Biarritz
5 de abril de 1897, entrada la mañana
Me he despertado tarde y he encontrado en mi diario vuestra breve nota. Sois mañanero.
Dios mío, señor abate; si leéis estos renglones uno de estos días (o de estas noches):
¿quién sois vos en verdad? Porque precisamente ahora me acuerdo que os maté, ¡aún antes de la guerra! ¿Cómo puedo hablarle a una sombra?
¿Os he matado? ¿Por qué, ahora, estoy seguro? Intentemos reconstruir. Pero de momento habría de comer. Es curioso, ayer no conseguía pensar en la comida sin disgusto, ahora quisiera devorar todo lo que encuentro. Si pudiera salir de casa libremente, tendría que ir a ver a un médico.
Tras acabar mi informe sobre la reunión en el cementerio de Praga, estaba preparado para encontrarme con el coronel Dimitri. Recordando la buena acogida que le dispensara Brafmann a la cocina francesa, lo invité también a él al Rocher de Cancale, pero Dimitri no parecía interesado en la comida y picoteaba apenas lo que había pedido. Tenía los ojos ligeramente oblicuos con dos pupilas pequeñas y punzantes, que me hacían pensar en los ojos de una garduña, aunque no había ni he visto jamás una garduña (odio las garduñas como odio a los judíos). Dimitri tenía, así me pareció, la singular virtud de hacer que el propio interlocutor se sintiera violento.
Leyó mi informe con atención y dijo:
—Muy interesante. ¿Cuánto?
Era un placer tratar con personas de ese tipo, y solté una cifra quizá exorbitante, cincuenta mil francos, explicando lo que me habían costado mis informadores.
—Demasiado caro —dijo Dimitri—. O mejor dicho, demasiado caro para mí.
Intentemos dividir los gastos. Estamos en buenas relaciones con los servicios prusianos, y también ellos tienen un problema con los judíos. Yo os pago veinticinco mil francos, en oro, y os autorizo a pasar una copia de este documento a los prusianos, que os darán la otra mitad. Me encargo yo de informarlos. Naturalmente, querrán el documento original, como el que me estáis dando a mí, pero por lo que me ha explicado el amigo Lagrange, vos tenéis la virtud de multiplicar los originales. La persona que tomará contacto con vos se llama Stieber.
No dijo nada más. Rechazó amablemente un coñac, hizo una reverencia formal, más de alemán que de ruso, doblando de golpe la cabeza casi en ángulo recto con el cuerpo erguido, y se fue. La cuenta la pagué yo.
Solicité un encuentro con Lagrange, que ya me había hablado de ese Stieber, el gran jefe del espionaje prusiano. Estaba especializado en la recopilación de informaciones allende la frontera, pero también sabía infiltrarse en sectas o movimientos contrarios a la tranquilidad del Estado. Una decena de años antes, había sido fundamental para recoger datos sobre ese Marx que estaba preocupando tanto a los alemanes como a los ingleses.
Parece ser que él o un agente suyo, Krause, que trabajaba con el falso nombre de Fleury, consiguió introducirse en la casa londinense de Marx, simulando ser un médico y se apoderó de una lista con todos los nombres de los que se adherían a la liga de los comunistas. Buen trabajo, que permitió arrestar a muchos individuos peligrosos, concluyó Lagrange. Precaución inútil, observé yo: si los comunistas se dejaban embaucar de ese modo, debían de ser unos insensatos sin criterio y muy lejos no llegarían. Pero Lagrange dijo que nunca se sabe. Mejor prevenir, y castigar, antes de que se cometan los crímenes.
—Un buen agente de los servicios de información está perdido cuando ha de intervenir en algo que ya ha sucedido. Nuestro oficio estriba en provocarlo. Estamos gastando nuestros buenos dineros para organizar tumultos en los bulevares. No se precisa mucho: se toman unas pocas docenas de ex galeotes con algunos policías de paisano, se saquean tres restaurantes y dos burdeles cantando la Marsellesa, se incendian dos quioscos y, cuando llegan los nuestros de uniforme, los arrestan a todos tras una aparente refriega.
—¿Y para qué sirve?
