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Una noche en Praga

4 de abril de 1897

No me quedaba sino abordar a ese Guédon de quien me había hablado Joly. La librería de la rue de Beaune la dirigía una vieja arrugada, vestida siempre con una inmensa falda de lana negra y una cofia que parecía la de Caperucita Roja que, afortunadamente, le tapaba una mitad de la cara.

Allí encontré al instante a Guédon, un escéptico que miraba con ironía al mundo que lo rodeaba. Me gustan los descreídos. Guédon reaccionó favorablemente al llamado de Joly: le mandaría comida y también un poco de dinero. Luego ironizó sobre el amigo por el que se estaba gastando los cuartos. ¿Para qué escribir un libro y arriesgarse a ir a la cárcel, cuando los que leían los libros eran ya republicanos por naturaleza y los que sostenían al dictador eran campesinos analfabetos admitidos al sufragio universal por la gracia de Dios?

¿Los fourieristas? Buena gente, pero ¿cómo tomarse en serio a un profeta que anunciaba que en un mundo regenerado las naranjas crecerían en Varsovia, los océanos serían de limonada, los hombres tendrían un rabo, y el incesto y la homosexualidad serían reconocidos como los impulsos más naturales del ser humano?

—Y entonces por qué los frecuentáis —le pregunté.

—Pues porque —me contestó— siguen siendo las únicas personas honestas que se oponen a la dictadura del infame Bonaparte. Mirad a esa bella dama —dijo—. Es Julieta Lamessine, una de las mujeres más influyentes del salón de la condesa de Agoult, y con el dinero del marido está intentando organizar su propio salón en la rue de Rivoli. Es fascinante, inteligente, es escritora de notable talento, ser invitados a su casa contará algo.

Guédon me indicó también a otro personaje, alto, apuesto, cautivador:

—Ése es Toussenel, el célebre autor de L’Esprit des bêtes. Socialista, republicano indómito, y enamorado perdido de Julieta, que no se digna lanzarle ni una mirada. Pero, aquí dentro, es la mente más lúcida.

Toussenel me hablaba del capitalismo, que estaba envenenando a la sociedad moderna.

—¿Y quiénes son los capitalistas? Los judíos, los soberanos de nuestro tiempo. La revolución del siglo pasado le cortó la cabeza a Capeto, la de nuestro siglo tendrá que cortársela a Moisés. Escribiré un libro sobre el argumento. ¿Quiénes son los judíos? Pues todos los que le chupan la sangre a los desvalidos, al pueblo. Son los protestantes, los masones. Y, naturalmente, los judíos.

—Pero los protestantes no son judíos —aventuré yo.

—Quien dice judío, dice protestante, como los metodistas ingleses, los pietistas alemanes, los suizos y los holandeses que aprenden a leer la voluntad de Dios en el mismo libro que los judíos, la Biblia: una historia de incestos y matanzas, de guerras salvajes, donde se triunfa sólo a través de la traición y el fraude, donde los reyes mandan asesinar a los maridos para gozar de sus mujeres, donde mujeres que se dicen santas entran en el tálamo de los generales enemigos para cortarles la cabeza. Cromwell le cortó la cabeza a su rey citando la Biblia; Malthus, que les ha negado a los hijos de los pobres el derecho a la vida, estaba empapado de Biblia. Es una raza que se pasa el tiempo recordando su esclavitud, y siempre dispuesta a someterse al culto del becerro de oro a pesar de las señales de cólera divina. La batalla contra los judíos debería ser el fin principal de todo socialista digno de este nombre. No hablo de los comunistas, ello es que su fundador es judío, ahora el problema es denunciar el complot del dinero. ¿Por qué en un restaurante de París una manzana vale cien veces más que en Normandía? Hay pueblos depredadores que viven de la carne ajena, pueblos de mercaderes, como antaño los fenicios y los cartagineses y hoy los ingleses y los judíos.

—¿Así que, para vos, inglés y judío es lo mismo?

—Casi. ¿Quién se ha convertido en primer ministro de Inglaterra? Lord Beaconsfield, cuyo título nobiliario cubre su verdadero nombre judío, Disraeli. Y es este Disraeli, judío sefardí convertido al cristianismo, el que ha tenido la cara dura de escribir que los judíos se aprestan a dominar el mundo. Claro, no en sus discursos parlamentarios, sino en sus novelas.

El día siguiente me trajo un libro de ese Disraeli, donde había subrayado trozos enteros: «¿Habéis visto jamás en Europa producirse un magno movimiento espiritual en el que no participen los judíos en alto grado?… ¡Los primeros jesuitas eran judíos! La misteriosa política rusa, que inquieta a toda la Europa occidental, ¿quién la dirige? ¡Los judíos! La enorme revolución que se está urdiendo en Alemania, ¿bajo qué auspicios se desarrolla? Bajo los auspicios del judío, véanse a ese Karl Marx y a sus comunistas.

¿Quién se ha apoderado del monopolio casi completo de todas las cátedras de enseñanza en ese país?».

