6

Al servicio de los servicios

28 de marzo de 1897

Señor abate:

Es curioso que lo que había de ser un diario (destinado a ser leído sólo por quien lo escribe) se haya transformado en un intercambio de mensajes. Y heme aquí escribiéndoos una carta, casi seguro de que algún día, al pasar por aquí, la leeréis.

Sabéis demasiado sobre mí. He pasado la noche recién transcurrida explorando todos los recovecos de nuestros dos aposentos, con una lámpara en la mano izquierda bien alzada y una pistola en la derecha, esperando encontraros y —si me lo permitís— mataros. Sois un testigo demasiado desagradable. Y excesivamente severo.

Sí, lo admito, con mis camaradas aspirantes carbonarios, y con Rebaudengo, no me conduje según las costumbres que vos estáis obligados a predicar. Pero digámonos la verdad: Rebaudengo era un estafador, y si pienso en todo lo que he hecho después, me parece que he estafado sólo a estafadores. En cuanto a aquellos jóvenes, eran unos exaltados, y los exaltados son la hez del mundo porque es por su causa, y por los vagos principios con los que se exaltan, por la que se hacen las guerras y las revoluciones. Y puesto que, a estas alturas, he comprendido que en este mundo jamás se podrá reducir el número de los exaltados, lo mejor es sacar provecho de su exaltación.

Vuelvo a tomar mis recuerdos, si me lo permitís. Me veo dirigiendo la notaría del difunto Rebaudengo, y el hecho de que ya con Rebaudengo fabricara actas notariales falsas no me sorprende porque es exactamente lo que sigo haciendo aquí en París.

Ahora recuerdo bien al cavalier Bianco. Un día me dijo:

—Mire usted, señor abogado, los jesuitas han sido proscritos del Reino de Cerdeña, pero todos saben que siguen actuando y captando adeptos bajo falsa apariencia. Sucede en todos los países de los que han sido expulsados; me han enseñado una divertida caricatura de un periódico extranjero: se ve a algunos jesuitas que cada año fingen querer volver a entrar en su país de origen (obviamente, detenidos en la frontera), para que no nos demos cuenta de que sus congéneres ya están en ese país, libres y con los hábitos de otras órdenes. Así pues, siguen estando por doquier, y nosotros hemos de saber dónde están. Ahora bien, sabemos que, desde los tiempos de la República Romana, algunos de ellos frecuentaban la casa de su señor abuelo. Nos parece, pues, difícil que usted no haya mantenido ninguna relación con algunos de ellos, por lo cual le pedimos que sondee usted sus humores y propósitos, porque tenemos la impresión de que la orden se está volviendo nuevamente poderosa en Francia, y lo que sucede en Francia es como si sucediera también aquí en Turín.

Era falso que tuviera relaciones con los buenos padres, pero me estaba enterando de muchas cosas sobre los jesuitas, y de una fuente segura. En aquellos años Eugenio Sue había publicado su última obra maestra, Los hijos del pueblo, y la terminó justo antes de morir, exiliado, en Annecy, en Saboya, porque desde hacía tiempo tenía vínculos con los socialistas y se había opuesto valerosamente a la toma del poder y la proclamación del Imperio por parte de Luis Napoleón. Visto que ya no se publicaban folletines por causa de la enmienda Riancey, esta última obra de Sue salió en pequeños volúmenes, y cada uno de ellos cayó bajo los rigores de muchas censuras, incluida la piamontesa, de modo que me costó lo suyo conseguirlos todos. Recuerdo que me aburrí mortalmente siguiendo esa cenagosa historia de dos familias, una de galos y otra de francos, desde la prehistoria hasta Napoleón III, donde los malos dominadores son los francos, y los galos parecen todos ellos socialistas desde los tiempos de Vercingetórix, pero es que a Sue ya lo embargaba por una sola obsesión, como a todos los idealistas.