—Para tener en vilo a los buenos burgueses y convencer a todos de que hay que emplear las maneras fuertes. Si tuviéramos que reprimir tumultos reales, organizados quién sabe por quién, no nos las apañaríamos tan fácilmente. Pero volvamos a Stieber.
Desde que se ha convertido en el jefe de la policía secreta prusiana, ha ido por las aldeas de Europa oriental vestido como un saltimbanqui, tomando nota de todo, creando una red de informadores a lo largo del camino que un día el ejército prusiano habrá de recorrer desde Berlín a Praga. Y ha empezado a organizar un servicio análogo con Francia, en vista de una guerra que un día u otro será inevitable.
—¿No sería mejor, pues, que no frecuentara a este individuo?
—No. Hay que vigilarlo. Por lo tanto, mejor que los que trabajen para él sean agentes nuestros. Por otra parte, vos debéis informarlo de una historia que concierne a los judíos, y que a nosotros no nos interesa. Así pues, colaborando con él, no perjudicaréis a nuestro gobierno.
Una semana después, me llegó una nota firmada por ese Stieber. Me pedía si no sería una gran incomodidad para mí ir a Munich, con objeto de encontrarme con un hombre de su confianza, un tal Goedsche, a quien entregar el informe. Claro que era incómodo, pero me interesaba demasiado la otra mitad de mi remuneración.
Le pregunté a Lagrange si conocía a ese Goedsche. Me dijo que había sido un empleado de correos que, en efecto, trabajaba como agente provocador para la policía secreta prusiana. Tras los tumultos de 1848, para acusar al dirigente de los democráticos, produjo cartas falsas en las que resultaba que éste quería asesinar al rey. Por lo visto había jueces en Berlín porque alguien demostró que las cartas eran falsas, Goedsche fue arrollado por el escándalo y tuvo que dejar su empleo en correos. Además, el asunto rebajó su credibilidad también en los servicios secretos, donde te perdonan si falsificas documentos, pero no si dejas que te cojan públicamente con las manos en la masa. El hombre se recicló escribiendo noveluchas históricas, que firmaba como sir John Retcliffe y seguía colaborando con el Kreuzzeitung, un periódico de propaganda antijudaica. Y los servicios lo seguían usando pero sólo para la difusión de noticias, verdaderas o falsas, sobre el mundo judío.
Era el hombre que me convenía, me estaba diciendo, pero Lagrange me explicaba que, quizá, si recurrían a él para este tema, era sólo porque mi documento no les importaba mucho a los prusianos, y habían encargado a un personaje de medio pelo que le echara una ojeada, por si acaso, para luego liquidarme.
—No es verdad, a los alemanes les interesa mi informe —reaccioné—. Tanto es así que me han prometido una cantidad considerable.
—¿Quién os la ha prometido? —preguntó Lagrange. Y como contesté que había sido Dimitri, sonrió:
—Son rusos, Simonini, y con eso lo he dicho todo. ¿Qué le cuesta a un ruso prometeros algo en nombre de los alemanes? Pero os aconsejo que vayáis igualmente a Munich; también a nosotros nos interesa saber qué están haciendo. Y no olvidéis que Goedsche es un truhán embustero. De otro modo, no se dedicaría a este oficio.
Eso no era muy amable tampoco por lo que a mí respecta pero, quizá, en la categoría de los miserables, Lagrange incluía también a los altos grados y, por consiguiente, a sí mismo. Claro que si me pagan bien, no soy quisquilloso.
Creo que ya he escrito en este diario mío la impresión que me produjo aquella gran cervecería de Munich donde los bávaros se agolpaban en largas tables d’hôte, codo con codo, abochornándose con salchichas pringosas y sorbiendo jarras del tamaño de una tinaja, hombres y mujeres, la mujeres más chocarreras, ruidosas y vulgares que los hombres. Decididamente, una raza inferior, y me costó lo mío quedarme esos dos únicos días en tierras teutonas tras el viaje, de por sí agotador.
Goedsche me citó en la cervecería de marras, y tuve que admitir que mi espía alemán parecía nacido para escarbar en aquellos ambientes: su ropa de una elegancia desconsiderada no escondía el aspecto zorruno de uno que vivía de engaños.