—Fijaos que Disraeli no es un mouchard que denuncia a su pueblo. Al contrario, pretende exaltar sus virtudes. Escribe sin vergüenza que el ministro de Hacienda de Rusia, el conde de Cancrin, es el hijo de un judío de Lituania, como hijo de un converso aragonés es el ministro español Mendizábal. En París, un mariscal del Imperio es hijo de un judío francés, Soult, y judío era Masséna, que en hebreo era Manasseh…

No estaba seguro de que Toussenel tuviera razón, pero sus filípicas, que me decían lo que se pensaba en los círculos más revolucionarios, me sugerían algunas ideas…

Parecíame dudoso poder vender documentos contra los jesuitas. Quizá a los masones, pero todavía no tenía contactos con ese mundo. Documentos antimasónicos quizá interesaran a los jesuitas, claro que aún no me sentía en condiciones de poderlos fabricar. ¿Contra Napoleón? Desde luego no para vendérselos al gobierno y, por lo que respecta a los republicanos, que sin duda podían ser un buen mercado potencial, después de Sue y Joly, quedaba bien poco que decir. ¿Contra los republicanos? También ahí parecía que el gobierno tenía todo lo que necesitaba y, de haberle propuesto a Lagrange informaciones sobre los fourieristas, se habría echado a reír porque quién sabe cuántos de sus informadores frecuentaban ya la librería de la rue de Beaune.

¿Quién quedaba? Los judíos, rediós. En el fondo, había pensado que obsesionaran sólo a mi abuelo, pero tras haber escuchado a Toussenel, me daba cuenta de que un mercado antijudío se abría no sólo por el lado de todos los posibles nietos del abate Barruel (que no eran pocos), sino también del lado de los revolucionarios, de los republicanos, de los socialistas. Los judíos eran enemigos del altar, pero lo eran también de las plebes, a las que chupaban la sangre y, según los gobiernos, también del trono.

Había que trabajar sobre los judíos.

Me daba cuenta de que la tarea no era fácil: quizá algún ambiente eclesiástico aún podía quedar sorprendido por un reciclaje del material de Barruel, con los judíos en plan cómplices de los masones y de los templarios para hacer estallar la Revolución francesa, pero a un socialista como Toussenel, eso no le interesaría lo más mínimo y era necesario decir algo más preciso sobre la relación entre judíos, acumulación de capital, complot británico.

Empezaba a deplorar no haber querido encontrarme nunca en mi vida con un judío.

Descubría amplias lagunas sobre el objeto de mi repugnancia, que iba impregnándose de resentimiento, cada vez más.

Me estaba devanando los sesos con estos pensamientos cuando, precisamente, Lagrange me abrió un resquicio. Ya he dicho que Lagrange fijaba siempre sus citas en los lugares más improbables, y aquella vez fue en el Père Lachaise. En el fondo, tenía razón: nos tomaban por parientes en busca de los restos del amado difunto, o por románticos visitadores del pasado: y a la sazón, vagábamos compungidos en torno a la tumba de Eloísa y Abelardo, meta de artistas, filósofos y almas enamoradas, fantasmas entre los fantasmas.

—Así pues, Simonini, deseo que os encontréis con el coronel Dimitri, el único nombre con el que se lo conoce en nuestro ambiente. Trabaja para el Tercer Departamento de la cancillería imperial rusa. Naturalmente, si vais a San Petersburgo y preguntáis por este tercer departamento, todos caerán de las nubes, porque oficialmente no existe. Se trata de agentes encargados de vigilar sobre la formación de grupos revolucionarios, y allí su problema es mucho más serio que en nuestro país. Tienen que guardarse de los herederos de los decabristas, de los anarquistas, y ahora también de los malhumores de los denominados campesinos emancipados. El zar Alejandro abolió hace unos años los siervos de la gleba, conque en estos momentos unos veinte millones de campesinos liberados han de pagar a sus antiguos señores el usufructo de tierras que no les bastan para vivir, muchos de ellos invaden las ciudades buscando trabajo…

—¿Y qué se espera de mí este coronel Dimitri?

—Está recopilando documentos, cómo decirlo…, comprometedores, sobre el problema judío. Los judíos de Rusia son mucho más numerosos que los nuestros y en las aldeas representan una amenaza para los campesinos rusos, porque saben leer, escribir y, sobre todo, sacar cuentas. Por no hablar de las ciudades, donde se supone que muchos de ellos se afilian a sectas subversivas. Mis colegas rusos tienen un doble problema: por un lado, guardarse de los judíos, allá donde representen un peligro real; y, por el otro, orientar hacia ellos el descontento de las masas campesinas. Pero será Dimitri quien os lo explique todo. A nosotros el tema no nos concierne. Nuestro gobierno está en buenas relaciones con los grupos financieros judío-franceses y no tiene ningún interés en suscitar malhumores en esos ambientes. Nosotros sólo queremos hacerles un favor a los rusos. En nuestro oficio nos ayudamos, por lo que os prestamos graciosamente al coronel Dimitri, Simonini, pues oficialmente nada tenéis que ver con nosotros. Se me olvidaba, antes de que llegue Dimitri, os aconsejaría que os informarais bien sobre la Alliance Israélite Universelle, que fue fundada hace unos seis años aquí en París. Se trata de médicos, periodistas, juristas, hombres de negocios… La crema de la sociedad judía parisina.

