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Boullan

8 de abril

Capitán Simonini:

Esta noche, tras haber leído vuestra nota irritada, he decidido imitar vuestro ejemplo y ponerme a escribir, aun sin clavar la mirada en mi ombligo, de forma casi automática, dejando que mi cuerpo, por obra de mi mano, decidiera recordar lo que mi alma ha olvidado. Ese doctor Froïde vuestro no era un necio.

Boullan… Vuelvo a verme mientras paseo con él delante de una ermita, en la periferia de París. ¿O era en Sèvres? Recuerdo que me está diciendo:

—Reparar los pecados que se cometen contra Nuestro Señor significa hacerse cargo de ellos. Pecar, y lo más intensamente posible, puede ser un peso místico, pues hay que agotar la carga de iniquidades que el demonio pretende de la humanidad, y liberar de ellas a nuestros hermanos más débiles, incapaces de exorcizar las fuerzas malignas que los han hecho esclavos. ¿Habéis visto alguna vez e s e papier tue-mouches que acaban de inventar en Alemania? Lo usan los pasteleros: empapan un lazo con melaza y lo cuelgan encima de sus tartas, en el escaparate. Las moscas, atraídas por la melaza, quedan capturadas en la cinta por esa substancia viscosa, y mueren de inedia, o se ahogan cuando se arroja la cinta hormigueante de insectos a un canal. Pues bien, el fiel reparador ha de ser como ese papel mosquicida: atraer hacia sí mismo todas las ignominias para ser, después, el crisol purificador.

Lo veo en una iglesia donde, delante del altar, debe «purificar» a una pecadora devota, ya poseída, que se retuerce por los suelos profiriendo repugnantes blasfemias y nombres de demonios:

—Abigor, Abracas, Adramelech, Haborym, Melchom, Stolas, Zaebos…

Boullan viste paramentos sacros de color morado con una sobrepelliz roja, se inclina encima de ella y pronuncia lo que parece la fórmula de un exorcismo, pero (si he oído bien) al revés:

—Crux sacra non sit mihi lux, sed draco sit mihi dux, veni Satanas, veni!

Luego se inclina sobre la penitente y le escupe tres veces en la boca, se levanta el hábito, orina en un cáliz de misa y se lo ofrece a la desventurada. Ahora saca de un recipiente (¡con las manos!) una sustancia de evidente origen fecal y, desnudado el pecho de la endemoniada, se la extiende por el seno.

La mujer se agita en el suelo, jadeando, emite gemidos que se van apagando poco a poco, hasta que cae en un sueño casi hipnótico.

Boullan va a la sacristía, donde se lava rápidamente las manos. Luego sale conmigo al atrio, suspirando como quien ha cumplido un duro deber.

—Consummatum est —dice.

Recuerdo haberle dicho que iba a verle por encargo de una persona que quería mantener el anonimato y que habría de practicar un rito para el que se necesitaban partículas consagradas.

Boullan se rió:

—¿Una misa negra? Pues si participa en ella un sacerdote, es él quien santifica directamente las hostias, y la consagración sería válida aunque la Iglesia lo hubiera excomulgado.

Yo aclaré:

—No creo que la persona de la que hablo quiera que un sacerdote oficie una misa negra. Vos sabéis que en algunas logias se acostumbra a apuñalar la hostia para sellar un juramento.

—Entiendo. He oído hablar de un fulano que tiene una tienducha de bric-à-brac por las inmediaciones de la place Maubert, se ocupaba también del comercio de hostias. Podríais probar con él.

¿Nos conoceríamos en aquella ocasión?