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Simonino carbonario

Noche del 27 de marzo de 1897

Perdonadme, capitán Simonini, si me entrometo en vuestro diario que no he podido evitar leer. Pero no era mi voluntad haberme despertado esta mañana en vuestro lecho. Habréis entendido que soy (o por lo menos me considero) el abate Dalla Piccola.

Me he despertado en un lecho que no era el mío, en una casa que no conozco, sin rastro alguno de mis vestiduras talares ni de mi peluca. Sólo una barba postiza al lado del lecho. ¿Una barba postiza?

Ya hace unos días me desperté sin entender quién era, salvo que entonces sucedió en mi casa, mientras que esta mañana me ha sucedido en una casa ajena.

Me sentía como si tuviera los ojos legañosos. Me dolía la lengua, como si me la hubiera mordido.

Mirando por la ventana me he dado cuenta de que el cuarto da al impasse Maubert, justo en la esquina con la rue Maître Albert donde vivo yo.

Me he puesto a rebuscar por toda la casa, que parece habitada por un laico, evidentemente portador de barba postiza, y, por lo tanto (deberéis excusarme), persona de dudosa moralidad. He pasado a un despacho, amueblado con cierta ostentación; en el fondo, detrás de una cortina, he encontrado una puertecilla y he penetrado en un pasillo. Parecíame estar entre los bastidores de un teatro, lleno de vestiduras y pelucas exactamente como el lugar donde hace unos días encontré una sotana. A la sazón me he dado cuenta de que recorría en dirección contraria el pasillo que conduce, pues, a mi aposento.

En mi mesa he encontrado una serie de apuntes que debería haber redactado, a juzgar por vuestras reconstrucciones, el 22 de marzo, día en que, como esta mañana, desperteme desmemoriado. Pero, además, ¿qué significa —me he preguntado— el último apunte que tomé ese día sobre Auteuil y Diana? ¿Quién es Diana?

Es curioso. Vos sospecháis que nosotros dos somos la misma persona. Ahora bien, vos recordáis muchísimas cosas de vuestra vida y yo poquísimo de la mía.

Por el contrario, como prueba vuestro diario, vos de mí no sabéis nada, mientras que yo me estoy dando cuenta de que recuerdo otras cosas, y no pocas, de lo que os ha sucedido a vos y —qué casualidad— exactamente esas que por lo visto vos no conseguís recordar. Debería decir que, si puedo recordar tantas cosas de vos, entonces, ¿yo soy vos?

Quizás no, somos dos personas distintas, involucradas en una especie de vida en común por alguna misteriosa razón; yo, en el fondo, soy un clérigo y quizás sepa de vos lo que me habéis relatado en el sigilo de la confesión. ¿O soy aquel que ha tomado el lugar del doctor Froïde y, sin que vos lo recordéis, os he extraído de las profundidades de vuestras entrañas lo que intentabais mantener enterrado?

Sea como fuere, tengo el sacerdotal deber de devolveros a lo que os sucedió tras la muerte de vuestro señor abuelo, que Dios haya acogido su alma en la paz de los justos. Claramente, si hubierais de morir en este instante, el Señor en esa paz no os acogería, puesto que me parece que muy bien no os habéis comportado con vuestros semejantes, y quizás se deba a este motivo la negativa de vuestra memoria a recuperar recuerdos que no os hacen honor.

En realidad, Dalla Piccola recordaba una secuencia de hechos bastante descarnada, apuntados con una grafía minúscula muy distinta de la suya; pero precisamente esas avaras alusiones funcionaban para Simonini como perchas para colgar de ellas torrentes de imágenes y palabras que de repente rememoraba. El Narrador va a intentar resumirlas, o mejor dicho, ampliarlas debidamente, para que ese juego de estímulos y respuestas se vuelva más coherente, y para no imponer al lector el tono hipócritamente virtuoso con el cual el abate, al sugerir, censuraba con excesiva unción las andanzas de su álter ego.

