3

Chez Magny

25 de marzo de 1897, al alba

Chez Magny… Yo me conozco como amante de la buena cocina y, por lo que recuerdo, en aquel restaurante de la rue de la Contrescarpe-Dauphine no se pagaban más de diez francos por barba, y la calidad se correspondía con el precio. Pero no se puede ir todos los días a comer a Foyot. Muchos, en los años pasados, iban a comer a Magny para admirar de lejos a escritores ya célebres como Gautier o Flaubert, y antes aún a aquel pianista polaco medio tísico mantenido por una degenerada que deambulaba con pantalones. Yo le eché un vistazo una noche y me salí en seguida. Los artistas, aun de lejos, son insoportables, y no hacen más que mirar a su alrededor para ver si los estamos reconociendo.

Luego los «grandes» abandonaron Magny, y emigraron al Brébant-Vachette, en el boulevard de la Poissonière, donde se comía mejor y se pagaba más, pero se ve que carmina dant panem. Y cuando Magny, válgame la expresión, se purificó, de vez en cuando me dio por frecuentarlo, desde principios de los años ochenta.

Había visto que iban a comer los hombres de ciencia, por ejemplo, químicos ilustres como Berthelot y muchos médicos de La Salpêtrière. El hospital no está precisamente a tiro de piedra, pero quizá aquellos clínicos experimentaban placer en darse un breve paseo por el Barrio Latino en lugar de comer en las inmundas gargottes donde van los parientes de los enfermos. Los discursos de los médicos son interesantes porque atañen siempre a las debilidades de los demás, y en Magny, para superar el ruido, todos hablan en voz alta, de suerte que un oído adiestrado siempre puede captar algo digno de nota.

Vigilar no quiere decir intentar saber algo preciso. Todo, incluso lo irrelevante, puede ser útil algún día. Lo importante es saber lo que los demás no saben que sabes.

Si los literatos y los artistas se sentaban siempre en torno a mesas comunes, los hombres de ciencia almorzaban solos, como yo. Empero, después de coincidir algunas veces como vecinos de mesa, se empieza a entrar en relación. El primero con el que entablé relación fue con el doctor Du Maurier, un individuo sobremanera odioso, tanto que uno se preguntaba cómo podía un psiquiatra (que eso era) inspirar confianza a sus pacientes exhibiendo un rostro tan desagradable. La cara envidiosa y lívida de uno que se considera un eterno segundón. En efecto, dirigía una pequeña clínica para enfermos de los nervios en Vincennes, pero sabía perfectamente que su sanatorio nunca llegaría a gozar de la fama y de las rentas de la clínica del más célebre doctor Blanche. Aunque Du Maurier murmuraba sarcástico que hacía treinta años la había visitado un tal Nerval (en su opinión, poeta de cierto mérito) y los cuidados del famosísimo sanatorio Blanche lo llevaron al suicidio.

Otros dos comensales con los que establecí buenas relaciones eran los doctores Bourru y Burot, dos tipos singulares que parecían hermanos gemelos, vestidos siempre con el mismo corte de traje, los mismos mostachos negros y la barbilla lampiña, con el cuello siempre ligeramente sucio, lo que era inevitable, considerando que estaban de viaje en París, ya que ejercían en la École de Médecine de Rochefort y venían a la capital sólo algunos días al mes, para seguir los experimentos de Charcot.

—¿Cómo, hoy no hay puerros? —preguntó un día irritado Bourru.

Y Burot escandalizado:

—¿No hay puerros?

Mientras el camarero se excusaba, intervine desde la mesa de al lado:

—Pero hay unas excelentes barbas cabrunas. Yo las prefiero a los puerros.

Luego canturreé sonriendo:

Tous les légumes,

au clair de lune

étaient en train de s’amuser

et les passants les regardaient.

Les cornichons

dansaient en rond,

les salsifís

dansaient sans bruit…

Convencidos, los dos comensales eligieron los salsifís. Y a raíz de ello se entabló un trato cordial, dos días al mes.

