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Con los Mil

29 de marzo de 1897

No sé si habría logrado recordar todos los acontecimientos y, sobre todo, las sensaciones de mi viaje siciliano entre junio de 1860 y marzo de 1861, si ayer por la noche, hurgando entre los papeles en el fondo de una cómoda, abajo, en la tienda, no hubiera encontrado un fascículo de folios arrugados, donde había consignado un borrador de aquellas andanzas, probablemente para poder hacerle luego un informe detallado a mis jefes turineses. Son notas lagunosas, evidentemente apunté sólo lo que consideraba importante, o lo que quería que resultara importante. Lo que callé, lo ignoro.

A partir del 6 de junio estoy a bordo de la Emma. Dumas me ha acogido con mucha cordialidad. Viste una juba de tejido ligero, color marrón pálido y se presenta sin duda alguna como el mestizo que es. La piel aceitunada, los labios pronunciados, turgentes, sensuales, un casco de cabellos erizados como un salvaje africano. Lo demás: una mirada vívida e irónica, la sonrisa cordial, la redonda obesidad del bon vivant… Me he acordado de una de las muchas leyendas que lo conciernen: un joven petimetre, en París, aludió con malicia a esas teorías tan actuales que ven un vínculo entre el hombre primitivo y las especies inferiores. Y Dumas contestó: «¡Sí, señor, yo desciendo del mono, pero mi familia empieza donde acaba la suya!».

Me ha presentado al capitán Beaugrand, al segundo Brémond, al piloto Podimatas (un individuo cubierto de pelos como un jabalí, con barba y cabellos que se mezclan en todos los puntos de su rostro, de suerte que parece que se afeite sólo en el blanco de los ojos) y, por encima de todo, el cocinero Jean Boyer (y, la verdad, es que al observar a Dumas resulta que el cocinero es el personaje más importante de su séquito). Dumas viaja con una corte, como un gran señor de antaño.

Mientras me acompaña a mi camarote, Podimatas me informa de que la especialidad de Boyer son los asperges aux petits pois, receta curiosa porque no hay rastro de guisantes en ese plato.

Doblamos la isla de Caprera, donde va a esconderse Garibaldi cuando no combate.

—Pronto podréis encontraros con el general —me dice Dumas, y sólo con hablar de él su rostro se ha iluminado de admiración—. Con su barba rubia y sus ojos azules parece el Jesús de la Última Cena de Leonardo. Sus movimientos están llenos de elegancia: su voz tiene una dulzura infinita. Parece un hombre acompasado, ahora bien, pronunciad ante él las palabras Italia e independencia y lo veréis despertarse como un volcán, erupciones de fuego y torrentes de lava. Para combatir, nunca va armado; en el momento de la acción, desenvaina el primer sable que cae bajo su mano, tira la funda y se arroja sobre el enemigo. Tiene una debilidad, una sola: se cree un as de la petanca.

Al cabo de poco tiempo, gran agitación a bordo. Los marineros están a punto de pescar una gran tortuga marina, como las que se encuentran en el sur de Córcega. Dumas está excitado.

—Habrá mucho trabajo. Primero habrá que darle la vuelta sobre el dorso, la ingenua estirará el cuello y aprovecharemos su imprudencia para cortarle la cabeza, chac; luego la colgaremos por la cola, dejándola sangrar doce horas. Después la volvemos a volcar sobre el dorso, introducimos un acero robusto entre las escamas del vientre y las del dorso, prestando mucha atención a no perforarle la hiel, si no, se vuelve incomible, se le extraen las tripas y se conserva únicamente el hígado, la papilla transparente que contiene no sirve para nada, pero tiene dos lóbulos de carne que parecen dos redondos de ternera por su blancura y sabor. Por último, separamos las membranas, el cuello y las aletas, cortamos unos trozos de carne del tamaño de una nuez, los dejamos purgar, los ponemos en un buen caldo con pimienta, clavo, zanahorias, tomillo y laurel, y lo dejamos cocer todo durante tres o cuatro horas a fuego lento. Mientras tanto, se preparan unas tiras de pollo aliñadas con perejil, cebollino y anchoa, se ponen a cocer en el caldo hirviendo, a continuación se cuelan y se les echa encima la sopa de tortuga, que bañaremos con tres o cuatro copitas de Madeira seco. Si no hubiera Madeira, podríamos añadir Marsala con una copita de aguardiente o de ron. Pero sería un pis aller.

Saborearemos nuestra sopa mañana por la noche.

Me cayó bien un hombre al que le gustaba tanto la buena mesa; a pesar de que su raza fuera tan dudosa.

(13 de junio) Desde antes de ayer la Emma está en Palermo. La ciudad, con su trajín de camisas rojas, parece un campo de amapolas. Claro que muchos voluntarios garibaldinos van vestidos y armados como pueden, algunos llevan simplemente un sombrerucho con una pluma encima de sus trajes burgueses. Es que ya casi no se encuentra tela roja, y una camisa de ese color cuesta una fortuna, quizá está más al alcance de todos esos hijos de la nobleza local que se han unido a los garibaldinos después de las primeras y más sangrientas batallas que en la de los voluntarios zarpados de Génova. El cavalier Bianco me ha dado bastante dinero para sobrevivir en Sicilia y me he procurado inmediatamente —pues no quiero parecer un petimetre recién llegado— un uniforme bastante raído: la camisa empieza a volverse rosa de tanto lavarla, y los pantalones están en mal estado; además, sólo la camisa me ha costado quince francos, y con la misma suma en Turín me habría podido comprar cuatro.

Aquí todo tiene un precio que no es razonable; un huevo cuesta cuatro perras; una libra de pan, seis; una libra de carne, treinta. No sé si debe a que la isla es pobre, y los ocupantes están devorando sus escasos recursos, o porque los palermitanos han decidido que los garibaldinos son el maná caído del cielo, y los estrujan a conciencia.

El encuentro entre los dos grandes, en el Palacio del Senado ha sido muy teatral («¡Como el municipio de París en 1830!», decía un Dumas extasiado). De los dos, no sé cuál era el mejor histrión.

