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París

2 de abril de 1897, entrada la noche

Desde que llevo este diario no he vuelto a entrar en un restaurante. Esta noche necesitaba animarme y he decidido ir a un lugar en el cual, encontrara a quien encontrara, estaría tan borracho que, aunque yo lo reconociera, él no me reconocería. Es el cabaret del Père Lunette, aquí cerca, en la rue des Anglais, que se llama así por un par de lentes de pince-nez, enormes, que coronan la entrada, no se sabe desde hace cuánto tiempo ni por qué.

Más que comer, se puede picotear algún trozo de queso, que los propietarios dan prácticamente por nada, así te entran ganas de beber. En fin, que se bebe y se canta: o mejor dicho, cantan los «artistas» del lugar, Fifi l’Absinthe, Armand le Gueulard, Gaston Trois-Pattes. La primera sala es un pasillo, ocupado a medias en sentido longitudinal por una barra de zinc: detrás están el dueño, la dueña y un niño que duerme entre las blasfemias y las risotadas de los clientes; delante, a lo largo de la pared, hállase una mesa tosca donde pueden apoyarse los clientes que ya se han tomado una copa de algo.

En un estante detrás de la barra se presenta la más hermosa colección de mejunjes abrasaentrañas que se pueda encontrar en París. Los clientes verdaderos pasan a la sala del fondo, dos mesas en torno a las cuales se quedan dormidos los borrachos, uno sobre el hombro del otro. Todas las paredes están historiadas por los clientes, y casi siempre se trata de dibujos obscenos.

Esta noche me he sentado al lado de una mujer concentrada en sorberse la enésima copa de ajenjo. Me ha parecido reconocerla, ha sido dibujante para revistas ilustradas y luego, poco a poco, se ha ido abandonando, quizá sabía que estaba tísica y le quedaba poco por vivir; ahora se ofrece a retratar a los clientes a cambio de una copa, pero la mano le tiembla. Si tiene suerte, la tisis no podrá con ella: acabará antes, cayéndose cualquier noche en el Bièvre.

He intercambiado unas palabras con ella (llevo diez días tan hundido en mi madriguera que he podido encontrar alivio incluso en la conversación con una mujer) y por cada copita de ajenjo que le pagaba no podía evitar tomarme otra yo también.

Ello es que escribo con la vista y la cabeza ofuscadas: condiciones ideales para recordar poco y mal.

Sé sólo que a mi llegada a París estaba preocupado, naturalmente (a fin de cuentas me iba al exilio), pero la ciudad me conquistó y decidí que aquí viviría el resto de mi vida.

No sabía hasta cuándo debía hacer que me durara el dinero que tenía, y tomé en alquiler un cuarto en un hotel de la zona del Bièvre. Por suerte, pude permitirme uno para mí solo, porque en esos refugios un solo cuarto suele alojar quince jergones y, a veces, no tiene ventanas. Los muebles eran restos de mudanzas, las sábanas estaban gusanientas, una palangana de zinc servía para las abluciones, un cubo para los orines, no había ni siquiera una silla y no hablemos de jabón o toallas. En la pared, un cartel mandaba dejar la llave en la cerradura, pero por fuera, evidentemente para que la policía no perdiera tiempo cuando hacían sus irrupciones, harto frecuentes, agarraban por los pelos a los clientes, los miraban bien a la luz de una linterna, soltaban a los que no reconocían y tiraban escaleras abajo a los que habían ido a buscar, tras haberles atizado a conciencia por si acaso recalcitraban.

En cuanto a las comidas, di con una taberna en la rue du Petit Point donde se comía por cuatro perras: todas las carnes podridas que los carniceros de las Halles tiraban a la basura —verde, la grasa y negro el resto— se recuperaban al alba, se las limpiaba, se les echaban puñados de sal y pimienta, se las dejaba macerar en vinagre, se las colgaba durante cuarenta y ocho horas al aire sano del fondo del patio, y ya estaban listas para el cliente. Descomposición de vientre asegurada, precio abordable.

Con las costumbres que había adquirido en Turín, y los copiosos almuerzos palermitanos, habría muerto en pocas semanas si, como referiré a continuación, no hubiera cobrado bastante pronto mis primeros emolumentos de las personas a las que me había recomendado el cavalier Bianco. Y ya para entonces podía permitirme Noblot, en la rue de la Huchette. Se entraba en una gran sala que daba a un patio antiguo y había que llevarse el pan. A lado de la entrada, la caja, llevada por la dueña y sus tres hijas: anotaban en la cuenta los platos de lujo, el rosbif, el queso, las mermeladas o distribuían una pera cocida con dos nueces. Detrás de la caja quedaban admitidos los que pedían por lo menos medio litro de vino, artesanos, artistas pelados, copistas.

