Joly
Del diario del 3 de abril de 1897, entrada la noche
La página del diario de Dalla Piccola se concluye de forma brusca. Quizá haya oído un ruido, una puerta que se abría abajo, y se ha esfumado. Concederéis que el Narrador esté perplejo. Es que el abate Dalla Piccola parece despertarse sólo cuando Simonini necesita una voz de la conciencia que acuse sus distracciones y lo reclame a la realidad de los hechos, pues para todo el resto parece bastante olvidadizo de sí mismo. De ser francos, si estas páginas no refirieran cosas absolutamente verdaderas, parecería que es el arte del Narrador el que dispone estas alternancias de euforia amnésica y de «memoriosa» disforia.
Lagrange, en la primavera de 1865, convocó una mañana a Simonini en un banco del jardín de Luxemburgo, y le enseñó un libro ajado con la tapa amarillenta, que resultaba publicado en octubre de 1864 en Bruselas, sin el nombre de su autor, titulado Dialogue aux enfers entre Machiavel et Montesquieu ou la politique de Machiavel aue XIX siècle, par un contemporain.
—Aquí tenéis —dijo—, el libro de un tal Maurice Joly. Ahora sabemos quién es, aunque nos ha costado cierto esfuerzo descubrirlo mientras introducía en Francia ejemplares de este libro impreso en el extranjero, y los distribuía clandestinamente. O mejor dicho, ha sido laborioso pero no difícil, porque muchos de los contrabandistas de propaganda política son agentes nuestros.
Deberíais saber que la única forma de controlar una secta subversiva es asumir su mando o, por lo menos, tener en nómina a sus principales jefes. No se descubren los planes de los enemigos del Estado por iluminación divina.
Alguien ha dicho, quizá exagerando, que de diez adeptos de una asociación secreta, tres son mouchards nuestros, perdonadme la expresión pero el vulgo así los llama, seis son necios llenos de fe y uno es un hombre peligroso. Pero no divaguemos. Ahora este Joly está en la cárcel, en Sainte-Pélagie, y haremos que se quede lo más posible. Pero nos interesa saber de dónde proceden sus informaciones.
—¿Pues de qué habla el libro?
—Os confieso que no lo he leído, son más de quinientas páginas (elección equivocada, puesto que un libelo difamatorio ha de poderse leer en media hora).
Un agente nuestro especializado en estos menesteres, un tal Lacroix, nos ha proporcionado un resumen. Os regalo el único otro ejemplar que ha sobrevivido.
Veréis cómo en estas páginas se supone que Maquiavelo y Montesquieu hablan en el reino de los muertos, que Maquiavelo es el teórico de una visión cínica del poder y sostiene la legitimidad de una serie de acciones que pretenden reprimir la libertad de prensa y de expresión, asamblea legislativa y todas esas cosas que proclaman siempre los republicanos. Y lo hace de un modo tan detallado, tan referible a nuestros días, que incluso el lector más ingenuo se da cuenta de que el libelo está dirigido a difamar a nuestro emperador, atribuyéndole la intención de neutralizar el poder de la Cámara, de pedirle al pueblo que prorrogue otros diez años el poder del presidente, de transformar la República en Imperio…
—Perdonadme, señor Lagrange, pero estamos hablando con confianza y conocéis mi devoción hacia el gobierno… No puedo no observar, por lo que me contáis, que este Joly alude a cosas que el emperador ha hecho de verdad y no veo por qué preguntarse de dónde ha sacado Joly sus noticias…
—Es que en este libro no se ironiza sólo sobre lo que el gobierno ha hecho sino que se hacen insinuaciones sobre lo que podría tener intención de hacer, como si este Joly viera ciertas cosas no desde fuera sino desde dentro. Mirad, en cada ministerio, en cada palacio de gobierno siempre hay un topo, un sous-marin, que deja salir noticias. Normalmente, se lo deja vivir para que se filtren a través suyo noticias falsas que el ministerio tiene interés en difundir, pero a veces puede volverse peligroso. Hay que localizar a quién ha informado o, aún peor, instruido a Joly.
Simonini reflexionaba que todos los gobiernos despóticos siguen la misma lógica y bastaba con leer al verdadero Maquiavelo para entender qué haría Napoleón; esta reflexión lo había llevado a dar forma a una sensación que lo había acompañado durante el resumen de Lagrange: este Joly ponía en boca de su Maquiavelo-Napoleón casi las mismas palabras que él había puesto en boca de los jesuitas en el documento fabricado para los servicios piamonteses.
Así pues, era evidente que Joly se había inspirado en la misma fuente en la que se había inspirado Simonini, es decir, la carta del padre Rodin al padre Roothaan en Los hijos del pueblo de Sue.
—Por lo tanto —estaba continuando Lagrange—, os trasladaremos a Sainte-Pélagie como expatriado mazziniano sospechoso de mantener relaciones con ambientes republicanos franceses. Allí está detenido un italiano, un tal Gaviali, que ha tenido que ver con el atentado de Orsini. Será natural que intentéis poneros en contacto, vos que sois garibaldino, carbonario y quién sabe qué más. A través de Gaviali conoceréis a Joly. Entre detenidos políticos, aislados en medio de malhechores de todas las razas, claro, claro. Haced que hable, la gente en la cárcel se aburre.