—Ved, señor Simonini —me explicaba Bourru—, el doctor Charcot está estudiando a fondo la histeria, una forma de neurosis que se manifiesta con distintas reacciones psicomotoras, sensoriales y vegetativas. Antaño se la consideraba un fenómeno exclusivamente femenino, derivado de trastornos de la función uterina, pero Charcot ha intuido que las manifestaciones histéricas están igualmente extendidas en los dos sexos, y pueden incluir parálisis, epilepsia, ceguera o sordera, dificultades para respirar, hablar, tragar.

—El colega —intervenía Burot— todavía no ha dicho que Charcot pretende haber puesto a punto una terapia que cura los síntomas.

—A eso iba —respondía picado Burot—. Charcot ha elegido el camino del hipnotismo, que hasta ayer era materia de charlatanes como Mesmer. Los pacientes, sometidos a hipnosis, deberían evocar episodios traumáticos que están en la raíz de su histeria, y curarse al tomar conciencia de ellos.

—¿Y se curan?

—Éste es el punto, señor Simonini —decía Bourru—; a nosotros, lo que sucede con cierta frecuencia en La Salpêtrière nos sabe más a teatro que a sanatorio psiquiátrico.

Entendámonos, no es que queramos poner en cuestión las infalibles cualidades diagnósticas del Maestro…

—No es para ponerlas en duda —confirmaba Burot—. Es la técnica del hipnotismo en sí la que…

Bourru y Burot me explicaron los diferentes métodos para hipnotizar, desde los sistemas aún charlatanescos de un tal abate Faria (se me pusieron las orejas de punta con ese nombre dumasiano, pero es bien sabido que Dumas saqueaba crónicas verdaderas) hasta los métodos ya científicos del doctor Braid, un auténtico pionero.

—Claro que ahora —decía Bourru— se siguen métodos más sencillos.

—Y más eficaces —precisaba Burot—. Se hace oscilar ante el enfermo una medalla o una llave, diciéndole que la mire fijamente: en el lapso de uno a tres minutos las pupilas del individuo adoptan un movimiento oscilatorio, el pulso baja, los ojos se cierran, el rostro expresa una sensación de descanso, y el sueño puede durar hasta veinte minutos.

—Hay que decir —corregía Bourru— que depende del individuo, porque la magnetización no tiene que ver con la transmisión de fluidos misteriosos (como pretendía ese bufón de Mesmer) sino de fenómenos de autosugestión. Los santones indios obtienen el mismo resultado mirándose atentamente la punta de la nariz; y los monjes del monte Athos, clavando su mirada en el ombligo.

»Nosotros no creemos mucho en estas formas de autosugestión —dijo Burot—, aunque no hacemos sino poner en práctica intuiciones propias de Charcot, antes de que empezara a prestarle tanta fe a eso del hipnotismo. Nos estamos ocupando de casos de variaciones de la personalidad, o sea, de pacientes que un día piensan que son una persona y el día siguiente otra, y las dos personalidades se ignoran la una a la otra. El año pasado entró en nuestro hospital un tal Louis.

—Un caso interesante —precisó Bourru—, acusaba parálisis, anestesias, contracturas, espasmos musculares, hiperestesias, mutismo, irritaciones cutáneas, hemorragias, tos, vómito, ataques epilépticos, catatonia, sonambulismo, baile de san Vito, malformaciones del lenguaje…

—A veces creía ser un perro —añadía Burot—, o una locomotora de vapor. Y además, tenía alucinaciones persecutorias, restricción del campo visivo, alucinaciones gustativas, olfativas y visuales, congestión pulmonar pseudotuberculosa, cefaleas, dolores de estómago, estreñimiento, anorexia, bulimia y letargia, cleptomanía…

—En fin —concluía Bourru—, un cuadro normal. Ahora bien, nosotros, en lugar de recurrir a la hipnosis, aplicamos una barra de acero en el brazo derecho del enfermo y, como por encanto, se nos apareció un personaje nuevo. Parálisis e insensibilidad habían desaparecido del lado derecho para transferirse al izquierdo.

—Estábamos ante otra persona —aclaraba Burot—, que no recordaba nada de lo que era un instante antes. En uno de sus estados, Louis era abstemio y en el otro se volvía incluso aficionado a la bebida.