Todos de orientación, diríamos, liberal, y sin duda más republicana que bonapartista.

Aparentemente, la sociedad se propone ayudar a los perseguidos de toda religión y país en nombre de los derechos del hombre. Hasta prueba contraria, se trata de ciudadanos integérrimos, pero es difícil infiltrar a nuestros informadores entre ellos porque los judíos se conocen y reconocen entre ellos, se huelen el trasero como los perros. Yo, por mi parte, os pondría en contacto con alguien que ha conseguido obtener la confianza de los socios de la Alliance. Se trata de un tal Jacobo Brafmann, un judío convertido a la fe ortodoxa, y ahora profesor de hebreo en el seminario teológico de Minsk. Se quedará en París una breve temporada, por encargo precisamente del coronel Dimitri y de su Tercer Departamento, y le ha sido fácil introducirse en la Alliance Israélite porque algunos lo conocían como un correligionario. Os podrá decir algo de esa asociación.

—Perdonadme, señor Lagrange. Pero si este Brafmann es un informador del coronel Dimitri, todo lo que me diga ya lo conocerá Dimitri, y no tendrá sentido que yo vaya a contárselo otra vez.

—No seáis ingenuo, Simonini. Tiene sentido, tiene sentido. Si vais a contarle a Dimitri las mismas noticias que él ya ha sabido de Brafmann, quedaréis como uno que tiene noticias seguras, que confirman las que él ya tiene.

Brafmann. Por los cuentos del abuelo, esperaba encontrarme con un individuo con el perfil de buitre, los labios carnosos, el inferior muy sobresaliente, como sucede con los negros, los ojos hundidos y normalmente anegadizos, la hendidura de los párpados menos abierta que en las otras razas, cabellos ondulados o rizados, orejas de soplillo…

En cambio, me encontraba ante un señor de aspecto monacal, con una hermosa barba entrecana, cejas tupidas e hirsutas, con una especie de mechones mefistofélicos en los extremos, como ya se los había visto a los rusos o a los polacos.

Se ve que la conversión transforma también las facciones del semblante, además de las del alma.

El hombre tenía una singular propensión por la buena cocina, aunque demostraba la voracidad del provinciano que quiere probarlo todo y no sabe componer un menú como Dios manda. Almorzamos en el Rocher de Cancale en la rue de Montorgueil, donde tiempo atrás se iba a saborear las mejores ostras de París. Lo habían cerrado unos veinte años antes y luego lo volvió a abrir un nuevo propietario, ya no era el de antaño, pero las ostras lo seguían siendo, y para un judío ruso bastaba. Brafmann se limitó a paladear sólo alguna docena de belons, para pedir luego una bisque d’écrevisses.

—Para sobrevivir cuarenta siglos, un pueblo tan vital tenía que constituir un gobierno único en cada país al que iba a vivir, un Estado en el Estado, que ha conservado siempre y por doquier, incluso en los períodos de sus dispersiones milenarias. Pues bien, yo he encontrado los documentos que atestiguan este Estado, y esta ley, el Kahal.

—¿Y qué es?

—La institución se remonta a los tiempos de Moisés, y tras la diáspora no ha vuelto a funcionar a la luz del sol sino que ha quedado confinada en la sombra de las sinagogas.

Yo he encontrado los documentos de un Kahal, el de Minsk, desde 1794 a 1830. Todo escrito. Cualquier mínimo acto: registrado.

Desenrollaba unos papiros cubiertos por signos que Simonini no entendía.

—Todas las comunidades judías están gobernadas por un Kahal y sometidas a un tribunal autónomo, el Bet-Din. Éstos son los documentos de un Kahal, pero es evidente que son iguales a los de cualquier otro Kahal. En ellos se dice cómo los que pertenecen a una comunidad deben obedecer sólo a su tribunal interno y no al del Estado que los acoge, cómo se deben regular las fiestas, cómo se deben matar los animales para su cocina especial, vendiendo a los cristianos las partes impuras y corrompidas, cómo un judío puede adquirir del Kahal a un cristiano para explotarlo a través del préstamo con usura hasta que se haya apoderado de todas sus propiedades, y cómo ningún otro judío tiene derechos sobre ese mismo cristiano… La falta de piedad hacia las clases inferiores, la explotación del pobre por parte del rico, según el Kahal, no es un delito sino una virtud cuando la practica un hijo de Israel, algunos dicen que, especialmente en Rusia, los judíos son pobres: es verdad, muchísimos judíos son víctima de un gobierno oculto dirigido por los judíos ricos. Yo no me bato contra los judíos, yo, que he nacido judío, sino contra la «idea judaica» que quiere suplantar al cristianismo… Yo amo a los judíos, ese Jesús que asesinaron es testigo…

Brafmann retomó el aliento, pidiendo un aspic de filets mignons de perdreaux. Pero casi en seguida volvió a sus papeles, que manejaba con los ojos que le brillaban:

—Y es todo auténtico, ¿veis? Lo prueba la antigüedad del papel, la uniformidad de la escritura del notario que ha redactado los documentos, las firmas que son iguales incluso en fechas distintas.