En un mal francés me preguntó sobre mis fuentes, me mantuve vago, intenté cambiar de tema, aludiendo a mi pasado garibaldino; se sorprendió gratamente porque, decía, estaba escribiendo una novela sobre los acontecimientos italianos de 1860. Estaba casi acabada, se llamaría Biarritz, y tendría muchos volúmenes pero no todo se desarrollaba en Italia, la acción se desplazaba a Siberia, a Varsovia, a Biarritz, precisamente, etcétera, etcétera. Hablaba de su novela de buen grado y con cierto complacimiento, juzgando que estaba a punto de acabar la Capilla Sixtina de la novela histórica. Yo no entendía el nexo entre los diferentes acontecimientos de los que se ocupaba, pero parecía que el núcleo de la historia era la amenaza permanente de las tres fuerzas maléficas que arteramente dominan el mundo, esto es, los masones, los católicos —en especial los jesuitas— y los judíos, que se estaban infiltrando también entre los dos primeros para minar desde sus cimientos la pureza de la raza protestante teutónica.
Se explayaba sobre las tramas italianas de los masones mazzinianos, luego la historia seguía en Varsovia, donde los masones conspiraban contra Rusia, junto a los nihilistas, raza condenada, al igual que todas esas razas que en todas las épocas los pueblos eslavos producen, unos y otros en su gran mayoría judíos: era importante su sistema de reclutamiento, que recordaba el de los Iluminados de Baviera y el de los carbonarios de la Alta Venta: cada miembro reclutaba a otros nueve que no debían conocerse entre sí. A continuación se volvía a Italia siguiendo el avance de las tropas piamontesas hacia las Dos Sicilias, en un gatuperio de heridas, traiciones, violaciones de nobles damas, viajes rocambolescos, legitimistas irlandesas valientes como la que más y todas ellas manejando capa y espada, mensajes secretos escondidos bajo las colas de los caballos, un príncipe Caracciolo cobarde y carbonario que violaba a una muchacha (irlandesa y legitimista), descubrimientos de anillos reveladores de oro oxidado verde con áspides entrelazados y un coral rojo en el centro, un intento de secuestro del hijo de Napoleón III, el drama de Castelfidardo donde se derramó la sangre de las tropas alemanas devotas al pontífice, y ahí arremetía contra la welsche Feigheit. Goedsche lo había dicho en alemán quizá para no ofenderme, pero yo algo de alemán sí que había estudiado y entendí que se trataba de la típica cobardía de las razas latinas. A esas alturas, la historia se estaba volviendo cada vez más confusa, y todavía no habíamos llegado al final del primer volumen.
A medida que me iba contando, a Goedsche se le animaban los ojos vagamente porcinos, escupía gotas de saliva, se reía por lo bajo de algunos expedientes que consideraba excelentes, y parecía desear saber chismes de primera mano sobre Cialdini, Lamarmora y los demás generales piamonteses, y naturalmente sobre el ambiente garibaldino. Ahora bien, dado que en su ambiente las informaciones se pagan, no consideré oportuno darle de forma gratuita noticias interesantes sobre los acontecimientos italianos. Y además, las que tenía, era mejor callármelas.
Me estaba diciendo que ese hombre seguía el camino equivocado: no puedes crear nunca un peligro con mil caras, el peligro tiene que tener sólo una; si no, la gente se distrae. Si quieres denunciar a los judíos, habla de los judíos, pero deja en paz a los irlandeses, a los príncipes napolitanos, a los generales piamonteses, a los patriotas polacos y a los nihilistas rusos. Demasiada carne en el asador. ¿Cómo se puede ser tan dispersivo? Sobre todo, teniendo en cuenta que, más allá de su novela, la idea fija de Goedsche parecían ser única y exclusivamente los judíos, y mejor para mí, porque sobre los judíos venía yo a ofrecerle un documento muy valioso.
En efecto, me dijo que estaba escribiendo esa novela no por dinero u otras esperanzas de gloria terrena, sino para liberar la estirpe alemana de la insidia judaica.
