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El «Ercole»

De los diarios del 30 y 31 de marzo y 1 de abril de 1897

Al Narrador le molesta un poco tener que registrar este canto sinalagmático entre Simonini y su abate fisgón, pero parece ser que justo el 30 de marzo, Simonini reconstruye de forma incompleta los últimos acontecimientos en Sicilia, y su texto se complica con muchos renglones borrados de forma impenetrable, otros tachados con una X, aún legibles, e inquietantes de leer. El 31 de marzo se introduce en el diario el abate Dalla Piccola, como para desbloquear puertas herméticamente cerradas de la memoria de Simonini, revelándole lo que Simonini se niega en redondo a recordar. El 1 de abril, Simonini, tras una noche inquieta en la que recuerda haber tenido conatos de vómito, vuelve a intervenir, irritado, como para corregir las que considera exageraciones, indignaciones moralistas del abate.

En definitiva, el Narrador, no sabiendo a quién darle la razón, se permite relatar aquellos acontecimientos tal como considera que hay que reconstruirlos, y naturalmente se asume la responsabilidad de su reconstrucción.

Nada más llegar a Turín, Simonini hizo llegar su informe al cavalier Bianco y al cabo de un día le llegó el recado que lo volvía a convocar a una hora tardía en el lugar desde el cual la carroza lo conduciría a ese mismo saloncito de la vez pasada, donde lo esperaban Bianco, Riccardi y Negri di Saint Front.

—Abogado Simonini —empezó Bianco—, no sé si la confianza que ya nos une me permite expresarle sin reservas mis sentimientos, pero debo decirle que es usted un necio.

—Señor, ¿cómo se permite?

—Se permite, se permite —intervino Riccardi—, y habla también en nombre nuestro. Yo añadiría, un necio peligroso, tanto que nos preguntamos si es prudente dejar que siga circulando usted por Turín con esas ideas que se le han formado a usted en la cabeza.

—Usted perdone, puedo haberme equivocado en algo, pero no entiendo…

—Se ha equivocado, se ha equivocado, y en todo. ¿Acaso no se da cuenta de que dentro de pocos días (y ya lo saben hasta las comadres) el general Cialdini entrará con nuestras tropas en los Estados de la Iglesia? Y es probable que a la vuelta de un mes nuestro ejército esté a las puertas de Nápoles. A la sazón ya habremos provocado un plebiscito popular por el cual el Reino de las Dos Sicilias y sus territorios quedarán anexionados oficialmente al Reino de Italia. Si Garibaldi es ese caballero y ese realista que es, ya habrá plantado cara a esa cabeza caliente de Mazzini y habrá aceptado bon gré mal gré la situación, habrá encomendado las tierras conquistadas a las manos del rey, y habrá quedado como un espléndido patriota. Entonces tendremos que desmantelar el ejército garibaldino, que ya son casi sesenta mil hombres que no está bien dejar por ahí a rienda suelta, y aceptar a los voluntarios en el ejército sardo, mandando a los demás a casa con un finiquito. Todos ellos buenos muchachos, todos ellos héroes. ¿Y usted quiere que, dando su inoportuno informe en pasto a la prensa y a la pública opinión, nosotros digamos que estos garibaldinos que van a convertirse en nuestros soldados y oficiales, eran una mesnada de granujas, sobre todo extranjeros, que han expoliado Sicilia?, ¿que Garibaldi no es el purísimo héroe al que toda Italia deberá demostrar su gratitud, sino un aventurero que ha vencido a un falso enemigo comprándolo?, ¿y que hasta el final ha conjurado con Mazzini para hacer de Italia una república?, ¿que Nino Bixio iba por la isla fusilando a liberales y sacándoles las tripas a pastores y campesinos? ¡Pues está usted loco!

—Pero sus señorías me habían encargado…

—No le habíamos encargado que difamara a Garibaldi y a los buenos italianos que se han batido con él, sino que encontrara documentos que probaran cómo el entourage republicano del héroe administraba mal las tierras ocupadas, para poder justificar una intervención piamontesa.

—Pero, señores, saben bien que La Farina…

—La Farina escribía cartas privadas al conde de Cavour, que desde luego no las dejaba trascender. Además, La Farina es La Farina, una persona que sentía un enconamiento particular con Crispi. Y por último, ¿qué son esos devaneos sobre el oro de los masones ingleses?

—Todos lo dicen.

—¿Todos? Nosotros no. Y, además, ¿quiénes son estos masones? ¿Es masón, usted?