—Querido Dumas, sentía su ausencia —ha gritado el general y, a Dumas que se congratulaba con él:

—No a mí, no a mí, sino a estos hombres. ¡Han sido unos gigantes!

Y luego a los suyos:

—Dadle inmediatamente al señor Dumas el mejor aposento de palacio. ¡Todo será poco para el hombre que me ha traído cartas que anuncian la llegada de dos mil quinientos hombres, diez mil fusiles y dos piróscafos!

Yo miraba al héroe con la desconfianza que, tras la muerte de mi padre, experimentaba por los héroes. Dumas me lo había descrito como un Apolo, y a mí me parecía de estatura modesta, no rubio sino pajizo, con las piernas cortas y torcidas, y a juzgar por el modo de andar, afligido por reumatismos. Le había visto montar a caballo con cierta dificultad, ayudado por dos de los suyos.

Hacia el final de la tarde, una muchedumbre se ha reunido bajo el palacio real gritando: «¡Viva Dumas, viva Italia!». El escritor estaba visiblemente complacido aunque tengo la impresión de que el tinglado lo ha organizado Garibaldi, que conoce la vanidad de su amigo y necesita los fusiles prometidos. Me he mezclado entre el gentío intentando entender qué se decían en ese dialecto tan incomprensible —como el habla de los africanos—, y no me he perdido un breve diálogo: uno le preguntaba a otro quién era ese Dumas que estaban vitoreando, y el otro le contestaba que era un príncipe circasiano que ataba perros con longaniza y llegaba para poner su dinero a disposición de Garibaldi.

Dumas me ha presentado a algunos hombres del general; la mirada rapaz del lugarteniente de Garibaldi, el terrible Nino Bixio, me ha fulminado y me ha amedrentado a tal punto que me he alejado. Debo buscar una fonda en la que pueda entrar y salir sin dar en los ojos de nadie.

Es que ahora, a los ojos de los locales, soy un garibaldino; a los ojos del cuerpo de expedición, un cronista independiente.

He vuelto a ver a Nino Bixio mientras pasaba a caballo por la ciudad. Por lo que se dice, el verdadero jefe militar de la expedición es él. Garibaldi se distrae, piensa siempre en qué hará mañana, es bueno en los asaltos y arrastra a los que van detrás; Bixio, en cambio, piensa en el presente y es quien alinea las tropas. Mientras estaba pasando, he oído que un garibaldino que estaba a mi lado le decía a su camarada:

—Mira qué ojo, fulmina por doquier. Su perfil corta como un sablazo. ¡Bixio! Su mismo nombre da la idea del destello de un rayo.

Está claro que Garibaldi y sus lugartenientes han hipnotizado a estos voluntarios.

Malo. Los jefes demasiado cautivadores hay que decapitarlos rápidamente, por el bien y la tranquilidad de los reinos. Mis amos de Turín tienen razón: es preciso que este mito de Garibaldi no se difunda por el norte, de ser así todos los vasallos de allá arriba se pondrán la camisa roja, y será la república.

(15 de junio) Es difícil hablar con los paisanos. Lo único que está claro es que intentan aprovecharse de cualquiera que tenga aspecto de piamontés, como dicen ellos, aunque entre los voluntarios haya poquísimos piamonteses. He encontrado una taberna donde puedo cenar por poco y saborear algunos platos con nombres impronunciables. Casi me sofoco con los panecillos rellenos de pajarilla de cerdo; suerte que con el buen vino del lugar se puede engullir más de uno. Mientras cenaba, he trabado amistad con dos voluntarios, un tal Abba, un ligur poco más que veinteañero, y un tal Bandi, un periodista de Livorno más o menos de mi edad. A través de sus relatos he reconstruido la llegada de los garibaldinos y sus primeras batallas.

—Ah, si tú supieras, mi querido Simonini —me decía Abba—. ¡El desembarco en Marsala ha sido un circo! Pues mira, tenemos delante el Stromboli y el Capri, los buques borbónicos; nuestro Lombardo choca contra un escollo y Nino Bixio dice que es mejor que lo capturen con un agujero en la tripa que sano y salvo, es más, deberíamos hundir también el Piemonte. Menudo derroche, digo yo, aunque tenía razón Bixio: no había que regalarles dos barcos a los borbónicos y, además, eso es lo que hacen los grandes adalides: tras desembarcar, quemas los bajeles y, hala, ya no puedes retirarte. El Piemonte inicia el desembarco, el Stromboli empieza a cañonear, pero los disparos no dan en el blanco. El comandante de una nave inglesa atracada en el puerto va a bordo d e l Stromboli y le dice al capitán que hay súbditos ingleses en tierra y que lo considerará responsable de cualquier incidente internacional. Como bien sabrás, los ingleses tienen en Marsala grandes intereses económicos por lo del vino. El comandante borbónico dice que le importan un rábano los incidentes internacionales y manda que descarguen otra vez el cañón, pero sigue fallando. Cuando, por fin, las naves borbónicas consiguen dar en el blanco, no le hacen daño a nadie, salvo partir un perro en dos.

—¿Los ingleses os han ayudado, pues?

—Digamos que se han puesto tranquilamente por en medio, para poner en apuros a los borbónicos.

—Pero ¿qué relación tiene el general con los ingleses?

Abba ha hecho un gesto como para decir que los soldados rasos como él obedecen y no hacen demasiadas preguntas.

—Mejor escucha ésta, que es buena. Al llegar a la ciudad, el general ordenó apoderarse del telégrafo y cortar los hilos. Mandan a un teniente con algunos hombres y, al verlos llegar, el empleado del telégrafo huye. El teniente entra en la oficina y encuentra la copia de un cable recién enviado al comandante militar de Trapani: «Dos vapores con bandera sarda acaban de entrar en el puerto y desembarcan hombres». Justo en ese momento llega la respuesta. Uno de los voluntarios, que era un empleado en los telégrafos de Génova, la traduce: «¿Cuántos hombres y por qué desembarcan?». El oficial hace que transmitan: «Lo siento, me he equivocado; son dos mercantiles procedentes de Girgenti con un cargamento de azufre». Reacción desde Trapani: «Es usted un estúpido». El oficial encaja sin caber en sí del gozo, hace cortar los hilos y se va.