Era evidente que había escrito las últimas partes de su obra en el exilio a medida que Luis Napoleón tomaba el poder y se convertía en emperador. Para que sus proyectos resultaran odiosos, Sue tuvo una idea genial: puesto que el otro gran enemigo de la Francia republicana eran, desde los tiempos de la revolución, los jesuitas, no quedaba sino mostrar cómo la conquista del poder de Luis Napoleón había sido inspirada y dirigida por ellos. Es verdad que los jesuitas habían sido expulsados también de Francia tras la revolución de 1830, pero en realidad habían permanecido en ese país sobreviviendo a hurtadillas, y mejor aún desde que Luis Napoleón empezó su escalada al poder, tolerándolos para mantener buenas relaciones con el Papa.

En el libro, pues, había una larguísima carta del padre Rodin (que ya había salido en El judío errante) al general de los jesuitas, el padre Roothaan, en la que el complot se exponía con pelos y señales. En la novela, las últimas vicisitudes se producen durante la última resistencia socialista y republicana contra el golpe de Estado, y la carta está escrita de modo que lo que Luis Napoleón iba a hacer realmente a continuación se presentara todavía bajo forma de proyecto. Y el hecho de que, cuando los lectores lo leían, ya todo se hubiera verificado, hacía que el vaticinio resultara aún más perturbador.

Naturalmente, me volvió a las mientes el principio del José Bálsamo de Dumas: habría bastado sustituir el monte del Trueno con algún ambiente de sabor más clerical, quizá la cripta de un antiguo monasterio, reunir en ella no a los masones sino a los hijos de Loyola llegados desde todo el mundo, habría bastado que en lugar de Bálsamo hablara Rodin, y ahí tendríamos que el antiguo esquema de complot universal se adaptaría al presente.

De ahí la idea de que a Bianco le podía vender no sólo algún cotilleo escuchado aquí y allá, sino todo un documento sustraído a los jesuitas. Estaba claro que tenía que cambiar algo, eliminar al padre Rodin que quizá alguien recordara como personaje novelesco y poner en escena al padre Bergamaschi, que quién sabe dónde estaría pero era seguro que en Turín alguien habría oído hablar de él. Además, cuando Sue escribía, todavía era general de la orden el padre Roothaan, pese a que ya se decía que había sido sustituido por un tal padre Bechx.

El documento debería parecer la transcripción casi literal de lo que habría referido un informador creíble, y el informador desde luego no había de ser un delator (porque ya se sabe que los jesuitas no traicionan jamás a la Compañía) sino, más bien, un antiguo amigo del abuelo que le confiaba esas cosas como prueba de la grandeza e invencibilidad de su orden.

Me habría gustado poner en la historia también a los judíos, en homenaje a la memoria del abuelo, pero Sue no hablaba de ellos, y no conseguía casarlos con los jesuitas; la verdad es que, en Piamonte, en aquellos años, los judíos no le importaban un bledo a nadie. A los agentes del gobierno no había que cargarles la cabeza con demasiada información, quieren sólo ideas claras y sencillas, blanco y negro, buenos y malos, y el malo debe ser uno solo.

Pero bueno, a los judíos no quise renunciar, así que los usé para la ambientación. De todas maneras, era una forma de insuflar en Bianco alguna sospecha hacia los judíos.

Me dije que un acontecimiento ambientado en París, o aun peor en Turín, podría haber sido controlado. Tenía que reunir a mis jesuitas en algún lugar que los servicios secretos piamonteses no tuvieran bajo control, un lugar del que sólo tuvieran noticias legendarias. Mientras que ellos, los jesuitas, estaban por doquier, pulpos del Señor, con sus manos aduncas tendidas también hacia los países protestantes.