—Yo no, pero…

—Pues no se interese por asuntos que no le conciernen. Los masones allá se las compongan.

Evidentemente, Simonini no había entendido que en el gobierno piamontés eran todos masones, y decir que habría debido saberlo, con la de jesuitas que lo habían rodeado desde su infancia. Pero ya Riccardi estaba cebándose con el tema de los judíos, preguntándole por qué tortuosidades mentales los había introducido en su informe.

Simonini balbució:

—Los judíos están por doquier, y no creerá…

—No importa lo que creamos o dejemos de creer —interrumpió Saint Front—.

En una Italia unida necesitaremos también el apoyo de las comunidades judías, por un lado, y por el otro, es inútil recordarles a los buenos católicos italianos que entre los purísimos héroes garibaldinos había judíos. En fin, que con todas las meteduras de pata que ha cometido, tendríamos elementos suficientes para mandarle a respirar aire puro durante algunas décadas en alguno de nuestros confortables fuertes alpinos. Pero, desgraciadamente, usted todavía nos sirve.

Parece ser que se ha quedado allá abajo ese capitán Nievo o coronel o lo que sea, con todos sus registros, y no sabemos in primis si ha sido y es correcto al redactarlos e, in secundis, si es útil desde el punto de vista político que se divulguen. Usted dice que Nievo pretende entregarnos a nosotros esos registros, y eso sería bueno, pero antes de que lleguen a nosotros, podría mostrárselos a otros, y eso no lo sería. Por lo tanto, usted regresa a Sicilia, siempre como enviado del diputado Boggio para dar cuenta de los nuevos y admirables acontecimientos, se pega a Nievo como una sanguijuela y hace que esos registros desaparezcan, se esfumen en el aire, se conviertan en humo, y nadie vuelva a oír hablar de ellos. Es cosa suya cómo lograr ese resultado; está autorizado a emplear todos los medios, quede claro en el ámbito de la legalidad, y no se espere de nosotros otra orden. El cavalier Bianco le dará un apoyo en el Banco de Sicilia para que disponga del dinero necesario.

Aquí lo que Dalla Piccola revela es bastante lagunoso y fragmentario, como si también él se esforzara en recordar lo que su contrafigura se había esforzado en olvidar.

Parece ser, de todas formas, que una vez regresado a Sicilia a finales de septiembre, Simonini se queda hasta marzo del año siguiente, siempre con el intento infructuoso de poner su mano sobre los registros de Nievo, recibiendo cada quince días un despacho del cavalier Bianco que le pregunta con irritación a qué punto había llegado.

Es que Nievo estaba entregado en cuerpo y alma a esas benditas cuentas, cada vez más presionado por la voces malévolas, cada vez más ocupado en investigar, controlar, espulgar millares de recibos para estar seguro de lo que registraba, investido ahora de mucha autoridad porque también Garibaldi se había preocupado de que no se crearan escándalos o maledicencias, y le había puesto a disposición una oficina con cuatro colaboradores y dos guardias tanto en la entrada como a lo largo de las escaleras, por lo que no se podía, por hipótesis, entrar de noche en sus santuarios y buscar los registros.

Es más, Nievo había dejado filtrar sus sospechas de que a alguien no le iba a gustar que rindiera cuentas, por lo que temía que los registros pudieran ser robados o manumitidos, y se había empleado a fondo para que no se pudieran encontrar. Y a Simonini no le había quedado más remedio que ir saldando cada vez más la amistad con el poeta, con lo cual pasaron a un tú de camaradas, para al menos poder entender qué proyectaba hacer Nievo con esa maldita documentación.

Pasaban juntos muchas veladas, en aquella Palermo otoñal aún lánguida de calores no sosegados por los vientos marinos, paladeando a veces agua y anís, mientras el licor se desleía poco a poco en el agua como una nube de humo.

Quizá porque sentía simpatía por Simonini, quizá porque, al sentirse ya prisionero de la ciudad, necesitaba fantasear con alguien, Nievo abandonaba poco a poco su guardia de estilo militar, se confiaba. Hablaba de un amor que había dejado en Milán, un amor imposible porque era la mujer no sólo de su primo, sino de su mejor amigo. Pero no había nada que hacer, también los otros amores lo habían llevado a la hipocondría.