—Digamos la verdad —intervenía Bandi—, el desembarque no ha sido exactamente un circo como dice Abba; cuando llegamos al muelle, desde las naves de los borbónicos llegaban, por fin, las primeras granadas y golpes de metralla. Nos divertíamos, eso sí.

Apareció en medio de los estallidos un fraile viejo y bien orondo, que nos daba la bienvenida con el sombrero en la mano. Alguien gritó: «¿A qué vienes tú, fraile, a tocarnos los cojones?», pero Garibaldi levantó la mano y dijo: «Buen fraile, ¿qué andáis buscando? ¿No oís cómo silban estas balas?». Y el fraile: «Las balas no me dan miedo; soy siervo de san Francisco de los pobres, y soy hijo de Italia». «¿Estáis, pues, con el pueblo?», preguntó el general. «Con el pueblo, con el pueblo», contestó el fraile.

Entonces entendimos que Marsala era nuestra. Y el general mandó a Crispi a donde Hacienda en nombre de Víctor Manuel rey de Italia para requisar toda la caja, que fue entregada al intendente Acerbi con recibo. Un reino de Italia todavía no existía, pero el recibo que Crispi le firmó al recaudador de los impuestos es el primer documento en el que a Víctor Manuel se le llama rey de Italia.

He aprovechado para preguntar:

—Pero el intendente, ¿no es el capitán Nievo?

—Nievo es el vice de Acerbi —ha precisado Abba—. Tan joven, y ya un gran escritor.

Un verdadero poeta. Le ves destellar el ingenio en la frente. Siempre va tan solitario, mirando hacia la lejanía, como si quisiera ampliar el horizonte con sus ojeadas. Creo que Garibaldi está a punto de nombrarlo coronel.

Y Bandi ha remachado en el clavo:

—En Calatafimi, se había quedado un poco atrasado para distribuir el pan cuando Bozzetti lo llamó a la batalla, y él se arrojó a la contienda volando hacia el enemigo como un gran pájaro negro, desplegando los bordes de su capa, que inmediatamente resultó traspasada por una bala…

Con eso ha sido suficiente para que este Nievo me cayera mal. Debería ser coetáneo mío y ya se considera un hombre famoso. El poeta guerrero. Es fuerza que te traspasen la capa si se la abres justo delante, menuda manera de exhibir un agujero que no está en tu pecho…

Entonces Abba y Bandi han empezado a hablar de la batalla de Calatafimi, una victoria milagrosa, mil voluntarios por un lado y veinticinco mil borbónicos bien armados por el otro.

—Garibaldi a la cabeza —decía Abba—, en un bayo de Gran Visir, una silla preciosa, con los estribos calados, camisa roja y un sombrero de estilo húngaro. En Salemi se nos unen los voluntarios locales. Llegan de todas partes, a caballo, a pie, a centenares, una mesnada de diablos, montañeses armados hasta los dientes, con caras de esbirros y ojos que parecen bocas de pistolas. Eso sí, mandados por caballeros, terratenientes del lugar.

Salemi es sucia, con las calles que parecen cloacas, aunque los frailes tienen bonitos conventos, y allá nos alojamos. Aquellos días teníamos noticias divergentes del enemigo, son cuatro mil, no, diez mil, veinte mil, con caballos y cañones, se fortifican allá arriba, no allá abajo, avanzan, se retiran… y, de repente, aparece el enemigo. Serán unos cinco mil hombres, pero qué dices, voceaba alguno de nosotros, son diez mil. Entre nosotros y ellos una llanura sin cultivar. Los cazadores napolitanos descienden de las alturas. Qué calma, qué seguridad, se ve que están bien adiestrados, no son unos bisoños como nosotros. ¡Y sus trompetas, qué lúgubres toques! El primer escopetazo no se produce hasta la una y media después del mediodía. Lo disparan los cazadores napolitanos que bajan por las filas de chumberas. «¡No respondáis al fuego, no respondáis!», gritan nuestros capitanes; pero las balas de los cazadores pasan con tal maullido por encima de nuestras cabezas que no podemos quedarnos quietos. Se oye un tiro, luego otro, luego el trompetista del general toca la diana y el paso de carrera. Las balas caen como granizo, el monte es una nube de humo por los cañones que nos disparan, atravesamos la llanura, se rompe la primera línea de enemigos, me doy la vuelta y veo a Garibaldi a pie, con la espada envainada colgada del hombro derecho, que avanza despacio observando toda la acción. Bixio corre al galope a ampararlo con su caballo, y le grita: «General, ¿así queréis morir?». Y él responde: «¿Cómo podría morir mejor que por mi patria?». Y sigue adelante, sin importarle esa granizada de balas. En ese momento temí que al general le pareciera imposible ganar, e intentara morir. Pero acto seguido uno de nuestros cañones retumba desde la carretera. Nos parece que recibimos la ayuda de mil brazos, ¡adelante, adelante, adelante! Ya no se oye sino esa trompeta que no ha cesado de tocar el paso de carrera. Superamos con la bayoneta el primer, el segundo, el tercer bancal, arriba por la colina, los batallones borbónicos se retiran hacia la cima, se recogen, parecen cobrar fuerza. Parece imposible seguir enfrentándolos, están todos en la cumbre, y nosotros alrededor del margen, cansados, quebrantados. Hay un instante de pausa, ellos allá arriba, nosotros todos en tierra. Aquí y allá algún escopetazo, los borbones hacen rodar pedruscos, tiran piedras, se dice que una ha herido al general. Veo entre las chumberas a un joven hermoso, herido de muerte, sostenido por dos compañeros. Está rogando a los compañeros que sean piadosos con los napolitanos, porque también ellos son italianos.

Toda la cuesta está apiñada de caídos, pero no se oye un lamento. Desde la cima, los napolitanos de vez en cuando gritan: «¡Viva el Rey!». Mientras tanto llegan refuerzos.

Recuerdo que entonces llegaste tú, Bandi, cubierto de heridas, pero sobre todo con una bala que se te había alojado encima de la tetilla izquierda, y pensé que no ibas a durar vivo ni media hora. Y, en cambio, cuando iniciamos el último asalto, ahí estás, delante de todos. ¿Cuántas almas tenías?