Parece ser que no sólo el hecho de que hubieran sido abolidos los carmelitas descalzos, sino incluso que el abuelo hubiera pasado a mejor vida, no trastornaron especialmente a Simone. Quizá sí que había sentido verdadero cariño por su abuelo pero, tras una infancia y una adolescencia transcurridas encerrado en una casa que parecía haber sido estudiada para oprimirlo, donde tanto el abuelo como sus educadores con sotana negra siempre le habían inspirado desconfianza, rencor y resentimientos hacia el mundo, Simonino se había vuelto cada vez más incapaz de abrigar otro sentimiento que no fuera un sombrío amor a sí mismo, que poco a poco había ido adoptando la sosegada serenidad de una opinión filosófica.

Tras haberse ocupado de las exequias del abuelo, en las que tomaron parte eclesiásticos ilustres y lo mejor de la nobleza piamontesa vinculada al ancien régime, Simonini se vio con el viejísimo notario de familia, un tal Rebaudengo, que le leyó el testamento por el que el difunto le dejaba todas sus sustancias.

Salvo que, informaba el notario (y parecía regodearse), a causa de la cantidad de hipotecas que el anciano había firmado, y de varias de sus malas inversiones, no quedaba ya nada de aquellos bienes, ni siquiera la casa con todos los muebles que tenía dentro, que debería entregarse cuanto antes a los acreedores, los cuales hasta entonces no se habían adelantado por el debido respeto hacia tan estimado caballero, pero con el nieto no tendrían miramientos.

—Ay, mi querido abogado —le dijo el notario—, serán las tendencias de los tiempos modernos que ya no son lo que eran, pero también los hijos de buena familia a veces han de doblegarse a trabajar. Que si Su Merced quisiera inclinarse hacia esta elección, de verdad humillante, yo podría ofrecerle un empleo en mi despacho, donde me resultaría cómodo tener a un joven con alguna noción de derecho, pero quede claro que no podré recompensar a Su Merced en la medida de su ingenio, aunque la cantidad que le daría debería resultarle suficiente para encontrarse un alojamiento donde vivir con modesto decoro.

Simone sospechó en seguida que el notario se había quedado con muchos de los bienes que el abuelo creía haber perdido por incautas colocaciones, pero no tenía pruebas de ello, y de alguna manera tenía que sobrevivir. Se dijo que, si trabajaba en contacto con el notario, un día podría pagarle con la misma moneda, sustrayéndole lo que seguramente le había escamoteado. Por lo tanto, se adaptó a vivir en dos habitaciones de la via Barbaroux, a escatimar las visitas a las diferentes tabernas en las que se reunían sus camaradas y empezó a trabajar con Rebaudengo, avaro, autoritario, desconfiado. El cual dejó de llamarle inmediatamente Su Merced, y se dirigía a él como Simonini y ya está, para hacer saber quién era el amo. Tras algunos años de trabajo como tabelión (como solía decirse), obtuvo el reconocimiento legal y, a medida que se iba ganando la cauta confianza del amo, se dio cuenta de que su actividad principal no consistía tanto en hacer lo que suele hacer un notario, esto es, dar fe de testamentos, donaciones, compraventas y otros contratos, sino más bien en falsificar testamentos, donaciones, compraventas y contratos que nunca habían tenido lugar. En otras palabras, el notario Rebaudengo, por sumas razonables, fabricaba actas falsas, imitando si era necesario la caligrafía ajena y ofreciendo testigos que reclutaba en las tascas de los alrededores.

—Quede claro, querido Simone —le explicaba, habiendo pasado ya al tú—, que yo no fabrico falsificaciones, sino nuevas copias de un documento auténtico que se ha perdido o que, por un trivial accidente, nunca ha llegado a ser producido pero que habría podido o debido serlo. Sería una falsificación si yo redactara un certificado de bautismo en el que resultara, perdóname el ejemplo, que has nacido de una prostituta de esas de Odalengo Piccolo —y se reía por lo bajo, feliz con esa deshonrosa hipótesis—. Jamás osaría cometer un crimen de ese tipo porque soy un hombre de honor. Claro que, si un enemigo tuyo aspirara a tu herencia y tú supieras sin lugar a dudas que el fulano no nació ni de tu padre ni de tu madre sino de una buscona de Odalengo Piccolo y que ha hecho desaparecer su certificado de bautismo para aspirar a tu riqueza; pues bien, si tú me pidieras que fabricara ese certificado desaparecido para confundir a ese malhechor, yo ayudaría, permítaseme la expresión, a la verdad, probaría lo que sabemos que es verdadero, y no tendría remordimientos.