—Así soy, y estoy condenado a serlo. Siempre seré fantástico, oscuro, tenebroso, bilioso. Tengo ya treinta años y siempre me he dedicado a la guerra, para distraerme de un mundo que no amo. Con eso, me he dejado en casa una gran novela aún manuscrita. Me gustaría verla impresa, y no puedo ocuparme de ella porque tengo que cuidar de estas sucias cuentas. Si fuera ambicioso, si tuviera sed de placeres… Si por lo menos fuera malo… Por lo menos como Bixio. Nada. Me conservo niño, vivo al día, amo el movimiento por moverme, el aire por respirarlo. Moriré por morir… Y todo habrá acabado.

Simonini no intentaba consolarlo. Lo consideraba incurable.

A principios de octubre se produjo la batalla de Volturno, donde Garibaldi rechazó la última ofensiva del ejército borbónico. Esos mismos días el general Cialdini derrotó al ejército pontificio en Castelfidardo e invadió los Abruzos y Molise, que estaban ya en el reino borbónico. En Palermo, Nievo seguía mordiendo el freno. Se había enterado de que entre sus acusadores en Piamonte se encontraban los lafarinianos, señal de que La Farina estaba escupiendo veneno contra todo lo que oliera a camisa roja.

—Le dan ganas a uno de abandonarlo todo —decía Nievo desconsolado—, pero precisamente en estos momentos es cuando no hay que dejar el timón.

El 26 de octubre se produjo un gran acontecimiento. Garibaldi se encontró con Víctor Manuel en Teano. Prácticamente le entregó Italia del sur. Con lo cual se merecía como poco que lo nombraran senador del Reino, decía Nievo, y, en cambio, a primeros de noviembre, Garibaldi alineó en Caserta a catorce mil hombres y trescientos caballos esperando que el rey pasara revista, y el rey no se dejó ver.

El 7 de noviembre, el rey hacía su ingreso triunfal en Nápoles y Garibaldi, moderno Cincinato, se retiraba a la isla de Caprera. «Qué hombre», decía Nievo, y lloraba, como hacen los poetas (cosa que irritaba muchísimo a Simonini).

Al cabo de pocos días quedaba disuelto el ejército garibaldino, veinte mil voluntarios eran acogidos por el ejército sardo, y se integraban también tres mil oficiales borbónicos.

—Es justo —decía Nievo—, son italianos también ellos, pero es una triste conclusión de nuestra epopeya. Yo no me alisto, pido seis meses de soldada y adiós. Seis meses para acabar mi encargo, espero lograrlo.

Debía de ser un maldito trabajo, porque a finales de noviembre apenas había llevado a término las cuentas de finales de julio. A ojo y cruz necesitaba todavía tres meses y quizá más.

Cuando en diciembre Víctor Manuel llegó a Palermo, Nievo le decía a Simonini:

—Soy la última camisa roja aquí abajo y me miran como a un salvaje. Y debo responder de las calumnias de esos animales de los lafarinianos. Dios de mi vida, si llego a saber que acabaría de este modo, me ahogo yo en Génova, en lugar de embarcarme para estas galeras, que habría sido mejor.

Hasta entonces Simonini no había encontrado todavía la forma de apoderarse de los malditos registros. Y de repente, a mediados de diciembre, Nievo le anunció que regresaba durante un breve período a Milán. ¿Dejando los registros en Palermo?, ¿llevándoselos consigo? Imposible saberlo.

Nievo estuvo ausente casi dos meses y Simonini intentó emplear ese triste período (no soy un sentimental, se decía, pero ¿qué es una Navidad en un desierto sin nieve y salpicado de higos chumbos?) visitando los alrededores de Palermo. Adquirió una mula, se volvió a poner la sotana del padre Bergamaschi, e iba de pueblo en pueblo, con la excusa de recoger cotilleos de los curas y campesinos, pero sobre todo para explorar los secretos de la cocina siciliana.

Encontraba en solitarios mesones de las afueras manjares salvajes y baratos (pero de gran sabor) como el acqua cotta: era suficiente poner unas rodajas de pan en una sopera, aliñándolas con mucho aceite y pimienta recién molida, se ponían a hervir en tres cuartos de agua salada cebollas troceadas, filetes de tomate y calaminta, al cabo de veinte minutos, se vertía todo encima del pan, se dejaba reposar un par de minutos y a la mesa, servida bien caliente.

En las puertas de Bagheria descubrió una taberna con pocas mesas en un zaguán oscuro, pero en aquella sombra agradable incluso en los meses invernales, un tabernero de apariencia (y quizá también sustancia) bastante sucia, preparaba magníficos platos a base de casquería, como el corazón relleno, la gelatina de cerdo, las mollejas y todo tipo de callos.