Los que han de falsificar documentos tienen que documentarse siempre, por eso frecuentaba las bibliotecas. Las bibliotecas son fascinantes: a veces parece que uno está bajo la marquesina de una estación ferroviaria y, al consultar libros sobre tierras exóticas, tiene la impresión de viajar hacia mares lejanos. En ello, me topé con un libro que contenía unos bellos grabados del cementerio judío de Praga. Ya abandonado, había casi doce mil lápidas en un espacio de lo más angosto, pero las sepulturas debían de ser muchas más porque en el transcurso de algunos siglos, habían sido superpuestos muchos estratos de tierra. Tras ser abandonado el cementerio, alguien levantó algunas tumbas enterradas con sus lápidas, de suerte que se había creado un amasijo irregular de piedras mortuorias inclinadas en todas las direcciones (o quizá habían sido los judíos los que las habían clavado así, sin miramientos, ajenos como eran a todo sentimiento de belleza y orden).

Aquel lugar ya abandonado me convenía, por lo incoherente que resultaba: ¿qué astucia había hecho que los jesuitas se decidieran a reunirse en un lugar que había sido sagrado para los judíos? ¿Y qué control tenían sobre aquel lugar olvidado por todos y, quizá, inaccesible? Todas ellas preguntas sin respuesta, que darían credibilidad al relato, porque yo consideraba que Bianco creía firmemente que, cuando todos los hechos resultan completamente explicables y verosímiles, entonces el relato es falso.

Como buen lector de Dumas, no me disgustaba que esa noche y ese convite, se volvieran tenebrosos y espantosos, con ese campo sepulcral, apenas iluminado por una guadaña de luna extenuada, y los jesuitas dispuestos en semicírculo, de modo que, a causa de sus sombrerajos de teja negros, el suelo, visto desde arriba, pareciera pulular de escarabajos. Y cómo no describir el rictus diabólico del padre Bechx mientras enunciaba los tenebrosos propósitos de aquellos enemigos de la humanidad (y el fantasma de mi padre exultaría desde lo alto de los cielos, qué digo, desde el fondo de ese infierno en el que probablemente Dios hunde a los mazzinianos y a los republicanos). O mostrar a los infames mensajeros mientras se dispersaban como un enjambre para anunciar a todas sus casas dispersas por el mundo el nuevo y diabólico plan para conquistar el mundo, como pajarracos negros que se alzaran en la palidez del alba, para concluir aquella noche de aquelarre.

Claro que tenía que ser sobrio y esencial, como corresponde a una relación secreta, porque ya se sabe que los agentes de policía no son literatos y no consiguen ir más allá de dos o tres páginas.

Así pues, mi presunto informador contaba que aquella noche los representantes de la Compañía de varios países se habían reunido en Praga para escuchar al padre Bechx, que presentó a los asistentes al padre Bergamaschi, el cual se había convertido en consejero de Luis Napoleón por una serie de acontecimientos providenciales.

El padre Bergamaschi habría descrito la sumisión a las órdenes de la Compañía de la que Luis Napoleón estaba dando prueba.

—Tenemos que alabar —decía— la astucia con la que Bonaparte ha engañado a los revolucionarios fingiendo abrazar sus doctrinas, la habilidad con la que ha conspirado contra Luis Felipe, favoreciendo la caída de ese gobierno de ateos, y la fidelidad a nuestros consejos, cuando en 1848 se presentó a los electores como un sincero republicano, para poder ser elegido presidente de la República. Y tampoco hay que olvidar la forma en la que consiguió destruir la República Romana de Mazzini y restablecer al Santo Padre en el trono.

Napoleón se había propuesto disolver la asamblea legislativa (proseguía Bergamaschi) para destruir definitivamente a los socialistas, a los revolucionarios, a los ateos y a todos los infames racionalistas que proclaman la soberanía de la nación, el libre examen, la libertad religiosa, política y social; así como arrestar, so pretexto de conspiración, a los representantes del pueblo, decretar el estado de asedio en París, fusilar sin proceso a los hombres capturados en las barricadas con las armas en la mano, transportar a los individuos más peligrosos a Cayena, suprimir las libertades de prensa y de asociación, retirar al ejército en sus fortines y desde allí bombardear la capital, carbonizarla, no dejar piedra sobre piedra, y así hacer triunfar a la Iglesia católica, apostólica y romana sobre las ruinas de la moderna Babilonia. Luego convocaría al pueblo al sufragio universal para prorrogar diez años más su poder presidencial, y a continuación transformar la República en un renovado Imperio, al ser el sufragio universal el único remedio contra la democracia, puesto que llama al pueblo del campo, aún fiel a la voz de sus párrocos.