—¿Y cuánto estaré en esa cárcel? —preguntó Simonini, preocupado por el rancho.
—Dependerá de vos. Cuanto antes tengáis noticias, antes saldréis. Se sabrá que el juez instructor os ha absuelto de todas las acusaciones gracias a la habilidad de vuestro abogado.
Simonini todavía no había experimentado la cárcel. No era agradable, por los efluvios de sudor y orina, de aguachirles imposibles de deglutir. Gracias a Dios, Simonini, como otros detenidos de buena posición económica, tenía la posibilidad de recibir cada día una cesta con vituallas comestibles.
Desde el patio, se entraba en una gran sala dominada por una estufa central, con unos bancos a lo largo de la pared. Allí solían consumir sus pitanzas los que recibían la comida de fuera. Estaban los que comían inclinados sobre su cesta, tendiendo las manos para proteger el almuerzo de la vista de los demás; y los que se mostraban generosos tanto con los amigos como con los vecinos casuales. Simonini se dio cuenta de que los más generosos eran, por un lado, los delincuentes habituales, educados en la solidaridad con sus semejantes y, por el otro, los detenidos políticos.
Entre sus años turineses, las vicisitudes sicilianas, y sus primeros tiempos en los más sórdidos callejones parisinos, Simonini había acumulado suficiente experiencia para reconocer al delincuente nato. No compartía las ideas, que empezaban a circular por aquel entonces, de que los criminales deberían de ser todos raquíticos, o jorobados, o con el labio leporino, o la escrófula, o incluso, como dijera el célebre Vidocq, que entendía de criminales (a lo menos porque había sido uno de ellos), todos con las piernas torcidas; desde luego sí que presentaban muchos de los caracteres de las razas de color, como la escasez de pelos, la poca capacidad craneal, la frente achatada, los senos frontales muy desarrollados, el crecimiento desproporcionado de las mandíbulas y de los pómulos, el prognatismo, la oblicuidad de las órbitas, la piel más oscura, el cabello espeso y rizado, las orejas voluminosas, los dientes desiguales y, además, la obtusidad de los afectos, la pasión exagerada por los placeres venéreos y por el vino, la poca sensibilidad al dolor, la falta de sentido moral, la pereza, la impulsividad, la falta de previsión, la gran vanidad, la pasión por el juego, la superstición.
Por no hablar de personajes como el que se colocaba todos los días a su espalda, como piando por un pedazo de comida de la cesta, el rostro surcado en todas las direcciones por cicatrices lívidas y profundas; los labios tumefactos por la acción corrosiva del vitriolo; los cartílagos de la nariz cortados, las fosas nasales sustituidas por dos agujeros informes, los brazos largos, las manos cortas, grandes y peludas incluso en los dedos… Pues bien, Simonini tuvo que revisar sus ideas sobre el delincuente porque ese individuo, que se llamaba Orestes, se demostró un hombre absolutamente manso y, después de que Simonini le ofreciera, al fin, una parte de su comida, le había tomado afecto y le manifestaba una devoción canina.
No tenía un historia complicada: simplemente, había estrangulado a una muchacha a la que no le habían agradado sus ofrecimientos amorosos y estaba a la espera de juicio.
—No sé por qué ha sido tan mala —decía—, en el fondo le había pedido que se casara conmigo. Y ella se rió. Como si fuera un monstruo. Siento muchísimo que se haya ido al otro barrio, ¿pero qué había de hacer a la sazón un hombre que se respetara? Y además, si consigo evitar la guillotina, la colonia penal no está tan mal. Dicen que el rancho es abundante.
Un día, indicando a un fulano, dijo:
—Ése, en cambio, es un hombre malvado. Ha intentado matar al emperador.
De este modo, Simonini identificó a Gaviali y lo abordó.
—Habéis conquistado Sicilia gracias a nuestro sacrificio —le dijo Gaviali. Luego se explicó—: No el mío. No han conseguido probar nada, excepto que mantuve algún contacto con Orsini. Orsini y Pieri han sido guillotinados, Di Rudio está en Cayena, pero yo, si todo me va bien, salgo pronto.
Todos sabían la historia de Orsini. Patriota italiano, fue a Inglaterra para que le prepararan seis bombas destinadas a ser cargadas con fulminado de mercurio. La noche del 14 de enero de 1858, mientras Napoleón III se dirigía al teatro, Orsini y dos compañeros lanzaron tres bombas contra la carroza del emperador; aunque con resultados más bien escasos: hirieron a ciento cincuenta y siete personas, ocho murieron sucesivamente, pero los soberanos quedaron incólumes.
Antes de subir al patíbulo, Orsini le escribió al emperador una carta lacrimógena, invitándolo a que defendiera la unidad de Italia, y muchos decían que esa carta había tenido alguna influencia en las sucesivas decisiones de Napoleón III.