Allí encontró a dos personajes, bastante distintos el uno del otro, que sólo más tarde su genio sabría reunir en el cuadro de un solo plan. Pero no anticipemos.

El primero parecía un pobre demente, aunque la verdad es que era capaz de llevar a cabo muchos y muy útiles recados. Todos lo llamaban el Bronte y, en efecto, parece ser que consiguió escapar de las matanzas de Bronte. Siempre estaba agitado por los recuerdos de la sublevación y tras algunos vasos de vino golpeaba el puño sobre la mesa y gritaba «Cappelli guaddativi, l’ura du giudizziu s’avvicina, populu non mancari all’appellu», es decir «Terratenientes, guardaos porque se acerca la hora del juicio, pueblo no faltes a la llamada». La misma frase que gritaba antes de la insurrección su amigo Nunzio Ciraldo Fraiunco, uno de los cuatro que luego Bixio mandó fusilar.

Su vida intelectual no era intensa, pero por lo menos una idea la tenía, y era una idea fija. Quería matar a Nino Bixio.

Para Simonini, el Bronte era sólo un tipo extravagante que le servía para pasar alguna aburrida velada invernal. Más interesante juzgó inmediatamente a otro individuo, un personaje hirsuto y al principio arisco que, tras haberle oído preguntar al tabernero las recetas de varias comidas, empezó a pegar la hebra revelándose un devoto de la mesa tal cual Simonini. Éste le contaba cómo se hacían los agnolotti a la piamontesa, y él todos los secretos de la caponata; Simonini le hablaba de la carne cruda de Alba lo suficiente para que se le hiciera la boca agua, él se explayaba sobre las alquimias del mazapán.

Este Mastro Ninuzzo hablaba casi italiano, y había dejado entender que había viajado también por países extranjeros. Hasta que, demostrándose muy devoto de varias vírgenes de los santuarios locales y respetuoso de la dignidad eclesiástica de Simonini, le confió su curiosa posición: había sido artificiero del ejército borbónico, pero no como militar, sino en calidad de artesano experto en la custodia y gestión de un polvorín no demasiado lejano. Los garibaldinos echaron a los militares borbónicos y secuestraron las municiones y las pólvoras pero, para no desmantelar toda la santabárbara, mantuvieron a Ninuzzo en servicio como guardián del lugar, con paga de la intendencia militar. Y allí estaba, aburriéndose, a la espera de órdenes, rencoroso con los ocupantes del norte, nostálgico de su rey, fantaseando revueltas e insurrecciones.

—Todavía podría hacer saltar por los aires a media Palermo, si quisiera —dijo susurrando a Simonini, una vez que entendió que tampoco él estaba del lado de los piamonteses. Y ante su estupor, contó que los usurpadores no se habían dado cuenta de que debajo del polvorín había una cripta en la que todavía quedaban barriletes de pólvora, granadas y otros instrumentos de guerra.

Polvorín que había que conservar, para el día inminente de la reconquista, visto que ya bandas de insurgentes se estaban organizando en los montes, para hacerles difícil la vida a los invasores piamonteses.

A medida que hablaba de explosivos, su rostro se iba iluminando y ese perfil suyo aplastado y esos ojos hoscos se volvían casi bellos. Hasta que un día llevó a Simonini a su santabárbara y, una vez que emergieron de la exploración de la cripta, le mostraba en la palma de la mano unos gránulos negruzcos.

—Ea, reverendísimo padre —decía—, no hay nada más bello que la pólvora de buena calidad. Mirad el color, gris pizarra, los gránulos que no se deshacen con la presión de los dedos. Si vos tuvierais una hoja de papel, os la pondría encima, le prendería fuego, y ardería sin tocar la hoja. Una vez la hacían con setenta y cinco partes de salitre, doce y medio de carbón y doce y medio de azufre; luego se ha pasado a lo que llaman dosificación a la inglesa, que serían quince partes de carbón y diez de azufre, y así es como se pierden las guerras, porque las granadas no estallan. Hoy, nosotros los del oficio (pero por desgracia o por gracia de Dios somos pocos), en lugar de salitre le ponemos nitrato de Chile, que es otro mundo.

—¿Es mejor?