—Tonterías —decía Bandi—, eran rasguños.

—¿Y los franciscanos que combatían por nosotros? Había uno, delgado y sucio, que cargaba un trabuco con puñados de balas y piedras, luego se encaramaba y descargaba la metralla. Vi a uno, herido en un muslo, sacarse la bala de las carnes y volver a hacer fuego.

Luego Abba se ponía a evocar la batalla del puente del Almirante:

—¡Voto a Dios, Simonini, una jornada de poema homérico! Estamos ante las puertas de Palermo y acude en nuestra ayuda una tropa de insurgentes locales. Uno grita:

«¡Dios!», se da la vuelta sobre sí mismo, da dos o tres pasos de lado como borracho, y cae en un foso, a los pies de dos álamos junto a un cazador napolitano muerto; quizá el primer centinela sorprendido por los nuestros. Y oigo todavía a aquel genovés, que allá donde el plomo caía como granizo, se preguntaba cómo iban a pasar por allí, y exclamaba en dialecto: «Belandi, belandi!». En eso, una bala le da en la frente y lo mata partiéndole el cráneo. En el puente del Almirante, en la carretera, en los arcos y en los huertos: matanza a la bayoneta. Al alba nos apoderamos del puente pero nos detiene un fuego terrible, que llega de una fila de infantería, detrás de un muro, mientras alguna unidad de caballería carga contra nosotros desde la izquierda, pero es repelida hacia los campos. Conseguimos cruzarlo y nos concentramos en la encrucijada de la Puerta Termini, pero estamos a tiro de los cañonazos de una nave que nos bombardea desde el puerto, y expuestos al fuego de una barricada que nos corta el paso. No importa. Una campana dobla a rebato. Nos adentramos por las callejas y en un determinado momento, santo Dios, ¡qué visión! Agarradas a una reja con las manos que parecían azucenas, tres muchachas vestidas de blanco, bellísimas, nos miraban mudas. Parecían los ángeles que se ven en los frescos de las iglesias. Y quiénes sois, nos preguntan, y nosotros decimos que somos italianos, y les preguntamos quiénes son ellas y contestan que son monjitas.

Oh, pobrecillas, decimos nosotros, que no nos habría disgustado liberarlas de esa prisión y alegrarlas, y ellas gritan: «¡Viva Santa Rosalía!». Nosotros contestamos: «¡Viva Italia!» y también ellas gritan: «¡Viva Italia!» con esas voces suaves como un salmo, y nos desean la victoria. ¡Hemos combatido cinco días más en Palermo antes del armisticio, pero de monjillas nada, y nos hemos tenido que conformar con las putas!

¿Cuánto he de fiarme de estos dos entusiastas? Son jóvenes, han sido sus primeros lances de armas, ya desde antes adoraban a su general, a su manera son novelistas como Dumas, embellecen sus recuerdos y una gallina se transforma en un águila. Sin duda, se han comportado bravamente en esas escaramuzas, pero ¿será una casualidad que Garibaldi paseara tan tranquilo en medio del fuego (y los enemigos desde lejos bien habían de verle) sin que resultara herido? ¿No será que esos enemigos, por orden superior, tiraban sin emplearse a fondo?

Estas ideas ya me rondaban en la cabeza por algunos rezongueos que le había captado a mi posadero, que debe de haber estado en otras regiones de la península, y habla un lenguaje casi comprensible. Y de él me ha llegado la sugerencia de ir a charlar con don Fortunato Musumeci, un notario que parece que lo sabe todo, y también en estas circunstancias ha mostrado su desconfianza hacia estos recién llegados.

No podía ponerme en contacto con él con la camisa roja, y pensé en la sotana del padre Bergamaschi que me había traído. Una pasada de peine, un tonillo de unción suficiente, los ojos bajos, y ahí estaba yo, escabulléndome de la posada, irreconocible para todos. Ha sido una gran imprudencia porque corría la voz de que iban a expulsar a los jesuitas de la isla. Sea lo que fuere, a la postre me ha ido bien. Y, además, como víctima de una injusticia inminente podía infundir confianza en los ambientes antigaribaldinos.

He empezado a discurrir con don Fortunato sorprendiéndolo en una taberna donde estaba paladeando lentamente su café tras la misa matutina. El lugar era céntrico, casi elegante, don Fortunato estaba arrellanado, con la cara vuelta hacia el sol y los ojos entrecerrados, la barba de unos días, un traje negro con corbata también en esas fechas de bochorno, un cigarro semiapagado entre los dedos amarillos de nicotina. He observado que, aquí, ponen una corteza de limón en el café. Espero que no la pongan en el café con leche.

Sentado en la mesa de al lado, me ha bastado quejarme del calor, y nuestra conversación ha empezado. Me he definido como enviado de la curia romana para entender qué estaba sucediendo en esa zona, y esto ha permitido a Musumeci hablar libremente.