—Hay que volver a las palabras de Lutero, cuando decía que los judíos son malos, ponzoñosos y diabólicos hasta la médula, durante siglos fueron nuestra plaga y pestilencia, y lo seguían siendo en su época. Eran, según sus palabras, pérfidas sierpes, venenosas, ásperas, vengativas, asesinas; eran hijos del demonio, que pican y perjudican en secreto, no pudiéndolo hacer abiertamente. Ante ellos, la única terapia posible era una scharfe Barmherzigkeit. Goedsche no conseguía traducirlo, yo entendía que había de significar una «áspera misericordia» si bien Lutero quería hablar de una ausencia de misericordia. Había que prenderles fuego a las sinagogas y lo que no quería quemarse, debía ser recubierto de tierra para que nadie pudiera volver a ver jamás una piedra; destruir sus casas y echarlos al establo como los gitanos; quitarles todos esos textos talmúdicos en los que se enseñaban sólo mentiras, maldiciones y blasfemias; impedirles el ejercicio de la usura; confiscar todo lo que poseían en oro, en dinero y joyas, y poner en manos de sus jóvenes varones hacha y azada, y de las hembras rueca y huso porque, comentaba Goedsche riéndose, Arbeit macht frei, sólo el trabajo vuelve libres. La solución final, para Lutero, había de ser echarles de Alemania, como perros rabiosos.
»A Lutero nunca se lo ha escuchado —concluyó Goedsche—, por lo menos hasta ahora. Es que, aunque a los pueblos no europeos se los consideraba feos desde la antigüedad (fijaos que, al negro, todavía hoy en día se lo considera con toda justicia un animal), todavía no se ha definido un criterio seguro para reconocer a las razas superiores. Hoy sabemos que el grado más desarrollado de la humanidad se produce con la raza blanca, y que el modelo más evolucionando de raza blanca es la raza germánica.
Pero la presencia de judíos es una perpetua amenaza de cruces raciales. Mirad una estatua griega, qué pureza de facciones, qué elegancia de porte, y no es una casualidad que esa belleza se identificara con la virtud, el que era bello también era valiente, como les sucede a los grandes héroes de nuestros mitos teutónicos. Ahora imaginaos a esos Apolos alterados por cataduras semitas, con la tez bronceada, los ojos hundidos, la nariz ganchuda, el cuerpo encogido. Para Homero, éstas eran las características de Tersites, la personificación misma de la cobardía. La leyenda cristiana, embebida de espíritus aún judaicos (en el fondo, la empezó Pablo, un judío asiático, hoy diríamos un turco), nos ha convencido de que todas las razas descienden de Adán. No, no, al separarse de la bestia original, los hombres tomaron caminos distintos. Tenemos que volver a ese punto donde los caminos se dividieron y, en consecuencia, a los verdaderos orígenes nacionales de nuestro pueblo. ¡Dejémonos de los desvaríos de las lumières francesas con su cosmopolitismo y su égalité y hermandad universal! Éste es el espíritu de los nuevos tiempos. Lo que se ya se llama en Europa Resurgimiento de un pueblo es la llamada a la pureza de la raza originaria. Sólo que el término, y el fin, valen sólo para la raza germánica, y da risa que en Italia el regreso a la belleza de antaño esté representada por ese Garibaldi vuestro con sus piernas torcidas, por ese rey con sus piernas cortas y ese enano de Cavour. Es que también los romanos eran de raza semita.
—¿Los romanos?
—¿No habéis leído a Virgilio? Procedían de un troyano, esto es, de un asiático, y esta emigración semita destruyó el espíritu de los antiguos pueblos itálicos; mirad lo que les pasó a los celtas. Romanizados, se volvieron franceses y, por lo tanto, latinos también ellos. Sólo los germanos consiguieron mantenerse puros e incontaminados y debilitar la potencia de Roma. Pero al final, la superioridad de la raza aria y la inferioridad de la judaica, y fatídicamente de la latina, se ve también en la excelencia de las distintas artes.
Ni en Italia ni en Francia han crecido un Bach, un Mozart, un Beethoven, un Wagner.
Goedsche no parecía precisamente el tipo de héroe ario que celebraba; es más, para decir verdad (claro que ¿por qué hay que decir siempre la verdad?) tenía las trazas de un judío tragón y sensual. Pero al fin y al cabo había que creerle, puesto que en él creían los servicios que habían de pagarme los restantes veinticinco mil francos.