—Al principio, las bombas tenía que haberlas preparado yo —decía Gaviali—, con un grupo de amigos míos que, con toda modestia, somos unos magos para los explosivos. Luego Orsini no se fió. Ya se sabe, los extranjeros siempre son mejores que nosotros y se encaprichó de un inglés, que a su vez se había encaprichado del fulminado de mercurio. El fulminado de mercurio, en Londres, lo puedes comprar en las farmacias, pues lo usan para hacer los daguerrotipos, mientras que aquí, en Francia, sirve para impregnar el papel de los «caramelos chinos», esos que al desenvolverlos, bum, una buena explosión, y venga a reírse todos. El problema es que una bomba con un explosivo detonante tiene poca eficacia si no estalla en contacto con el objetivo. Mientras que una bomba con pólvora negra habría producido grandes fragmentos metálicos, que habrían impactado en el radio de diez metros; una bomba de fulminado, en cambio, se deshace en seguida en pequeños fragmentos y te mata sólo si estás ahí donde cae. Pues entonces, mejor una bala de pistola, que donde llega, llega.
—Siempre se podría volver a intentarlo —aventuró Simonini. Luego añadió—: Conozco personas que estarían interesadas en los servicios de un grupo de buenos artificieros.
El Narrador no sabe por qué Simonini lanzó el anzuelo. ¿Pensaba ya en algo o lanzaba anzuelos por vocación, por vicio, por previsión, porque nunca se sabe?
En cualquier caso, Gaviali reaccionó bien.
—Podemos hablarlo —dijo—. Me dices que vas a salir pronto, y lo mismo debería pasarme a mí. Ven a buscarme donde el Père Laurette en la rue de la Huchette. Allí solemos vernos cada tarde con los amigos habituales, y es un lugar donde los gendarmes han renunciado a venir, primero porque deberían meter siempre en la cárcel a todos los clientes, y menudo trabajo sería, y segundo porque es un lugar donde un gendarme entra pero no está muy seguro de salir.
—Buen sitio —contestó riendo Simonini—, iré. Pero dime, he sabido que debería estar aquí un tal Joly, que ha escrito páginas maliciosas sobre el emperador.
—Es un idealista —dijo Gaviali—. Las palabras no matan, pero debe de ser una buena persona. Te lo presento.
Joly iba vestido con ropa todavía limpia; evidentemente, encontraba el modo de afeitarse, y solía salir de la sala de la estufa, donde se arrinconaba solitario, cuando entraban los privilegiados con la cesta de los víveres, para no sufrir a la vista de la suerte ajena. Demostraba más o menos la misma edad que Simonini, tenía los ojos encendidos de los visionarios, aunque velados de tristeza, y se mostraba como un hombre con muchas contradicciones.
—Sentaos conmigo —le dijo Simonini—, y aceptad algo de esta cesta, que para mí es demasiado. He entendido en el acto que no formáis parte de esta chusma.
Joly dio las gracias tácitamente con una sonrisa, aceptó de buen grado un trozo de carne y una rebanada de pan, pero se mantuvo vago. Simonini dijo:
—Por suerte, mi hermana no se ha olvidado de mí. No es rica pero me mantiene bien.
—Dichoso seáis —dijo Joly—, yo no tengo a nadie…
Se había roto el hielo. Hablaron de la epopeya garibaldina, que los franceses habían seguido con pasión. Simonini aludió a algunos problemas, primero con el gobierno piamontés y luego con el francés, y ahí estaba, a la espera de un proceso por conspiración contra el Estado. Joly dijo que ojalá estuviera él en la cárcel por conspiración, estaba por simple gusto del cotilleo.
—Imaginarse como elemento necesario del orden del universo equivale, para nosotros, gentes de buenas lecturas, a la superstición para los analfabetos. No se cambia el mundo con las ideas. Las personas con pocas ideas están menos afectadas por el error, hacen lo que hacen todos y no molestan a nadie, y sobresalen, se enriquecen, alcanzan buenas posiciones: diputados, condecorados, hombres de letras de renombre, académicos, periodistas.
¿Puede uno ser necio cuando cuida tan bien sus intereses? El necio soy yo, que he querido batirme contra los molinos de viento.
A la tercera comida, Joly tardaba todavía en llegar al punto y Simonini lo marcó un poco más de cerca, preguntándole qué libro tan peligroso había podido escribir. Y Joly se explayó sobre su diálogo en los infiernos y, a medida que lo resumía, se iba indignando cada vez más por las vilezas que había denunciado, y las glosaba, y las analizaba aún más de lo que ya había hecho en su libelo.
—¿Entendéis? ¡Lograr realizar el despotismo gracias al sufragio universal!, ¡el muy miserable ha dado su golpe de estado autoritario apelándose al pueblo buey! Nos está advirtiendo de cómo será la democracia de mañana.
