15

Dalla Piccola redivivo

6 de abril de 1897, al alba

Capitán Simonini:

No sé si ha sido durante vuestro sueño (comedido o descomedido como lo queramos definir) cuando me he despertado y he podido leer vuestras páginas. A las primeras luces del alba. Después de haberos leído me he dicho que, quizás, y por alguna misteriosa razón, mentíais (y tampoco vuestra vida, que tan sinceramente habéis expuesto, impide creer que vos, a veces, mintáis). Si hay alguien que debería saber con certeza que no me habéis matado, soy yo. Con ganas de controlar, me he despojado de mis vestiduras talares y casi desnudo he bajado a la bodega, he abierto la trampilla; sin embargo, al borde de ese conducto mefítico que tan bien describís, me he sentido aturdido por el hedor. Me he preguntado qué quería verificar: ¿si todavía reposaban allí los pocos huesos de un cadáver que vos afirmáis haber abandonado hace más de veinticinco años? ¿Y habría debido bajar en medio de semejante podredumbre para decidir que los huesos no son míos?

Pues, permitidme que os lo diga, ya lo sé. Y, por consiguiente, os creo, habéis matado a un abate Dalla Piccola.

¿Quién soy yo entonces? No el Dalla Piccola que habéis matado (que, además, no se me parecía), pero ¿cómo es que existen dos abates Dalla Piccola?

La verdad es que quizás esté loco. No me atrevo a salir de casa. Con todo, tendré que salir para comprar algo, puesto que mi hábito me impide frecuentar tabernas.

No tengo una buena cocina como vos, aunque, hablando en plata, no soy menos glotón.

Me embarga un deseo irreprimible de matarme, pero sé que se trata de una tentación diabólica.

Y además, ¿por qué matarme si vos ya me habéis matado? Sería una pérdida de tiempo.

7 de abril

Amable abate:

Basta ya.

No recuerdo qué hice ayer y esta mañana he encontrado vuestro apunte. Dejad de atormentaros. ¿Tampoco vos recordáis? Pues entonces haced como yo, miraos fijamente el ombligo y luego empezad a escribir, dejad que vuestra mano piense por vosotros. ¿Por qué soy yo el que debo recordarlo todo, y vos sólo las pocas cosas que yo quisiera olvidar?

A mí, en este momento, me asaltan otras memorias. Acababa de matar a Dalla Piccola cuando recibí una nota de Lagrange, que esta vez quería verme en la place Fürstenberg, y a medianoche, cuando el lugar es bastante espectral. Tenía, como dicen las personas timoratas, la conciencia sucia, porque acababa de matar a un hombre, y temía (irrazonablemente) que Lagrange ya lo supiera. En cambio, era obvio, quería hablarme de otras cosas.

—Capitán Simonini —me dijo—, necesitamos que vigiléis a un tipo curioso, a un clérigo…, cómo decirlo…, satanista.

—¿Dónde lo encuentro, en el infierno?

—Menos bromas. Se trata de cierto abate Boullan, que hace unos años conoció a una tal Adela Chevalier, una seglar del convento de Saint-Thomas-de-Villeneuve en Soissons. Circulaban sobre ellas voces místicas, se habría curado de la ceguera y habría realizado predicciones, empezaban a abarrotarse fieles en el convento, sus superioras estaban apuradas, el obispo la alejó de Soissons y, no se sabe cómo, nuestra Adela elige a Boullan como padre espiritual, señal de que Dios los crea y ellos se juntan. Entonces deciden fundar una asociación para la acción reparadora, esto es, para dedicar a Nuestro Señor no sólo oraciones sino varias formas de expiación física, para compensarlo de las ofensas que le hacen los pecadores.

—Nada malo, me parece.

—Pues bien, empiezan a predicar que para liberarse del pecado hay que pecar, que la humanidad ha sido degradada por el doble adulterio de Adán con Lilith y de Eva con Samael (no me preguntéis quiénes son estas personas porque a mí el cura sólo me ha hablado de Adán y Eva) y que, en fin, hay que hacer cosas que no tenemos muy claras: parece ser que el abate, la señorita en cuestión y muchas de sus fieles se dedican a encuentros, cómo decirlo, un poco desordenados, en los que abusan el uno del otro. Y añádanse las vociferaciones por las que el buen abate habría hecho desaparecer discretamente el fruto de sus amores ilegítimos con Adela. Cosas, diréis, que no nos interesan a nosotros sino a la prefectura de policía, si no fuera porque, en el montón, entraron ya hace tiempo señoras de buena familia, esposas de altos funcionarios, incluso de un ministro, y Boullan les sacó a las pías damas raudales de dinero. A la sazón el tema se convirtió en un asunto de Estado, y tuvimos que ocuparnos nosotros de él. Los dos fueron denunciados y condenados a tres años de cárcel por fraude y ultraje al pudor, y salieron a finales del año 64. Después de lo cual, a este abate lo perdimos de vista y pensábamos que había sentado cabeza. En estos últimos tiempos, absuelto definitivamente por el Santo Oficio tras numerosos actos de arrepentimiento, ha regresado a París y ha vuelto a sostener sus tesis de la reparación de los pecados ajenos mediante el cultivo de los propios, y si todos empezaran a pensar de este modo, el asunto dejaría de ser religioso y se volvería político, vos me entendéis. Por otra parte, también la Iglesia ha empezado a preocuparse y hace poco el arzobispo de París ha alejado a Boullan de los oficios eclesiásticos; yo diría que ya era hora. Por toda respuesta, Boullan se ha puesto en contacto con otro santón en olor de herejía, un tal Vintras. Aquí tenéis, en este pequeño dossier, todo lo que hay que saber, o por lo menos, lo que sabemos de él. A usted le toca controlarlo e informarnos de qué está urdiendo.

—No soy una pía mujer en busca de un confesor que abuse de ella, ¿cómo puedo abordarlo?

—Qué sé yo, pues vestíos de sacerdote. Al parecer habéis sido capaz incluso de disfrazaros de general garibaldino, o algo por el estilo.

De esto acabo de acordarme. Pero no tiene que ver con vos, querido abate.