Aun así, no conseguí evitar una pequeña malignidad. Le pregunté si él se sentía un buen representante de la raza superior y apolínea. Me miró torvamente y me dijo que la pertenencia a una raza no es sólo un hecho físico sino, ante todo, espiritual. Un judío seguiría siendo judío aunque por accidente de naturaleza, tal como nacen niños con seis dedos y mujeres capaces de multiplicar, naciera con el pelo rubio y los ojos azules. Y un ario es ario si vive el espíritu de su pueblo, aunque tenga el cabello negro.
Pero mi pregunta atajó su vehemencia. Se recompuso, se secó el sudor de la frente con un gran pañuelo a cuadros rojos, y me pidió el documento por el que nos habíamos encontrado. Se lo pasé, y después de todos sus discursos, pensé que haría sus delicias. Si su gobierno quería liquidar a los judíos según el mandamiento de Lutero, mi historia del cementerio de Praga parecía hecha adrede para alertar a toda Prusia sobre la naturaleza del complot judaico. En cambio, leyó lentamente, entre un sorbo de cerveza y otro, frunciendo varias veces el ceño, estrechando los ojos hasta casi parecer un mongólico, y concluyó diciendo:
—No sé si estas noticias pueden interesar de verdad. Dicen lo que siempre hemos sabido sobre las tramas judías. Es verdad, lo dicen bien y, de haber sido inventadas, estarían bien inventadas.
—¡Por favor, herr Goedsche, no estoy aquí para venderos material inventado!
—No lo sospecho, de seguro, pero yo también tengo deberes hacia los que me pagan.
Todavía hay que probar la autenticidad del documento. Tengo que someter estas páginas a Herr Stieber y a sus dependencias. Dejádmelas y, si queréis, volved a París; tendréis una respuesta dentro de unas semanas.
—Pero el coronel Dimitri me dijo que el asunto estaba concluido…
—No está concluido. Todavía no. Os lo he dicho, dejadme el documento.
—Seré franco con vos, herr Goedsche. El documento que vos tenéis en las manos es un documento original, original, ¿entendéis? Sin duda su valor reside en las noticias que proporciona aunque más aún en el hecho de que estas noticias aparecen en un informe original, redactado en Praga tras la reunión de la que se habla. No puedo dejar que este documento circule lejos de mis manos, por lo menos, no antes de que se me abone la recompensa pactada.
—Sois excesivamente receloso. Pues bien, pedid una o dos cervezas más y dadme una hora de tiempo para que copie este texto. Habéis dicho vos mismo que las noticias que contiene valen lo que valen, y si quisiera engañaros, me bastaría conservarlas en la memoria, pues os aseguro que recuerdo lo que he leído casi palabra por palabra. Pero quiero someter el texto a herr Stieber. Así que dejadme que copie. El original ha entrado aquí con vos y con vos saldrá de este local.
No tenía forma de objetar. Humillé mi paladar con algunas de esas desagradables salchichas teutónicas, bebí mucha cerveza, y debo decir que la cerveza alemana a veces puede ser mejor que la francesa. Esperé a que Goedsche lo copiara por entero.
Nos dejamos con frialdad. Goedsche dio a entender que teníamos que dividir la cuenta, es más, calculó que me había tomado algunas cervezas más que él, me prometió noticias de ahí a algunas semanas y me dejó espumeante de rabia por ese largo viaje hecho en vacío, a mi cargo, y sin haber visto un tálero de la recompensa ya pactada con Dimitri.
Qué estúpido, me dije, Dimitri ya sabía que Stieber no pagaría nunca y simplemente se aseguró mi texto a mitad de precio. Lagrange tenía razón, no tenía que fiarme de un ruso.
Quizá había pedido demasiado y debiera estar satisfecho de haber cobrado la mitad.
Estaba convencido de que los alemanes no volverían a ponerse en contacto, y en efecto, pasaron algunos meses sin recibir noticia alguna. Lagrange, a quien había confiado mis aflicciones, sonrió con indulgencia:
—Son los contratiempos de nuestro oficio; no nos relacionamos con santos.
El asunto no me hacía ninguna gracia. Mi historia del cementerio de Praga estaba demasiado bien construida para acabar desperdiciada en tierras siberianas. Podría vendérsela a los jesuitas. En el fondo, las primeras verdaderas acusaciones contra los judíos y las primeras alusiones a su complot universal procedían de un jesuita como Barruel, y la carta de mi abuelo debía de haber atraído la atención de otras personalidades de la orden.