Justo, pensaba Simonini, este Napoleón es un hombre de nuestros tiempos, y ha entendido cómo se puede mantener a freno a un pueblo que unos setenta años antes se excitó con la idea de que se le podía cortar la cabeza a un rey.
Lagrange puede creer que Joly ha tenido inspiradores, pero está claro que se ha limitado a analizar los hechos que están a la vista de todos, de suerte que ha anticipado las jugadas del dictador. Más bien, me gustaría entender cuál ha sido verdaderamente su modelo.
De este modo Simonini hizo una velada referencia a Sue y a la carta del padre Rodin, e inmediatamente Joly sonrió, casi sonrojándose, y dijo que sí, que su idea de pintar de ese modo los proyectos nefastos de Napoleón, había nacido de la forma en la que los describiera Sue, salvo que le pareció más útil hacer que la inspiración jesuítica se remontara al maquiavelismo clásico.
—Cando leí aquellas páginas de Sue, me dije que había encontrado la clave para escribir un libro que sacudiría a este país. Qué locura, los libros se requisan, se queman, es como si tú no hubieras hecho nada. Y no reparaba en Sue, que por haber dicho aun menos, fue obligado al exilio.
Simonini se sentía como defraudado de algo que era suyo. Es verdad que también él había copiado su discurso de los jesuitas de Sue, pero nadie lo sabía y se reservaba seguir usando para otras finalidades su esquema de complot. Y ahí estaba ese Joly, robándoselo, valga la expresión, al hacerlo de dominio público.
Luego se tranquilizó. El libro de Joly había sido secuestrado y él poseía uno de los pocos ejemplares en circulación; Joly se pasaría unos cuantos años en la cárcel, de modo que incluso copiando Simonini integralmente el texto y atribuyendo el complot, qué sé yo, a Cavour, o a la cancillería prusiana, nadie se daría cuenta, ni siquiera Lagrange, que a lo sumo reconocería en el nuevo documento algo creíble. Los servicios secretos de cada país creen sólo en lo que han oído decir en otro lugar, y tacharían de no fidedigna cualquier noticia completamente inédita. Así pues, calma; él se encontraba en la serena situación de saber qué había dicho Joly sin que nadie más lo supiera. Excepto aquel Lacroix que Lagrange había mencionado, el único que había tenido el valor de leerse todo el Diálogo. Con eliminar a Lacroix, ya estaba.
De momento, había llegado la hora de salir de Sainte-Pélagie. Saludó a Joly con cordialidad fraternal, éste se conmovió, y añadió:
—Quizá podáis hacerme un favor. Tengo un amigo, un tal Guédon, que quizá no sepa ni siquiera dónde estoy, pero podría mandarme de vez en cuando una cesta con algo humano para comer. Estos caldos infames me dan ardor de estómago y diarrea.
Le había dicho que podía encontrar a este Guédon en una librería de la rue de Beaune, la de mademoiselle Beuque, donde se reunían los fourieristas. Por lo que sabía Simonini, los fourieristas eran un tipo de socialistas que aspiraban a una reforma general del género humano, pero no hablaban de revolución y por ello eran despreciados tanto por los comunistas como por los conservadores.
Pero, por lo que resultaba, la librería de mademoiselle Beuque se había convertido en un puerto franco para todos los republicanos que se oponían al imperio, y allí se encontraban tranquilamente porque la policía no pensaba que los fourieristas pudieran hacerle daño a una mosca.
Nada más abandonar la prisión, Simonini se apresuró a pasarle su informe a Lagrange. No tenía ningún interés en cebarse con Joly, en el fondo, ese don Quijote le daba casi pena. Dijo:
—Señor de Lagrange, nuestro individuo es sencillamente un ingenuo que ha confiado en un momento de notoriedad, así de mal le ha ido. He tenido la impresión de que ni siquiera habría pensado en escribir su libelo si no lo hubiera incitado alguien de vuestro ambiente. Y, me duele decirlo, su fuente es, precisamente, ese Lacroix que, según vos, habría leído el libro para resumíroslo y que, con toda probabilidad, lo leyó, por decirlo de alguna manera, antes de que fuera escrito. Puede ser que se haya ocupado él mismo de hacerlo imprimir en Bruselas. Por qué, no me lo preguntéis.
—Por orden de algún servicio extranjero, quizá los prusianos, para crear desorden en Francia. No me sorprende.
—¿Un agente prusiano en una sección como la vuestra? Me parece increíble.
—Stieber, el jefe del espionaje prusiano, ha recibido nueve millones de táleros para cubrir el territorio francés de espías. Corre la voz de que ha invitado a Francia a cinco mil campesinos prusianos y a nueve mil criadas para tener agentes en los cafés, en los restaurantes, en los hoteles y en las familias de la alta burguesía. Falso. Los espías son en su menor parte prusianos, ni siquiera alsacianos, que por lo menos los reconoceríamos por su acento, son buenos franceses que lo hacen por dinero.
—¿Y no conseguís identificar y arrestar a los traidores?