—Sí, pero ¿cómo sabría usted de quién nació de verdad ese fulano?

—¡Pues tú me lo dirías! Tú que lo conoces bien.

—¿Y usted se fía de mí?

—Yo me fío siempre de mis clientes, porque sirvo sólo a personas de honor.

—¿Y si por casualidad el cliente le mintiera?

—Entonces sería él el que pecaría, no yo. Si me pongo a pensar que el cliente puede mentir, entonces dejaría este oficio, que se basa en la confianza.

Simone no había quedado convencido del todo de que el de Rebaudengo fuera un oficio que otros definirían como honrado pero, desde que fue iniciado en los secretos del despacho, participaba en las falsificaciones; en poco tiempo superó al maestro y descubrió que poseía prodigiosas habilidades caligráficas.

Además, el notario, casi para hacerse perdonar lo que decía, o habiendo encontrado el lado débil de su colaborador, de vez en cuando invitaba a Simonino a restaurantes lujosos como el Cambio (donde iba incluso Cavour), y lo iniciaba en los misterios de la finanziera, una sinfonía de crestas de gallo, mollejas, sesos y criadillas de ternera, solomillo de buey, boletus, medio vaso de Marsala, harina, sal, aceite y mantequilla, todo con un toque áspero debido a una alquímica dosis de vinagre; y, para saborearla como se debe, los comensales debían presentarse, como indicaba su nombre, con redingote o stiffelius, o como se llame esa levita.

Será que Simonino, a pesar de las exhortaciones paternas, no había recibido una educación heroica y abnegada, el caso es que por esas veladas estaba dispuesto a servir a Rebaudengo hasta la muerte. O mejor, hasta la suya, la de Rebaudengo, como veremos, no la propia.

Y mientras tanto, su sueldo, aunque bajo, había aumentado; entre otras cosas porque el notario estaba envejeciendo de forma vertiginosa, la vista le fallaba y le temblaba la mano, por lo que en poco tiempo Simone se volvió indispensable. Claro que, precisamente porque ahora podía concederse alguna comodidad más, y ya no conseguía evitar los restaurantes más famosos de Turín (ah, la delicia de los agnolotti a la piamontesa, con su relleno de carnes blancas y rojas asadas, de buey y gallina deshuesada hervidos, de repollo cocinado con los asados, más cuatro huevos enteros, parmesano, nuez moscada, sal y pimienta, y para la salsa, el fondo de cocción de los asados, mantequilla, un diente de ajo, una ramita de romero); pues bien, para satisfacer la que se estaba volviendo su más profunda y carnal pasión, el joven Simonini no podía acudir con trajes raídos a aquellos lugares; de modo que, al aumentar sus posibilidades, aumentaban sus exigencias.

Trabajando con el notario, Simone se dio cuenta de que éste no sólo llevaba a cabo trabajos confidenciales para particulares sino que —quizá para guardarse las espaldas en el caso en que llegaran a conocimiento de las autoridades aspectos de su no intachablemente lícita actividad— prestaba servicios también a los que se ocupaban de seguridad pública, porque a veces, como se expresaba él, para lograr que se condenara justamente a un sospechoso, era necesario presentar a los jueces alguna prueba documental capaz de convencerles de que las deducciones de la policía no estaban prendidas con alfileres. De este modo, entró en contacto con unos individuos de identidad incierta que a veces pasaban por el despacho y que, en el léxico del notario, eran «los señores del Gabinete». Qué era y a quién representaba ese Gabinete no era muy difícil de adivinar: se trataba de asuntos reservados de competencia del gobierno.