Ahora bien, Brafmann, que ya había traducido los documentos en francés y alemán, había sabido de Lagrange que yo era capaz de fabricar documentos auténticos, y me pedía que le produjera una versión francesa, que pareciera remontarse a las mismas épocas de los textos originales. Era importante tener esos documentos también en otras lenguas para demostrarles a los servicios rusos que el modelo del Kahal se tomaba en serio en los distintos países europeos, y en especial era muy apreciado por la Alliance Israélite parisina.

Pregunté cómo era posible, a partir de esos documentos producidos por una comunidad perdida en Europa oriental, sacar la prueba de la existencia de un Kahal mundial. Brafmann me contestó que no me preocupara, aquello había de servir sólo como justificante, pruebas de que lo que él iba diciendo no era fruto de su invención; y para todo lo demás, su libro resultaría bastante convincente en denunciar al verdadero Kahal, el gran pulpo que tendía sus tentáculos sobre el mundo civil.

Sus facciones se endurecían y casi adquiría ese aspecto aquilino que debería denunciar al judío que a pesar de todo aún seguía siendo.

—Los sentimientos fundamentales que animan el espíritu talmúdico son una ambición desmesurada de dominar el mundo, una avidez insaciable de poseer todas las riquezas de los no judíos, el rencor hacia los cristianos y hacia Jesucristo. Mientras Israel no se convierta a Jesús, todos los países cristianos que acogen a este pueblo siempre serán considerados por éste como un mar abierto donde todo judío puede pescar libremente, como dice el Talmud.

Agotado por su vehemencia acusatoria, Brafmann pidió unos escalopes de poularde au velouté, pero el plato no resultaba de su gusto y lo hizo cambiar por unos filets de poularde piqués aux truffes. Luego sacó de su chaleco un reloj de plata y dijo:

—Pobres de nosotros, se ha hecho tarde. La cocina francesa es sublime pero el servicio es lento. Tengo un compromiso urgente y debo irme. Ya me diréis, capitán Simonini, si os resulta fácil encontrar el tipo de papel y las tintas adecuadas.

Brafmann probó apenas, para concluir, un soufflé de vainilla. Y me esperaba que un judío, aun converso, me hiciera pagar la cuenta a mí. Al contrario, con gesto caballeroso, Brafmann quiso pagar el tentempié, como lo definía con indiferencia. Probablemente, los servicios rusos le permitían reembolsos principescos.

Volví a casa bastante perplejo. Un documento producido hace cincuenta años en Minsk y con mandamientos tan específicos como a quién invitar o no a una fiesta, no demuestra en absoluto que esas reglas gobiernen también la acción de los grandes banqueros de París o Berlín. Y por último: ¡nunca, nunca y nunca hay que trabajar con documentos auténticos, o auténticos a medias! Si existen en algún lugar, alguien siempre podrá ir a buscarlos y probar que algo se ha transcrito de forma inexacta… El documento, para convencer, debe ser construido ex novo, y posiblemente no se debe mostrar el original sino más bien hablar de él de oídas, que no sea posible remontarse a ninguna fuente existente, como pasó con los reyes magos, que de ellos habló sólo Mateo en dos versículos, y no dijo ni cómo se llamaban, ni cuántos eran, ni que fueran reyes, y todo lo demás son voces tradicionales. Y aun así, la gente cree que son tan verdaderos como José y María y sé que en algún lugar veneran sus cuerpos. Es preciso que las revelaciones sean extraordinarias, perturbadoras, novelescas. Sólo así se vuelven creíbles y suscitan indignación. ¿Qué más le da a un vinatero de Champagne que los judíos impongan a sus semejantes que festejen así o asá las bodas de la hija? ¿Es ésta una prueba de que quieren meterle la mano en el bolsillo?

Entonces me di cuenta de que el documento probador ya lo tenía, es decir, tenía el marco convincente —mejor que el Faust de Gounod por el que los parisinos estaban enloqueciendo desde hacía unos años—, sólo había de encontrar los contenidos adecuados. Obviamente, estaba pensando en el encuentro de los masones en el monte del Trueno, en el proyecto de José Bálsamo, y en la noche de los jesuitas en el cementerio de Praga.

¿De dónde debía partir el proyecto judío para la conquista del mundo? Pues de la posesión del oro, como me había sugerido Toussenel. Conquista del mundo, para poner en estado de alerta a monarcas y gobiernos; posesión del oro, para satisfacer a socialistas, anarquistas y revolucionarios; destrucción de los sanos principios del mundo cristiano, para inquietar a Papa, obispos y clérigos. E introducir un poco de ese cinismo bonapartista del que tan bien había hablado Joly, y de esa hipocresía jesuítica que tanto Joly como yo habíamos aprendido de Sue.