—Nótese —decía Bourru— que la fuerza magnética de una sustancia actúa también a distancia. Por ejemplo, sin que el sujeto lo sepa, se coloca bajo su silla una botellita que contenga una sustancia alcohólica. En ese estado de sonambulismo, el sujeto mostrará todos los síntomas de la borrachera.

—Vos comprendéis cómo nuestras prácticas respetan la integridad física del paciente —concluía Burot—. El hipnotismo hace que el sujeto pierda el conocimiento, mientras que con el magnetismo ningún órgano sufre una conmoción violenta, sino que se produce una carga progresiva de los plexos nerviosos.

De esa conversación saqué la convicción de que Bourru y Burot eran dos imbéciles que atormentaban con sustancias urticantes a unos pobres dementes, y me sentí reconfortado en mi convicción al ver que el doctor Du Maurier, que seguía esa conversación desde la mesa de al lado, meneaba la cabeza a menudo.

—Querido amigo —me dijo dos días más tarde—, tanto Charcot como nuestros dos esculapios de Rochefort, en lugar de analizar lo vivido por sus pacientes y preguntarse qué quiere decir tener dos conciencias, se dedican a preocuparse de si se puede actuar sobre ellos con el hipnotismo o con las barras de metal. El problema es que, en muchos individuos, el paso de una personalidad a otra se produce de manera espontánea, con formas y tiempos imprevisibles. Podríamos hablar de autohipnotismo. Yo creo que Charcot y sus discípulos no han reflexionado bastante sobre las experiencias del doctor Azam y sobre el caso de Félida. Todavía sabemos poco sobre estos fenómenos: el trastorno de memoria puede tener como causa una disminución del flujo de sangre en una parte aún desconocida del cerebro y la constricción momentánea de los vasos puede estar provocada por el estado de histeria. Entonces, en las pérdidas de memoria, ¿dónde disminuye el flujo de sangre?

—¿Dónde disminuye?

—Éste es el punto. Sabéis que nuestro cerebro tiene dos hemisferios. Puede haber, por lo tanto, individuos que a veces piensan con un hemisferio completo y a veces con uno incompleto, desprovisto de la facultad de memoria. Yo, en la clínica, me encuentro con un caso muy parecido al de Félida. Una joven de poco más de veinte años, de nombre Diana.

Aquí Du Maurier se detuvo un instante, como si temiera confesar algo reservado.

—Una pariente la confió a mis cuidados hace dos años y luego falleció; dejó de pagar la pensión, obviamente, pero qué debía hacer yo, ¿poner a la paciente en la calle? Sé poco de su pasado. Parece ser, según sus relatos, que desde la adolescencia empezó a notar, cada cinco o seis días y tras una emoción, dolores en las sienes, después de lo cual caía como en sueños. Lo que ella llama sueño, en realidad, son ataques histéricos: cuando se despierta, o se tranquiliza, es completamente distinta de antes, esto es, entra en lo que ya el doctor Azam llamaba «condición segunda». En la condición que llamaríamos normal, Diana se comporta como la adepta de una secta masónica… No me interpretéis mal. También yo pertenezco al Gran Oriente, esto es, a la masonería de las personas respetables, pero quizá vos sepáis que existen varias «obediencias» de tradición templaria, con extrañas propensiones a las ciencias ocultas, y algunas de ellas (minorías por fortuna, naturalmente) se inclinan hacia los ritos satánicos. En la condición que, por desgracia, es necesario definir como «normal», Diana se considera adepta de Lucifer y cosas por el estilo, pronuncia discursos licenciosos, cuenta episodios lúbricos, intenta seducir a los enfermeros e incluso a mí, siento tener que decir algo tan embarazoso, entre otras cosas porque Diana es una mujer atractiva. Yo considero que, en esa condición, se resiente de traumas que sufrió en el curso de su adolescencia, e intenta huir de esos recuerdos entrando a intervalos en la condición segunda. En esa condición, Diana parece una criatura dócil y candorosa, es una buena cristiana, pide siempre el libro de oraciones, quiere salir para ir a misa. Pero el fenómeno singular, que se producía también con Félida, es que, en la condición segunda, Diana, cuando es la Diana virtuosa, recuerda perfectamente cómo era en su condición normal y se aflige, y se pregunta cómo ha podido ser tan malvada, y se castiga con un cilicio, hasta el punto de que a la condición segunda la llama «su estado de razón», y evoca la condición normal como un período en el que era esclava de las alucinaciones. En cambio, en la condición normal, Diana no se acuerda de nada de lo que hacía en la condición segunda. Los dos estados se alternan a intervalos imprevisibles, y la paciente a veces se queda en una u otra condición durante muchos días. Estaría de acuerdo con el doctor Azam en hablar de «sonambulismo perfecto». En efecto, no sólo los sonámbulos, sino también los que toman drogas, opio, haxix, belladona, o abusan del alcohol, hacen cosas de las que no se acuerdan al despertarse.