Superando la caja, se llegaba a una cocina donde en una hornilla enorme cocía el ragout de carnero, el conejo o el buey, el puré de guisantes o las lentejas. No estaba previsto ningún servicio: había que buscarse el plato, los cubiertos, y ponerse a la cola delante del cocinero. De este modo, entre recíprocos encontronazos, los huéspedes se movían sujetando su plato hasta que conseguían sentarse en la enorme table d’hôte. Dos perras de caldo, cuatro perras de buey y diez céntimos de pan que uno se traía de fuera, y por cuarenta céntimos uno había comido. Todo me parecía exquisito y, por otra parte, me había dado cuenta de que iban también personas de buena condición, por el gusto de acanallarse.

Incluso antes de poder entrar en Noblot, la verdad es que nunca me he arrepentido de esas cuatro semanas en el infierno: entablé útiles relaciones personales y me familiaricé con un ambiente en el que sucesivamente habría de nadar cual pez en el agua. Y al escuchar las conversaciones que se mantenían en aquellos callejones, descubrí otras calles, en otros puntos de París, como la rue du Lappe, completamente consagrada a la ferretería, tanto la de artesanos o familias, como la dedicada a operaciones menos confesables, como ganzúas o llaves falsas, e incluso el puñal de hoja retráctil que se lleva escondido en la manga de la chaqueta.

Intentaba estar en mi cuarto lo menos posible y me concedía los únicos placeres reservados al parisino con los bolsillos vacíos: paseaba por los bulevares. Hasta entonces no me había dado cuenta de lo grande que era París con respecto a Turín. Me extasiaba el espectáculo de gente de todas las extracciones sociales, que pasaba por mi lado, pocos para hacer recados, la mayoría para mirarse los unos a los otros. Las parisinas respetables vestían con mucho gusto y, si no ellas, sus tocados atraían mi atención.

Desgraciadamente, paseaban por aquellas aceras también las parisinas, permítaseme la expresión, irrespetables, mucho más ingeniosas en inventar disfraces que atrajeran la atención de nuestro sexo.

Busconas también ellas, aunque no resultaban tan vulgares como las que luego conocería en las brasseries à femmes, reservadas sólo a caballeros de condición, y ello se deducía de la ciencia diabólica que empleaban para seducir a sus víctimas. Más tarde, un informador me explicó que, antaño, en los bulevares, se veían sólo a las grisettes, que eran mujeres jóvenes un poco estólidas, no castas, pero desinteresadas, que no le pedían al amante ni ropa ni joyas, entre otras cosas porque solía ser más pobre que ellas. Luego desaparecieron, como la raza de los carlinos. A continuación, apareció la lorette, o biche, o cocotte, no más graciosa y culta que la grisette sino, más bien, codiciosa de cachemiras y falbalás. En los tiempos en los que llegué a París, la cortesana había sustituido a la lorette: amantes riquísimos, diamantes y carrozas. Era raro que una cortesana paseara por los bulevares. Estas dames aux camélias habían elegido como principio moral que no hay que tener ni corazón, ni sensibilidad, ni gratitud, y que hay que saber explotar a los impotentes que pagan sólo para exhibirlas en el palco de la Ópera. Qué sexo más repugnante.

Mientras tanto tomé contacto con Clément Fabre de Lagrange. Los turineses me habían recomendado ir a cierta dependencia de un hotelito de apariencia modesta, en una calle que la prudencia adquirida en mi oficio me impide consignar incluso en un folio que nadie leerá jamás. Creo que Lagrange se ocupaba de la división política de la Direction Générale de Sûreté Publique, pero nunca entendí si en aquella pirámide era la cima o la base. Parecía no tener que referir a nadie más y, si me hubieran torturado, no habría podido decir nada de toda aquella máquina de información política. De hecho, no sabía ni siquiera si Lagrange tenía un despacho en aquel hotelito: a aquella dirección le escribí para anunciarle que tenía para él una carta de recomendación del cavalier Bianco, y al cabo de dos días recibí una nota que me convocaba en el atrio de Notre-Dame. Lo reconocería por un clavel rojo en el ojal. Y desde entonces, Lagrange siempre me citó en los lugares más impensables, un cabaret, una iglesia, un jardín, nunca dos veces en el mismo sitio.

Lagrange tenía necesidad, justo esos días, de un determinado documento, yo se lo fabriqué de forma perfecta, él me juzgó favorablemente al instante, y a partir de entonces empecé a trabajar para él como indicateur, como se dice de modo informal por estos parajes; y recibía cada mes trescientos francos, más ciento treinta de gastos (con alguna regalía en casos excepcionales, y fabricación de documentos aparte). El Imperio se gasta mucho en sus informadores, sin duda más que el Reino de Cerdeña, y he oído decir que, de un presupuesto de la policía de siete millones de francos al año, dos millones están dedicados a las informaciones políticas. Otra voz afirma, en cambio, que el presupuesto es de catorce millones, con los cuales, sin embargo, deben pagarse las ovaciones organizadas al paso del emperador, las brigadas corsas para vigilar a los mazzinianos, los provocadores y los verdaderos espías.