Volví a la biblioteca, pero esta vez en París, donde podía hallarse mucho más que en Turín, y encontré otras imágenes del cementerio de Praga. Existía desde la Edad Media, y en el transcurso de los siglos, como no podía expandirse fuera del perímetro permitido, superpuso sus tumbas —cubrirían quizá cien mil cadáveres—, y las lápidas se aglomeraban casi la una contra la otra, oscurecidas por las copas de los saúcos, sin ningún retrato que las suavizara porque los judíos tienen terror de las imágenes. Quizá los grabadores habían quedado fascinados por el lugar y habían exagerado al crear semejante setal de piedras, cual arbustos de un páramo plegados por todos los vientos; ese espacio parecía la boca abierta de una bruja desdentada. Pero gracias a algunos grabados más imaginativos que lo retrataban bajo una luz lunar, quedome claro de inmediato el partido que podría sacarle a esa atmósfera de sábado, si entre las que parecían losas de un suelo que se hubieran levantado en todas las direcciones a causa de un movimiento telúrico, hubiera colocado, curvados, embozados y encapuchados, con sus barbas grisáceas y caprinas, a unos rabinos que confabulaban, inclinados también ellos como las lápidas en las que se apoyaban, para formar en la noche una selva de fantasmas encogidos. Y en el centro estaba la tumba del rabino Löw, que en el siglo XVII creó el Golem, criatura monstruosa destinada a vengar a todos los judíos.

Mejor que Dumas, y mejor que los jesuitas.

Naturalmente, todo lo que se referiría en mi documento debería quedar como el testimonio oral de un testigo de aquella noche espantosa, un testigo obligado a mantener el incógnito, so pena de muerte. Debería haber conseguido introducirse de noche en el cementerio, antes de la ceremonia anunciada, disfrazado de rabino, escondiéndose al lado del montón de piedras que fuera la tumba del rabino Löw. A las doce en punto de la noche —como si, de lejos, el campanario de una iglesia cristiana llamara a formar, blasfemo, a los judíos—, llegarían doce individuos envueltos en capas oscuras y una voz, casi surgiendo del fondo de una tumba, los saludaría como a los doce Rosche-Bathe-Abboth, jefes de las doce estirpes de Israel, y cada uno de ellos respondería: «Te saludamos, o hijo de Judas».

He ahí la escena. Como sucediera en el monte del Trueno, la voz de quien los había convocado pregunta: «Han pasado cien años desde nuestro último encuentro. ¿De dónde venís y a quién representáis?», y a turno las voces contestan: rabí Judas de Ámsterdam, rabí Benjamín de Toledo, rabí Leví de Worms, rabí Manasse de Buda-Pest, rabí Gad de Cracovia, rabí Simeón de Roma, rabí Sebulón de Lisboa, rabí Rubén de París, rabí Dan de Constantinopla, rabí Asser de Londres, rabí Isascher de Berlín, rabí Naphtali de Praga. Entonces la voz, o sea, el decimotercero de los congregados, hace que cada uno le diga las riquezas de sus comunidades, y calcula las riquezas de los Rothschild y de los demás banqueros judíos triunfantes por el mundo, se llega así al resultado de seiscientos francos por cabeza para los tres millones y quinientos mil judíos que viven en Europa, esto es, más de dos mil millones de francos. Todavía no bastan, comenta la decimotercera voz, para destruir a doscientos sesenta y cinco millones de cristianos, aunque son suficientes para empezar.

Todavía tenía que pensar en lo que dirían, pero ya había esbozado la conclusión. La decimotercera voz evocaba el espíritu del rabino Löw, una luz azulada se levantaba de su sepulcro, volviéndose cada vez más violenta y cegadora, cada uno de los doce congregados lanzaba una piedra hacia el túmulo y la luz iba apagándose gradualmente.

Los doce casi habían desaparecido en direcciones distintas, engullidos (como suele decirse) por las tinieblas, y el cementerio volvía a su espectral y anémica melancolía.

Así pues, Dumas, Sue, Joly, Toussenel. Me faltaba, además del magisterio del padre Barruel, mi guía espiritual en toda aquella reconstrucción, el punto de vista de un católico fervoroso. Precisamente esos días, Lagrange, al incitarme a agilizar mis relaciones con la Alliance Israélite, me habló de Gougenot des Mousseaux. Sabía algo de él, era un periodista católico y legitimista, que hasta entonces se había ocupado de magia, prácticas demoníacas, sociedades secretas y masonería.

—Nos consta que está a punto de acabar un libro —decía Lagrange— sobre los judíos y la judaización de los pueblos cristianos, no sé si me explico. A vos podría resultaros cómodo encontraros con él para recoger material suficiente para satisfacer a nuestros amigos rusos. A nosotros nos iría bien tener noticias más precisas sobre lo que está preparando, porque no quisiéramos que las buenas relaciones entre nuestro gobierno, la Iglesia y el ambiente de las finanzas judías se enturbiaran. Podréis abordarlo calificándoos cual estudioso de temas judíos que admira sus obras. Hay quien puede introduciros, un tal abate Dalla Piccola que ya nos ha hecho bastantes favores.

—Pero yo no sé el hebreo —dije.

—¿Y quién os ha dicho que Gougenot lo sabe? Para odiar a alguien no es necesario hablar como él.

Ahora (¡de golpe!) recuerdo aquel primer encuentro mío con el abate Dalla Piccola. Lo veo como si lo tuviera delante. Y al verlo, entiendo que no es mi doble o sosias como se quiera llamarlo, porque aparenta por lo menos sesenta años, está casi jorobado, es bizco y tiene los dientes salidos hacia fuera. El abate Quasimodo, me dije, al verlo entonces.

