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Los tiempos del abuelo

26 de marzo de 1897

Mi infancia. Turín… Una colina más allá del Po y yo en el balcón con mamá. Luego mamá ya no está, mi padre llora al atardecer, sentado en el balcón, ante la colina, el abuelo dice que Dios lo ha querido.

Con mi madre hablaba en francés, como todo buen piamontés de buena condición (aquí en París, cuando lo hablo, parece que lo hubiera aprendido en Grenoble, donde se habla el francés más puro, no el babil este de los parisinos). Desde mi infancia me he sentido más francés que italiano, como todo piamontés que se respete. Por eso encuentro que los franceses son insoportables.

Mi infancia fue mi abuelo, más que mi padre y mi madre. Odié a mi madre porque se fue sin avisarme, a mi padre porque no fue capaz de hacer nada para impedírselo, a Dios porque lo había querido y al abuelo porque le parecía normal que Dios lo quisiera. Mi padre siempre estuvo lejos de casa: construyendo Italia, decía él. Luego Italia lo destruyó, a él.

El abuelo, Juan Bautista Simonini, fue oficial del ejército saboyano; me parece recordar que lo abandonó en los tiempos de la invasión napoleónica, se enroló con los Borbones de Florencia y luego, cuando también Toscana pasó bajo el control de una Bonaparte, volvió a Turín como capitán retirado y cultivó sus propias amarguras.

Nariz tuberosa, cuando dejaba que me pusiera a su lado veía sólo su nariz. Y en mi cara notaba sus salpicaduras de saliva. Era lo que los franceses llamaban un ci-devant, un nostálgico del ancien régime que no se había resignado a los desmanes de la Revolución. No había abandonado los culottes —seguía teniendo unas hermosas pantorrillas— ceñidos bajo la rodilla por una hebilla de oro; y de oro eran las hebillas de sus zapatos de charol. Chaleco, traje y corbata negros le otorgaban un aire como de cura. Aunque las reglas de la elegancia del tiempo pasado sugirieran llevar una peluca empolvada, había renunciado a ella, decía, porque con pelucas empolvadas se engalanaron también los comecristianos como Robespierre.

Nunca supe si era rico, desde luego no se privaba de la buena cocina. De mi abuelo y de mi infancia recuerdo sobre todo la bagna caöda: en una cazuelita de barro soportada por un braserillo que la mantenía abrasando, poníase aceite arreglado con anchoas, ajo y mantequilla, y en ella se mojaban cardos (que antes habían estado a remojo en agua fría y zumo de limón, aunque algunos, no el abuelo, los remojaran en leche), pimientos crudos o braseados, hojas blancas de repollo, tupinambo, coliflor muy tierna; también —claro que, como decía el abuelo, eran cosas de pobres— verduras cocidas, cebollas, remolachas, patatas o zanahorias. Yo gustaba de comer, y al abuelo le complacía verme engordar (lo decía con ternura) como un pequeño cerdito.

Rociándome de saliva, el abuelo me exponía sus máximas:

—La Revolución, hijo mío, nos ha hecho esclavos de un estado ateo, más desiguales que antes, hermanos enemigos, cada cual Caín de su prójimo. No está bien ser demasiado libres, y tampoco está bien tener todo lo necesario. Nuestros padres eran más pobres y más felices, puesto que no habían perdido el contacto con la naturaleza. El mundo moderno nos ha traído el vapor, que envenena los campos, y los telares mecánicos, que han quitado trabajo a muchos pobres desgraciados y ni siquiera producen los géneros de antaño. El hombre, abandonado a sí mismo, es demasiado malo para ser libre. Ese poco de libertad que necesita se la debe garantizar un monarca.

Ahora bien, su tema preferido era el abate Barruel. Pienso en mí de niño y casi lo veo, al abate Barruel, que parecía estar viviendo en casa, aunque debía de haber muerto hacía tiempo.

—Mira, hijo —oigo que me dice el abuelo—, después de que la locura de la Revolución desbaratara todas las naciones de Europa, se alzó una voz que reveló cómo la Revolución no era sino el último capítulo, o el más reciente, de una confabulación universal llevada a cabo por los templarios contra el trono y el altar, o sea, contra los reyes, y señeramente los reyes de Francia y nuestra Santísima Madre Iglesia… Ésta fue la voz del abate Barruel, que hacia finales del siglo pasado escribió sus Mémoires pour servir à l’histoire du jacobinisme…

—Pero, señor abuelo, ¿qué pintaban los templarios? —preguntaba a la sazón, yo, que ya me sabía esa historia de memoria, pero quería dar motivo al abuelo de repetir su argumento preferido.

—Criatura, los templarios fueron una orden poderosísima de caballeros que el rey de Francia destruyó para apoderarse de sus bienes, mandando a la mayoría de ellos a la hoguera. Pero los que lograron sobrevivir constituyeron una orden secreta con el fin de vengarse de los reyes de Francia. Y en efecto, cuando la guillotina hizo rodar la cabeza del rey Luis, un desconocido se subió al patíbulo y levantó aquella pobre cabeza gritando: «¡Jacobo de Molay, estás vengado!». Y Molay era el Gran Maestre de los templarios que el rey hizo quemar en la punta extrema de la Île-de-la-Cité de París.

—¿Y cuándo quemaron a este Molay?

—En 1314.

—Déjeme sacar las cuentas, señor abuelo. ¡Pues hablamos de casi quinientos años antes de la Revolución! ¿Y qué hicieron los templarios en todos esos quinientos años para permanecer escondidos?

—Se infiltraron en las corporaciones de los antiguos albañiles de las catedrales, y de esas corporaciones nació la masonería inglesa, que se llama así porque sus socios se consideraban free masons, o sea, libres albañiles.

—¿Y por qué deberían los albañiles hacer la revolución?

—Barruel entendió que los templarios de los orígenes y los libres albañiles habían sido conquistados y corrompidos… ¡por los Iluminados de Baviera! Y ésta era una secta terrible, ideada por un tal Weishaupt, en la que cada miembro conocía sólo a su inmediato superior y lo ignoraba todo de los jefes que estaban más arriba y de sus propósitos; su finalidad era no sólo destruir el trono y el altar, sino también crear una sociedad sin leyes y sin moral, donde se ponían en común los bienes, y hasta las mujeres, que Dios me perdone si le digo estas cosas a un muchacho, pero es que es preciso saber reconocer las tramas de Satán. Y vinculados sobremanera con los Iluminados de Baviera, estaban aquellos negadores de toda fe que dieron vida a la infame Encyclopédie, digo Voltaire, y D’Alembert, y Diderot, y toda esa raza que no paraba de hablar en Francia, a imitación de los Iluminados, de siglo de las Luces y, en Alemania, de Clarificación o Explicación, y que, por último, reuniéndose en secreto para urdir la caída de los reyes, dieron vida a ese club denominado de los Jacobinos, del nombre, precisamente, de Jacobo de Molay. ¡Ahí tienes tú quién ha confabulado para que estallara la Revolución en Francia!

—Este Barruel lo había entendido todo…

—No entendió cómo a partir de un núcleo de caballeros cristianos pudo crecer una secta enemiga de Cristo. Sabes, es como la levadura en la masa: si falta, la masa no crece, no se infla, no haces el pan. ¿Cuál fue la levadura que alguien, o la fortuna, o el Diablo, puso en el cuerpo todavía sano de los conventillos de los templarios y de los libres albañiles para hacer que levitara la más diabólica secta de todos los tiempos?

Aquí el abuelo hacía una pausa, unía las manos como para concentrarse mejor, sonreía astuto y revelaba con calculada y triunfal modestia:

—El que ha tenido el valor de decirlo ha sido tu abuelo, querido muchacho. Cuando leí el libro de Barruel, no vacilé en escribirle una carta. Ve allá, al fondo, tráeme ese cofre que está ahí encima.

Obedecía, el abuelo abría el cofrecillo con una llave dorada que llevaba colgada del cuello y extraía un folio bastante amarillento por sus cuarenta años de edad.

—Éste es el borrador de la carta que le envié a Barruel.

Vuelvo a ver al abuelo mientras lee con pausas dramáticas: Recibid, Señor, de un ignorante militar cual soy, mis más sinceras felicitaciones sobre vuestra obra, que a buen derecho puede llamarse la obra por excelencia del último siglo. ¡Oh! De qué modo excelso habéis desenmascarado a esas infames sectas que preparan los caminos del Anticristo, y son enemigos implacables, no sólo de la religión cristiana, sino de todos los cultos, de todas las sociedades, de todo orden.