—Es lo mejor. Mirad, padre, cada día inventan un explosivo nuevo, y funciona peor que el anterior. Había un oficial del rey (digo del legítimo) que se ufanaba de ser un gran sabiondo y me aconsejaba la novísima invención, la piroglicerina.

No sabía que funciona sólo por percusión, con lo que es difícil detonarla porque deberías estar ahí, dándole con un martillo y el primero en volar serías tú.

Hacedme caso, si lo que se desea es que alguien salte por los aires de verdad, no queda sino la vieja pólvora. Y eso sí que es un auténtico espectáculo.

Mastro Ninuzzo parecía extasiado, como si no hubiera nada más bello en el mundo. En aquel momento, Simonini no le dio mucha importancia a aquellos devaneos. Pero más tarde, en enero, volvería a tomarlo en consideración.

En efecto, al estudiar algunas formas de apoderarse de las cuentas de la expedición, se dijo: o las cuentas están aquí en Palermo, o en Palermo volverán a estar cuando regrese Nievo del norte. Después, Nievo tendrá que llevarlas a Turín por mar. Por lo tanto, es inútil pisarle los talones día y noche, puesto que no podré llegar a la caja fuerte secreta, y si llegara, no la abriría. Y si llego y la abro, se produciría un escándalo, Nievo denunciaría la desaparición de los registros, y podrían ser acusados mis poderdantes turineses. Y el tema tampoco podría pasar en silencio, aun pudiendo sorprender a Nievo con los registros en la mano y plantándole yo un puñal en la espalda. Un cadáver como el de Nievo siempre sería embarazoso. Hay que conseguir que los registros se esfumen, eso dijeron en Turín. Pero con ellos debería esfumarse también Nievo, de modo que, ante su desaparición (que debería resultar accidental y natural), la desaparición de los registros pasase en segundo plano. Así pues, ¿incendiar o hacer que salte por los aires el palacio de la intendencia? Demasiado vistoso.

No queda sino una solución, hacer que Nievo, los registros y todo lo que está con él desaparezcan mientras se desplaza por mar de Palermo a Turín. En una tragedia del mar en la que se hunden cincuenta o sesenta personas, nadie pensará que todo esté dirigido a la eliminación de cuatro cartapacios.

Idea sin duda fantasiosa y osada, pero por lo que parece, Simonini estaba creciendo en edad y sabiduría y ya no era la época de los pequeños juegos con cuatro compañeros de universidad. Había visto la guerra, se había acostumbrado a la muerte, por suerte la ajena, y tenía un vivo interés en no ir a parar a aquellos fuertes de los que le había hablado Negri di Saint Front.

Naturalmente, Simonini hubo de reflexionar mucho sobre este proyecto, entre otras cosas porque no tenía nada más que hacer. De momento, se consultaba con Mastro Ninuzzo, a quien invitaba a suculentos almuerzos.

—Mastro Ninuzzo, os preguntaréis por qué estoy aquí, y os diré que estoy por orden del Santo Padre, con el fin de restaurar el Reino de nuestro soberano de las Dos Sicilias.

—Padre, soy vuestro; decidme qué tengo que hacer.

—Mirad, en una fecha que todavía no conozco, un piróscafo debería zarpar de Palermo en dirección del continente. Este piróscafo llevará, en una caja de caudales, órdenes y proyectos que apuntan a destruir para siempre la autoridad del Santo Padre y a enfangar a nuestro rey. Este vapor tiene que hundirse antes de llegar a Turín, y que no se salven ni hombres ni cosas.

—Nada más fácil, padre. Se usa una invención muy reciente que parece ser que están poniendo a punto los americanos. Un «torpedo a carbón». Una bomba hecha como un pedazo de carbón. Escondes el pedazo entre los montones de mineral destinados al abastecimiento del vapor, y una vez en las calderas, el torpedo, calentado en su punto, causa una explosión.

—No está mal. Pero el trozo de carbón debería echarse a la caldera en el momento justo. Es menester que la nave no explote ni demasiado pronto ni demasiado tarde, ello es, ni poco tiempo después de zarpar, ni poco antes de llegar, porque todos se darían cuenta. Habría de estallar en medio del camino, lejos de ojos indiscretos.

—El asunto se vuelve más difícil. Visto que no se puede comprar a un foguista, porque sería la primera víctima, habría que calcular el momento exacto en que esa cantidad de carbón se introduce en la caldera. Y para decirlo no bastaría ni siquiera la bruja de Benevento.

—¿Y entonces?