No sé por qué el relato de la enfermedad de Diana me intrigó tanto, pero recuerdo haberle dicho a Du Maurier:

—Hablaré de ella con un conocido que se ocupa de casos piadosos como éste y sabe dónde dar asilo a una muchacha huérfana. Le mandaré al abate Dalla Piccola, un religioso muy poderoso en el ámbito de las obras pías.

Así pues, cuando yo hablaba con Du Maurier conocía, como poco, el nombre de Dalla Piccola. Pero ¿por qué estaba tan preocupado por esa Diana?

Llevo escribiendo ininterrumpidamente desde hace horas, el pulgar me duele, me he limitado a comer siempre en mi mesa de trabajo, untando paté y mantequilla en el pan, con alguna copa de Château Latour, para excitar la memoria.

Debería haberme gratificado, qué sé yo, con una visita a Brébant-Vachette, pero hasta que haya entendido quién soy, no puedo dejarme ver por ahí. Con todo, tarde o temprano, tendré que aventurarme por la place Maubert, para traer a casa algo de comida.

Por ahora no pensemos en ello, y volvamos a escribir.

En aquellos años (me parece que era el 85 o el 86), conocí en Magny a quien sigo recordando como el doctor austriaco. Ahora me vuelve a las mientes su nombre, se llamaba Froïde (creo que se escribe así), un médico de unos treinta años —no cabe duda de que iba a Magny sólo porque no podía permitirse nada mejor— que estaba realizando un período de prácticas con Charcot. Solía sentarse en la mesa de al lado y, al principio, nos limitábamos a intercambiar un educado gesto de la cabeza. Lo juzgué de naturaleza melancólica, un poco perdido, tímidamente deseoso de que alguien escuchara sus confidencias para descargarse un tanto de sus ansias. En dos o tres ocasiones había buscado pretextos para intercambiar alguna palabra, pero yo siempre me mantuve distante.

Aunque el nombre Froïde no me sonaba como Steiner o Rosenberg, bien sabía yo que todos los judíos que viven y se enriquecen en París tienen nombres alemanes; receloso de su nariz ganchuda, se lo pregunté un día a Du Maurier, quien hizo un gesto vago, añadiendo «No lo sé muy bien, pero en cualquier caso yo mantengo las distancias, judío y alemán es una mezcla que no me gusta».

—¿No es austriaco? —pregunté.

—Lo mismo da, ¿no? Misma lengua, misma forma de pensar. No he olvidado a los prusianos desfilando por los Champs-Élysées.

—Me dicen que la profesión médica es una de las más practicadas entre los judíos, tanto como el préstamo con usura. La verdad es que es mejor no tener nunca necesidad de dinero y no caer nunca enfermos.

—Pero también hay médicos cristianos —sonrió gélido Du Maurier.

Había metido la pata.

Entre los intelectuales parisinos, hay quienes antes de expresar la propia repugnancia hacia los judíos, conceden que algunos de sus mejores amigos son judíos. Hipocresía. No tengo amigos judíos (Dios me guarde), siempre he evitado a los judíos. Quizá los haya evitado por instinto, porque al judío (mira qué casualidad, como al alemán) se lo reconoce por el olor (lo ha dicho también Victor Hugo, fetor judaica), y con ésa y otras señales se reconocen entre ellos, como les sucede a los pederastas. Me recordaba el abuelo que su olor se debe al uso descomedido de ajo y cebolla, y quizá de la carne de carnero y de ganso, embutidas de azúcares viscosos que las vuelven atrabiliarias. Pero debe de ser también la raza, la sangre infecta, la espalda encorvada. Son todos comunistas, véanse Marx, y Lasalle, y en esto, por una vez, tenían razón mis jesuitas.