—No nos conviene, de otro modo ellos arrestarían a los nuestros. Los espías no se neutralizan matándolos sino pasándoles noticias falsas. Y para hacerlo nos sirven los que hacen el doble juego. Dicho esto, la noticia que me dais sobre Lacroix me resulta nueva. Santo Dios, en qué mundo vivimos, no se puede uno fiar de nadie… Habrá que librarse inmediatamente de él.
—Pero si lo procesáis, ni él ni Joly admitirán nada.
—Una persona que ha trabajado para nosotros, nunca deberá pisar una sala de justicia y esto, perdonadme si enuncio un principio general, valdría y valdrá también para vos. Lacroix será víctima de un accidente. La viuda recibirá su justa pensión.
Simonini no había hablado de Guédon y de la librería de la rue de Beaune. Se reservaba ver qué partido podría sacar de su frecuentación. Y, además, los pocos días de Sainte-Pélagie lo habían agotado.
Se hizo llevar lo antes posible a Laperouse, en el quai des Grand-Augustins, y no en la planta baja, donde se servían ostras y entrecôtes como antaño, sino al primer piso, a uno de esos cabinets particuliers donde se pedían barbue sauce hollandaise, casserole de riz à la Toulouse , aspics de filets de lapereaux en chaud-froid, truffes au champagne, pudding d’abricots à la Vénitienne, corbeille de fruits frais, compotes de pêches et d’ananas.
Y al diablo los galeotes, idealistas o asesinos, y sus comidas. Las cárceles están hechas, al fin y al cabo, para permitir que los caballeros vayan al restaurante sin correr riesgos.
Aquí las memorias de Simonini, como en casos de este tipo, se alborotan, y su diario contiene pedazos inconexos. El Narrador no puede dejar de hacer tesoro de las intervenciones del abate Dalla Piccola. La pareja trabaja ya a pleno régimen y con pleno acuerdo…
En síntesis, Simonini se daba cuenta de que para cualificarse a los ojos de los servicios imperiales, tenía que darle a Lagrange algo más. ¿Qué es lo que vuelve verdaderamente fidedigno a un informador de la policía? El descubrimiento de un complot. Así pues, tenía que organizar uno para poderlo denunciar.
La idea se la había dado Gaviali. Se había informado en Sainte-Pélagie y supo cuándo saldría, y recordaba dónde podría encontrarlo, rue de la Huchette, en el cabaret del Père Laurette.
Hacia el fondo de la calle, se entraba en una casa cuya entrada era un resquicio: por otra parte, no era más estrecha que la de la rue du Chat qui Pêche, que se abría en la misma rue de la Huchette, tan estrecha que no se entendía por qué la habían abierto, visto que había que entrar de lado. Tras la escalera, se recorrían unos pasillos cuyas piedras rezumaban lágrimas de grasa, y puertas tan bajas que tampoco en este caso se entendía cómo se podía entrar en aquellas habitaciones. En el segundo piso, se abría una puerta un poco más practicable, desde la que se penetraba en un amplio local, quizá obtenido demoliendo por lo menos tres viviendas de antaño, y aquél era el salón o la sala o el cabaret del Père Laurette, que nadie sabía quién era porque había muerto años antes, quizá.
Todo a su alrededor, mesas atestadas de fumadores de pipa y jugadores de sacanete. Muchachas precozmente arrugadas, con la tez pálida como si fueran muñecas para niños pobres, cuyo único propósito era localizar a los clientes que no hubieran acabado su copa e implorar una gota.
La noche que Simonini entró, había agitación: alguien en el barrio había apuñalado a otro y parecía que el olor de la sangre los había puestos nerviosos a todos. En cierto punto, un demente con un trinchador hirió a una de las chicas, tiró por los suelos a la dueña que había intervenido, se puso a pegar desaforadamente a los que intentaban detenerlo y, al final, fue abatido por un camarero que le partió una jarra en la nuca. Después de lo cual, todos volvieron a las ocupaciones a las que se dedicaban antes, como si nada hubiera pasado.
Allí, Simonini encontró a Gaviali, alrededor de una mesa de camaradas que parecían compartir sus ideas regicidas, casi todos desterrados italianos, y casi todos expertos en explosivos, y obsesionados por el tema. Cuando la mesa alcanzó un razonable grado alcohólico, se empezó a disertar sobre los errores de los grandes dinamiteros del pasado: la máquina infernal, con la que Cadoudal había intentado asesinar a Napoleón entonces primer cónsul, era una mezcla de salitre y metralla, que quizá funcionaba en las callejuelas estrechas de la antigua capital pero en los días de hoy sería completamente ineficaz (y, francamente, lo fue también entonces). Fieschi, para asesinar a Luis Felipe, había fabricado una máquina compuesta por dieciocho cañones que disparaban simultáneamente, y mató a dieciocho personas, pero no al rey.