—Y entonces, querido padre, la única solución que funciona siempre, sigue siendo, una vez más, un barrilete de pólvora con su buena mecha.

—Pero ¿quién aceptaría encender una mecha a bordo sabiendo que luego quedará implicado en la explosión?

—Nadie, a menos que sea un experto como gracias a Dios, o por desgracia, quedamos pocos todavía. El experto sabe establecer la longitud de la mecha.

Antaño las mechas eran canutillos de paja rellenados con polvo negro, o un pábilo sulfurado, o cuerdas embebidas de salitre y alquitranadas. Nunca sabías cuánto tardarían en llegar al punto. Pero, gracias a Dios, desde hace unos treinta años está la mecha de combustión lenta, y modestamente, tengo algunos metros en la cripta.

—¿Y con ella?

—Con ella se puede determinar cuánto se requiere entre el momento en que se prende fuego a la mecha y el momento en que la llama alcanza la pólvora, y se puede establecer el tiempo según la longitud de la mecha. Por lo tanto, si el artificiero supiera que, una vez prendido el fuego a la mecha, puede llegarse a un punto de la nave donde alguien lo espera con un bote ya arriado, de modo que el barco salte por los aires cuando ellos estén a buena distancia, todo sería perfecto, ¡qué digo, sería una obra maestra!

—Mastro Ninuzzo, hay un pero… Poned que esa noche el mar esté en borrasca, y nadie pueda arriar un bote. ¿Un artificiero como vos correría un riesgo semejante?

—Francamente no, padre.

No se le podía pedir a Mastro Ninuzzo que saliera al encuentro de una muerte casi segura. Pero a alguien menos perspicaz quizá sí.

A finales de enero, Nievo volvía de Milán a Nápoles, donde se demoraba unos quince días, quizá para recoger documentos también allá. Después de lo cual recibía la orden de volver a Palermo, recoger todos sus registros (señal de que allí se habían quedado) y llevarlos a Turín.

El encuentro con Simonini fue afectuoso y fraterno. Nievo se abandonó a algunas reflexiones sentimentales sobre su viaje al norte, sobre ese amor imposible que desgraciada, o asombrosamente, se había reavivado en aquella breve visita… Simonini escuchaba con los ojos que parecían humedecerse ante los relatos elegiacos de su amigo, en realidad ansioso por saber con qué medio saldrían los registros hacia Turín.

Por fin Nievo habló. A principios de marzo dejaría Palermo en dirección de Nápoles con el Ercole, y desde Nápoles proseguiría hacia Génova. El Ercole era un digno vapor de fabricación inglesa, con dos ruedas laterales, unos quince hombres de equipaje, capaz de llevar muchas decenas de pasajeros.

Había tenido una larga historia, pero todavía no era una cafetera y cumplía bien su servicio. A partir de aquel momento, Simonini se dedicó a recoger toda la información posible, supo en qué fonda se alojaba el capitán, Michele Mancino, y hablando con los marineros se hizo una idea de la disposición interna del buque.

Entonces, de nuevo compungido y talar, volvió a Bagheria y se apartó con el Bronte.

—Bronte —le contó—, va a salir de Palermo un barco que lleva a Nápoles a Nino Bixio. Ha llegado el momento de que nosotros, los últimos defensores del trono, nos venguemos por lo que le ha hecho a tu país. A ti el honor de participar en su ejecución.

—Decidme qué debo hacer.

—Ésta es una mecha, y su duración ha sido establecida por alguien que sabe más que tú, y que yo. Enróllatela alrededor de la cintura. Un hombre nuestro, el capitán Simonini, oficial de Garibaldi pero secretamente fiel a nuestro rey, hará que carguen a bordo una caja bajo secreto militar, con la recomendación de que en la bodega esté constantemente vigilada por un hombre de confianza, es decir, tú. La caja estará, obviamente, llena de pólvora. Simonini se embarcará contigo y hará que, llegados a una determinada altura, a la vista de Stromboli, se te transmita la orden de desenrollar, disponer y encender la mecha. Al mismo tiempo, habrá mandado arriar un bote en el mar. La longitud y la consistencia de la mecha te permitirán salir de la bodega y llegarte hasta la popa, donde te esperará Simonini. Tendréis todo el tiempo de alejaros del barco antes de que estalle, y el maldito Bixio con él. Ahora bien, tú este Simonini no tendrás ni siquiera que verlo, ni acercarte a él si lo vieras. Cuando llegues a los pies del barco con el carro en el que te llevará Ninuzzo, encontrarás a un marinero que se llama Almalò. Él te llevará a la bodega y allá esperarás tranquilo hasta que Almalò vaya a decirte que debes hacer lo que sabes.