Lo más interesante era lo que el padre Bergamaschi decía al final sobre la política con respecto al Piamonte. Aquí hacía que el padre Bergamaschi enunciara aquellos propósitos futuros de la Compañía que, en el momento de su redacción, ya se habían realizado plenamente.

—Ese rey débil que es Víctor Manuel sueña con el Reino de Italia, su ministro Cavour excita sus veleidades, y ambos pretenden no sólo echar a Austria de la península, sino también destruir el poder temporal del Santo Padre. Ellos buscan apoyo en Francia, por lo que será fácil arrastrarlos a una guerra contra Rusia, con la promesa de ayudarlos contra Austria, pero pidiéndoles a cambio Saboya y Niza. Luego el emperador fingirá empeñarse junto a los piamonteses pero —tras alguna insignificante victoria local— negociará la paz con los austriacos sin consultarles, y favorecerá la formación de una confederación italiana presidida por el Papa en la que entrará Austria, que conservará el resto de sus posesiones en Italia. Así el Piamonte, el único gobierno liberal de la península, quedará subordinado tanto a Francia como a Roma, y será mantenido bajo control por las tropas francesas que ocupan Roma y por las que están desplegadas en Saboya.

Ahí tenía el documento. No sabía hasta qué punto al gobierno piamontés le gustaría la denuncia de Napoleón III como enemigo del Reino de Cerdeña, pero ya había intuido lo que más tarde la experiencia me confirmaría, que a los hombres de los servicios reservados siempre les resulta cómodo, incluso sin sacarlo en seguida a la luz, algún documento con el cual chantajear a los hombres del gobierno, o sembrar desconcierto, o darles la vuelta a las situaciones.

En efecto, Bianco leyó con atención la relación, levantó los ojos de aquellos folios, me miró fijamente a la cara, y dijo que se trataba de material de la mayor importancia.

Me confirmó una vez más que cuando un espía vende algo inédito no debe hacer otra que contar algo que se podría encontrar en cualquier mercadillo de libros usados.

Aunque poco informado en literatura, Bianco estaba bien informado sobre mí, por lo que añadió con aire socarrón:

—Naturalmente, todo esto se lo ha inventado usted.

—¡Por favor! —contesté escandalizado. Pero él me detuvo, levantando la mano:

—Deje, deje, abogado. Aunque este documento fuera harina de su costal, a mí y a mis superiores nos conviene presentárselo al gobierno como auténtico. Usted sabrá, puesto que ya es tema conocido urbi et orbi, que nuestro ministro Cavour estaba convencido de tener en su puño a Napoleón III, porque le había cosido a sus talones a la condesa de Castiglione, bella mujer, no se puede negar, y el francés no se hizo de rogar para disfrutar de sus gracias. Pero luego hemos comprendido que Napoleón no hace todo lo que quiere Cavour, y que la condesa de Castiglione ha derrochado toda esa divina gracia por nada, a lo mejor le ha tomado gusto, pero nosotros no podemos hacer que los asuntos de Estado dependan de los pruritos de una señora de no difíciles costumbres. Es muy importante que la Majestad de nuestro soberano desconfíe de Bonaparte. Dentro de no mucho, ya se puede prever claramente, Garibaldi o Mazzini, o los dos juntos, organizarán una expedición contra el Reino de Nápoles. Si por azar esta empresa se viera coronada por el éxito, el Piamonte deberá intervenir, para no dejar esas tierras en manos de republicanos enloquecidos y, para ello, tendrá que cruzar el país a través de los estados pontificios. Por lo cual, disponer a nuestro soberano a alimentar sentimientos de desconfianza y rencor hacia el Papa, y a no tener muy en cuenta las recomendaciones de Napoleón III, será una condición necesaria para alcanzar este objetivo. Como usted habrá entendido, querido abogado, a menudo decidimos nosotros, los más humildes servidores del Estado, la política más que aquellos que a los ojos del pueblo gobiernan…

Aquel informe fue mi primer trabajo verdaderamente serio, donde no me limitaba a garabatear un testamento cualquiera de uso privado, sino que construía un texto políticamente complejo con el que quizá contribuía a la política del Reino de Cerdeña.