El único vínculo con los jesuitas podía ser el abate Dalla Piccola. Lagrange me había puesto en contacto con él y a Lagrange me dirigí, quien me dijo que le haría saber que lo buscaba. Y, en efecto, poco después, Dalla Piccola vino a mi tienda. Le presenté, como se dice en el mundo del comercio, mi género y me pareció interesado.
—Naturalmente —me dijo—, debo examinar vuestro documento y luego mencionárselo a alguien de la Compañía, porque no es gente que compre a ciegas.
Espero que os fiéis de mí y me lo dejéis algunos días. No saldrá de mis manos.
Siendo él un digno eclesiástico, me fié.
Una semana después, Dalla Piccola se volvió a presentar en mi tienda. Lo acomodé en mi despacho, intenté ofrecerle algo de beber, pero no tenía un aspecto amigable.
—Simonini —me dijo—, vos sin duda me habéis tomado por un necio e ibais a hacerme pasar por un falsificador ante los padres de la Compañía de Jesús, echando a perder una red de buenas relaciones que he entretejido en el curso de los años.
—Señor abate, no sé de qué habláis…
—Dejad de tomarme el pelo. Me habéis dado este documento, que se pretendía secreto —y arrojó encima de la mesa mi informe sobre el cementerio de Praga—, yo iba a pedir un precio astronómico, y de pronto, los jesuitas, mirándome como a un papanatas, me informan amablemente de que este documento mío tan reservado ya había aparecido como materia de invención en esa Biarritz, la novela de un tal John Retcliffe.
Igualito, igualito, palabra por palabra —y arrojó también un libro encima de la mesa—.
Evidentemente, sabéis alemán, y habéis leído la novela que acaba de salir. Habéis encontrado la historia de esa reunión nocturna en el cementerio de Praga, os ha gustado, y no habéis resistido a la tentación de vender una ficción como realidad. Y con la desvergüenza de los falsificadores, habéis confiado en el hecho de que a este lado del Rhin nadie lee el alemán…
—Escuchadme, creo entender…
—Hay poco que entender. Habría podido tirar estos papelajos a la basura y mandaros al diablo, pero soy puntilloso y vengativo. Os advierto que haré saber a vuestros amigos de los servicios de qué pasta estáis hecho y hasta qué punto pueden fiarse de vuestras informaciones. ¿Por qué vengo a decíroslo por adelantado? No por lealtad (porque a un individuo de vuestra calaña no se le debe ninguna) sino para que, si los servicios decidieran que os merecéis una puñalada por la espalda, sepáis de dónde viene la sugerencia. Es inútil asesinar a alguien por venganza si el asesinado no sabe quién lo asesina, ¿no os parece?
Todo estaba claro, ese bellaco de Goedsche (y Lagrange me había dicho que publicaba folletines con el pseudónimo de Retcliffe) nunca había entregado mi documento a Stieber: se había dado cuenta de que el argumento le caía al pelo a la novela que estaba acabando de escribir y satisfacía todos sus furores antijudaicos, y se había apoderado de una historia verdadera (o, por lo menos, debería haberla creído verdadera) para convertirla en una pieza de narrativa, la suya. Lagrange ya me había prevenido que el bellaco se había distinguido en la falsificación de documentos y haber caído tan ingenuamente en la trampa de un falsificador me hacía enloquecer de rabia.
Pero a la rabia se añadía el miedo. Cuando Dalla Piccola hablaba de puñaladas en la espalda, quizá usara metáforas, pero Lagrange había sido claro: en el universo de los servicios, cuando alguien resulta un estorbo, se lo hace desaparecer. Imaginémonos, un colaborador cuya credibilidad queda públicamente en entredicho, porque vende inmundicia novelesca como informaciones reservadas; y además, uno que ha expuesto a los servicios de la Compañía de Jesús al ridículo, ¿quién quiere tenerlo por el medio? Un navajazo, y ahí lo tenemos flotando en el Sena.
Eso me estaba prometiendo el abate Dalla Piccola, y de nada servía que yo le explicara la verdad; no había razones por las que habría de creerme, visto que él no sabía que yo le había dado el documento a Goedsche antes de que el infame acabara de escribir su libro, y sabía que, en cambio, yo se lo había dado a él (digo a Dalla Piccola) después de la publicación del libro de Goedsche.