Yo, a los judíos, los he evitado siempre, entre otras cosas porque presto atención a los nombres. Los judíos austriacos, nada más enriquecerse, se compraban nombres graciosos, de flor, de piedra preciosa o de metales nobles, de donde Silbermann o Goldstein. Los más pobres adquirían nombres como Grünspan, o sea, cardenillo. En Francia, como en Italia, se han disfrazado adoptando nombres de ciudades o de lugares, como Ravenna, Modena, Picard, Flamand, a veces se han inspirado en el calendario revolucionario (Froment, Avoine, Laurier); lo cual es justo, visto que sus padres fueron los artífices ocultos del regicidio. Pero hay que estar atentos a los nombres propios que a veces enmascaran nombres judíos, Mauricio viene de Moisés, Isidoro de Isaac, Eduardo de Arón, Jaime de Jacob y Alfonso de Adán…

¿Segismundo es un nombre judío? Decidí por instinto no darle confianza a ese medicastro, pero un día, Froïde, mientras cogía el salero, lo tiró. Entre vecinos de mesa se deben respetar ciertas normas de cortesía y le alargué el mío observando que, en ciertos países, volcar la sal era un mal augurio, y él, riendo, contestó que no era supersticioso. A partir de ese día empezamos a intercambiar algunas palabras. Él pedía disculpas por su francés, que decía demasiado forzado, pero se hacía entender a la perfección. Son nómadas por vicio y deben adaptarse a todas las lenguas. Dije amablemente:

—Sólo debéis acostumbrar un poco más el oído.

Y él me sonrió con gratitud. Taimada.

Froïde era mentiroso también porque era judío. Yo siempre había oído decir que los de su raza tienen que tomar comidas especiales, cocinadas a su manera, y por eso están siempre metidos en sus guetos, mientras que Froïde comía con ganas todo lo que le proponían en Magny, y no le hacía ascos a un vaso de cerveza en cada comida.

Una noche parecía que quisiera franquearse. Había pedido ya dos cervezas, y después del postre, mientras fumaba nerviosamente, pidió una más. En determinado momento, mientras hablaba agitando las manos, volvió a tirar la sal por segunda vez.

—No es que sea torpe —se excusó—, es que estoy nervioso. Hace tres días que no recibo correo de mi prometida. No pretendo que me escriba casi a diario como hago yo, pero este silencio me inquieta. Tiene la salud delicada, y yo sufro terriblemente por no poder estar cerca de ella. Y, además, necesito su aprobación, haga lo que haga. Quisiera que me escribiera qué piensa de mi cena en casa de Charcot. Porque habéis de saber, señor Simonini, que me invitaron a cenar a casa del gran hombre, hace unas noches. No a todo joven doctor de visita le sucede, y menos aún a un extranjero.

Ahí está, me dije, el pequeño parvenu semita, que se introduce en las buenas familias para hacer carrera. Y esa congoja por su prometida, ¿no traicionaba la naturaleza sensual y voluptuosa del judío, siempre orientado hacia el sexo? Piensas en ella por las noches, ¿verdad? Y a lo mejor hasta te tocas fantaseando con ella, también tú necesitarías leerte a Tissot. Pero le dejé que siguiera contando.

—Había invitados de categoría, el hijo de Daudet, el doctor Strauss, el asistente de Pasteur, el profesor Beck del Instituto y Emilio Toffano, el gran pintor italiano. Una velada que me costó catorce francos, una hermosa corbata negra de Hamburgo, guantes blancos, una camisa nueva y el frac, por primera vez en mi vida. Y por primera vez en mi vida me recorté la barba, a la francesa. En cuanto a la timidez, un poco de cocaína para soltarme la lengua.

—¿Cocaína? ¿No es un veneno?