—Padre mío reverendísimo, ¿os parece normal que mil personas reunidas a la buena de Dios y armadas como Dios les dio a entender llegan a Marsala y desembarcan sin ni siquiera perder un hombre? ¿Por qué las naves borbónicas, y es la segunda marina de Europa tras la inglesa, han tirado al tuntún sin darle a nadie? Y más tarde, en Calatafimi, cómo ha podido pasar que esos mismos mil desharrapados, más algún centenar de paisanos empujados a patadas en el trasero por algunos terratenientes que querían quedar bien con los ocupantes, colocados ante uno de los ejércitos mejor adiestrados del mundo (y no sé si vos sabéis lo que es una academia militar borbónica), pues bien, mil y pico desastrados han puesto en fuga a veinticinco mil hombres, claro que por ahí se han visto sólo algunos millares, mientras los demás estaban retenidos en los cuarteles, ¿os parece normal? Pues han sido necesarios dineros, señor mío, dineros a espuertas para pagar a los oficiales de las naves de Marsala, y al general Landi en Calatafimi, que tras una jornada de resultado incierto todavía habría tenido tropas frescas de sobra para deshacerse de los voluntarios y, en cambio, se retiró a Palermo. En su caso se habla de una propina de catorce mil ducados, ¿sabéis? ¿Y sus superiores? Por mucho menos, hace una docena de años, los piamonteses fusilaron al general Ramorino; no es que los piamonteses me caigan bien, pero de asuntos militares entienden. En cambio, Landi ha sido sustituido simplemente con Lanza, y yo creo que también él está comprado. Véase, si no, esa celebradísima conquista de Palermo… Garibaldi reforzó sus bandas con tres mil quinientos sacamantecas reclutados entre la delincuencia siciliana, pero Lanza disponía de unos dieciséis mil, digo dieciséis mil hombres. Y en lugar de emplearlos en masa, Lanza los manda contra los rebeldes en pequeños grupos, y es natural que sean superados siempre, entre otras cosas porque también se había pagado a unos cuantos traidores palermitanos para que se pusieran a disparar desde los tejados. En el puerto, bajo los ojos de las naves borbónicas, buques piamonteses desembarcan fusiles para los voluntarios y se deja que en tierra Garibaldi se llegue a la cárcel de la Vicaría y al penal de los Condenados donde libera a otros mil delincuentes comunes, enrolándolos en su banda. Y no os digo lo que está sucediendo ahora en Nápoles, nuestro pobre soberano está rodeado por miserables que ya han recibido su paga y le están socavando el terreno bajo los pies…

—Pero ¿de dónde viene todo este dinero?

—¡Reverendísimo padre! ¡Me sorprende que en Roma se sepa tan poco! ¡Pues de la masonería inglesa! ¿Veis el nexo? Garibaldi masón, Mazzini masón, Mazzini exiliado en Londres en contacto con los masones ingleses, Cavour masón que recibe órdenes de las logias inglesas, masones todos los hombres en torno a Garibaldi. Se trata de un proyecto no tanto de destrucción del Reino de las Dos Sicilias, como de un golpe mortal a Su Santidad, porque está claro que, después de las Dos Sicilias, Víctor Manuel querrá también Roma. ¿Acaso creéis en ese bonito cuento de los voluntarios que zarpan con noventa mil liras en la caja, que no alcanzan ni para dar de comer durante todo el viaje a esa tropa de beodos y glotones, basta verles cómo se están tragando las últimas provisiones de Palermo, y despojando las campiñas de los alrededores? ¡Es que los masones ingleses le dieron a Garibaldi tres millones de francos franceses, en piastras de oro turcas que pueden emplearse en todo el Mediterráneo!

—¿Y quién tiene todo ese oro?

—El masón de confianza del general, ese capitán Nievo, un barbilampiño de menos de treinta años que no debe hacer sino de oficial pagador. Pero estos diablos pagan a generales, almirantes y a quien vos queráis, y mientras tanto los campesinos pasan hambre. Éstos se esperaban que Garibaldi repartiera las tierras de sus amos y, en cambio, como es obvio, el general debe aliarse con quienes tienen la tierra y el dinero. Veréis que esos paisanos que fueron a morir a Calatafimi, cuando entiendan que aquí no ha cambiado nada, empezarán a disparar contra los voluntarios y, precisamente, con los fusiles que les han robado a los que han muerto.

Abandonadas ya las vestiduras talares, mientras merodeaba por la ciudad en camisa roja, he intercambiado dos palabras en la escalinata de una iglesia con un monje, el padre Carmelo. Dice que tiene veintisiete años pero aparenta cuarenta. Me confía que desearía unirse a nosotros, pero algo lo frena. Le pregunto qué, visto que en Calatafimi también había frailes.

—Iría con vosotros, dice, si supiera que haréis algo grande de veras. Lo único que sabéis decirme es que queréis unir Italia para hacer de ella un solo pueblo. Pero al pueblo, unido o dividido, si sufre, sufre; y yo no sé si lograréis que cese de sufrir.

—Pero el pueblo tendrá libertad y escuelas —le he dicho.

—La libertad no es pan, y tampoco la escuela. Esto puede bastaros a vosotros los piamonteses, pero a nosotros no.

—¿Y qué es lo que necesitaríais, vosotros?

—No una guerra contra los Borbones sino una guerra de los menesterosos contra los que les hacen pasar hambre, que están por doquier, no sólo en la Corte.

—Así pues, ¿también contra vosotros los tonsurados, que tenéis conventos y tierras por todos sitios?

—También contra nosotros; ¡es más, antes que a nadie, contra nosotros! Eso sí, con el Evangelio y la cruz en las manos. Si así fuera, os acompañaría. Lo de ahora es demasiado poco.

Por lo que pude entender de ese famoso manifiesto de los comunistas en la universidad, este monje es uno de ellos. De verdad, no entiendo de la misa la media, de esta Sicilia.

Será que arrastro esta obsesión desde los tiempos de mi abuelo, pero me ha surgido espontáneo preguntarme si no tendrían algo que ver los judíos en el complot para sostener a Garibaldi. Siempre suelen tener algo que ver. Me he dirigido una vez más a Musumeci.

—¿Y cómo no? —me ha dicho—. Primero, si no todos los masones son judíos, todos los judíos son masones. ¿Y entre los garibaldinos? Me he divertido sacándole las pulgas a la lista de los voluntarios de Marsala que se acaba de publicar «para honra de los valientes». Y he encontrado nombres como Eugenio Ravà, José Uziel, Isaac d’Ancona, Samuel Marchesi, Abrahán Isaac Alpron, Moisés Maldacea y un Colombo Donato antes Abrahán. Decidme vos si con semejantes nombres van a ser buenos cristianos.

(16 de junio) Me he presentado al tal capitán Nievo, con la carta de recomendación. Es un petimetre con un par de bigotitos cuidados, y una mosca bajo el labio, con poses de soñador. Poses, poses, pues mientras hablábamos ha entrado un voluntario diciéndole algo de no sé qué mantas que había de recoger y él como un contable puntilloso le ha recordado que su compañía ya se había llevado otras diez la semana antes. «¿Os las coméis o qué, las mantas?», ha preguntado. Y: «Si quieres comer más, te mando a que las digieras en un calabozo». El voluntario ha saludado y ha desaparecido.