Aun así hay una que no habéis tocado sino levemente. Quizá lo hayáis hecho aposta, puesto que es la más conocida y por ello la que menos hay que temer. Ahora bien, a mi entender, hoy en día es la potencia más formidable, si hemos de tomar en consideración sus grandes riquezas y la protección de la que disfruta en casi todos los Estados de Europa. Vos entenderéis, Señor, que me refiero a la secta judaica.

Parece completamente separada y enemiga de las demás sectas, pero en realidad no lo es. Ello es que basta que una de esas sectas se muestre enemiga del nombre cristiano para que se la favorezca, se le pague un emolumento, se la proteja. ¿Y acaso no la vimos nosotros, y la seguimos viendo, prodigando su oro y su plata para sostener y guiar a los modernos sofistas, los Francmasones, los Jacobinos, los Iluminados? Los judíos, pues, con todos los demás sectarios forman una fracción única, para destruir, si es posible, el nombre cristiano. Y no creáis, Señor, que todo ello es exageración mía. Yo no expongo cosa alguna que no me haya sido comunicada sino por los judíos mismos…

—¿Y cómo ha sabido usted estas cosas de los judíos?

—Tenía yo poco más de veinte años y era un joven oficial del ejército saboyano cuando Napoleón invadió el Reino de Cerdeña, fuimos derrotados en Millesimo y el Piamonte quedó anexionado a Francia. Fue el triunfo de los bonapartistas sin Dios, que nos perseguían a nosotros, los oficiales del rey, para colgarnos del cuello. Y se decía que no era conveniente salir de uniforme, qué digo, ni siquiera dejarse ver. Mi padre estaba en el comercio, y había tenido relaciones con un judío que prestaba con usura, y le debía no sé qué favor; de este modo, gracias a sus buenos oficios, durante algunas semanas, hasta que el ambiente se hubo calmado y pude salir de la ciudad para irme a casa de unos parientes en Florencia, puso a mi disposición (a un alto precio, se entiende) un cuartucho en el gueto, que entonces estaba justo detrás de este palacio nuestro, entre via San Filippo y via delle Rosine. Me gustaba poquísimo mezclarme con esa gentuza, pero era el único lugar donde nadie pensaría nunca poner pie, pues los judíos no podían salir de allí y la buena gente se mantenía a distancia.

El abuelo se cubría a la sazón los ojos con las manos, como para ahuyentar una visión insoportable:

—Así, esperando que pasara la tormenta, viví en esos antros cochambrosos, donde a veces se alojaban ocho personas en un solo cuarto, cocina, cama y orinal, todos consumidos por la anemia, con piel de cera, imperceptiblemente azul como la porcelana de Sèvres, siempre ocupados en buscar los rincones más furtivos, iluminados sólo por la luz de una vela. Ni una gota de sangre, la tez amarillenta, los cabellos color cola de pescado, la barba de un rojizo indefinible y, cuando era negra, con los reflejos de una levita desteñida… No conseguía soportar el hedor de mi habitáculo y vagaba por los cinco patios; me acuerdo perfectamente, el Patio Grande, el Patio de los Curas, el Patio de la Vid, el Patio de la Taberna y el de la Terraza, que se comunicaban entre sí mediante espantosos pasillos cubiertos, los Soportales Oscuros. Ahora puedes toparte con un judío incluso en la piazza Carlina, es más, te los encuentras por doquier porque los Saboya están hincando la rodilla, pero entonces se arracimaban todos en aquellas callejas sin sol y, en medio de aquella muchedumbre pringosa y sórdida, el estómago, de no ser por el miedo que les tenía a los bonapartistas, no habría aguantado…

El abuelo hacía una pausa, humedeciéndose los labios con un pañuelo, como para quitarse de la boca un sabor insoportable:

—Y a ellos les debía mi salvación, qué afrenta. Claro que, si nosotros los cristianos los despreciábamos, tampoco ellos nos querían como a las niñas de sus ojos: nos odiaban entonces y nos siguen odiando hoy en día. A la sazón, me puse a contar que había nacido en Livorno de una familia judía, que aún mozalbete me educaron unos parientes que por desgracia me bautizaron, pero en mi corazón nunca había dejado de ser judío.

Estas confidencias mías no parecían impresionarles mucho, en consideración, me decían, de que tantos había en mi situación que ya no les prestaban atención. Pero con mis palabras me gané la confianza de un viejo que vivía en el Patio de la Terraza, junto a un horno para la cocción de pan ázimo.

Aquí el abuelo se animaba, contando aquel encuentro y, moviendo los ojos y las manos, sin dejar de hablar, imitaba al judío de su relato. Parece ser, pues, que este Mardoqueo era de origen sirio, y quedó involucrado en un triste asunto en Damasco.

Había desaparecido de la ciudad un niño árabe y al principio no se pensó en los judíos, pues se consideraba que, para sus ritos, los judíos mataban sólo a niños cristianos. Pero luego, en el fondo de un foso, hallaron los restos del pequeño cadáver, que debía de haber sido cortado en mil pedazos que luego molieron en un almirez. Las características del delito eran tan afines a las que se imputaban a los judíos, que los gendarmes empezaron a pensar que, acercándose la Pascua, y necesitando sangre cristiana para amasar los panes ázimos, al no conseguir capturar a un hijo de cristianos, los judíos habían secuestrado al niño árabe, lo bautizaron y luego le sacaron los tuétanos.

—Tú sabes —comentaba el abuelo— que un bautismo siempre es válido, lo haga quien lo haga, con tal de que quien bautiza pretenda bautizar según la intención de la Santa y Romana Iglesia, cosa que los judíos saben a la perfección, y no sienten vergüenza ninguna en decir: «Yo te bautizo como lo haría un cristiano, en cuya idolatría yo no creo, pero él sigue creyendo porfiadamente». Así el pobre pequeño mártir tuvo, por lo menos, la suerte de irse al paraíso, por más que se fuera por obra del diablo.

Sospecharon en seguida de Mardoqueo. Para que hablara, le ataron las muñecas detrás de la espalda, le añadieron unas pesas en los pies, lo levantaron con una polea una docena de veces y luego lo dejaron caer de golpe al suelo. Entonces le pusieron azufre bajo la nariz, y aún lo metieron en agua helada y cuando sacaba la cabeza lo empujaban hacia abajo hasta que confesó. A saber: se decía que para acabar con el tormento, el miserable dio los nombres de cinco correligionarios que no tenían nada que ver y que fueron condenados a muerte mientras que a él, con las extremidades desarticuladas, lo pusieron en libertad, pero ya había perdido la razón; algún alma buena lo embarcó en un mercantil que iba a Génova, pues de otro modo los judíos lo habrían matado a pedradas.

Y aún hay más, alguien decía que en el barco fue seducido por un barnabita que lo convenció para que se bautizara y que —con tal de obtener ayuda una vez desembarcado en el Reino de Cerdeña— aceptó, pero se mantuvo fiel en su corazón a la religión de sus padres. Sería, a la postre, lo que los cristianos denominan un marrano, salvo que una vez llegado a Turín y solicitado asilo en el gueto, negó haberse convertido nunca, y muchos lo consideraban un falso judío que conservaba en su corazón su nueva fe cristiana: como quien dice, era dos veces marrano. Claro que no pudiendo probar nadie todas esas comadrerías que llegaban de allende el mar, lo mantenía en vida la caridad de todos, harto parca, por la piedad debida a los dementes; eso sí, segregado en un tugurio que ni siquiera un habitante del gueto osaría habitar.

El abuelo consideraba que, fuera lo que fuese lo que hubiera hecho en Damasco, el viejo no se había vuelto loco ni por asomo. Simplemente, estaba animado por un odio inagotable hacia los cristianos y, en aquel cubil sin ventanas, agarrándole la muñeca con mano temblorosa y clavándole unos ojos que brillaban en la oscuridad, decíale que a partir de aquel momento había dedicado su vida a la venganza. Contábale cómo su Talmud prescribía el odio hacia la raza cristiana y cómo, para corromper a los cristianos, ellos, los judíos, inventaron a los francmasones, y él se había convertido en uno de sus dirigentes en la sombra, el que tenía bajo su mando las logias desde Nápoles hasta Londres, salvo que debía permanecer oculto, secreto y apartado, para que los jesuitas no le apuñalaran, pues le estaban dando la caza por doquier.