Estaba en un callejón sin salida.
A menos que impidiera que Dalla Piccola hablara.
He actuado casi instintivamente. Encima del escritorio tengo un candelabro de hierro forjado, muy pesado, lo he agarrado y he empujado a Dalla Piccola contra la pared. Éste ha abierto mucho los ojos y ha dicho en un soplo:
—No querréis matarme…
—Sí, lo siento —le he contestado.
Y lo sentía de verdad, pero hay que hacer de la necesidad virtud. He asestado el golpe.
El abate ha caído en el acto, sangrando por sus dientes sobresalientes. He mirado ese cadáver y no me he sentido culpable en lo más mínimo. Se lo había buscado.
Se trataba sólo de hacer desaparecer ese despojo inoportuno.
Cuando compré la tienda y los cuartos en el piso superior, el propietario me enseñó una trampilla que se abría en el suelo de la bodega.
—Encontraréis algunos escalones —dijo—, y al principio no tendréis el valor de bajarlos porque os sentiréis mareado hasta el desmayo por el gran hedor. Pero a veces será necesario. Sois extranjero y quizá no sepáis toda la historia. Antaño las suciedades se las tiraba a la calle, hicieron incluso una ley que obligaba a gritar «¡Agua va!» antes de tirar las propias necesidades por la ventana, pero era demasiado trabajo, se vaciaba el orinal y peor para el que estaba pasando. Luego se abrieron en las calles unos canales al aire libre y, por fin, estos conductos fueron cubiertos, y nacieron las cloacas. Ahora el barón de Haussmann ha construido, por fin, un buen sistema de alcantarillado en París, pero sirve sobre todo para hacer que las aguas fluyan; los excrementos van por su cuenta (cuando el conducto bajo vuestra silla no se obstruye) hacia un foso que se vacía por la noche y se lleva a los grandes vertederos. En estos momentos, están discutiendo si no será preciso adoptar el sistema de tout-à-l’égout, es decir, si en las grandes cloacas no han de confluir sólo las aguas de desagüe sino también todas las demás inmundicias.
Precisamente por eso, desde hace diez años, un decreto impone a los propietarios que unan su casa a las cloacas con una galería que mida por lo menos metro con treinta de ancho. Como la que encontraréis aquí abajo, salvo que es más estrecha y no es todo lo alta que impondría la ley, figurémonos. Ésas son cosas que se hacen en los grandes bulevares, no en un impasse que no le importa nada a nadie. Y nadie vendrá nunca a controlar si de verdad bajáis a llevar vuestros residuos allá donde deberíais. Cuando se apodere de vos el desánimo ante la idea de tener que despachurrar toda esa porquería, tiraréis vuestras inmundicias por estos escalones, confiando en que en los días de lluvia llegue un poco de agua hasta aquí y se las lleve. Por otra parte, este acceso a las cloacas de París podría tener sus ventajas. Vivimos en épocas en las que cada diez o veinte años hay una revolución en París o un tumulto, y una vía de escape subterránea nunca está de más. Como todo parisino, habréis leído esa novela recién salida, Los miserables, donde el protagonista huye a lo largo de las cloacas llevando a hombros a un amigo herido, así que entendéis lo que quiero decir.
La historia de Hugo, como buen lector de folletines, la conocía bien. No quería repetir la experiencia, desde luego, entre otras cosas porque no me explico cómo su personaje consiguió recorrer tanto camino ahí abajo. Puede ser que, en otras zonas de París, los canales subterráneos sean bastante altos y espaciosos, pero el que corría bajo el impasse Maubert debía de remontarse a siglos anteriores. Ya conseguir bajar el cadáver de Dalla Piccola del piso superior a la tienda y luego a la bodega no fue fácil; por suerte el enanucho estaba bastante encorvado y delgado, por lo que resultaba bastante manejable.
Empero, para bajarlo por los escalones de debajo de la trampilla tuve que hacer que rodara. Luego bajé yo también y, manteniéndome inclinado, lo arrastré unos cuantos metros, para que no se pudriera justo debajo de mi casa. Con una mano lo arrastraba por el tobillo y con la otra mantenía el candil elevado; por desgracia, no tenía una tercera mano para taparme la nariz.