Al Bronte le brillaban los ojos, pero tonto del todo no era:

—¿Y si hay mar gruesa? —preguntó.

—Si desde la bodega notas que el barco baila un poco, no deberás preocuparte, el bote es amplio y robusto, tiene un palo y una vela, y la tierra no estará lejos. Y, además, si el capitán Simonini juzga que las olas son demasiado altas no querrá arriesgar su vida. Tú no recibirías la orden, y a Bixio lo reventaremos otra vez. Pero si recibes la orden, es porque alguien que entiende de mar más que tú, habrá decidido que llegaréis sanos y salvos a Stromboli.

Entusiasmo y plena adhesión del Bronte. Largos conciliábulos con Mastro Ninuzzo para poner a punto la máquina infernal. En el momento oportuno, vestido de manera casi fúnebre, como la gente se imagina que visten los espías y los agentes secretos, Simonini se presentó al capitán Mancino con un salvoconducto lleno de sellos y lacres, del que se desprendía que por orden de su majestad Víctor Manuel II se debía transportar a Nápoles una gran caja con material secretísimo. La caja, para confundirse con otras mercancías y no saltar a la vista, debía ser depositada en la bodega, pero a su lado debía permanecer noche y día un hombre de confianza de Simonini. La recibiría el marinero Almalò, que ya otras veces había desempeñado misiones de confianza para el ejército, y el capitán tenía que desinteresarse del asunto. En Nápoles un oficial de infantería se ocuparía de la caja.

El proyecto, pues, era muy sencillo, y la operación no sería notada por nadie, menos aún por Nievo, que si acaso, estaría interesado en vigilar su propia caja con sus registros.

Se preveía que el Ercole zarpara hacia la una del mediodía, y el viaje hacia Nápoles duraría quince o dieciséis horas; habría sido oportuno hacer estallar el barco cuando pasara cerca de la isla de Stromboli, cuyo volcán en perpetua y tranquila erupción emitía llamaradas de fuego en la noche, de forma que la explosión pasara inobservada, también con las primeras luces del alba.

Naturalmente, Simonini había contactado con Almalò hacía tiempo, que le había parecido el más venial de toda la tripulación, lo había comprado generosamente y le había dado las disposiciones esenciales: esperaría al Bronte en el muelle y lo alojaría en la bodega con su caja.

—Para todo lo demás —le dijo—, tú, hacia la tarde, tienes que prestar atención a cuándo aparecen en el horizonte los fuegos del Stromboli, sin importarte cuál es el estado de la mar. Entonces bajas a la bodega, vas a donde ese hombre, y le dices: «El capitán me manda a decirte que es la hora».

No te preocupes de lo que diga o haga, pero para que no te entren ganas de curiosear, que te baste con saber que deberá buscar en la caja una botella con un mensaje y echarla por un ojo de buey; alguien estará cerca con un barco y podrá recoger la botella y llevarla a Stromboli. Tú limítate a volver a tu camarote, olvidándote de todo. Vamos, repite lo que tienes que decirle.

—El capitán me manda a decirte que es la hora.

—Bien.

A la hora de la salida, Simonini estaba en el muelle para saludar a Nievo. La despedida fue conmovedora:

—Amigo mío queridísimo —le decía Nievo—, me has acompañado durante tanto tiempo y te he abierto mi alma. Es posible que no nos volvamos a ver.

Una vez entregadas mis cuentas en Turín, regreso a Milán y allá… Veremos.

Pensaré en mi libro. Adiós, abrázame, y viva Italia.

—Adiós, Ippolito mío, siempre me acordaré de ti —le decía Simonini que conseguía incluso enjugarse alguna lágrima porque se estaba identificando con el papel.

Nievo mandó que bajaran de su carroza una pesada caja, y la siguió sin quitar el ojo de sus colaboradores que la llevaban a bordo. Poco antes de que se subiera a la escalerilla del vapor, dos amigos suyos, que Simonini no conocía, llegaron para exhortarlo a que no zarpara con el Ercole, que juzgaban poco seguro, mientras que la mañana siguiente zarparía el Elettrico, que daba mayor seguridad. Simonini tuvo un momento de desconcierto, pero inmediatamente Nievo se encogió de hombros y dijo que cuanto antes llegaran sus documentos a destino, mejor. Poco después, el Ercole abandonaba las aguas del puerto.