Me acuerdo de que me sentía realmente orgulloso.

Mientras tanto habíamos llegado al fatídico 1860. Fatídico para el país, todavía no para mí, que me limitaba a seguir con indiferencia los acontecimientos, escuchando los discursos de los desocupados en los cafés. Al intuir que habría de ocuparme cada vez más de temas políticos, consideraba que las noticias más apetecibles por fabricar serían las que los desocupados se esperaban y que había de desconfiar de las que los gacetilleros referían como ciertas.

De este modo llegué a saber que los súbditos del gran ducado de Toscana, del ducado de Módena y del ducado de Parma estaban echando a sus soberanos, las denominadas legaciones pontificias de Emilia y Romaña se sustraían al control del Papa, todos pedían la anexión al Reino de Cerdeña; en abril de 1860 estallaban en Palermo movimientos insurreccionales, Mazzini escribía a los jefes de la sublevación que Garibaldi acudiría a ayudarles, se murmuraba que Garibaldi buscaba hombres, dinero y armas para su expedición y que la marina borbónica vigilaba ya las aguas sicilianas para bloquear cualquier expedición enemiga.

—¿Pues sabe usted que Cavour se sirve de un hombre de su confianza, La Farina, para tener bajo control a Garibaldi?

—¿Pero qué va diciendo usted? El ministro ha aprobado una suscripción para adquirir doce mil fusiles, precisamente para los garibaldinos.

—En cualquier caso, han bloqueado su distribución, ¿y quién? ¡Los reales carabineros!

—Hágame usted el favor, caballero. Cavour ha facilitado su distribución, vaya si eso es bloquearla.

—Ya, ya; lo que pasa es que no son los buenos fusiles Enfield que Garibaldi se esperaba, ¡son unos cachivaches viejos con los que el héroe a lo sumo puede ir a cazar alondras!

—He sabido de gente del palacio real, no me haga dar nombres, que La Farina le ha dado a Garibaldi ocho mil liras y mil fusiles.

—Sí, sí, claro que tenían que ser tres mil, los fusiles, y dos mil se los ha quedado el gobernador de Génova.

—¿Por qué de Génova?

—Pues no querrá usted que Garibaldi vaya a Sicilia a lomos de burro. Ha suscrito un contrato para adquirir dos barcos, que habrán de zarpar desde Génova, o de sus alrededores. ¿Y saben quién ha garantizado la deuda? La masonería, aún diría más, la logia genovesa.

—Pero qué logia de Egipto, ¡si la masonería es una invención de los jesuitas!

—¡Calle usted, que es masón y todos lo saben!

—Glissons. Sé de fuentes seguras que en la firma del contrato estaban presentes —y aquí la voz del que hablaba se convertía en un susurro— el abogado Riccardi y el general Negri de San Front.

—¿Y quiénes son esos Gianduja?

—¿No lo sabe? —La voz aún susurraba más—. Son los jefes del Gabinete de Asuntos Reservados, o mejor dicho, el Gabinete de la Alta Vigilancia Política, que en realidad es el servicio de información del presidente del consejo… Son una potencia, cuentan más que el primer ministro, ahí tiene quiénes son, déjese usted de masones.

—¿Ah, sí? Pues se puede ser miembro de Asuntos Reservados y ser masón, es más, ayuda.

El 5 de mayo se hizo de dominio público que Garibaldi, con mil voluntarios, había zarpado y se dirigía a Sicilia. Piamonteses había no más de unos diez, había también extranjeros y una cantidad enorme de abogados, médicos, farmacéuticos, ingenieros y propietarios. Poca gente del pueblo.