Era la primera vez que tenía que hacer desaparecer el cuerpo de alguien que hubiera matado, porque con Nievo y Ninuzzo el asunto se resolvió sin que tuviera que preocuparme (aunque en el caso de Ninuzzo habría debido hacerlo, por lo menos la primera vez, la de Sicilia). Ahora me daba cuenta de que el aspecto más irritante de un homicidio era la ocultación del cadáver, y ha de ser por eso por lo que los curas desaconsejan matar, excepto naturalmente en la guerra, donde los cuerpos se dejan a los buitres.
He arrastrado a mi difunto abate una decena de metros, y tirar de un clérigo entre los excrementos no sólo míos sino de quién sabe antes que yo, no es algo agradable, aún más si hay que contárselo a la propia víctima. Dios mío, ¿qué estoy escribiendo? Por fin, tras haber pisoteado mucho estiércol, llegué a divisar a lo lejos un filo de luz, señal de que al final del impasse debía de haber un sumidero que daba a la calle.
Si, al principio, pensé en arrastrar el cadáver hasta un colector mayor para encomendarlo a la misericordia de aguas más abundantes, después me dije que estas aguas quién sabe adónde llevarían el cuerpo, quizá hasta el Sena, y alguien aún podría identificar al amado difunto. Justa reflexión, porque ahora, mientras escribo, he sabido que hace poco, en el espacio de seis meses, se han encontrado, en los grandes vertederos ubicados más allá de Clichy, cuatro mil perros, cinco terneros, veinte carneros, siete cabras y siete cerdos, ochenta pollos, sesenta y nueve gatos, novecientos cincuenta conejos, un mono y un boa. La estadística no habla de abates, pero habría podido contribuir a hacerla aún más extraordinaria. Dejando a mi difunto allí, había buenas esperanzas de que no se moviera. Entre la pared y el canal verdadero —que seguramente era mucho más antiguo que el barón de Haussmann— había una acera bastante estrecha, y allí deposité el cadáver. Calculaba que con aquellos miasmas y aquella humedad se descompondría bastante pronto, y después quedaría sólo un esqueleto no identificable.
Y además, considerando la naturaleza del impasse, confiaba en que no se mereciera manutención alguna y que, por consiguiente, nadie llegara nunca hasta allí. Y aunque encontraran unos restos humanos, habría que demostrar su procedencia: cualquiera, bajando por la boca de alcantarilla, habría podido conducirlos a donde estaban.
Volví a mi despacho y abrí la novela de Goedsche donde Dalla Piccola había colocado un marcalibros. Mi alemán se había oxidado pero conseguía entender los hechos, aunque no los matices. Estaba claro, era mi discurso del rabino de Praga, salvo que Goedsche (que poseía cierto sentido teatral) daba una descripción un poco más rica del cementerio nocturno, hacía que llegara antes un banquero, un tal Rosenberg en compañía de un rabino polaco con el sombrero en la coronilla y los ricitos en las sienes, y para entrar había que susurrarle al guardián una palabra cabalística de siete sílabas.
Luego se presentaba el que en la versión original era mi informador, introducido por un tal Lasali que le prometía hacerle asistir a un encuentro que se producía cada cien años. Los dos se disfrazaban con barbas postizas y sombreros de ala ancha, y la historia seguía más o menos como la había contado yo, incluido mi final, con la luz azulada que se levantaba de la tumba y los perfiles de los rabinos que se alejaban engullidos por la noche.
El calavera había aprovechado mi sucinto informe para evocar escenas melodramáticas. Estaba dispuesto a todo con tal de reunir algunos táleros. Si es que ya no hay religión.
Exactamente lo que quieren los judíos.
Ahora me voy a dormir, me he desviado de mis costumbres de gastrónomo comedido y no he bebido vino, sino descomedidas cantidades de Calvados (y con descomedimiento me da vueltas la cabeza; sospecho que me estoy volviendo repetitivo). Pero como parece ser que sólo hundiéndome en un sueño sin sueños me despierto como abate Dalla Piccola, quisiera ver ahora cómo podría despertarme en el pellejo de un difunto de cuya desaparición, no me caben dudas, he sido tanto causa como testigo.