Mardoqueo, al hablar, miraba a su alrededor como si desde cada rincón oscuro hubiera de asomarse un jesuita armado de un puñal, sonábase luego la nariz ruidosamente; en parte lloraba por su triste condición, en parte sonreía astuto y vengativo saboreando el hecho de que el mundo ignorase su terrible poder, palpaba untuosamente la mano de Simonini, y seguía fantaseando. Y le decía que, si Simonini lo deseaba, su secta lo acogería con alegría, y él le haría entrar en la más secreta de las logias masónicas. Le reveló que tanto Manes, el profeta de la secta de los maniqueos, como el infame Anciano de la Montaña, que embriagaba con droga a sus Asesinos para luego mandarlos a ajusticiar a los príncipes cristianos, eran de raza judía. Que los francmasones y los Iluminados habían sido instituidos por los judíos, y que de los judíos se originaban todas las sectas anticristianas; eran ya tan numerosas en el mundo que llegaban a contar con millones de personas de todos los sexos, de todos los estados, de todos los rangos y de todas las condiciones, incluidos muchísimos clérigos e incluso algún cardenal, y de ahí a poco no perdían la esperanza de tener un Papa de su partido (años después, el abuelo habría de comentar que desde la ascensión al trono de Pedro de un ser ambiguo como Pío IX, la cosa ya no parecía tan inverosímil); que para engañar mejor a los cristianos, ellos mismos solían fingirse cristianos, viajando y pasando de un país a otro con falsos certificados de bautismo comprados a curas corruptos; que, a fuer de dinero y de engaños, esperaban obtener de todos los gobiernos un estado civil, como el que estaban obteniendo en muchos países; que cuando poseyeran derechos de ciudadanía como todos los demás, empezarían a conquistar casas y terrenos, y que mediante la usura despojarían a los cristianos de sus bienes hipotecarios y de sus tesoros; que ellos se proponían firmemente llegar a ser en menos de un siglo los dueños del mundo, abolir todas las demás sectas para que reinara la suya, transformar en sinagogas las iglesias de los cristianos y reducir al resto a la esclavitud.

—Eso es —concluía el abuelo—, lo que le revelé a Barruel. Quizá exageré un poco, diciendo que supe por todos lo que uno sólo me había confiado, pero estaba convencido y lo sigo estando de que el viejo me decía la verdad. Y así lo escribí, si me dejas acabar de leer.

Y el abuelo volvía a ponerse a leer:

Aquí quedan expuestos, Señor, los pérfidos proyectos de la nación judía, que yo he escuchado con mis propios oídos… Sería pues sumamente deseable que una pluma enérgica y superior cual es la vuestra hiciera que los mencionados gobiernos abrieran los ojos, y los instruyerais para hacer que semejante pueblo regrese a la abyección que merece, y en la que nuestros padres más políticos y más juiciosos que nosotros se preocuparon siempre de mantenerlos. A ello, Señor, yo os invito en mi propio nombre, rogándoos que le perdonéis a un Italiano, a un soldado, los errores de todo tipo que encontraréis en esta carta. Deseando que la mano de Dios os recompense lo más ampliamente por los escritos luminosos con los que habéis enriquecido a su Iglesia, y que Él inspire hacia vuestra persona, en quien los lea, la más alta estima y el respeto más profundo, cultivando los cuales, Señor, tengo el honor de ser vuestro humilde y obediente servidor, Juan Bautista Simonini.

Llegado a este punto, el abuelo siempre guardaba la carta en el cofre y yo preguntaba:

—¿Y qué respondió el abate Barruel?

—No se dignó contestarme. Pero supe, por buenos amigos de la Curia romana, que ese pávido temía que, de difundir esas verdades, se desencadenaría una matanza de judíos que él no tenía intención de provocar, al considerar que entre ellos había inocentes. Y, además, debieron de pesar ciertas conjuras de las juderías francesas de aquel entonces, cuando Napoleón decidió encontrarse con los representantes del Gran Sanedrín con el fin de obtener su apoyo para sus ambiciones y alguien debió de convencer al abate de que no le convenía enturbiar las aguas. Ahora, también es verdad que Barruel no quería callar, por lo que envió el original de la carta al sumo pontífice Pío VII y copias a muchos obispos. Y no acabó ahí el asunto, pues también hizo llegar la carta al cardenal Fesch, por aquel entonces primado de las Galias, para que la pusiera en conocimiento de Napoleón. Y lo mismo hizo con el jefe de la policía de París. Y la policía parisina, me dicen, llevó a cabo una investigación en la curia romana, con el objeto de saber si yo era un testigo creíble: ¡por los demonios si lo era!, y los cardenales no pudieron negarlo. En fin, Barruel tiraba la piedra y escondía la mano, no quería promover mayores revuelos que los que ya había levantado su libro, pero, dándose aires de uno que calla, comunicaba mis revelaciones a medio mundo. Has de saber que Barruel fue educado por los jesuitas hasta que Luis XV los expulsó de Francia, que después recibió órdenes como clérigo secular, para volver a convertirse en jesuita cuando Pío VII devolvió plena legitimidad a la orden. Ahora bien, tú sabes que yo soy un católico ferviente y que profeso el máximo respeto por quienquiera que lleve unos hábitos, pero desde luego un jesuita no deja de ser un jesuita, dice una cosa, hace otra; hace una y dice la otra, y Barruel no se condujo de otro modo…

Y el abuelo se reía escupiendo saliva a través de los pocos dientes que le quedaban, divertido por aquella sulfúrea impertinencia.

—Mira, Simonino mío —concluía—, yo soy viejo, no tengo vocación de voz que clama en el desierto; si no han querido escucharme, responderán de ello ante el Padre Eterno, pero a vosotros los jóvenes os encomiendo la antorcha del testimonio, ahora que estos siempre malditos judíos van recuperando su poderío, y nuestro pávido soberano Carlos Alberto se muestra cada vez más indulgente con ellos. Ya lo atropellarán, ya, con su conjura…

—¿Conjuran también aquí en Turín? —preguntaba yo.

El abuelo miraba a su alrededor como si alguien escuchara sus palabras, mientras las sombras del atardecer oscurecían la habitación:

—Aquí y en todos los sitios —decía—. Son una raza maldita, y su Talmud les da la consigna, como afirma quien sabe leerlo, de maldecir tres veces al día a los cristianos y pedirle a Dios que sean exterminados y destruidos; y si uno de ellos se encuentra con un cristiano ante un precipicio, tiene el deber de despeñarlo. ¿Tú sabes por qué te llamas Simonino? He querido que tus padres te bautizaran con este nombre en memoria de san Simón, un niño mártir que en el lejano siglo XV, allá por Trento, fue secuestrado por los judíos, que lo mataron y despedazaron, para usar luego la sangre en sus ritos.

«Si no te portas bien y no te vas a la cama corriendo, esta noche te visitará el horrible Mardoqueo.» Así me amenaza el abuelo. Y a mí me cuesta quedarme dormido, en mi cuartito bajo el tejado, poniendo el oído a cualquier crujido de la vieja casa, casi oyendo por la escalerilla de madera los pasos del terrible viejo que viene a buscarme para arrastrarme a su infernal habitáculo, con la intención de hacerme comer panecillos ázimos amasados con la sangre de mártires infantes. Confundiéndome con otros cuentos que le he oído a ama Teresa, la vieja criada que ya amamantó a mi padre y sigue trajinando por casa, oigo a Mardoqueo que masculla salivando lúbrico: «Mmm, mmm, huele a carne fresca de cristiano».

Ya tengo casi catorce años, y varias veces he sentido la tentación de entrar en el gueto, que está desbordándose de sus antiguos límites, visto que en Piamonte van a quitar muchas restricciones. Es posible que, mientras vagabundeo casi en los confines de ese mundo prohibido, me tropiece con algunos judíos, pues he oído decir que muchos han abandonado sus vestimentas tradicionales. Se disfrazan, dice el abuelo, se disfrazan, pasan a nuestro lado y nosotros ni siquiera lo sabemos. Mientras vago por los márgenes, me he encontrado con una joven con el cabello negro que cada mañana cruza la piazza Carlina para llevar no sé qué cesto cubierto por un paño a una tienda cercana. Mirada ardiente, ojos de terciopelo…, es imposible que sea una judía, que esos padres que el abuelo me describe, con el rostro de torvo rapaz y los ojos venenosos, puedan generar hembras de esa raza. Aun así, no puede sino venir del gueto.