—¿Ve qué trabajo tengo que hacer? Le habrán dicho que soy un hombre de letras. Y aun así tengo que corresponder la soldada y dotar de vestuario a los soldados, encargar veinte mil uniformes nuevos, porque cada día llegan más voluntarios de Génova, La Spezia y Livorno. Y luego están las súplicas, condes y duquesas que quieren doscientos ducados al mes de salario y creen que Garibaldi es el arcángel del Señor. Aquí todos se esperan que las cosas les caigan del cielo, no es como en nuestras tierras, donde uno ha de esforzarse por conseguir lo que quiere. Me han encomendado la caja a mí, quizá porque me licencié en Padua en derecho y económicas, o porque saben que no robo. Y no robar es una gran virtud en esta isla, donde príncipe y estafador son la misma persona.

Evidentemente juega a hacerse el poeta distraído. Cuando le he preguntado si era ya coronel o no, me ha contestado que lo ignoraba:

—Sabe —me ha dicho—, aquí la situación es un poco confusa. Bixio intenta imponer una disciplina militar de tipo piamontés, como si estuviéramos en Pinerolo, aunque la verdad es que somos una banda de irregulares. Ahora bien, si usted debe escribir artículos para Turín, deje de lado estas miserias. Intente comunicar la verdadera excitación, el entusiasmo que nos invade a todos. Aquí hay gente que se juega la vida por algo en lo que cree. Lo demás, tómeselo como una aventura en tierras coloniales.

Palermo es divertida para ser vivida, por sus chismes es como Venecia. A nosotros nos admiran como héroes: dos palmos de blusa roja y setenta centímetros de cimitarra nos vuelven deseables a los ojos de muchas bellas señoras, cuya virtud sólo es aparente, no hay velada en la que no dispongamos de un palco en el teatro y los sorbetes son excelentes.

—Me acaba de comentar que tiene que hacer frente a muchos gastos. Pero ¿cómo lo consigue con el poco dinero con el que zarparon de Génova? ¿Usa el dinero confiscado en Marsala?

—Aquello era calderilla. No, no, nada más llegar a Palermo, el general ha mandado a Crispi a sacar el dinero del banco de las Dos Sicilias.

—Algo he oído, se habla de cinco millones de ducados…

Llegados a ese punto el poeta ha vuelto a ser el hombre de confianza del general. Ha fijado su mirada en el cielo:

—Ya sabe usted, se dicen muchas cosas. Además, debe tener en cuenta las donaciones de los patriotas de toda Italia, y quisiera decir de toda Europa, y esto escríbalo en su periódico de Turín, para sugerirles la idea a los distraídos. En fin, lo más difícil es mantener en orden los registros porque, cuando estas tierras sean oficialmente Reino de Italia, habré de entregar todo en regla al gobierno de Su Majestad, sin equivocarme de un céntimo, tanto debe, tanto haber.

¿Cómo te las arreglarás con los millones de los masones ingleses?, me preguntaba. O quizá estáis todos de acuerdo, tú, Garibaldi, Cavour: el dinero ha llegado mas no se ha de hablar de ello. ¿O quizá, aún mejor, el dinero existe, pero tú no sabías y no sabes nada, eres el lechuzo, el pequeño virtuoso que ellos (¿pero quiénes?) usan como tapadera, y piensas que las batallas se vencen sólo por la gracia de Dios? El individuo todavía no me resultaba transparente. Lo único sincero que captaba en sus palabras era la amarga aflicción porque los voluntarios, esas semanas, estaban avanzando hacia la costa oriental, y de victoria en victoria se disponían a cruzar el estrecho para entrar en Calabria, y luego en Nápoles, mientras él había sido asignado a Palermo, para cuidar de las cuentas económicas en la retaguardia. Y mordía el freno. Hay gente que es así: en lugar de felicitarse por la suerte, que le deparaba buenos sorbetes y bellas señoras, deseaba que otras balas le atravesaran la capa.

He oído decir que en la Tierra viven más de mil millones de personas. No sé cómo han conseguido contarlas, pero es suficiente con darse una vuelta por Palermo para entender que somos demasiados y ya nos estamos dando pisotones mutuamente. Y la mayoría, huele mal. Ya hay poca comida ahora, imaginémonos si seguimos creciendo. Pues eso, hace falta mermar a la población. Sí, es verdad, hay pestilencias, suicidios, condenas capitales, y también ayudan los que no dejan de retarse en duelo, o los que gustan de cabalgar por bosques y praderas partiéndose el cuello; también he oído hablar de caballeros ingleses que van a nadar al mar, y naturalmente mueren ahogados…, pero no basta. Las guerras son el desahogo más eficaz y natural que se pueda desear para ponerle un freno al crecimiento de los seres humanos. ¿Acaso antaño, al marchar a la guerra, no se decía que Dios lo quería? Luego se necesita gente que tenga ganas de marchar a la guerra. Si todos se emboscaran, en la guerra no moriría nadie. Y en ese caso, ¿para qué hacerlas? Así pues, son indispensables los Nievo, los Abba o los Bandi, seres deseosos de arrojarse bajo la metralla. Para que los seres como yo podamos vivir menos obsesionados por la humanidad que se nos arreboza con su aliento inmundo.

En fin, que aunque no me gustan, necesitamos almas bellas.

Me he presentado a La Farina con mi carta de recomendación.

—Si usted se espera de mí buenas noticias para comunicárselas a Turín —me ha dicho—, quíteselo de la cabeza. Aquí no hay gobierno. Garibaldi y Bixio piensan que mandan sobre genoveses como ellos, no sobre sicilianos como yo. En un país en el que se desconoce por completo el reclutamiento obligatorio, se ha pensado seriamente en alistar a treinta mil hombres. En muchos pueblos se han producido verdaderas sublevaciones.

Se decreta que sean excluidos de los consejos cívicos los antiguos empleados regios, que son los únicos que saben leer y escribir. El otro día, unos comecuras propusieron quemar la biblioteca pública, porque la fundaron los jesuitas. Se nombra gobernador de Palermo a un jovencito de Marcilepre, un solemne desconocido. En el interior de la isla se suceden delitos de todo tipo y, a menudo, los asesinos son los mismos que deberían garantizar el orden, porque han alistado también a auténticos bandoleros. Garibaldi es un hombre honrado, pero es incapaz de darse cuenta de lo que pasa bajo sus ojos: de una partida de caballos requisada en la provincia de Palermo, ¡han desaparecido doscientos!