Además tenía acento alemán. De aquel primer encuentro no recuerdo sino que Dalla Piccola me susurró que sería necesario mantener en observación no sólo a los judíos sino también a los masones, porque al fin y al cabo se trataba siempre del mismo contubernio.

Yo abrigaba la opinión de que no había que abrir más de un frente a la vez, y desvié el discurso, aunque por ciertas alusiones del abate entendí que a los jesuitas les interesaban noticias sobre los conventículos masónicos, pues la Iglesia estaba preparando una violentísima ofensiva contra la lepra masónica.

—En cualquier caso —dijo Dalla Piccola—, el día en que toméis contacto con esos ambientes, comunicádmelo. Yo soy hermano en una logia parisina y tengo buenas relaciones en el ambiente.

—¿Vos, un abate? —dijo Simonini, y Dalla Piccola sonrió:

—Si supierais cuántos abates son masones…

De momento, obtuve un coloquio con el señor Gougenot des Mousseaux. Era un anciano de unos setenta años, ya débil de espíritu, convencido de las pocas ideas que tenía, e interesado exclusivamente en probar la existencia del demonio y de magos, brujos, espiritistas, mesmeristas, judíos, curas idólatras e incluso «electricistas» que sostenían la existencia de una suerte de principio vital.

Hablaba a raudales, y empezó por los orígenes. Escuchaba resignado las ideas del viejo sobre Moisés, los fariseos, el Gran Sanedrín, el Talmud; afortunadamente, gracias a un excelente coñac que, entre tanto, Gougenot me había ofrecido, dejando distraídamente la botella en una mesita delante de él, lo pude soportar Me revelaba que el porcentaje de las mujeres de mala vida era más alta entre los judíos que entre los cristianos (¿acaso no lo sabíamos por los Evangelios, me preguntaba yo, donde Jesús no se mueve sin toparse exclusivamente con pecadoras?), luego pasaba a mostrar cómo en la moral talmúdica no existía el prójimo, ni se hacía mención alguna a los deberes que tendríamos hacia el mismo, lo que explica, y a su manera justifica, lo despiadados que son los judíos en arruinar familias, deshonrar a jovencitas, poner de patas en la calle a viudas y ancianos tras haberles chupado la sangre con usura. Como en el caso de las prostitutas, también el número de malhechores era más elevado entre los judíos que entre los cristianos:

—¿Pues lo sabéis que de doce casos de robo juzgados por el tribunal de Leipzig, once eran debidos a judíos? —exclamaba Gougenot, y añadía con una sonrisa maliciosa—: Y, en efecto, en el Calvario había dos ladrones por un solo justo. Y en general, los crímenes cometidos por los judíos se cuentan entre los más perversos, como la estafa, la falsedad, la usura, la quiebra fraudulenta, el contrabando, la falsificación monetaria, la concusión, la estafa comercial, y no me hagáis decir más.

Tras casi una hora de detalles sobre la usura, por fin llegaba la parte más picante, sobre el infanticidio, antropofagia y, por último, casi para oponer a estas tenebrosas prácticas una conducta lúcida y visible a la luz del sol, ahí estaban los achaques públicos de las finanzas judías, y la debilidad de los gobernantes franceses para contrastarlos y castigarlos.

Lo más interesante, pero de muy poco uso, llegaba cuando Mousseaux recordaba, casi como si fuera también él judío, la superioridad intelectual de los judíos con respecto a los cristianos, apoyándose precisamente en esas declaraciones de Disraeli que ya le escuchara a Toussenel —donde se ve que los socialistas fourieristas y los católicos monárquicos por lo menos estaban unidos por las mismas opiniones con respecto al judaísmo—. Gougenot parecía oponerse a la vulgata del judío raquítico y enfermizo: es verdad que, al no haber educado nunca el cuerpo ni haber practicado artes militares (piénsese, en cambio, en el valor que los griegos daban a las competiciones físicas), los judíos eran frágiles y débiles de constitución, pero eran más longevos, de una fecundidad inconcebible —efecto entre otras cosas de su incontenible apetito sexual— e inmunes a muchas enfermedades que afectaban al resto de la humanidad, y eso, como invasores del mundo, los hacía más peligrosos.

—Explicadme por qué —me decía Gougenot— los judíos casi nunca se han visto afectados por las epidemias de cólera, aun viviendo en las zonas más malsanas e insalubres de las ciudades. Con respecto a la peste de 1346, un historiador de la época afirmó que, por razones misteriosas, los judíos no se infectaron en ningún país; Frascator nos dice que sólo los judíos se salvaron de la epidemia de tifus de 1505; Daguer nos demuestra que los judíos fueron los únicos supervivientes de la epidemia disentérica de Nimega en 1736; Wawruch ha probado que la lombriz solitaria no se manifiesta en la población judía en Alemania. ¿Qué os parece? ¿Cómo es posible, si se trata del pueblo más sucio del mundo y se casan sólo entre consanguíneos? Esto va contra las leyes de la naturaleza. ¿Será ese régimen alimentario que llevan, cuyas reglas nos resultan oscuras?, ¿será la circuncisión? ¿Qué secreto los hace más fuertes que nosotros incluso cuando parecen más débiles? Un enemigo tan pérfido y poderoso hay que destruirlo con cualquier medio, digo yo. Os daréis cuenta de que en los tiempos de su entrada en la tierra prometida, eran sólo seiscientos mil hombres, y contando cuatro personas por adulto varón, se obtiene una población de dos millones y medio. Ahora bien, ya en tiempos de Salomón eran un millón trescientos mil combatientes, por lo tanto, cinco millones de almas, y estamos ya en el doble. ¿Y hoy? Es difícil calcular su número, desparramados como están por todos los continentes, pero los cálculos más prudentes hablan de diez millones. Crecen, crecen…