El 11 de mayo los barcos de Garibaldi desembarcaron en Marsala. ¿Y la marina borbónica hacia qué lado miraba? Parece ser que había sido atemorizada por dos barcos británicos que estaban en el puerto, oficialmente para proteger los bienes de sus compatriotas, que en Marsala tenían prósperos comercios de vinos finos. ¿Pues no sería que los ingleses estaban ayudando a Garibaldi?

En fin, que en pocos días los Mil de Garibaldi (ya la voz pública los llamaba de este modo) derrotaban a los borbónicos en Calatafimi, aumentaban gracias a la llegada de voluntarios locales, Garibaldi se proclamaba dictador de Sicilia en nombre de Víctor Manuel II, y a finales del mes, Palermo estaba conquistada.

Y Francia, ¿qué decía Francia? Francia parecía observar con cautela, pero un francés, ya más famoso que Garibaldi, Alejandro Dumas, el gran novelista, acudía a bordo de una goleta privada, la Emma, a unirse con los libertadores, también él con dinero y armas.

En Nápoles, el pobre rey de las Dos Sicilias, Francisco II, ya temeroso de que los garibaldinos hubieran vencido en diferentes lugares porque sus generales lo habían traicionado, se apresuraba a conceder la amnistía a los detenidos políticos y a volver a proponer el estatuto de 1848, que él mismo había abrogado, pero ya era demasiado tarde y maduraban los tumultos populares incluso en su capital.

Y justo a primeros de junio recibía una esquela del cavalier Bianco, que me decía que esperara a las doce de la noche de ese día una carroza que me recogería a la puerta de mi notaría. Cita singular, pero me olía a negocio interesante y a medianoche, sudando por el calor canicular que esos días atormentaba también a Turín, esperé delante del despacho.

Allí llegó una carroza, cerrada y con las ventanillas tapadas por cortinillas, con un señor desconocido que me llevó a alguna parte: no muy lejos del centro, me pareció, es más, tuve la impresión de que la carroza recorrió dos o tres veces las mismas calles.

La carroza se detuvo en el patio ruinoso de una vieja casa de vecinos, toda ella una asechanza de barandillas inconexas. Ahí me hicieron pasar por una puertecilla y recorrer un largo corredor, al final del cual otra puertecilla daba al zaguán de un palacio de otra calidad, donde se abría una amplia escalinata. Pero no subimos por ella, sino por una escalerilla en el fondo del zaguán, después entramos en un gabinete con las paredes tapizadas de damascos, un gran retrato del rey en la pared del fondo, una mesa cubierta por un tapete verde alrededor de la cual tomaban asiento cuatro personas, una de las cuales era el cavalier Bianco, que me presentó a los demás. Nadie me tendió la mano, se limitaron a un gesto de la cabeza.

—Siéntese, abogado. El caballero a su derecha es el general Negri de San Front, el de su izquierda el abogado Riccardi y el caballero delante de usted es el profesor Boggio, diputado por el Colegio de Valencia del Po.

Por lo que había oído susurrar en los bares, reconocí en los dos primeros personajes a aquellos jefes de la Alta Vigilancia Política que ( vox populi) habrían ayudado a los garibaldinos a comprar los dos famosos barcos. En cuanto al tercer personaje, conocía su nombre: era periodista, a los treinta años ya era profesor de derecho, diputado, siempre muy cercano a Cavour. Tenía un rostro rubicundo agraciado por unos bigotitos, un monóculo del tamaño del culo de un vaso y el aire del hombre más inofensivo del mundo. Pero la deferencia con la que lo gratificaban los otros tres atestiguaba su poder en el gobierno.

Negri de San Front empezó:

—Querido abogado, conociendo sus capacidades para recoger informaciones, además de su prudencia y reserva en administrarlas, quisiéramos encomendarle una misión en extremo delicada en las tierras recién conquistadas por el general Garibaldi. No ponga esa cara de preocupación, no pretendemos encargarle que guíe las camisas rojas al asalto.