Se da comisión para organizar un batallón a quienquiera que lo solicite, de modo que hay batallones que tienen banda musical y oficiales al completo ¡para cuarenta o cincuenta soldados, a lo sumo! ¡Se le da la misma colocación a tres o cuatro personas!

Se deja a toda Sicilia sin tribunales ni civiles, ni penales, ni comerciales, porque han despedido en masa a toda la magistratura, y tienen que crear comisiones militares para juzgarlo todo y a todos, ¡como en la época de los hunos! Crispi y su banda dicen que Garibaldi no quiere tribunales civiles porque los jueces y los abogados son todos unos embusteros; que no quiere asamblea porque los diputados son gentes de pluma y no de espada; que no quiere fuerza ninguna de seguridad pública, porque los ciudadanos deben armarse todos y defenderse por sí mismos. No sé si es verdad, pero ya ni siquiera consigo despachar con el general.

El 7 de julio he sabido que La Farina ha sido arrestado y conducido a Turín. Por orden de Garibaldi, evidentemente soliviantado por Crispi. Cavour ya no tiene un informador.

Todo dependerá entonces de mi informe.

Es inútil que me siga disfrazando de cura para recoger chismes: se chismorrea en las tabernas, a veces son precisamente los voluntarios los que se quejan de los derroteros del general. Oigo decir que medio centenar de los sicilianos que se habían alistado con los garibaldinos tras entrar en Palermo, ya se han ido, algunos llevándose las armas. «Son campesinos que se encienden como yesca y pronto se cansan», los justifica Abba. El consejo de guerra los condena a muerte, pero luego deja que se vayan donde quieran, con tal de que sea lejos. Intento entender cuáles son los verdaderos sentimientos de esta gente. Toda la excitación que reina en Sicilia depende del hecho de que ésta es una tierra abandonada por Dios, quemada por el sol, sin agua como no sea la del mar y pocos frutos espinosos. En esta tierra en la que no pasa nada desde hace siglos, ha llegado Garibaldi con los suyos. No es que la gente de aquí lo apoye, o que siga siéndole fiel al rey que Garibaldi está destronando. Simplemente, están como emborrachados por el hecho de que ha sucedido algo distinto. Y cada uno interpreta la diversidad a su manera.

Quizá este gran viento de novedades es un simple siroco que los adormecerá a todos de nuevo.

(30 de julio) Nievo, con el que ya tengo cierta intimidad, me confía que Garibaldi ha recibido una carta formal de Víctor Manuel que le intima a no cruzar el estrecho. Pero la orden va acompañada por una nota reservada de puño del mismo rey, que le dice más o menos: antes le he escrito como rey, ahora le sugiero que conteste que usted desearía seguir mis consejos pero sus deberes hacia Italia no le permiten obligarse a no socorrer a los napolitanos cuando éstos apelen a usted para liberarlos. Doble juego del rey, pero ¿contra quién? ¿Contra Cavour? ¿O contra el mismo Garibaldi a quien primero le ordena que no vaya al continente, luego lo anima y cuando lo haga, para castigar su desobediencia, intervendrá en Nápoles con las tropas piamontesas?

—El general es demasiado ingenuo y caerá en alguna trampa —dice Nievo—. Quisiera estar con él, pero el deber me impone quedarme aquí.

He descubierto que este hombre, indudablemente culto, vive también él en la adoración de Garibaldi. En un momento de debilidad, me ha enseñado un librito que le acaba de llegar, Amores garibaldinos, impreso en el norte sin que él haya podido corregir las galeradas.

—Espero que quienes lo lean piensen que en mi calidad de héroe, tengo el derecho de ser un poco bruto, y he hecho lo posible para demostrarlo dejando una serie vergonzosa de errores tipográficos.

He ojeado una de estas composiciones suyas, dedicada precisamente a Garibaldi, y me he convencido de que un poco bruto Nievo debe de serlo:

Tiene un qué en la mirada

que resplandece en la mente

y a quedar arrodillada

parece inclinar la gente.

Aun en la plaza atestada,

moverse cortés y humano

vile, para dar su mano

a las muchachas: sosegada.

Aquí enloquecen todos por este bajito con las piernas torcidas.

(12 de agosto) Voy donde Nievo para pedirle que me confirme una voz que está circulando: los garibaldinos ya han desembarcado en las costas calabresas. Pero lo encuentro de pésimo humor, casi a punto de llorar. Le ha llegado noticia de que en Turín corren voces sobre su administración.

—Pero si yo lo tengo todo anotado aquí. —Y da una palmada sobre sus registros, encuadernados con tela roja—. Tanto se recibe, tanto se gasta. Y si alguien ha robado, se deducirá de mis cuentas. Cuando entregue todo esto en las manos de quien ha de recibirlo, saltará alguna cabeza. Pero no será la mía.

(26 de agosto) Aunque no soy un estratega, por las noticias que recibo, me parece entender lo que está sucediendo. Oro masón o conversión de los Saboya, algunos ministros napolitanos están tramando contra el rey Fernando. Estallará una sublevación en Nápoles, los revoltosos deberán pedir ayuda al gobierno piamontés, Víctor Manuel bajará al sur. Garibaldi parece no darse cuenta de nada, o se da cuenta de todo y acelera sus movimientos. Quiere llegar a Nápoles antes que Víctor Manuel.

Encuentro a Nievo furibundo, mientras agita una carta:

—Su amigo Dumas —me dice— juega a hacerse el Creso ¡y luego piensa que Creso soy yo! Mire lo que me escribe, ¡y tiene la cara dura de afirmar que se dirige a mí también en nombre del general! En los alrededores de Nápoles, los mercenarios suizos y bávaros a sueldo del Borbón se huelen la derrota y se ofrecen a desertar a cuatro ducados por cabeza. Como son cinco mil, es un asunto de veinte mil ducados, o sea, noventa mil francos. Dumas, que parecía su conde de Montecristo, no los tiene, y como un gran señor pone a disposición la miseria de mil francos. Tres mil dice que los recolectarán los patriotas napolitanos. Y se pregunta si no podría poner yo el resto. Pero ¿de dónde se cree que saco yo los dineros?