Es la primera vez que miro a un mujer que no sea ama Teresa. Paso una y otra vez, todas las mañanas y, cuando la veo de lejos, se me acelera un poco el corazón. Las mañanas que no la veo, merodeo por la plaza como si estuviera buscando una vía de escape y las rechazara todas, y todavía estoy allí mientras el abuelo me espera en la mesa mordisqueando furioso migas de pan.

Una mañana me atrevo a parar a la muchacha, con los ojos bajos le pregunto si puedo ayudarla a llevar el cesto. Ella responde con altanería, en dialecto, que puede llevarlo perfectamente ella sola. Pero no me llama monssü sino gagnu, niño. No he vuelto a buscarla, no he vuelto a verla. ¿Me ha humillado una hija de Sión? ¿Quizá porque estoy gordo? Así es cómo empezó mi guerra con las hijas de Eva.

En toda mi infancia, el abuelo no quiso mandarme a los colegios del Reino porque decía que los maestros sólo eran carbonarios y republicanos. Viví todos aquellos años en casa, yo sólo, mirando con rencor, durante horas, a los demás chicos que jugaban a la orilla de río, como si me sustrajeran algo que era mío; el resto del tiempo, permanecía encerrado en una habitación con un padre jesuita, que el abuelo elegía siempre, según mi edad, entre los corbachos negros de los que se rodeaba. Odiaba al maestro de turno, no sólo porque me enseñaba las cosas a palmetazos en los dedos, sino también porque mi padre (las pocas veces que se demoraba distraídamente conmigo) me instilaba odio hacia los curas.

—Pero los maestros no son curas, son padres jesuitas —decía yo.

—Peor aún —replicaba mi padre—. No hay que fiarse nunca de los jesuitas. ¿Sabes qué ha escrito un santo sacerdote? (Digo sacerdote, fíjate bien, no un masón, un carbonario, un Iluminado de Satanás como dicen que es, sino un sacerdote de angélica bondad, el abate Gioberti.) Pues bien, ha escrito que el jesuitismo desacredita, molesta, tribula, calumnia, persigue, arruina a los hombres dotados de espíritu libre; es el jesuitismo el que echa de los cargos públicos a los buenos y valerosos y los sustituye por tristes y viles; es el jesuitismo el que lentifica, obstruye, molesta, trastorna, mengua, corrompe de mil maneras la instrucción pública y privada, el que siembra rencores, desconfianzas, animosidades, odios, peleas, discordias evidentes y ocultas entre los individuos, las familias, las clases, los Estados, los gobiernos y los pueblos. Es el jesuitismo el que debilita los intelectos, doma los corazones y los deseos con la ignavia, embota a los jóvenes con una disciplina blanda, corrompe la edad madura con una moral complaciente e hipócrita, combate, entibia, apaga la amistad, los afectos domésticos, la piedad filial, el santo amor por la patria en el mayor número de los ciudadanos… No hay secta en este mundo más desprovista de vísceras (ha escrito), tan dura y despiadada, cuando se trata de sus intereses, como la Compañía de Jesús. Bajo ese rostro amable y halagador, esas dulces y melifluas palabras, esa disposición amable y afabilísima, el jesuita que dignamente responde a la disciplina de la Orden y a los gestos de los superiores, tiene un alma de hierro, impenetrable a los sentidos más sagrados y a los afectos más nobles. El jesuita pone rigurosamente en práctica el precepto de Maquiavelo por el cual donde se delibera de la salud de la patria, no se debe tener en consideración alguna ni lo justo ni lo injusto, ni lo piadoso ni lo cruel. Y por eso se los educa desde niños, en sus colegios, para que no cultiven los afectos familiares, para que no tengan amigos, siempre en disposición de revelar a sus superiores cualquier mínima falta incluso del compañero más querido, para disciplinar cualquier movimiento del corazón y prepararse a la obediencia absoluta, perinde ac cadaver. Gioberti decía que mientras los Fasingarios de la India, a saber, una secta de estranguladores, inmolan a su deidad los cuerpos de los enemigos matándolos con la soga o con el cuchillo, los jesuitas de Italia matan el alma con la lengua, como los reptiles, o con la pluma.

—Claro que siempre me ha hecho sonreír —concluía mi padre— que algunas de estas ideas, Gioberti las tomara de segunda mano de una novela publicada un año antes, El judío errante de Eugenio Sue.

Mi padre. La bestia negra de la familia. Si he de dar crédito al abuelo, mi padre formaba parte de los carbonarios. Cuando aludía a las opiniones del abuelo se limitaba a decirme en voz baja que no escuchara sus devaneos, pero, no sé si por pudor, por respeto hacia las ideas de su padre, o por desinterés hacia mí, evitaba hablarme de sus propios ideales.

A mí me bastaba con escuchar alguna conversación del abuelo con los jesuitas, o creerme los cotilleos de ama Teresa con el portero para entender que mi padre pertenecía a aquellos que no sólo aprobaban la Revolución y Napoleón, sino que incluso hablaban de una Italia que se sacudiría de encima el Imperio Austriaco, a los Borbones y al Papa, y se convertiría en (palabra que en presencia del abuelo no había de pronunciarse) Nación.

Los primeros rudimentos me los impartió el padre Pertuso, con su perfil de garduña. Él fue el primero en instruirme en la historia de nuestros días (mientras que el abuelo me instruía en la de los tiempos pasados).

Más tarde, ya corrían las primeras voces sobre los movimientos carbonarios —y me aprovisionaba de noticias en las gacetas que le llegaban a mi padre ausente incautándolas antes de que el abuelo las mandara destruir— y yo recuerdo que había de seguir las clases de latín y de alemán que me impartía el padre Bergamaschi, tan íntimo del abuelo que en el palacio le habían reservado una alcoba no lejana de la mía. El padre Bergamaschi… A diferencia del padre Pertuso, era un hombre joven, de buena presencia, con los cabellos ondulados, un hermoso rostro bien dibujado y labia fascinante; por lo menos en casa, llevaba con dignidad una sotana bien cuidada. Recuerdo sus manos blancas con dedos largos y uñas un poco más largas de lo que se podía esperar de un hombre de Iglesia.

Cuando me veía inclinado estudiando, solíase sentar detrás de mí y, acariciándome la cabeza, poníame en guardia contra los muchos peligros que amenazaban a un joven ingenuo y me explicaba cómo la carbonería no era sino un disfraz del flagelo mayor, el comunismo.

—Los comunistas —decía— no parecían temibles hasta ayer, pero ahora, tras el manifiesto de ese Marsh (así parecía pronunciar), tenemos que poner al desnudo sus confabulaciones. Tú no sabes nada de Babeta de Interlaken, la digna sobrina de Weishaupt, la que ha sido llamada la Gran Virgen del comunismo helvético.

Quién sabe por qué el padre Bergamaschi parecía estar menos obsesionado por las insurrecciones milanesas o vienesas de las que se hablaba en aquellos días, que por los choques religiosos que se habían producido en Suiza entre católicos y protestantes.

—Babeta nació de forma fraudulenta y creció entre la crápula, los hurtos, la rapiña y la sangre, y sólo conocía a Dios por haber oído de continuo blasfemar su nombre. En las escaramuzas en Lucerna, cuando los radicales mataron a algunos católicos de los cantones primitivos, Babeta les arrancaba el corazón y les sacaba los ojos. Agitando al viento su cabellera rubia de concubina de Babilonia, ocultaba bajo el manto de sus gracias el hecho de que era el heraldo de las sociedades secretas, el demonio que sugería todos los engaños y las astucias de aquellas misteriosas congregaciones; Babeta aparecía de improviso y desaparecía en un visto y no visto como un duende, sabía secretos impenetrables, robaba despachos diplomáticos sin alterar sus sellos, se deslizaba como un áspid en los recónditos gabinetes de Viena, de Berlín e incluso de San Petersburgo, fabricaba letras de cambio, alteraba las cifras de los pasaportes; ya desde niña conocía el arte de confeccionar venenos y de propinarlos según las órdenes de su secta. Parecía tener el diablo en el cuerpo, tal era la fuerza de su fibra, la fascinación de sus miradas.