—Todo es veneno, si uno toma dosis exageradas, incluso el vino. Pero llevo dos años estudiando esta prodigiosa substancia. Mirad, la cocaína es un alcaloide que se aísla de una planta que los indígenas de América mastican para soportar la alturas andinas. A diferencia del opio y del alcohol, provoca estados mentales exaltados sin por ello tener efectos negativos. Es excelente como analgésico, sobre todo en oftalmología o para curar el asma, útil en el tratamiento del alcoholismo y de las toxicomanías, perfecta contra el mareo, estupenda contra la diabetes; hace desaparecer como por arte de magia el hambre, el sueño, el cansancio, es un buen sustituto del tabaco, cura dispepsias, flatulencias, cólicos, gastralgias, hipocondría, irritación espinal, fiebre del heno, y es un válido reconstituyente en casos de tisis y cura la hemicránea; de sobrevenir una caries aguda, basta con introducir en la cavidad un poco de algodón embebido en una solución al cuatro por ciento y el dolor se calma en seguida. Y, sobre todo, es maravillosa para infundir confianza en los deprimidos, levantar el espíritu, dar brío y generar optimismo.

El doctor estaba ya en su cuarto vaso y, evidentemente, tenía embriaguez melancólica.

Acercábase a mí, como si quisiera confesarse.

—La cocaína es óptima para alguien como yo que, como le digo siempre a mi adorable Marta, no se considera muy atractivo, que en mi juventud nunca fui joven y que ahora que ya tengo mis treinta años no consigo llegar a ser un hombre maduro. Hubo un tiempo en el que yo era todo ambición y ganas de aprender, y no pasaba día sin que me sintiera atribulado por el hecho de que la madre naturaleza en uno de sus momentos de clemencia no me hubiera impreso la marca de ese genio que de vez en cuando concede a algunos.

Se detuvo de golpe con el aire de quien se da cuenta de que ha puesto su propia alma al desnudo. Pequeño judío quejica, me dije. Y decidí ponerle en apuros.

—¿No se habla de la cocaína como de un afrodisíaco? —pregunté.

Froïde se puso colorado:

—También tiene esa virtud, al menos me lo parece, pero… no tengo experiencias al respecto. Como hombre no soy sensible a tales pruritos. Y, como médico, el sexo no es un argumento que me atraiga. Aunque se empieza a hablar mucho de sexo también en La Salpêtrière. Charcot ha expuesto que una paciente suya, una tal Augustine, en una fase avanzada de sus manifestaciones histéricas reveló que el trauma inicial consistía en una violencia sexual sufrida de niña. Naturalmente, no niego que entre los traumas que desencadenan la histeria pueda haber fenómenos vinculados con el sexo, faltaría más.

Sencillamente, me parece exagerado reducirlo todo al sexo. Pero quizá sea mi pruderie de pequeño burgués la que me mantiene alejado de tales problemas.

No, me decía yo, no es tu pruderie, es que como todos los circuncidados de tu raza, estás obsesionado por el sexo, pero intentas olvidarlo. Quiero ver, cuando pongas tus sucias manos encima de esa Marta tuya, si no la dejas preñada de una sarta de pequeños judíos y no la vuelves tísica por el esfuerzo… Mientras tanto Froïde seguía:

—El problema mío, más bien, es que he agotado mi reserva de cocaína y estoy volviendo a caer en la melancolía; los médicos de antaño habrían dicho que tengo un trasvase de bilis negra. Antes encontraba el preparado en Merck y Gehe, pero han tenido que suspender su producción porque recibían sólo materia prima de baja calidad. Las hojas frescas sólo las pueden trabajar en América y la mejor producción es la de Parke y Davis de Detroit, una variedad más soluble, de color puro y olor aromático. Tenía cierta reserva, pero aquí en París no sabría a quién dirigirme.

Un anillo al dedo para uno que está al día de todos los secretos de place Maubert y alrededores. Conocía a ciertos individuos a los que bastaba mencionarles no sólo la cocaína, sino un diamante, un león disecado o una garrafa de vitriolo, y al día siguiente te lo traían, sin que hubiera que preguntarles de dónde lo habían sacado. Para mí la cocaína es un veneno, me decía, y contribuir a envenenar a un judío no me disgusta. Así es que le dije al doctor Froïde que a la vuelta de unos días le haría llegar una buena reserva de su alcaloide. Naturalmente, Froïde no dudó de que mis procedimientos fueran menos que irreprensibles. Es que, le dije, nosotros los anticuarios conocemos a la gente más variada.

