Dalla Piccola perplejo
3 de abril de 1897
Querido capitán Simonini:
Esta mañana me he despertado con la cabeza pesada y un extraño sabor en la boca. ¡Que Dios me perdone, sabía a ajenjo! Os aseguro que todavía no había leído vuestras observaciones de anoche. ¿Cómo podía saber qué habíais bebido si no lo hubiera bebido yo mismo? ¿Y cómo podría un eclesiástico reconocer el sabor de una bebida prohibida y, por lo tanto, desconocida? O quizás no, tengo la cabeza confusa, estoy escribiendo sobre el sabor que he sentido en la boca al despertarme pero lo escribo tras haberos leído, y lo que vos habéis escrito me ha sugestionado.
Y, en efecto, si nunca he bebido ajenjo, ¿cómo podría saber que lo que siento en la boca es ajenjo? Es el sabor de otra cosa, que vuestro diario me ha inducido a considerar ajenjo.
Que Jesús me ampare: el hecho cierto es que me he despertado en mi cama, y todo parecía normal, como si no hubiera hecho otra cosa durante todo el mes pasado. Salvo que sabía que tenía que ir a vuestro aposento. Allí, o sea, aquí, he leído las páginas de vuestro diario que todavía ignoraba. He visto vuestra alusión a Boullan, y algo me ha aflorado a la mente, aun de forma vaga y confusa.
Me he repetido en voz alta ese nombre, lo he pronunciado más de una vez, me ha producido un calambre cerebral, como si vuestros doctores Bourru y Burot me hubieran puesto un metal magnético en alguna parte del cuerpo, o un doctor Charcot hubiera movido, qué sé yo, un dedo, una llave, una mano abierta delante de los ojos y me hubiera hecho entrar en un estado de sonambulismo lúcido.
He visto la imagen de un cura que escupía en la boca de una endemoniada.