Me invita a beber algo.

—Fíjese, Simonini, ahora están todos excitados por el desembarque en el continente, y nadie se ha dado cuenta de una tragedia que pesará vergonzosamente en la historia de nuestra expedición. Sucedió en Bronte, cerca de Catania. Diez mil habitantes, la mayor parte campesinos y pastores, condenados todavía a un régimen que recordaba el feudalismo medieval. Todo el territorio fue dado en regalo a lord Nelson, duque de Bronte, y por lo demás, siempre ha estado en las manos de unos pocos pudientes, u «hombres de honor», como los llaman. A la gente se la explotaba y trataba peor que a los animales: les prohibían ir a los bosques de los amos para recolectar hierbas para comer, y tenían que pagar un peaje para entrar en los campos. Cuando llega Garibaldi, esa gente piensa que ha llegado el momento de la justicia y de que las tierras vuelvan a sus manos, se forman unos comités denominados liberales, y el hombre más eminente es cierto abogado Lombardo. Pero Bronte es propiedad inglesa, los ingleses han ayudado a Garibaldi en Marsala, ¿y de qué parte ha de estar? A este punto esa gente deja de escuchar también al abogado Lombardo y a otros liberales, no entiende ya nada, desencadena una jauría popular, una matanza, liquida a los hombres de honor. Han actuado mal, es obvio, y en medio de los revoltosos se han insinuado también desechos de la sociedad, ya se sabe, con el terremoto que se ha producido en esta isla, ha quedado en libertad mucha gentuza que nunca debería haber salido…, y todo ello ha sucedido porque hemos llegado nosotros. Presionado por los ingleses, Garibaldi manda a Bixio a Bronte, y ése no es hombre de grandes sutilezas: ordena el estado de sitio, empieza una severa represalia sobre la población, escucha las denuncias de los nobles e identifica en el abogado Lombardo al cabecilla de la revuelta, lo que es falso, pero da lo mismo, hay que dar ejemplo, y a Lombardo lo fusilan con otros cuatro, entre ellos un pobre demente que antes de las matanzas ya iba por las calles gritando insultos contra los nobles, sin darle miedo a nadie. Aparte de la tristeza por estas crueldades, el tema me hiere personalmente. ¿Entiende, Simonini? Llegan a Turín, por una parte, noticias de estas acciones, en las que nosotros quedamos como los que están compinchados con los antiguos terratenientes; por otra, las murmuraciones de las que le hablaba, sobre el dinero malgastado. Se necesita poco para sumar dos y dos, los terratenientes nos pagan para que fusilemos a los pobres, y nosotros con este dinero nos dedicamos a la buena vida. Y, en cambio, usted ve que aquí morimos, y gratis. Se me amarga la sangre.

(8 de septiembre) Garibaldi ha entrado en Nápoles, sin encontrar resistencia alguna.

Evidentemente, se le ha llenado la cabeza de aire porque Nievo me dice que le ha pedido a Víctor Manuel que se deshaga de Cavour. En Turín ahora necesitarán mi informe, y tengo para mí que ha de ser lo más antigaribaldino posible. Tendré que recargar las tintas con lo del oro masónico, hablar de los otros delitos, de los robos, de las concusiones, de la corrupción y de los despilfarros generales. Insistiré en la conducta de los voluntarios tal como lo relata Musumeci: que si arman jarana en los conventos, que si desfloran a las muchachas (quizá también a las monjas, recargar, recargar las tintas, nunca está de más).

Producir también alguna orden de requisición de bienes privados. Fabricar una carta de un informador anónimo que me pone al día de los continuos contactos entre Garibaldi y Mazzini a través de Crispi, y de sus planes para instaurar la república, también en Piamonte. En fin, un buen y enérgico informe que permita acorralar a Garibaldi. Entre otras cosas porque Musumeci me ha dado otro buen argumento: los garibaldinos son más que nada una banda de mercenarios extranjeros. De esos mil hombres forman parte aventureros franceses, americanos, ingleses, húngaros e incluso africanos, hez llegada de todas las naciones, muchos que fueron corsarios con Garibaldi mismo en las Américas. Es suficiente oír el nombre de esos sus lugartenientes, Turr, Eber, Tuccorì, Telochi, Maghiarodi, Czudaffi, Frigyessi (Musumeci escupe estos nombres como le van saliendo, y salvo Turr y Eber, a los demás no los había oído mencionar nunca). Además debería haber polacos, turcos, bávaros y un alemán de nombre Wolff, que manda a los desertores alemanes y suizos antaño al sueldo del Borbón. Y el gobierno inglés habría puesto a disposición de Garibaldi batallones de argelinos y de indios. Vaya con los patriotas italianos. De mil, los italianos son sólo la mitad. Musumeci exagera, porque a mi alrededor oigo sólo acentos vénetos, lombardos, emilianos o toscanos; indios, no los he visto nunca, pero si en el informe insisto en esta caterva de razas, pienso que no estará mal.

He introducido, naturalmente, también algunas alusiones a los judíos unidos como uña y carne con los masones.

Pienso que el informe ha de llegar cuanto antes a Turín sin caer en manos indiscretas.

He encontrado una nave militar piamontesa que está haciendo regreso inmediato al Reino de Cerdeña, y no me lleva mucho tiempo fabricarme un documento oficial que ordena al capitán que me embarque inmediatamente hasta Génova. Mi estancia siciliana acaba aquí, y siento un poco no ver qué pasará en Nápoles y más allá, pero no he venido hasta aquí para divertirme, ni para escribir un poema épico. En el fondo, de todo este viaje, recuerdo con placer sólo los pisci d’ovu, los babbaluci a picchipacchi, que es una manera de preparar los caracoles, y los cannoli, oh, los cannoli… Nievo me había prometido hacerme probar cierto pez espada a’ sammurigghu pero no hemos tenido la ocasión, y me queda sólo el perfume de su nombre.