—El problema —decía Gaviali— es la composición del explosivo. Por ejemplo, el clorato de potasio: se había pensado en mezclarlo con azufre y carbón para obtener una pólvora, pero el único resultado fue que el laboratorio que montaron para producirla saltó por los aires. Pensaron en usarlo por lo menos para las cerillas, pero hacía falta mojar en ácido sulfúrico una cabeza compuesta de clorato y azufre. Menuda comodidad. Y ello hasta hace más de treinta años, cuando los alemanes inventaron las cerillas al fósforo, que se inflaman restregándolas.
—Por no hablar —decía otro— del ácido pícrico. Se dieron cuenta de que estallaba al calentarlo en presencia de clorato de potasio y se dio inicio a una serie de pólvoras, una más detonante que la otra. Murieron algunos experimentadores y la idea fue abandonada. Iría mejor con la nitrocelulosa…
—Figurémonos.
—Habría que escuchar a los antiguos alquimistas. Descubrieron que una mezcla de ácido nítrico y aceite de trementina, al cabo de poco tiempo, se inflamaba espontáneamente. Ya hace cien años, descubrieron que si al ácido nítrico se le añade ácido sulfúrico, que absorbe el agua, casi siempre se produce la ignición.
—Yo me tomaría más en serio la xiloidina. Combinas ácido nítrico con almidón o fibras de madera…
—Parece que acabas de leerte la novela de ese Verne, que usa la xiloidina para disparar un vehículo aéreo hacia la luna. Claro que hoy en día se habla más de nitrobenceno y de nitronaftalina. Pero también, si tratas papel y cartón con ácido nítrico, obtienes papel pólvora, parecido a la xiloidina.
—Pero todos ellos son productos inestables. No, no, hoy debemos tomarnos en serio el algodón fulminante, a paridad de peso su fuerza explosiva es seis veces la de la pólvora negra.
—Pero su rendimiento es inconstante.
Y así seguían horas y horas, volviendo siempre a las virtudes de la buena y honesta pólvora negra, y a Simonini le parecía haber vuelto a las conversaciones sicilianas con Ninuzzo.
Tras ofrecer algunas jarras de vino, resultó fácil atizar el odio de aquella cofradía por Napoleón III, que probablemente se opondría a la invasión de Roma por parte de los Saboya, ya inminente. La causa de la unidad de Italia requería la muerte del dictador. Aunque Simonini pensara que, a aquellos beodos, la unidad de Italia les importaba sólo hasta cierto punto, pues lo que más les interesaba era hacer estallar buenas bombas. Eran el tipo de obsesos que él iba buscando.
—El atentado de Orsini —explicaba Simonini— no falló porque Orsini no consiguiera llevarlo a cabo, sino porque las bombas estaban mal hechas. Lo malo es que nosotros, ahora, tenemos a quienes están dispuestos a correr el riesgo de la guillotina con tal de lanzar las bombas en el momento adecuado, pero todavía tenemos ideas imprecisas sobre el tipo de explosivo que se ha de usar, y las conversaciones que he tenido con el amigo Gaviali me han convencido de que vuestro grupo podría sernos útil.
—Pero ¿a quién os referís cuando decís «nosotros»? —preguntó uno de los patriotas.
Simonini dio la impresión de titubear, luego usó todos los parafernales que le habían valido la confianza de los estudiantes turineses: él representaba a la Alta Venta, era uno de los lugartenientes del misterioso Nubius, no habían de preguntarle más porque la estructura de la organización carbonaria estaba congeniada de suerte que cada uno conocía sólo a su inmediato superior. El problema era que no podían producirse en un santiamén nuevas bombas de eficacia indiscutible, sino experimento tras experimento, estudios casi, casi de alquimista, mezclando las sustancias adecuadas, y pruebas al aire libre. Él podía ofrecer un local tranquilo, justo en la rue de la Huchette, y correría con todos los gastos. Cuando las bombas estuvieran preparadas, el grupo no tenía que preocuparse ya por el atentado, aunque en el local deberían guardar con cierto adelanto las octavillas que anunciarían la muerte del emperador y explicarían las finalidades del atentado. Muerto Napoleón, el grupo debía preocuparse de que las octavillas circularan por varios lugares de la ciudad, y depositar algunas en las porterías de los grandes periódicos.
—No deberíais tener interferencias, porque en las altas esferas hay alguien que vería el atentado con buenos ojos. Un hombre nuestro, en la prefectura de policía; se llama Lacroix. Pero no estoy seguro de que sea totalmente de confianza, por lo cual no intentéis entrar en contacto con él, si supiera quiénes sois, sería capaz de denunciaros, sólo para obtener un ascenso. Ya sabéis cómo son estos agentes dobles…
El pacto fue aceptado con entusiasmo, a Gaviali le brillaban los ojos. Simonini les entregó las llaves del local, y una suma consistente para las primeras compras. Algunos días más tarde fue a ver a los conjurados, le pareció que los experimentos estaban adelantados, llevó consigo algunos centenares de octavillas impresas por un tipógrafo complaciente, dejó otra cantidad para los gastos, dijo: «Viva Italia unida. O Roma o muerte», y se fue.