Todo esto no tiene nada que ver con mi problema, pero era para decir cómo, al final, nos tomamos confianza y hablábamos de cosillas. Froïde era facundo y gracioso, quizá yo estaba equivocado y no era judío. Es que se conversaba con él mejor que con Bourru y Burot, y un día que llegamos a hablar de los experimentos de estos últimos, aludí a la paciente de Du Maurier.

—¿Creéis —le pregunté— que una enferma de ese tipo puede curarse con los imanes de Bourru y Burot?

—Querido amigo —contestó Froïde—, en muchos de los casos que examinamos se le da demasiada importancia al aspecto físico, olvidando que si surge el mal, muy probablemente tiene orígenes psíquicos, y si tiene orígenes psíquicos, es la psique la que hay que curar, no el cuerpo. En una neurosis traumática, la verdadera causa de la enfermedad no es la lesión, que en sí suele ser modesta, sino el trauma psíquico originario. ¿No es verdad que, al experimentar una fuerte emoción, nos desmayamos?

Pues entonces, para quien se ocupa de enfermedades nerviosas, el problema no es cómo se pierden los sentidos, sino cuál es la emoción que nos los ha hecho perder.

—Pero ¿cómo podemos saber cuál ha sido esa emoción?

—Querido amigo, cuando los síntomas son claramente histéricos, como en el caso de esa paciente de Du Maurier, entonces la hipnosis puede producir artificialmente esos mismos síntomas, y tal vez podamos remontarnos de veras al trauma inicial. Pero otros pacientes han tenido una experiencia tan insoportable que han querido borrarla, reprimirla, como si la hubieran guardado en una zona inalcanzable de su ánimo, tan profunda que ni siquiera bajo hipnosis se llega a ella. Por otro lado, ¿por qué bajo hipnosis deberíamos tener capacidades mentales más vivaces que cuando estamos despiertos?

—Pues entonces no se sabrá nunca…

—No me pidáis una respuesta clara y definitiva, porque os estoy confiando pensamientos que todavía no han adquirido una forma cabal. A veces siento la tentación de pensar que a esa zona profunda se llega sólo cuando se sueña. Ya lo sabían los antiguos que los sueños pueden ser reveladores. Yo tengo la sospecha de que si un enfermo pudiera hablar, y hablar largo y tendido, durante días y días, con una persona que supiera escucharlo, incluso contarle lo que ha soñado, podría aflorar de golpe el trauma original y volverse transparente. En inglés se habla de talking cure. Habréis experimentado que, si relatáis acontecimientos lejanos a alguien, al contárselos recuperáis detalles que habíais olvidado, o mejor, que pensabais haber olvidado y que, en cambio, vuestro cerebro conservaba en algún recodo secreto. Yo creo que, cuanto más minuciosa sea esa reconstrucción, tanto más podrá aflorar un episodio, pero qué digo, incluso un hecho insignificante, un matiz que aun así ha tenido un efecto tan insoportablemente perturbador que ha provocado una…, como decir, una Abtrennung, una Beseitigung, no encuentro el término adecuado, en inglés diría removal; en francés, ¿cómo se dice cuando se corta un órgano…, une ablation? Ah, quizá en alemán el término adecuado sería Entfernung.

Ahí tenemos al judío, aflorando, me decía. Creo que en esa época ya me había ocupado de los diferentes complots judíos y del proyecto de esa raza para hacer que sus hijos se volvieran médicos y farmacéuticos a fin de controlar tanto el cuerpo como la mente de los cristianos. Si yo estuviera enfermo, ya te gustaría a ti que me entregara a tus manos, contándotelo todo sobre mí, incluso lo que no sé, y así tú te convertirías en el dueño de mi alma. Peor que con el confesor jesuita, porque con él, por lo menos, hablaría protegido por una celosía y no diría lo que pienso sino lo que todos hacen, hasta el punto de que se lo denomina con términos casi técnicos, iguales para todos: he robado, he fornicado, no he honrado al padre y a la madre. Tu mismo lenguaje te traiciona, hablas de ablación como si quisieras circuncidarme el cerebro…

Pero, mientras tanto, Froïde se había echado a reír y había pedido otra cerveza.