Uno de esos señores era el cavalier Bianco, que un día se declaró muy satisfecho por la forma en que Simone había producido cierto documento irrefutable. Este caballero debía de ser una persona que, antes de establecer contacto con alguien, se procuraba informes seguros porque un día, en un aparte, le preguntó si todavía seguía frecuentando el Caffè al Bicerin y allí lo convocó para lo que definió como una entrevista privada; y allí le dijo:

—Queridísimo abogado, sabemos demasiado bien que usted era el nieto de un súbdito entre los más fieles de Su Majestad, y que, por lo tanto, tiene una sana educación. Sabemos del mismo modo que su señor padre pagó con su vida por cosas que también nosotros consideramos justas, aunque lo hizo, si se me permite la expresión, con excesiva antelación. Confiamos, pues, en su lealtad y voluntad de colaboración, considerando también que hemos sido muy indulgentes con usted, dado que desde hace tiempo habríamos podido incriminarle a usted y al notario Rebaudengo por empresas no completamente recomendables. Nosotros sabemos que usted frecuenta amigos, camaradas, socios de espíritu, cómo decirlo, mazziniano, garibaldino…, carbonario. Es natural, parece que es la tendencia de las jóvenes generaciones. Pero ahí tenemos nuestro problema: no queremos que estos jóvenes cometan locuras o, por lo menos, no antes de que sea útil y razonable cometerlas. Ha molestado mucho a nuestro gobierno la temeraria aventura de ese Pisacane que hace algunos meses se embarcó con otros veinticuatro subversivos, desembarcó en Ponza agitando la bandera tricolor, hizo que se evadieran trescientos detenidos, y luego se dirigió hacia Sapri, pensando que las poblaciones locales lo esperarían en armas. Los más indulgentes dicen que Pisacane era un hombre generoso; los más escépticos que era un necio; la verdad es que era un iluso.

Esos palurdos que él quería liberar lo dejaron seco junto a los suyos, así que ya ve usted adónde pueden conducir las buenas intenciones, cuando no se tiene en cuenta el estado de los hechos.

—Entiendo —dijo Simone—, pero ¿qué queréis de mí?

—Pues… Bien. Si tenemos que impedir que esos jóvenes cometan errores, la mejor manera es meterlos en la cárcel durante una temporada, acusados de atentar contra las instituciones, para liberarlos luego cuando haya necesidad verdadera de corazones generosos. Es necesario, por lo tanto, sorprenderlos en evidente delito de conspiración. Usted sabe ciertamente qué jefes consideran fidedignos. Bastaría que les llegara un mensaje de uno de esos jefes, que los convocara a un lugar preciso, armados de punta en blanco, con escarapelas y banderas y otras bagatelas que los califiquen como carbonarios en armas. La policía llegaría, los arrestaría, y todo habría acabado.

—Pero si yo en ese momento estuviera con ellos, me arrestarían también a mí; y si no estuviera, comprenderían que era yo quien les había traicionado.

—Vamos, señor mío, no somos tan ingenuos como para no haberlo pensado.

Como veremos, Bianco lo había pensado. Pero también nuestro Simone tenía excelentes dotes de pensador, y tras haber escuchado con atención el plan que se le proponía, concibió una extraordinaria forma de compensación, y le dijo a Bianco lo que se esperaba de la real munificencia.

—Vea usted, excelentísimo señor, el notario Rebaudengo ha cometido muchos delitos antes de que yo empezara a colaborar con él. Bastaría con que yo hallara dos o tres de estos casos, para los que existe suficiente documentación, que no implicaran a ninguna persona verdaderamente importante, mejor aún, que implicara a alguien que entre tanto ha pasado a mejor vida, y que yo hiciera llegar de forma anónima, por su amable mediación, todo lo necesario para formular la acusación ante los tribunales de justicia.

Tendrían bastante para acusar al notario de un delito repetido de falsedad en documento público y ponerlo en lugar seguro durante un número razonable de años, los suficientes para que la naturaleza siga su curso, ciertamente no muy largo, dado el estado en el que se encuentra el viejo.

—¿Y luego?