Aquella noche, mientras recorría la rue Saint-Séverin, desierta a aquella hora, tuvo la impresión de oír unos pasos que lo seguían, salvo que en cuanto él se paraba, las pisadas aminoraban. Aceleró su marcha, pero el ruido se fue haciendo cada vez más cercano hasta que quedó claro que alguien, más que seguirle, lo perseguía. Y, en efecto, de golpe, advirtió un jadeo a sus espaldas, luego lo agarraron con violencia y lo arrojaron al impasse de la Salembrière que (aún más estrecho que la rue du Chat qui Pêche) se abría precisamente en ese punto; como si su perseguidor conociera bien esos lugares y hubiera elegido el momento y el rincón adecuados. Y aplastado contra la pared, Simonini vio sólo el brillo de una hoja de navaja que casi le tocaba la cara. En la oscuridad, no conseguía ver la cara de su asaltante, si bien no tuvo dudas al oír aquella voz que, con acento siciliano, le silbaba:
—¡Seis años tardé en encontrar vuestro rastro, mi buen padre, pero lo conseguí!
Era la voz de Mastro Ninuzzo, que Simonini estaba convencido de haber dejado, en el polvorín de Bagheria, con dos palmos de puñal en el vientre.
—Vivo estoy, porque un alma piadosa pasó por aquel paraje después de vos, y me socorrió. Tres meses estuve entre la vida y la muerte y en la barriga tengo una cicatriz que va de una cadera a la otra… Pero nada más levantarme del lecho empecé mis pesquisas. Quién había visto a un religioso así y así… En fin, que alguien en Palermo lo había visto hablar en el café con el notario Musumeci y había tenido la impresión de que se parecía mucho a un garibaldino piamontés amigo del coronel Nievo… Me enteré de que ese Nievo había desaparecido en el mar como si su nave se hubiera esfumado, y bien sabía yo cómo y por qué se había esfumado, y por obra de quién. De Nievo era fácil remontarse al ejército piamontés y de ahí a Turín; en aquella ciudad tan fría pasé un año interrogando a la gente. Finalmente, supe que ese garibaldino se llamaba Simonini, tenía una notaría pero la había cedido, dejándose escapar con el comprador que se iba a París. Siempre sin una perra, y no me preguntéis cómo lo conseguí, me vine a París, sólo que no sabía que la ciudad era tan grande.
Tuve que merodear mucho para encontrar vuestras huellas. Y sobreviví frecuentando callejas como éstas y plantándole una navaja en el cuello a algún señor bien vestido que se había equivocado de calle. Uno al día, con eso he ido tirando. Y siempre por estas partes merodeaba. Imaginábame que uno como vos, más que las casas de rango, frecuentaría los tapifrancos, como los llaman por aquí… Deberíais haberos dejado crecer una hermosa barba negra si no queríais ser reconocido fácilmente…
A partir de ese momento, Simonini adoptó su aspecto de burgués barbudo, pero en aquella ocasión tuvo que admitir que había hecho bien poco para hacer perder su rastro.
—En fin —estaba acabando Ninuzzo—, no os tengo que contar toda mi historia, me basta con rajaros los intestinos con el mismo corte que me hicisteis a mí; eso sí, trabajando más a conciencia. Aquí, de noche no pasa nadie, como en el polvorín de Bagheria.
Se acababa de levantar la luna y ahora Simonini veía la nariz roma de Ninuzzo y los ojos que le brillaban de maldad.
—Ninuzzo —tuvo la presencia de espíritu de decir—, no sabéis que si hice lo que hice es porque obedecía órdenes; órdenes que procedían de muy arriba, y de una autoridad tan sagrada que hube de actuar sin tener en cuenta mis sentimientos personales. Y siempre para obedecer a esas órdenes estoy aquí, para preparar otras empresas en sostén del trono y del altar.
Simonini jadeaba, al hablar, pero veía que insensiblemente la punta de la navaja se alejaba de su rostro.
—Vos habéis dedicado vuestra vida a vuestro rey —siguió diciendo—, y tenéis que entender que hay misiones… santas, válgame la expresión…, para las cuales está incluso justificado cometer un acto que de otro modo sería nefando. ¿Comprendéis?
Mastro Ninuzzo todavía no entendía pero mostraba que ya la venganza no era su única meta.
—Sufrí demasiado el hambre en estos años, y veros muerto no me sacia.
Estoy cansado de vivir en la oscuridad. Desde que encontré vuestro rastro, os he visto ir a los restaurantes de los señores. Digamos que os dejo la vida a cambio de una cantidad al mes, que me permita comer y dormir como vos, o aún mejor.
—Mastro Ninuzzo, yo os prometo algo más que una pequeña cantidad al mes. Estoy preparando un atentado contra el emperador francés, y recordad que si vuestro rey ha perdido el trono, ha sido porque Napoleón ayudó bajo cuerda a Garibaldi. Vos que tanto sabéis de pólvoras, deberíais conocer al puñado de valientes que se ha reunido en la rue de la Huchette para preparar la que verdaderamente habrá de llamarse una máquina infernal. Si os unierais a ellos, no sólo podríais participar en una acción que pasará a la historia, y dar prueba de vuestra extraordinaria habilidad de artificiero sino que (teniendo presente que este atentado está alentado por personalidades de altísimo rango) recibiríais vuestra parte de una recompensa que os haría rico para toda la vida.