Yo abría mucho los ojos, intentaba no escuchar, pero por la noche soñaba con Babeta de Interlaken. Mientras en el duermevela me proponía borrar la imagen de ese demonio rubio con su sedosa cabellera que le acariciaba los hombros —claramente desnudos—, de ese duende demoníaco y perfumado, con el seno jadeante por su voluptuosidad de audaz réproba y pecadora, la anhelaba como modelo de imitación; a saber, sólo pensar en acariciarla con los dedos me producía horror; lo que sentía era el deseo de ser como ella, agente omnipotente y secreto que alteraba las cifras de los pasaportes, llevando a la perdición a sus víctimas del otro sexo.

Mis maestros gustaban de comer bien, y este vicio debe de habérseme pegado también en edad adulta. Recuerdo mesas, comedidas en su regocijo, donde los buenos padres discutían sobre las excelencias de un bujì que el abuelo había mandado preparar.

Se necesitaba por lo menos medio kilo de morcillo de buey, un rabo, culata, salchichas, lengua de ternera, cabeza, manos, gallina, una cebolla, dos zanahorias, dos tallos de apio, un puñado de perejil. Se ponía todo a cocer con tiempos distintos, según el tipo de carne. Pero, como recordaba el abuelo, y el padre Bergamaschi aprobaba con enérgicos movimientos de cabeza, nada más colocar el cocido en una bandeja, había que esparcir un puñado de sal gruesa sobre la carne y verterle algunos cazos de caldo hirviendo, para que resaltara el sabor. Poco acompañamiento, salvo alguna patata, aunque eran fundamentales las salsas, ya sea mostarda de uvas, salsa de rábano, mostarda de fruta a la mostaza, y sobre todo (el abuelo no transigía) el bagnetto verde: un puñado de perejil, cuatro anchoas, la miga de un panecillo, una cucharadita de alcaparras, un diente de ajo, una yema de huevo duro. Todo triturado muy fino, con aceite de oliva y vinagre.

Éstos eran, recuerdo, los placeres de mi infancia y mi adolescencia. ¿Qué más se puede pedir?

Tarde de bochorno. Estoy estudiando. El padre Bergamaschi se sienta silencioso detrás de mí, su mano se cierra sobre mi nuca, y me susurra que a un chico tan pío, tan bienintencionado, que quisiera evitar las seducciones del sexo enemigo, él podría ofrecerle no sólo una amistad paterna, sino el calor y el afecto que puede darle un hombre maduro.

Desde entonces no he vuelto a dejar que me tocara un cura. ¿Será que me disfrazo de abate Dalla Piccola para ser yo quien toque a los demás?

Ahora bien, hacia mi decimoctavo año, el abuelo, que quería que fuera abogado (en Piamonte se le llama abogado a quienquiera que haya estudiado derecho), se resignó a dejarme salir de casa y mandarme a la universidad. Experimentaba por vez primera la relación con mis coetáneos, pero era demasiado tarde, pues lo vivía de forma desconfiada. No entendía sus risas sofocadas y las miradas de complicidad cuando hablaban de mujeres, y se pasaban libros franceses con unos grabados repulsivos. Yo prefería estar solo y leer. Mi padre recibía en suscripción desde París Le Constitutionnel, donde había salido por entregas El judío errante de Sue, y naturalmente devoré aquellos fascículos. Y allí me enteré de cómo la infame Compañía de Jesús sabía tramar los crímenes más abominables para apoderarse de una herencia, conculcando los derechos de los desheredados y de los buenos. Y junto a la desconfianza hacia los jesuitas, aquella lectura me inició en las delicias del folletín: en la buhardilla encontré una caja de libros que mi padre, evidentemente, había sustraído al control del abuelo e (intentando yo también mantener oculto al abuelo ese vicio solitario) me pasaba tardes enteras dejándome los ojos con Los misterios de París, Los tres mosqueteros, El conde de Montecristo…

Habíamos entrado en aquel año admirable que fue 1848. Todos los estudiantes exultaban por la subida al solio pontificio del cardenal Mastai Ferretti, ese papa Pío IX que dos años antes había concedido la amnistía por los crímenes políticos. El año empezó con los primeros movimientos antiaustriacos de Milán, donde los ciudadanos se dedicaron a no fumar para poner en crisis a la Hacienda del Imperial Regio Gobierno (y a los ojos de mis compañeros de Turín, aquellos compañeros milaneses eran auténticos héroes, pues aguantaban a pie firme ante los soldados y los funcionarios de policía que los provocaban lanzando bocanadas de humo de cigarros ricamente aromáticos). Aquel mismo mes, estallaron unos movimientos revolucionarios en el Reino de las Dos Sicilias y Fernando II prometió una constitución. En febrero, en París, la insurrección popular destronaba a Luis Felipe y proclamaba (¡de nuevo y por fin!) la república —se abolían la pena de muerte para los delitos políticos y la esclavitud, y se instauraba el sufragio universal—; en marzo, el Papa concedió no sólo la constitución sino también la libertad de prensa, y liberó a los judíos del gueto de muchos y humillantes rituales y servidumbres. Y en ese mismo período, también concedía la constitución el gran duque de Toscana, mientras que Carlos Alberto promulgaba el Estatuto en el Reino de Cerdeña. Por último, se produjeron los movimientos revolucionarios de Viena, y Bohemia, y Hungría, y aquellas cinco jornadas de la insurrección de Milán que llevarían a la expulsión de los austriacos, con el ejército piamontés entrando en guerra para anexionar el Milán liberado al Piamonte. Entre mis compañeros se rumoreaba la aparición de un Manifiesto de los Comunistas, de modo que exultaban no sólo los estudiantes sino también los trabajadores y los hombres de baja condición, todos ellos convencidos de que de ahí a poco ahorcarían al último cura con las tripas del último rey.

No todas las noticias eran buenas, pues Carlos Alberto estaba siendo derrotado y era considerado un traidor por los milaneses y, en general, por todos los patriotas; Pío IX, asustado por el asesinato de un ministro suyo, se refugió en Gaeta, huésped del rey de las Dos Sicilias y tras haber tirado la piedra, escondía la mano, demostrándose menos liberal de lo que parecía al principio; muchas de las constituciones concedidas eran retiradas…

Claro que, mientras tanto, Garibaldi y los patriotas mazzinianos habían llegado a Roma y, a principios del año siguiente, se proclamaría la República Romana.

Mi padre desapareció definitivamente de casa en marzo; ama Teresa estaba convencida de que se había unido a los insurgentes milaneses, salvo que, hacia diciembre, uno de los jesuitas de casa trajo la noticia de que se había unido a los mazzinianos que acudían a luchar por la República Romana. Destrozado, el abuelo me freía a espantosos vaticinios que transformaban el annus mirabilis en annus horribilis. Tanto es así que, esos mismos meses, el gobierno piamontés suprimía la orden de los jesuitas y confiscaba sus bienes, y, para no dejar piedra sobre piedra a su alrededor, suprimía también las órdenes denominadas jesuitantes, como las de los Oblatos de San Carlos, los de María Santísima y los Redentoristas.

—Estamos ante la llegada del Anticristo —se quejaba el abuelo y, naturalmente, atribuía todos los acontecimientos a las confabulaciones de los judíos, al ver que se cumplían las más tristes profecías de Mardoqueo.

El abuelo prestaba asilo a los padres jesuitas que intentaban sustraerse al furor popular, a la espera de reintegrarse de alguna forma en el clero secular, y a primeros de 1849 muchos de ellos llegaban clandestinamente de Roma, refiriendo atrocidades sobre lo que sucedía allí.

El padre Pacchi. Tras haber leído El judío errante de Sue, lo veía como la encarnación del padre Rodin, el jesuita perverso que actuaba en la sombra sacrificando todo principio moral al triunfo de la Compañía, quizá porque, como el padre Rodin, ocultaba siempre su afiliación a la orden llevando indumentaria seglar, es decir, vistiendo una levita raída con el cuello embebido de sudor antiguo y cubierto de caspa, un pañuelo de mano por corbata, un chaleco de paño negro que enseñaba la hilaza, zapatos gruesos siempre incrustados de fango, que apoyaba sin consideración en las hermosas alfombras de nuestra casa. Tenía un rostro afilado, delgado y cadavérico, cabellos grises y untuosos pegados a las sienes, ojos de tortuga, labios finos y violáceos.

No contento con inspirar disgusto con su mero sentarse a la mesa, nos quitaba el apetito a todos contando historias tremebundas con los tonos y el lenguaje de un sagrado predicador:

—Amigos míos, la voz me tiembla, empero, no puedo dejar de hablaros. La lepra se ha extendido desde París, porque Luis Felipe, desde luego no era lo que se dice virtuoso, pero sí era un dique contra la anarquía. ¡Yo he visto al pueblo romano estos días!