Parecía agotado por el resentimiento, tanto que me apresuré a ofrecerle una copita de su coñac. Se rehízo, de modo que cuando llegó al mesianismo y a la cábala (dispuesto, por lo tanto, a resumir también todos sus libros de magia y satanismo), yo había entrado ya en un feliz aturdimiento y conseguí levantarme de milagro, dar las gracias, y despedirme.

Demasiada gracia, me decía; si tuviera que suministrar todas estas noticias en un documento destinado a gente como Lagrange, existía el riesgo de que los servicios secretos me metieran a mí en una mazmorra, incluso en el castillo de If, como se debe a un devoto de Dumas. Quizá me tomé demasiado a la ligera el libro de Mousseaux, porque ahora que escribo, recuerdo que Le juif, le judaïsme et la judaïsation des peuples chrétiens salió en 1869, casi seiscientas páginas con cuerpo de letra harto pequeña, recibió la bendición de Pío IX y obtuvo un gran éxito de público. Mas precisamente esa sensación que tenía, de que por todas partes se publicaban ya muchos libelos y librarracos antijudíos, me aconsejaba ser selectivo.

En mi cementerio de Praga, los rabinos tenían que decir algo que se pudiera comprender con facilidad, que hiciera presa en el pueblo, y que, de alguna manera, resultara nuevo, no como el infanticidio ritual, pues se llevaba hablando siglos y la gente creía en él como en las brujas, bastaba con no permitir que los niños se pasearan por los guetos.

A la sazón, volví a redactar mi informe sobre los nefastos de aquella fatídica noche. El primero en hablar fue la decimotercera voz:

—Nuestros padres han transmitido a los elegidos de Israel el deber de reunirse una vez cada siglo alrededor de la tumba del santo rabino Simeón Benjehuda. Hace dieciocho siglos que la potencia que le fue prometida a Abraham nos fue arrebatada por la cruz.

Pisoteado, humillado por sus enemigos, bajo amenaza incesante de muerte, el pueblo de Israel ha resistido: si se ha dispersado por toda la tierra, quiere decir que la tierra debe pertenecerle. A nosotros nos pertenece, desde los tiempos de Arón, el becerro de oro.

—Sí —dijo entonces el rabí Isascher—, cuando seamos los únicos amos de todo el oro de la tierra, la verdadera fuerza pasará a nuestras manos.

—Es la décima vez —retomó la decimotercera voz—, tras miles de años de atroz e incesante lucha contra nuestros enemigos, que en este cementerio se reúnen alrededor de la tumba de nuestro rabino Simeón Benjehuda, los elegidos de cada generación del pueblo de Israel. Pero en ninguno de los siglos anteriores consiguieron concentrar nuestros antepasados tanto oro en nuestras manos y, por consiguiente, tanta fuerza. En París, en Londres, en Viena, en Berlín, en Ámsterdam, en Hamburgo, en Roma, en Nápoles, y donde viva un Rothschild, los israelitas son los dueños de la situación financiera… Habla tú, rabino Rubén, que conoces la situación de París.

—Todos los emperadores, reyes y príncipes reinantes —decía ahora Rubén—, están llenos de deudas contraídas con nosotros para el sostenimiento de grandes ejércitos permanentes, y para apuntalar sus tronos que se tambalean. Por consiguiente, tenemos que facilitar cada vez más empréstitos, a fin de ser los reguladores de todos los valores y tomar en prenda, para asegurar los capitales que nosotros proporcionamos a los países, la explotación de sus ferrocarriles, sus minas, sus bosques, sus grandes fábricas y manufacturas, y otros inmuebles, así como la administración de los correos.

—No olvidemos la agricultura, que será siempre la gran riqueza de todo país —intervino Simeón de Roma—. La gran propiedad latifundista sigue siendo aparentemente intocable, pero si conseguimos empujar a los gobiernos a fraccionar estas grandes propiedades, será más fácil adquirirlas.

Luego el rabino Judas de Ámsterdam dijo:

—Pero muchos de nuestros hermanos en Israel se convierten y aceptan el bautismo cristiano…

—¡Qué importa! —contestó la decimotercera voz—. Los bautizados nos pueden servir a la perfección. A pesar del bautismo de su cuerpo, su espíritu y su alma siguen siendo fieles a Israel. De aquí a un siglo ya no serán los hijos de Israel los que quieran hacerse cristianos, sino que muchos cristianos se alistarán en nuestra santa fe. Y entonces, Israel los rechazará con desprecio.