—Luego, una vez esté el notario en la cárcel, yo exhibiría un contrato, fechado precisamente unos días antes de su arresto, del que se recabaría que, habiendo acabado de pagarle una serie de plazos, yo adquiero definitivamente su despacho, del que me convierto en titular. En cuanto al dinero que figuraría que le he pagado, todos piensan que debería haber heredado bastante de mi abuelo, y el único que sabe la verdad es, precisamente, Rebaudengo.

—Interesante —dijo Bianco—. Pero el juez se preguntará dónde ha ido a parar el dinero que usted dice haberle pagado.

—Rebaudengo desconfia de los bancos y lo tiene todo en una caja fuerte del despacho, que naturalmente sé cómo abrir porque a él le basta con darme la espalda y, como no me ve, se cree que yo no veo lo que hace él. Ahora bien, los hombres de la ley, sin duda, abrirán de alguna manera la caja fuerte y la encontrarán vacía. Yo podría testificar que la oferta de Rebaudengo llegó casi de repente, yo mismo estaba asombrado de la exigüidad de la suma que pretendía, tanto que sospeché que tenía alguna razón para abandonar sus negocios. Y, en efecto, se encontrarán, además de la caja fuerte vacía, cenizas de quién sabe qué documentos en la chimenea, y en el cajón de su escritorio una carta en la que un hotel de Nápoles le confirma la reserva de una habitación. Entonces estará claro que Rebaudengo ya se sentía observado por la ley y quería esfumarse, yendo a disfrutar de sus caudales donde los Borbones, adonde quizá ya había enviado su dinero.

—Pero ante el juez, si se le informara de este contrato, negaría…

—Quién sabe qué más negará, el magistrado desde luego no le dará crédito.

—Es un plan astuto. Usted me gusta, abogado. Es más rápido, más motivado, más decidido que Rebaudengo y, si me permite, más ecléctico. Pues bien, échenos una mano con ese grupo de carbonarios, luego nos ocuparemos de Rebaudengo.

El arresto de los carbonarios parece ser que fue un juego de niños, considerando precisamente que casi niños eran esos entusiastas, carbonarios lo eran sólo en sus sueños ardientes. Desde hacía tiempo, Simone, al principio por pura vanidad, sabedor de que cada una de sus revelaciones se atribuiría a noticias que él recibiera de su heroico padre, propinaba una serie de embustes sobre la carbonería que le había susurrado el padre Bergamaschi. El jesuita no dejaba de ponerle en guardia contra las tramas de carbonarios, masones, mazzinianos, republicanos y judíos disfrazados de patriotas que, para esconderse a los ojos de las policías de todo el mundo, se fingían mercaderes de carbón y se reunían en lugares secretos so pretexto de llevar a cabo sus transacciones comerciales.

—Todos los carbonarios dependen de la Alta Venta, que se compone de cuarenta miembros, en su mayor parte (me espanta decirlo) la flor del patriciado romano y, naturalmente, algunos judíos. Su jefe era Nubius, un gran señor, tan corrompido como todo un penitenciario, mas, gracias a su nombre y fortuna, se creó en Roma una posición libre de toda sospecha. Desde París, Buonarroti, el general Lafayette o Saint-Simon lo consultaban como al oráculo de Delfos.

Desde Múnich como desde Dresde, desde Berlín como desde Viena o San Petersburgo, los jefes de las principales Ventas (Tscharner, Heymann, Jacobi, Chodzko, Lieven, Mouravieff, Strauss, Pallavicini, Driesten, Bem, Bathyani, Oppenheim, Klauss y Carolus) lo interrogaban sobre las vías de acción. Nubius llevó el timón de la Venta suprema hasta casi 1844, cuando alguien le suministró agua tofana. No pienses que fuimos nosotros, los jesuitas. Se sospecha que el autor del homicidio fue Mazzini, que aspiraba y sigue aspirando a ponerse a la cabeza de toda la carbonería, con la ayuda de los judíos. El sucesor de Nubius ahora es Pequeño Tigre, un judío que, como Nubius, no cesa de correr por doquier para crearle enemigos al calvario. Pero la composición y el lugar de la Alta Venta son secretos. Todo debe permanecer incógnito a las logias que reciben de ella dirección e impulso. Los mismos cuarenta miembros de la Alta Venta nunca han sabido de dónde llegaban las órdenes que habían de transmitir o ejecutar. Y luego dicen que los jesuitas son esclavos de sus superiores. Son los carbonarios los que son esclavos de un dueño que se sustrae a sus miradas, quizá un Gran Viejo que dirige esa Europa subterránea.