Canallas harapientos y despeinados, facinerosos que por un vaso de vino renegarían del paraíso. No un pueblo sino una plebe, que en Roma se ha mancornado con los viles desechos de las ciudades italianas y extranjeras, garibaldinos y mazzinianos, instrumento ciego de todos los males. No sabéis lo nefandas que son las abominaciones cometidas por los republicanos. Entran en las iglesias y rompen las urnas de los mártires, dispersan sus cenizas al viento y de la urna hacen bacín. Arrancan las sagradas piedras de los altares y las mancillan con heces, arañan con los puñales las estatuas de la Virgen, a las imágenes les sacan los ojos y con carbón trazan palabras de lupanar. A un sacerdote que hablaba contra la República lo arrastraron a un zaguán, lo cosieron a puñaladas, le extirparon los ojos de raíz y le arrancaron la lengua, y, tras haberlo destripado, le enrollaron sus intestinos alrededor del cuello y lo estrangularon, por si aún no estaba muerto. Y no creáis que aunque Roma sea liberada (ya se habla de ayudas que deben acudir desde Francia), los mazzinianos serán derrotados. Han ido apareciendo en todas las provincias de Italia, son astutos y taimados, simuladores e impostores, valientes y muy dispuestos, pacientes y constantes. Seguirán reuniéndose en las guaridas más secretas de las ciudades, la simulación y la hipocresía les permitirá entrar en los secretos de los gabinetes, en la policía, en los ejércitos, en las flotas, en las ciudadelas.

—Y mi hijo está entre ellos —lloraba el abuelo, destrozado en el cuerpo y en el espíritu.

Luego acogía en su mesa un excelente estofado al Barolo.

—Mi hijo no entenderá nunca —decía— la belleza de esta carne roja con cebolla, zanahoria, apio, salvia, romero, laurel, clavo, canela, enebro, sal, pimienta, mantequilla, aceite de oliva y, naturalmente, una botella de Barolo, servido con polenta o puré de patatas. Haced, haced la revolución…, se ha perdido el gusto por la vida. Queréis echar al Papa para comer la bouillabaisse a la nizarda, a eso nos obligará ese pescador de Garibaldi… Ya no hay religión.

A menudo el padre Bergamaschi se ponía ropa seglar y se iba diciendo que se ausentaría durante unos días, sin especificar ni cómo ni para qué. Entonces yo entraba en su habitación, me apoderaba de su sotana, me la ponía e iba a admirarme al espejo, esbozando movimientos de danza. Como si fuera —el cielo me perdone— una mujer, o lo fuera aquel a quien imitaba. Si saliera a la luz que el abate Dalla Piccola soy yo, ello esclarecería los orígenes lejanos de estos gustos teatrales míos.

Encontré dinero (que evidentemente el padre había olvidado) en los bolsillos de la sotana y decidí concederme tanto algunos pecados de gula como algunas exploraciones por lugares de la ciudad que a menudo había oído celebrar.

Así vestido —y sin tener en cuenta que en aquellos tiempos eso constituía una provocación—, me adentraba en los meandros del Balôn, ese barrio de Porta Palazzo que entonces estaba habitado por la escoria de la población turinesa, donde se reclutaba el ejército de los peores sinvergüenzas que infestaban la ciudad. Con ocasión de las fiestas, el mercado de Porta Palazzo ofrecía una animación extraordinaria: la gente chocaba entre sí, se arremolinaba alrededor de los puestos, las criadas entraban en tropel en las carnicerías, los mozalbetes se detenían estáticos ante el fabricante de turrones, los glotones hacían sus compras de aves, caza y embutidos, en los restaurantes no se encontraba una mesa libre, y yo acariciaba con mi sotana revoloteadoras faldas femeninas, y acechaba con el rabillo del ojo, que mantenía eclesiásticamente fijo en las manos unidas, cabezas de mujer con sombreritos, cofias, velos o pañuelos, y me sentía aturdido por el ajetreo de diligencias y carros, por los gritos, los chillidos, el estruendo.

Excitado por aquella efervescencia, que el abuelo y mi padre, aun por opuestas razones, hasta entonces me habían ocultado, llegueme hasta uno de los lugares legendarios de la Turín de aquel entonces. Vestido de jesuita, y disfrutando con malicia del estupor que levantaba, iba yo al Caffè al Bicerin, cerca del Santuario de la Consolata, a tomarme ese vasito con protección y asa de metal, con su aroma de leche, cacao y otras fragancias. Todavía no sabía que del bicerin escribiría Alejandro Dumas, uno de mis héroes, algunos años más tarde; pero en el curso de mis no más de dos o tres incursiones a aquel lugar mágico, aprendí todo sobre ese néctar, que derivaba de la bavareisa, aunque claro, si en la bavareisa, leche, café y chocolate están mezclados y dulcificados con sirope, en el bicerin los tres ingredientes se sirven en capas separadas y muy calientes, de modo que se pueden pedir tres variedades, pur e fiur, con café y leche; pur e barba, café y chocolate, y ’n poc ’d tut, con los tres ingredientes.

La beatitud de aquel ambiente con el marco exterior de hierro, los carteles de anuncio a los lados, las columnillas y los capiteles de fundición, las boiseries interiores decoradas por espejos, las mesillas de mármol, la barra detrás de la cual sobresalían los botes, con su perfume de almendra, de cuarenta tipos distintos de peladillas… Me gustaba sentarme a observar sobre todo los domingos, porque la bebida era el néctar de quienes, habiendo ayunado para prepararse a la comunión, buscaban consuelo al salir de la Consolata; el bicerin también era muy solicitado en tiempos de ayuno cuaresmal, puesto que el chocolate caliente no se consideraba comida. Hipócritas.

Pero, aparte de los placeres del café y del chocolate, lo que me causaba satisfacción era parecer otra persona: el hecho de que la gente no supiera quién era yo de verdad me daba una sensación de superioridad. Era el dueño de un secreto.

Luego tuve que limitar y, posteriormente, interrumpir aquellas aventuras, porque temía toparme con alguno de mis compañeros, que desde luego no me conocían como tragasantos y me consideraban inflamado por su mismo ardor carbonario.

Con aquellos aspirantes a la patria rebelión, solíamos encontrarnos en la Osteria del Gambero d’Oro. En una calle estrecha y oscura, por encima de una entrada aún más oscura un rótulo con una gamba dorada recitaba All’Osteria del Gambero d’Oro, buon vino e buon ristoro. Dentro se abría un zaguán que servía de cocina y de tasca. Se bebía entre olores de embutidos y de cebolla, a veces se jugaba a la morra, más a menudo, conjurados sin conjura, pasábamos la noche imaginando insurrecciones inminentes. La cocina del abuelo me había acostumbrado a vivir como un sibarita, mientras que en el Gambero d’Oro a lo sumo se podía (si uno tenía buena boca) satisfacer el hambre. Pero había que hacer vida de sociedad, y alejarse de los jesuitas de casa, por lo cual, mejor las aceitosidades del Gambero, con algunos amigos joviales, que las tétricas cenas caseras.

Hacia el alba salíamos con el aliento saturado de ajo y el corazón lleno de ardores patrióticos, y nos perdíamos en una confortable capa de niebla, ideal para sustraerse a la mirada de los espías de la policía. A veces subíamos allende el Po, observando desde lo alto los tejados y los campanarios que flotaban entre aquellos vapores que inundaban la llanura, mientras a lo lejos la basílica de Superga, ya iluminada por el sol, parecía un faro en medio del mar.

Nosotros, los estudiantes, no hablábamos sólo de la Nación futura. Hablábamos, como sucede a esas edades, de mujeres. Con los ojos encendidos, cada uno recordaba una sonrisa robada al mirar hacia un balcón, una mano acariciada al bajar una escalinata, una flor mustia caída de un misal y recogida (decía el embustero) mientras todavía conservaba el perfume de la mano que la colocara entre aquellas sagradas páginas. Yo me retraía, ceñudo, y me ganaba la fama de mazziniano de íntegras y severas costumbres.

Salvo que, una noche, el más licencioso de nuestros compañeros reveló que había descubierto en el desván, bien ocultos en un arcón por su desvergonzadísimo padre, y crápula, algunos de aquellos volúmenes que entonces en Turín se denominaban (en francés) cochons, y al no osar mostrárnoslos en la grasienta mesa del Gambero d’Oro, decidió prestárnoslos por turno, de modo que, cuando llegó el mío, no pude negarme.

