. Desde allí podía entrar rápidamente en el almacén abandonado y realizar bajo tierra el resto del recorrido.

Temía que en la Croix-Rouge el sistema de defensa me impidiera llegar a mi edifico, pero no era así. Grupos de armados aguardaban en el umbral de algunas casas, a la espera de órdenes, circulaban de boca en boca noticias contradictorias, no se sabía de dónde llegarían los gubernamentales, alguien hacía y deshacía cansinamente pequeñas barricadas cambiando de embocadura de calle según las voces que circulaban. Estaba llegando un contingente de guardias nacionales más consistente, y muchos de los habitantes de las casas de ese barrio burgués intentaban convencer a los armados de que no intentaran heroísmos inútiles, se decía que los hombres de Versalles, al fin y al cabo, eran compatriotas, y republicanos por añadidura, y que Thiers había prometido la amnistía para todos los comuneros que se rindieran…

Encontré la puerta de mi edificio entornada, entré y la cerré bien, bien a mis espaldas, bajé al almacén y luego más abajo, a la cantera, y llegué hasta Montparnasse orientándome perfectamente. Allí encontré a unos treinta brassardiers que me siguieron por el camino de regreso, desde el almacén los hombres subieron a algunas viviendas de los pisos superiores, dispuestos a coaccionar a los habitantes, pero encontraron personas bien vestidas que los acogieron con alivio y les mostraban las ventanas desde las que se dominaba mejor el cruce. A donde llegaba, en ese momento, desde la rue du Dragon, un oficial a caballo llevando una orden de alerta. Con toda evidencia, la orden era prevenir un ataque desde la rue de Sèvres o desde la rue du Cherche-Midi, y en la esquina de las dos calles los comuneros estaban levantando ahora el pavés para preparar una nueva barricada.

Mientras los brassardiers se situaban en las distintas ventanas de los pisos ocupados, no creí oportuno permanecer en un lugar en que antes o después llegaría alguna bala de los comuneros y volví a bajar cuando todavía había un gran trasiego. Sabiendo cuál sería la trayectoria de los disparos desde las ventanas del edificio, aposteme en la esquina de la rue du Vieux Colombier, para zafarme en caso de peligro.

La mayor parte de los comuneros, para trabajar, había amontonado las armas, y por eso los tiros de fusil que empezaron a llegar de las ventanas los cogieron por sorpresa.

Luego se rehicieron, aunque todavía no entendían de dónde llegaban los disparos, y se dedicaron a disparar a la altura de un hombre hacia las embocaduras de la rue de Grenelle y la rue du Four, tanto que tuve que retroceder temiendo que los disparos embocaran también la rue du Vieux Colombier. Luego alguien se dio cuenta de que los enemigos disparaban desde arriba y empezó un intercambio de tiros entre el cruce y las ventanas de las casas, sólo que los gubernamentales veían bien a quién disparaban y tiraban al montón, mientras que los comuneros todavía no entendían cuáles eran las ventanas a las que había que apuntar. En breve, fue una matanza fácil, mientras desde el cruce se gritaba a la traición. Y es que siempre pasa lo mismo, cuando fracasas en algo, buscas siempre alguien a quien acusar de tu incapacidad. Pero qué traición, me decía, es que no sabéis cómo se combate, pues anda que hacer la revolución…

Por fin, alguien localizó la casa ocupada por los gubernamentales y los supervivientes intentaron desfondar la puerta. Me imagino que los brassardiers a esas alturas habrían bajado ya a los subterráneos y los comuneros encontrarían la casa vacía, pero decidí no quedarme allí a esperar los acontecimientos. Como supe más tarde, los gubernamentales estaban llegando de verdad desde la rue du Cherche-Midi, y muy numerosos, de modo que los últimos defensores de la Croix-Rouge serían desarticulados.

Llegué a mi impasse por callejuelas secundarias evitando las direcciones desde las que oía estallidos de fusiles. A lo largo de las paredes veía pasquines recién pegados donde el Comité de Salud Pública exhortaba a los ciudadanos a la última defensa («Aux barricades! L’ennemi est dans nos murs. Pas d’hésitations!»).

En una brasserie de la place Maubert me dieron las últimas noticias: setecientos comuneros habían sido fusilados en la rue Saint-Jacques; el polvorín del Luxemburgo había saltado por los aires; en venganza, los comuneros sacaron de la cárcel de la Roquette a algunos rehenes, entre ellos al arzobispo de París, y los mandaron al paredón. Fusilar al arzobispo marcaba un punto de no retorno. Para que las cosas volvieran a la normalidad era necesario que el baño de sangre fuera completo.

Mientras me contaban estos acontecimientos, entraron algunas mujeres recibidas con gritos de júbilo por los demás clientes. ¡Eran les femmes que volvían a su brasserie! Los gubernamentales habían traído de vuelta con ellos desde Versalles a las putas proscritas por la Comuna y empezaban a dejar que circularan de nuevo por la ciudad, en señal de que todo estaba volviendo a la normalidad.

No podía quedarme en medio de aquella gentuza. Estaban malogrando lo único bueno que había hecho la Comuna.

La Comuna se apagó los días siguientes, con un último cuerpo a cuerpo al arma blanca en el cementerio del Père-Lachaise. Ciento cuarenta y siete supervivientes, se decía, fueron capturados y ajusticiados en el lugar.

Así aprendieron a no meter las narices en asuntos que no les concernían.