Se trata de agenciarnos noticias. Ahora bien, para saber qué informaciones le interesan al gobierno, tenemos que confiarle necesariamente aquello que no puedo sino definir como secreto de Estado, por lo que comprenderá de cuánta circunspección tendrá que dar prueba de esta noche en adelante, hasta el final de su misión, y más allá. También, cómo diría yo, para salvaguardia de su incolumidad personal, que naturalmente nos interesa muchísimo.

No se podía ser más diplomático. San Front estaba muy preocupado por mi salud y por eso me avisaba de que, si hablaba fuera de allí de lo que oiría, mi salud correría serios riesgos. Pero el preámbulo dejaba pronosticar, junto con la importancia de la misión, la magnitud de lo que yo sacaría. Por ello, con un respetuoso gesto de confirmación, animé a San Front a seguir.

—Nadie mejor que el excelentísimo diputado Boggio podrá explicarle la situación, entre otras cosas porque él deriva sus informaciones y sus deseos de la fuente más alta, a la que está muy cercano. Por favor, profesor…

—Vea usted, abogado Simonini —empezó Boggio—, no hay en el Piamonte nadie que admire más que yo a ese hombre íntegro y generoso que es el general Garibaldi. Lo que ha hecho en Sicilia, con un puñado de valientes, contra uno de los ejércitos mejor armados de Europa, es milagroso.

Bastaba este principio para inducirme a pensar que Boggio era el peor enemigo de Garibaldi, pero me había propuesto escuchar en silencio.

—Aun así —siguió Boggio—, si es verdad que Garibaldi ha asumido la dictadura de los territorios conquistados en nombre de nuestro rey Víctor Manuel II, los que están detrás de él no aprueban en absoluto esta decisión. Mazzini lo amenaza resollándole en el cuello para que la gran insurrección del Sur lleve a la República. Y conocemos la gran fuerza de persuasión de este Mazzini el cual, estándose tranquilo en países extranjeros, ya ha convencido a muchos descriteriados a dar su vida. Entre los colaboradores más íntimos del general están Crispi y Nicotera, que son mazzinianos desde el primer momento, e influyen negativamente en un hombre como el general, incapaz de darse cuenta de la malicia ajena. Bien, hablemos claro: Garibaldi no tardará en llegar al estrecho de Mesina y pasar a Calabria. El hombre es un estratega astuto, sus voluntarios son apasionados, muchos isleños se han unido a ellos, no se sabe si por espíritu de patria o por oportunismo, y muchos generales borbónicos ya han dado prueba de tan escasa habilidad en el mando que hacen sospechar que donaciones ocultas han debilitado sus virtudes militares. No nos toca a nosotros decirle hacia dónde apuntan nuestras sospechas sobre la autoría de estas donaciones. Desde luego no se trata de nuestro gobierno. Ahora Sicilia ya está en manos de Garibaldi, y si en sus manos cayeran también las Calabrias y Nápoles, el general, apoyado por los republicanos mazzinianos, dispondría de los recursos de un reino de nueve millones de habitantes y, al estar rodeado de un prestigio popular irresistible, sería más fuerte que nuestro soberano. Para evitar tamaña desdicha nuestro soberano tiene una sola posibilidad: descender hacia el sur con nuestro ejército, pasar a través de los estados pontificios, lo cual no será indoloro ni por asomo, y llegar a Nápoles antes de Garibaldi. ¿Claro?

—Claro. Pero no veo cómo yo…

—Espere, espere. La expedición garibaldina ha sido inspirada por sentimientos de amor patrio, pero si hemos de intervenir para disciplinarla, mejor dicho, para neutralizarla, deberíamos poder demostrar, a través de voces bien difundidas y artículos de gacetas, que ha sido contaminada por personajes ambiguos y corruptos, de forma que la intervención piamontesa se vuelva necesaria.