De madrugada, hojeé aquellos tomos, que debían ser preciados y caros, encuadernados en tafilete, nervios en el lomo y tejuelo dorado, corte de oro, fleurons dorados en los planos y —algunos— aux armes. Se titulaban Une veillée de jeune fille o Ah! monseigneur, si Thomas nous voyait! Y yo me estremecía al pasar aquellas hojas y ver grabados que hacían que me gotearan ríos de sudor desde los cabellos hasta las mejillas y el cuello: hembras de joven edad que levantaban las faldas para mostrar nalgas de una deslumbrante belleza, ofrecidas al ultraje de machos lascivos. Y no sabía si más me turbaban aquellas redondeces sin pudor o la sonrisa casi virginal de esa doncella, que volvía impúdicamente la cabeza hacia su profanador, con ojos maliciosos y un mohín casto que iluminaba su rostro enmarcado por cabellos corvinos dispuestos en dos moños laterales; o mucho más terribles, tres hembras en un sofá que abrían las piernas enseñando la que debería haber sido la natural defensa de su pubis virginal, una ofreciéndosela a la mano derecha de un semental con los cabellos alborotados, que mientras tanto estaba penetrando y besando a la inverecunda vecina, y a la tercera, descuidando su ingle descubierta, abríale con la mano izquierda el escote apenas licencioso, arrugándole el corsé. Y luego encontré la curiosa caricatura del abad con el rostro granujiento que, al acercar el ojo, resultaba compuesto por desnudos masculinos y femeninos enlazados de las maneras más dispares y penetrados por enormes miembros viriles, muchos de los cuales caían en legión sobre la nuca para formar, con sus testículos, una densa cabellera que terminaba con bucles rechonchos.

No recuerdo cómo acabó aquella noche de gatuperio, cuando el sexo se me presentó en sus aspectos más tremendos (en el sentido sagrado del término, como estruendo del trueno que inspira, junto al sentimiento de lo divino, el temor de lo diabólico y de lo sacrílego). Recuerdo sólo que logré salir de aquella perturbadora experiencia repitiéndome a media voz, como una jaculatoria, la frase de no sé qué escritor de temas sagrados que el padre Pertuso me había hecho aprender de memoria años antes: «La belleza del cuerpo está toda en la piel. En efecto, si los hombres vieran lo que hay debajo de ella, la sola vista de las mujeres les resultaría nauseabunda: esa gracia femenina no es sino sebo, sangre, humores, hiel. Considerad lo que se esconde en las narices, en la garganta, en el vientre… Y nosotros que no osamos tocar ni siquiera con la punta de los dedos el vómito o el estiércol, ¿cómo podemos desear, pues, estrechar entre nuestros brazos un saco de excrementos?».

Quizá a esa edad todavía creía en la justicia divina, y atribuí lo que sucedió el día siguiente a su venganza por aquella noche atroz. Encontré al abuelo reclinado en su sillón, boqueando mientras asía un papel arrugado entre las manos. Llamamos al médico, cogí la carta y leí que mi padre había sido traspasado mortalmente por una bala francesa mientras defendía la República Romana, precisamente ese mes de junio de 1849 en que el general Oudinot, por encargo de Luis Napoleón, acudió a liberar el sagrado solio de mazzinianos y garibaldinos.

El abuelo no murió, y eso que tenía más de ochenta años, pero durante días estuvo encerrado en un silencio resentido, no se sabe si odiando a los franceses o a los papistas que le habían matado al hijo, o al hijo que irresponsablemente había osado desafiarlos, o a los patriotas en su conjunto que lo habían corrompido. De vez en cuando dejaba escapar quejosos silbidos, aludiendo a la responsabilidad de los judíos en esas circunstancias que agitaban Italia al igual que hacía cincuenta años habían trastornado Francia.

Quizá para evocar a mi padre, me paso largas horas en la buhardilla con las novelas que ha dejado, y consigo interceptar el José Bálsamo de Dumas, que llega por correo cuando él ya no lo podrá leer.

Este libro prodigioso cuenta, como todo el mundo sabe, las aventuras de Cagliostro y cómo urdió la trama del collar de la reina, logrando en una sola tanda arruinar moral y financieramente al cardenal de Rohan, comprometer a la soberana y exponer al ridículo a toda la corte, hasta el punto que muchos consideraban que el fraude de Cagliostro contribuyó a minar el prestigio de la institución monárquica de tal manera que preparó ese clima de descrédito que llevaría a la Revolución del 89.

Pero Dumas hace mucho más, y ve en Cagliostro, esto es, en José Bálsamo, a un hombre capaz de organizar de forma consciente no sólo una estafa sino un complot patriótico a la sombra de la masonería universal.

Me fascinaba la ouverture. Escena: el mont Tonerre, el monte del Trueno. En la orilla izquierda del Rhin, a pocas leguas de Worms, empiezan a elevarse las primeras cordilleras de una serie de lúgubres montañas, la silla del Rey, la roca de los Halcones, la cresta de la Serpiente, y la más elevada de todas, el monte del Trueno. El día 6 de mayo de 1770 (casi veinte años antes del estallido de la fatídica Revolución), en el momento en que se ocultaba el sol tras la aguja de la catedral de Estrasburgo, dividiéndolo casi en dos hemisferios de fuego, un Desconocido que venía de Maguncia, al subir las laderas de esa montaña, en cierto momento abandonaba a su caballo y le capturaban unos seres enmascarados que, tras haberlo vendado, lo llevaban más allá del bosque a un claro donde los esperaban trescientos fantasmas envueltos en sudarios y armados con espadas de dos filos, los cuales inmediatamente lo sometían a un prolongado interrogatorio.

¿Qué deseas? Ver la luz. ¿Estás dispuesto a jurar? Y lo sometían a una serie de pruebas, como beber la sangre de un traidor que acababan de matar, dispararse a la sien con una pistola para experimentar el propio sentido de la obediencia, y paparruchas semejantes, que evocaban rituales masónicos de ínfimo rango, bien conocidos también por los lectores populares de Dumas, hasta que el viajero decidía cortar por lo sano y dirigirse altanero a la congregación, aclarando que conocía todos sus ritos y trucos y que, por lo tanto, dejaran de hacer teatro, porque él era algo más que todos ellos, era el jefe por derecho divino de aquella congregación masónica universal.

Y llamaba, para ponerlos bajo su dominio, a los miembros de las logias masónicas de Estocolmo, de Londres, de Nueva York, de Zurich, de Madrid, de Varsovia, y de diferentes países asiáticos, todos ellos congregados en el monte del Trueno.

¿Por qué estaban reunidos allí los masones de todo el mundo? El Desconocido ahora lo explicaba: pedía la mano de hierro, la espada de fuego, y las balanzas de diamante para echar al Impuro de la tierra, es decir, envilecer y destruir a los dos grandes enemigos de la humanidad, el trono y el altar (bien me había dicho el abuelo que el lema del infame Voltaire era écrasez l’infame). El Desconocido recordaba entonces que él vivía, como todo buen nigromante de su época, desde hacía miles de generaciones, desde antes de Moisés y quizá de Asurbanipal, y llegaba de Oriente para anunciar que la hora había llegado. Los pueblos forman una inmensa falange que marcha sin cesar hacia la luz, y Francia estaba en la vanguardia de esa falange. Había de serle colocada la antorcha verdadera de tal marcha para que alumbrara de nuevo al mundo incendiándolo. En Francia todavía reinaba un rey viejo y corrupto, a quien le aguardaban pocos años de vida. Aunque uno de los congregados —que luego resultaba ser Lavater, el excelso fisonomista— intentaba hacer notar que el rostro de su dos jóvenes sucesores (el futuro Luis XVI y su mujer María Antonieta) revelaba una índole buena y caritativa, el Desconocido (en el cual los lectores probablemente deberían haber reconocido a ese José Bálsamo que en el libro de Dumas todavía no había sido mencionado) recordaba que no había que cuidarse de la humana piedad cuando se trataba de hacer avanzar la antorcha del progreso. En el término de veinte años la monarquía francesa había de ser borrada de la faz de la tierra.

A esas alturas cada representante de cada logia de cada país se adelantaba ofreciendo quiénes hombres, quiénes riquezas, para el triunfo de la causa republicana y masónica, con el lema del lilia pedibus destrue, pisotea y destruye el lis de Francia.