Sólo con oír hablar de pólvoras, a Ninuzzo se le había pasado esa rabia que abrigara desde aquella noche en Bagheria, y Simonini se dio cuenta de que lo tenía en su puño cuando dijo:
—¿Qué habría de hacer entonces?
—Es sencillo, dentro de dos días, hacia las seis, vais a esta dirección y llamáis; entraréis en un almacén: diréis que os manda Lacroix. Los amigos ya estarán avisados. Para que os reconozcan, deberéis llevar un clavel en el ojal de esta chaqueta. Hacia las siete llegaré yo también, con el dinero.
—Ahí estaré —respondió Ninuzzo—, pero si se trata de un truco, sabed que sé dónde vivís.
La mañana siguiente Simonini volvía donde Gaviali y lo avisaba de que el tiempo apremiaba. Que estuvieran todos reunidos para las seis de la tarde del día siguiente. Antes llegaría un artificiero siciliano mandado por él mismo, para controlar el estado de los artefactos, poco después llegaría él, y luego el señor Lacroix mismo, para dar todas las garantías del caso.
Luego fue donde Lagrange y le comunicó que tenía conocimiento de un complot para asesinar al emperador. Sabía que los conjurados se reunirían a las seis del día siguiente en la rue de la Huchette, para entregarles los explosivos a sus mandantes.
—Mas atención —dijo—. Una vez me confiasteis que de diez miembros de una asociación secreta, tres son espías nuestros, seis son imbéciles y uno es un hombre peligroso. Pues bien, allí sólo encontraréis un espía, esto es, yo; ocho son imbéciles, y el hombre verdaderamente peligroso llevará un clavel en el ojal. Y como es peligroso también para mí, quisiera que sucediera un pequeño pandemonio y que el tipo no fuera arrestado sino que muriera allí mismo. Creedme, es una forma de que el asunto haga menos ruido. Si ese hombre llegara a hablar, incluso con uno solo de los vuestros, sería terrible.
—Os doy crédito, Simonini —dijo el señor de Lagrange—. El hombre será eliminado.
Ninuzzo llegó a la seis a la rue de la Huchette con su buen clavel. Gaviali y los demás le enseñaron con orgullo sus dispositivos, Simonini llegó media hora después anunciando la llegada de Lacroix; a las seis y cuarenta y cinco, la fuerza pública hizo irrupción. Simonini, gritando a la traición, sacó una pistola apuntándola hacia los gendarmes pero disparó el tiro al aire, los gendarmes respondieron e hirieron a Ninuzzo en el pecho, pero como las cosas hay que hacerlas limpias, mataron también a otro conjurado. Ninuzzo todavía se revolcaba por los suelos profiriendo sicilianísimas blasfemias y Simonini, siempre fingiendo que disparaba a los gendarmes, le dio el tiro de gracia.
Los hombres de Lagrange habían sorprendido a Gaviali y a los demás con las manos en la masa, es decir, con los primeros ejemplares de las bombas medio construidas y un paquete de octavillas que explicaban por qué las estaban construyendo. En el curso de apremiantes interrogatorios, Gaviali y compañeros sacaron el nombre del misterioso Lacroix que (consideraban) que los había traicionado. Un motivo más para que Lagrange decidiera hacerlo desaparecer.
En las actas de la policía, resultó que Lacroix había participado en el arresto de los conjurados y se quedó seco de un tiro disparado por aquellos miserables.
Mención de elogio a la memoria.
En cuanto a los conjurados, no pareció útil someterlos a un proceso demasiado público. En aquellos años, explicaba Lagrange a Simonini, no paraban de circular rumores de atentados al emperador, y se suponía que muchas de aquellas voces no eran leyendas nacidas espontáneamente sino que las difundían arteramente agentes republicanos para empujar a los exaltados a la emulación. Es inútil difundir la idea de que atentar a la vida de Napoleón III se ha convertido en una moda. Por eso, los conjurados fueron enviados a Cayena, donde morirían de fiebres palúdicas.
Salvarle la vida al emperador produce sus dividendos. Si el trabajo sobre Joly le había valido sus buenos diez mil francos, el descubrimiento del complot le rentó treinta mil. Calculando que el alquiler del local y la adquisición del material para fabricar las bombas le habían costado cinco mil francos, le quedaban treinta y cinco mil francos netos, más de un décimo de ese capital de trescientos mil al que aspiraba.
Satisfecho por la suerte de Ninuzzo, Simonini lo sentía un poco por Gaviali, que al fin y al cabo era un buen diablo, y se había fiado de él. Pero el que quiere hacer de conjurado tiene que asumir todos los riesgos, y no fiarse de nadie.
Una pena por ese Lacroix, que en el fondo no le había hecho nada malo.
Claro que su viuda tendría una buena pensión.