—En definitiva —dijo el abogado Riccardi, que todavía no había hablado—, no hay que minar la esperanza en la expedición garibaldina sino debilitar la confianza en la administración revolucionaria que ha implantado. El conde de Cavour está enviando a Sicilia a La Farina, gran patriota siciliano que ha tenido que afrontar el exilio y, por lo tanto, podría gozar de la confianza de Garibaldi, pero al mismo tiempo y, desde hace años, es un fiel colaborador de nuestro gobierno y ha fundado una Sociedad Nacional Italiana que sostiene la anexión del Reino de las Dos Sicilias y una Italia unida. La Farina está encargado de aclarar algunas voces, muy preocupantes, que ya nos han llegado. Parece ser que, ya sea por buena fe, ya sea por incompetencia, Garibaldi está instaurando allá abajo un gobierno que es la negación de todo gobierno. Obviamente, el general no puede controlarlo todo, su honradez no se discute, pero ¿en qué manos está dejando la cosa pública? Cavour espera de La Farina un informe completo sobre cualquier posible malversación, pero los mazzinianos harán de todo para mantenerlo aislado del pueblo, esto es, de esos estratos de la población donde es más fácil recoger noticias vivas de los escándalos.

—En cualquier caso, nuestro Gabinete se fía hasta cierto punto de La Farina —intervino Boggio—. No es por criticar, entiéndame usted, es que también él es siciliano, y serán buena gente, pero son distintos de nosotros, ¿no le parece? Usted recibirá una carta de recomendación para La Farina, apóyese en él sin problemas, pero se moverá con mayor libertad, no deberá recoger sólo datos documentados, sino (como ya ha hecho otras veces) fabricarlos cuando no los haya.

—¿Y de qué manera y en concepto de qué bajaría yo hasta allá?

—Como siempre, hemos pensado en todo —sonrió Bianco—. El señor Dumas, que conocerá de nombre como célebre novelista, va a unirse a Garibaldi en Palermo con una goleta de su propiedad, la Emma. No hemos entendido muy bien qué va a hacer allá, quizá quiera, sencillamente, escribir alguna historia novelesca de la expedición garibaldina, quizá es un vanidoso que ostenta su amistad con el héroe. Sea lo que fuere, sabemos que dentro de unos dos días hará escala en Cerdeña, en la bahía de Arzaquena, así pues, en nuestra casa. Usted saldrá pasado mañana al alba hacia Génova y se embarcará en un buque de vapor que le llevará a Cerdeña, donde se unirá a Dumas, con una carta credencial firmada por alguien a quien Dumas debe mucho y de quien se fía.

Usted se presentará como enviado del periódico dirigido por el profesor Boggio, enviado a Sicilia para celebrar tanto la empresa de Dumas como la de Garibaldi. Entrará así a formar parte del entourage de este novelista y con él desembarcará en Palermo. Llegar a Palermo con Dumas le dará un prestigio y una credibilidad de la que no gozaría si llegara usted solo. Allí podrá mezclarse con los voluntarios y al mismo tiempo tomar contacto con la población local. Otra carta de una persona conocida y estimada le acreditará con un joven oficial garibaldino, el capitán Nievo, que Garibaldi debería haber nombrado viceintendente general. Figúrese que ya cuando zarparon el Lombardo y el Piemonte, los dos barcos que llevaron a Garibaldi a Marsala, se le encomendaron catorce mil de las noventa mil liras que constituían la caja de la expedición. No sabemos muy bien por qué se le encomendaron tareas administrativas precisamente al tal Nievo que es, nos dicen, un hombre de letras, pero parece ser que goza de fama de persona integérrima. Será feliz de conversar con alguien que escribe para los periódicos y se presenta como amigo del famoso Dumas.

El resto de la velada se empleó en concordar los aspectos técnicos de la empresa y su recompensa. El día siguiente cerré el despacho por tiempo indeterminado, recogí alguna menudencia de estricta necesidad y, por no sé qué inspiración, llevé conmigo la sotana que el padre Bergamaschi dejara en casa del abuelo y que yo había conseguido salvar antes de que todo quedara en manos de los acreedores.