No me pregunté si el complot de cinco continentes no era demasiado para modificar la ordenación constitucional de Francia. En el fondo, un piamontés de aquel entonces consideraba que en el mundo existían sólo Francia, ciertamente Austria, quizá muy, muy lejos la Cochinchina, pero ningún otro país digno de atención, excepto, obviamente, el Estado Pontificio. Ante la puesta en escena de Dumas (venerando como veneraba yo a ese gran autor) me preguntaba si el Vate no habría descubierto, al relatar una sola confabulación, cómo decirlo, la Forma Universal de todas las confabulaciones posibles.

Olvidemos el monte del Trueno, la orilla izquierda del Rhin, la época —me decía—.

Pensemos en conjurados que proceden de todas las partes del mundo en representación de los tentáculos de su secta extendida por todos los países, reunámoslos en un claro, en una cueva, en un castillo, en un cementerio, en una cripta, con tal de que sea un lugar razonablemente oscuro, hagamos que cada uno de ellos pronuncie un discurso que ponga al desnudo sus maquinaciones, y la voluntad de conquistar el mundo… Yo siempre he conocido personas que temían el complot de algún enemigo oculto, los judíos para el abuelo, los masones para los jesuitas, los jesuitas para mi padre garibaldino, los carbonarios para los reyes de media Europa, el rey aguijado por los curas para mis compañeros mazzinianos, los Iluminados de Baviera para las policías de medio mundo y, ea, quién sabe cuánta gente más en este mundo piensa que una conspiración la está amenazando. He aquí una forma que se puede rellenar al gusto, a cada uno su complot.

Dumas era de verdad un profundo conocedor del alma humana. ¿A qué aspira cada uno, tanto más cuanto más desventurado y menos amado por la fortuna? Al dinero pero conquistado sin esfuerzo, al poder (qué voluptuosidad mandar sobre un semejante, y humillarlo) y a la venganza por todos los agravios sufridos (teniendo en cuenta que cada cual en su vida ha soportado por lo menos un agravio, por pequeño que sea). Y ahí tenemos a Dumas, que en Montecristo te demuestra cómo es posible adquirir una enorme riqueza, capaz de darte un poder sobrehumano, y hacer pagar a tus enemigos todas sus deudas. Pero claro, se pregunta cada cual, ¿por qué a mí, en cambio, la suerte me ha desfavorecido (o por lo menos, no me ha favorecido todo lo que yo quisiera)?, ¿por qué se me han negado favores concedidos a otros que se los merecen menos que yo? Puesto que nadie piensa que sus desventuras puedan ser atribuidas a su poquedad, tendrá que encontrar un culpable. Dumas ofrece a la frustración de todos (a los individuos y a los pueblos) la explicación de su fracaso. Ha sido alguien, reunido en el monte del Trueno, quien ha proyectado tu ruina…

Pensándolo mejor, además, Dumas no se había inventado nada: sólo había dado forma de narración a lo que, según el abuelo, revelara el abate Barruel. Lo cual me sugería que, si quisiera vender de algún modo la revelación de un complot, no había de ofrecerle al cliente nada original, sino sólo y exclusivamente lo que ya sabía o lo que habría podido llegar a saber más fácilmente por otras vías. La gente cree sólo lo que ya sabe, y ésta era la belleza de la Forma Universal del Complot.

Era el año 1855, ya tenía yo veinticinco años, me había licenciado en Derecho y todavía no sabía qué hacer con mi vida. Frecuentaba a los antiguos compañeros sin entusiasmarme demasiado por sus estremecimientos revolucionarios, pues anticipaba siempre algunos meses, con escepticismo, sus desilusiones: ahí está Roma completamente reconquistada por el Papa, y Pío IX que, de pontífice de las reformas, se vuelve más reaccionario que sus predecesores; ahí se desvanecen —por mala suerte o por cobardía— las esperanzas de que Carlos Alberto se convierta en el heraldo de la unidad italiana; ahí se restablece, tras arrolladores movimientos socialistas que inflaman todos los ánimos, el Imperio en Francia; ahí tenemos al nuevo gobierno piamontés que, en lugar de liberar Italia, manda soldados para hacer una guerra inútil en Crimea…

Y ni siquiera podía leer ya aquellas novelas que me habían formado más de lo que habían sabido hacer mis jesuitas, porque en Francia un consejo superior de la universidad, donde quién sabe por qué se sentaban tres arzobispos y un obispo, promulgó la así llamada enmienda Riancey, que tasaba con cinco céntimos por número cada periódico que publicara folletines por entregas. Para los que sabían poco de negocios editoriales, la noticia tenía escaso relieve, pero mis compañeros y yo captamos en seguida su alcance: la tasa era demasiado alta y los periódicos franceses habrían de renunciar a publicar novelas; la voz de aquellos que habían denunciado los males de la sociedad, como Sue y Dumas, se verían obligadas a callar para siempre.

Con todo, el abuelo, cada vez más ido en ciertos momentos, pero en otros muy lúcido para registrar lo que sucedía a su alrededor, se quejaba de que el gobierno piamontés, desde que lo habían tomado en sus manos masones como D’Azeglio y Cavour, se había transformado en una sinagoga de Satán.

—Date cuenta, muchacho —decía—, las leyes de ese Siccardi han abolido los privilegios del clero. ¿Por qué abolir el derecho de asilo en los lugares sagrados? ¿Acaso tiene una iglesia menos derechos que una gendarmería? ¿Por qué abolir el tribunal eclesiástico para los religiosos acusados de delitos comunes? ¿Acaso la Iglesia no tiene derecho a juzgar a los suyos? ¿Por qué abolir la censura religiosa preventiva sobre las publicaciones? ¿Es que ya todos pueden decir lo que les agrada, sin consideración y sin respeto por la fe y la moral? Y cuando nuestro arzobispo Fransoni ha invitado al clero de Turín a desobedecer estos decretos, ¡lo han arrestado como a un malhechor y condenado a un mes de cárcel! Y ahora hemos llegado a la supresión de las órdenes mendicantes y contemplativas, casi seis mil religiosos. El Estado se incauta de sus bienes, y dicen que servirán para el pago de las prebendas de los párrocos; pero si juntas todos los bienes de estas órdenes, alcanzas una cifra que es diez, qué digo, cien veces todas las prebendas del Reino, ¡y el gobierno se gastará este dinero en la escuela pública donde se enseñará lo que no sirve a los humildes, o lo usará para adoquinar los guetos! Y todo bajo la divisa «Libre Iglesia en libre Estado», donde quien al final es verdaderamente libre de prevaricar es el Estado y sólo él. La verdadera libertad es el derecho del hombre a seguir la ley de Dios, a merecerse el paraíso o el infierno. Ahora, en cambio, se entiende por libertad la posibilidad de elegir las creencias y las opiniones que más te agradan, pues tanto vale la una como la otra; y al Estado le es igual que tú seas masón, cristiano, judío o seguidor del Gran Turco. De este modo se vuelve uno indiferente a la Verdad.

—Hijo, hijo —lloró una noche el abuelo, que en su postración ya no me distinguía de mi padre y hablaba jadeando y gimiendo—, así desaparecen canónigos de Letrán, regulares de San Egidio, carmelitas calzados y descalzos, cartujos, benedictinos casinienses, cistercienses, olivetanos, mínimos, menores conventuales, menores de la observancia, menores reformados, menores capuchinos, oblatos de Santa María, pasionistas, dominicos, mercedarios, siervos de María, padres del Oratorio, y además clarisas, adoratrices, celestes o de la Santísima Anunciación, bautistinas.

Y, mientras desgranaba esta lista como un rosario, agitándose más y más hasta llegar casi a olvidarse de respirar, mandó que sirvieran a la mesa el civet, con su tocino, su mantequilla, su harina, su perejil, su medio litro de Barbera, su liebre cortada en pedazos del tamaño de un huevo, corazón e hígado incluidos, sus cebolletas, su sal, su pimienta, sus especias y su azúcar. Casi, casi se había repuesto, pero entonces, de repente, abrió mucho los ojos y se apagó, con un eructo leve.

El péndulo da la medianoche y me avisa de que hace demasiado tiempo que escribo casi ininterrumpidamente. Ahora, por mucho que me esfuerce, no consigo recordar nada más de los años que siguieron a la muerte del abuelo.

La cabeza me da vueltas.