Simone había transformado a Nubius en su propio héroe, casi un homólogo viril de Babette de Interlaken. Y, vertiendo en forma de poema épico lo que el padre Bergamaschi le contaba en forma de relato gótico, hipnotizaba a sus compañeros. Ocultando el detalle insignificante de que Nubius ya había muerto.

Hasta que un día enseñó una carta, que le había costado poquísimo fabricar, en la que Nubius anunciaba una insurrección inminente en todo el Piamonte, ciudad por ciudad. El grupo que dependía de Simone tendría una tarea peligrosa y excitante. Si se reunían una determinada mañana en el patio de la Osteria del Gambero d’Oro, encontrarían sables y fusiles, y cuatro carros cargados de viejos muebles y colchones, armados con ellos deberían llegarse al principio de la via Barbaroux para erigir una barricada que impidiera su acceso desde la piazza Castello. Y allí esperarían órdenes.

No hacía falta nada más para inflamar los ánimos de una veintena de estudiantes, que esa fatídica mañana se reunieron en el patio del vinatero y encontraron, en algunos toneles abandonados, las armas prometidas. Mientras miraban a su alrededor buscando los carros con los trastos, sin ni siquiera haber pensado todavía en cargar sus fusiles, el patio fue invadido por unos cincuenta gendarmes que empuñaban sus armas. Incapaces de oponer resistencia, los jóvenes se rindieron, fueron desarmados, acompañados fuera y colocados de cara a la pared a los dos lados del zaguán.

—Adelante, canallas, ¡arriba las manos!, ¡silencio! —gritaba un funcionario de paisano con un gran entrecejo.

Mientras en apariencia se concentraba a los conjurados casi al azar, dos gendarmes colocaron a Simone precisamente al final de la fila, justo en la esquina con un callejón y justo entonces su sargento los llamó y se alejaron dirigiéndose a la entrada del patio. Era el momento (convenido). Simone se dio la vuelta hacia su compañero más cercano y le susurró algo. Una ojeada a los gendarmes bastante alejados y los dos, de un salto doblaron la esquina y se echaron a correr.

—¡Alarma!, ¡se escapan! —gritó alguien.

Mientras huían, ambos oyeron los pasos y los gritos de los gendarmes que también doblaban la esquina. Simone oyó dos disparos: uno hirió a su amigo, y Simone no se preocupó si mortalmente o no. Le bastaba con que el segundo disparo fuera al aire.

Al cabo de poco ya había embocado otra calle, luego otra más, mientras de lejos oía los gritos de sus perseguidores que, obedientes a las órdenes, tomaban la pista equivocada. De ahí a poco cruzaba la piazza Castello y se volvía a su casa como un ciudadano cualquiera. Para sus compañeros, a los que estaban llevándose, él había huido y, como habían sido arrestados en grupo e inmediatamente después colocados de espaldas, era obvio que ninguno de aquellos hombres de la ley pudiera recordar su rostro. Natural, pues, que no tuviera necesidad de dejar Turín, pudiera retomar su trabajo y, más aún, acudiera a dar consuelo a las familias de los amigos arrestados.

No quedaba sino pasar a la eliminación del notario Rebaudengo, que se produjo según los modos previstos. Al viejo se le rompió el corazón un año después, en la cárcel, pero Simonini no se sintió responsable: estaban igualados, el notario le había dado un oficio y el había sido su esclavo durante algunos años; el notario había arruinado al abuelo y Simone lo había arruinado a él.

Esto era, pues, lo que el abate Dalla Piccola estaba revelando a Simonini. Y que también él tras todas estas evocaciones se sintiera roto, lo probaría el hecho de que su contribución al diario se detenía en una frase no acabada como si, mientras escribía, hubiera caído en un estado de enajenación.