Con Lagrange realizaba por lo menos cinco mil francos al año, pero gracias a él me introduje en una clientela privada, de modo que bien pronto pude poner en pie mi despacho actual (esto es, el brocantage de cobertura). Calculando que un falso testamento lo podía facturar incluso a mil francos y que las hostias consagradas las vendía a cien, porque no era fácil disponer de ellas en grandes cantidades, con cuatro testamentos y diez hostias al mes, la actividad del despacho me proporcionaba otros cinco mil francos, y con diez mil francos al año, era lo que en París se dice un burgués acomodado. Naturalmente nunca eran entradas seguras, y mi sueño era realizar no diez mil francos de rédito sino de renta, y con el tres por ciento que daban los títulos de Estado (los más seguros) había de acumular un capital de trescientos mil francos. Suma al alcance de una cortesana, por aquel entonces, pero no de un notario, todavía abundantemente desconocido.

A la espera del golpe de suerte, decidí transformarme de espectador en actor de los placeres parisinos. Nunca he abrigado interés por el teatro, por esas horribles tragedias donde declaman en alejandrinos, y los salones de los museos me entristecen. Pero París me ofrecía algo mucho mejor: los restaurantes.

El primero que quise permitirme —aunque carísimo— ya lo había oído celebrar en Turín. Era Le Grand Véfour, bajo los soportales del Palacio Real; parece ser que lo frecuentaba también Víctor Hugo, por la paletilla de carnero con judías blancas. El otro que me sedujo en el acto fue el Café Anglais, en la esquina de la rue Gramont y el boulevard des Italiens. Restaurante que antaño era para cocheros y criados y ahora socorría en sus mesas al tout Paris. Descubrí las pommes Anna, las écrevisses bordelaises, las mousses de volaille, las mauviettes en cerises, los petites timbales à la Pompadour, el cimier de chevreuil, los fonds d’artichauts à la jardinière, los sorbetes al vino de Champagne. Sólo con evocar estos nombres siento que la vida merece ser vivida.

Además de los restaurantes, me fascinaban los passages. Adoraba el passage Jouffroy, quizá porque acogía tres de los mejores restaurantes de París, el Dîner de Paris, el Dîner du Rocher y el Dîner Jouffroy. Todavía hoy, en especial los sábados, parece que todo París se cita en esa galería de cristal, donde se chocan sin cesar caballeros aburridos y señoras quizá demasiado perfumadas para mi gusto.

Quizá me intrigaba más el passage des Panoramas. Ahí se ve una fauna más popular, burgueses y provincianos que se comen con los ojos antigüedades que nunca podrán permitirse, pero desfilan también jóvenes obreras recién salidas de la fábrica. Si uno ha de mirar de reojo las faldas, mejor las mujeres más arregladas del passage Jouffroy, a los que les guste; pero ello es que, para ver a las obreras, recorren esa galería del principio al fin los suiveurs, señores de media edad que disfrazan la dirección de sus miradas con lentes verdes ahumados. Abrigo mis dudas de que esas obreras lo sean de verdad: el hecho de que lleven un vestidito sencillo, una cofia de tul, un delantalito, no significa nada. Habría que observarles las puntas de los dedos, y si estuvieran desprovistas de alfilerazos, rasguños o pequeñas quemaduras, querría decir que las muchachas llevan una vida más acomodada, precisamente gracias a los suiveurs que encantan.

En ese passage yo no miro de reojo a las obreras sino a los suiveurs (¿y no dijo alguien que el filósofo es aquel que, en el café chantant no mira el escenario sino el patio de butacas?). Un día, podrían convertirse en mis clientes, o en mis instrumentos. A algunos los sigo también cuando vuelven a casa, quizá para abrazar a una esposa que ha engordado y a media docena de críos. Tomo nota de la dirección. Nunca se sabe. Podría arruinarlos con una carta anónima. Un día, digo, si fuera necesario.

De los diferentes encargos que Lagrange me encomendó al principio, no consigo recordar casi nada. Antójaseme sólo un nombre, el del abate Boullan, pero debe de tratarse de algo más tardío, incluso poco antes o después de la guerra (consigo reconstruir que en medio ha habido una guerra, con París patas arriba).

El ajenjo está cumpliendo su cometido y si echara mi aliento sobre una vela, del pábilo saldría una gran llamarada.