—Claro que no habéis de tomaros a pie juntillas lo que os digo. Son las fantasías de un iluso. Cuando regrese a Austria me casaré y para mantener a la familia tendré que abrir una consulta médica. Y entonces usaré sabiamente la hipnosis como me ha enseñado Charcot y no curiosearé en la mente de mis enfermos. No soy una pitonisa. Me pregunto si a la paciente de Du Maurier le sentaría bien tomar un poco de cocaína.

Así acabó aquella conversación, que dejó pocas huellas en mi memoria. Pero ahora todo vuelve a la mente porque podría hallarme, si no en la situación de Diana, en la de una persona normal que ha perdido parte de su memoria. Y además, Froïde, quién sabe ya dónde estará, y por nada en el mundo iría a contarle mi vida no digo a un judío, ni siquiera a un buen cristiano. Con el oficio que desempeño (¿cuál?) debo contar los asuntos ajenos, previo pago, pero abstenerme a toda costa de contar los míos. Claro que puedo contarme mis asuntos a mí mismo. Me acabo de acordar de que Bourru (o Burot) me dijo que había unos santones que se hipnotizaban clavando su mirada en su mismo ombligo.

Por eso he decidido escribir este diario, aunque sea hacia atrás, para contarme mi pasado a medida que voy consiguiendo que me vuelva a la cabeza incluso lo más nimio, hasta que el elemento (¿cómo se decía?) traumático aflore. Yo solo. Y yo sólo quiero curarme, sin ponerme en manos de los médicos de las locas.

Antes de empezar (aunque ya empecé, justo ayer), a fin de ponerme en el estado de ánimo necesario para esta forma de autohipnosis, me habría gustado ir a la rue Montorgueil, chez Philippe. Me habría sentado con calma, habría considerado el menú con detenimiento, el que sirven de las seis hasta las doce de la noche, y habría encargado potage à la Crécy, rodaballo en salsa de alcaparras, solomillo de buey y langue de veau au jus, para acabar con un sorbete de marrasquino y repostería variada, todo bien regado con dos botellas de viejo Borgoña.

Entre tanto habría transcurrido la medianoche y habría tomado en consideración el menú nocturno: me habría concedido un caldito de tortuga (pues me ha venido a la boca uno, delicioso, de Dumas. ¿Es que he conocido a Dumas?), un salmón aromatizado con cebolletas y acompañado de alcachofas a la pimienta javanesa, para acabar con un sorbete al ron y pastelería inglesa con especias. Bien entrada la noche me habría regalado alguna delicadeza del menú de la mañana, esto es, una soupe aux oignons, como la que en aquel momento estarían saboreando los descargadores en los Halles, feliz de engranujarme con ellos. Luego, para disponerme a una mañana activa, un café muy fuerte y un pousse-café mixto de coñac y kirsch.

Me habría sentido, todo hay que decirlo, un poco pesado, pero el ánimo lo habría tenido distendido.

Pobre de mí, no podía concederme esa dulce licencia. Estoy sin memoria, me dije, si en el restaurante te encuentras con alguien que te reconoce, es posible que tú no le reconozcas a él. ¿Cómo reaccionarías?

Me pregunté también cómo había de reaccionar ante alguien que viniera a buscarme a la tienda. Con el fulano del testamento Bonnefoy y con la vieja de las hostias me había ido bien, pero habría podido ser peor. He colgado fuera un cartel que dice: «El propietario se ausentará durante un mes», sin especificar cuándo empieza el mes y cuándo acaba. Hasta que no haya comprendido algo más, debería esconderme en casa, y salir sólo de vez en cuando para comprar algo de comida. Quizá el ayuno me siente bien, quién me dice que lo que me sucede no sea el resultado de algún festín excesivo que me he concedido… ¿cuándo? ¿La famosa noche del 21?

Y, además, si había de empezar el examen de mi pasado clavando la mirada en el ombligo, como decía Burot (¿o Bourru?), y con la tripa llena, pues estoy todo lo obeso que requiere mi edad, me habría tocado ponerme a recordar mirándome al espejo.

En cambio, empecé ayer, sentado ante este escritorio, escribiendo sin parar, sin distraerme, limitándome a comiscar algo de vez en cuando y bebiendo, eso sí, sin miramientos. Lo mejor de esta casa es una buena bodega.