Decir que Simonini transcurrió las horas siguientes con ánimo risueño, sería dar demasiado crédito a su sangre fría. Es más, transcurrió toda la jornada y la noche a la espera de ese acontecimiento que no vería, ni aunque hubiera subido hasta esa Punta Raisi que se eleva fuera de Palermo. Calculando el tiempo, hacia las nueve de la noche se dijo que quizá todo se había consumado. No estaba seguro de que el Bronte supiera ejecutar sus órdenes al dedillo, pero se imaginaba a su marinero que, avistado el Stromboli, iba a darle la orden, y al otro infeliz, agachado para introducir la mecha en la caja y prenderle fuego, corriendo rápido hacia la popa donde no encontraría a nadie. A lo mejor entendió el engaño, se lanzó como un demente (¿qué era, si no?) hacia la bodega para apagar a tiempo la mecha, pero ya sería demasiado tarde y la explosión lo sorprendería en la vía de regreso.

Simonini se sentía tan satisfecho por la misión cumplida que, retomado el hábito eclesiástico, fue a concederse una cena sustanciosa a la taberna de Bagheria a base de pasta con sardinas y piscistocco alla ghiotta (bacalao mojado en agua fría durante dos días y cortado en tiras, una cebolla, un tallo de apio, una zanahoria, un vaso de aceite, pulpa de tomate, aceitunas negras deshuesadas, piñones, pasas y peras, alcaparras desaladas, sal y pimienta).

Luego pensó en Mastro Ninuzzo… No convenía dejar libre a un testigo tan peligroso. Volvió a montar en su mula y se llegó hasta el polvorín. Mastro Ninuzzo estaba en la puerta, fumando su vieja pipa, y lo acogió con una ancha sonrisa:

—¿Pensáis que está hecho, padre?

—Creo que sí, deberías estar orgulloso, Mastro Ninuzzo —había dicho Simonini, y lo abrazó diciendo: «Viva el Rey», como se usaba en esos lugares.

Al abrazarlo le clavó en el vientre dos palmos de puñal.

Visto que nadie pasaba nunca por esas partes, quién sabe cuándo encontrarían el cadáver. Si, por un azar sumamente improbable, los gendarmes o quien fuera consiguieran llegar hasta la tasca de Bagheria, se enterarían de que Ninuzzo en los últimos meses había pasado muchas veladas con un eclesiástico glotón. Pero también ese religioso se habría esfumado, porque Simonini iba a zarpar hacia el continente. En cuanto al Bronte, de su desaparición no se preocuparía nadie.

Simonini regresó a Turín hacia mediados de marzo, esperando ver a sus poderdantes para que por fin saldaran sus cuentas. Y Bianco entró una tarde en su despacho, se sentó delante de su escritorio y le dijo:

—Simonini, usted no consigue dar un palo al agua.

—¡Pero, cómo —protestó Simonini—, querían que los registros se esfumaran y les desafío a que los encuentren!

—Ya, claro, pero también se ha esfumado el coronel Nievo, y es más de lo que deseábamos. De ese barco desaparecido, se está hablando demasiado, y no sé si conseguiremos silenciar el asunto. Tendremos que emplearnos a fondo para mantener a Asuntos Reservados fuera de esta historia. Al final lo conseguiremos, pero el único anillo débil de la cadena es usted. Antes o después saldrá algún testigo que recuerde que usted era íntimo de Nievo en Palermo y que, qué casualidad, estaba allá trabajando por orden de Boggio.

Boggio, Cavour, gobierno… Dios mío, no oso pensar en los rumores que se seguirían. Por lo tanto, debe usted desaparecer.

—¿Fuerte alpino? —preguntó Simonini.

—Incluso sobre un hombre recluido en un fortín podrían circular voces. No queremos repetir la farsa de la máscara de hierro. Pensamos en una solución menos teatral. Usted echa el cierre aquí en Turín y se eclipsa al extranjero. Va a París. Para los primeros gastos, debería bastar la mitad de la recompensa que habíamos pactado. En el fondo, se ha pasado de la raya, que es lo mismo que hacer un trabajo a medias. Y como no podemos pretender que, llegado a París, pueda sobrevivir mucho tiempo sin meter la pata, le pondremos en seguida en contacto con unos colegas nuestros de allá, que podrán encomendarle algún encargo reservado. Digamos que pasa a sueldo de otra administración.