—Pero ante todo —dijo el rabí Leví—, consideremos que la Iglesia cristiana es nuestro enemigo más peligroso. Hay que difundir entre los cristianos las ideas del librepensamiento, del escepticismo, hay que envilecer a los ministros de esta religión.

—Difundamos la idea del progreso que tiene como consecuencia la igualdad de todas las religiones —intervino el rabí Manasse—, luchemos por suprimir, en los programas escolares, las clases de religión cristiana. Los israelitas, con la habilidad y el estudio, obtendrán sin dificultades las cátedras y las plazas de profesor en las escuelas cristianas.

Con ello, la educación religiosa quedará relegada a la familia y, como a la mayor parte de las familias les falta el tiempo para vigilar esta rama de la enseñanza, el espíritu religioso paulatinamente se irá debilitando.

Era el turno del rabí Dan de Constantinopla:

—Y, sobre todo, comercio y especulación no deben salir nunca de las manos israelitas. Hay que acaparar el comercio del alcohol, de la mantequilla, del pan y del vino, puesto que, con esto, nos convertiremos en dueños absolutos de toda la agricultura, y en general de toda la economía rural.

Y Naphtali de Praga dijo:

—Apuntemos a la magistratura y la carrera de abogado. ¿Por qué los israelitas no han de convertirse en ministros de Instrucción, cuando con tanta frecuencia han tenido la cartera de Hacienda?

Por último habló el rabí Benjamín de Toledo:

—Nosotros no debemos ser ajenos a ninguna profesión que cuente en la sociedad: filosofía, medicina, derecho, música, economía política, en una palabra, todas las ramas de la ciencia, del arte, de la literatura, son un ancho campo en el que debemos dar amplia prueba, y poner de relieve nuestro genio. ¡La medicina, ante todo! Un médico se introduce en los más íntimos secretos de la familia, y tiene en sus manos la vida y la salud de los cristianos. Y tenemos que favorecer las uniones matrimoniales entre israelitas y cristianos; la introducción de una mínima cantidad de sangre impura en nuestra estirpe, elegida por Dios, no podrá corromperla, mientras que nuestros hijos y nuestras hijas se agenciarán parentescos con las familias cristianas que tengan algún ascendiente y poder.

—Concluyamos esta reunión nuestra —dijo la decimotercera voz—. Si el oro es la primera potencia de este mundo, la segunda es la prensa. Es necesario que los nuestros se encarguen de la dirección de todos los periódicos diarios de cada país. Una vez seamos dueños absolutos de la prensa, podremos cambiar las opiniones públicas sobre el honor, sobre la virtud, sobre la rectitud de conciencia, y ganar el primer asalto contra la institución familiar. Simulemos el celo por las cuestiones sociales que están a la orden del día, hay que controlar al proletariado, introducir a nuestros agitadores en los movimientos sociales y hacer que podamos sublevarlo cuando queramos, empujar al obrero a las barricadas, a las revoluciones; y cada una de estas catástrofes nos acercará a nuestro único fin: reinar sobre la tierra, como fue prometido a nuestro primer padre Abraham. Entonces nuestra potencia se acrecentará, como un árbol gigantesco, cuyos ramos llevarán los frutos que se llaman riqueza, goce, felicidad, poder, en compensación por esa odiosa condición que, durante largos años, ha sido la única fortuna del pueblo de Israel.

Así acababa, si bien recuerdo, el informe del cementerio de Praga.

Al final de mi reconstrucción me siento agotado; quizá porque he acompañado estas horas de jadeante escritura con algunas libaciones que habían de darme fuerza física y excitación espiritual. Con todo, desde ayer he perdido el apetito y comer me produce náuseas. Me despierto y vomito. Quizá esté trabajando demasiado. O quizá me atenace la garganta un odio que me devora. A distancia de tiempo, volviendo a las páginas que escribí sobre el cementerio de Praga, entiendo cómo, a partir de aquella experiencia, de aquella reconstrucción tan convincente de la conspiración judía, la repugnancia que, en los tiempos de mi infancia y de mis años juveniles, fue sólo (¿cómo diría yo?) ideal, cerebral, meras preguntas de ese catecismo que el abuelo me había ido instilando, se encarnó, en carne y sangre, y únicamente a partir del momento en que conseguí revivir aquella noche de sábado, mi rencor, mi saña por la perfidia judaica pasaron de ser una idea abstracta a ser una pasión irrefrenable y profunda. ¡Ay, de verdad, era menester haber estado aquella noche en el cementerio de Praga, santo Dios, o por lo menos, haber leído mi testimonio de aquel acontecimiento, para entender por qué no podemos seguir soportando que esa raza maldita envenene nuestras vidas!

Sólo tras leer y releer aquel documento, comprendí plenamente que la mía era una misión. Tenía que conseguir a toda costa venderle a alguien mi informe, y sólo si hubieran pagado su peso en oro, creerían en él y colaborarían en hacerlo creíble…

Por esta noche es mejor que deje de escribir. El odio (o tan sólo su recuerdo) perturba la mente. Me tiemblan las manos. Tengo que irme a dormir, dormir, dormir.