Sir Leigh Teabing parecía compungido a pesar de estar apuntándoles con aquella pistola.
—Amigos míos —les dijo—, desde el momento en que habéis entrado en mi casa he hecho todo lo que ha estado en mi mano para manteneros alejados de cualquier posible daño. Pero vuestra insistencia me pone las cosas muy difíciles.
En la expresión de Sophie y de Langdon veía que se sentían traicionados, pero confiaba en que no tardarían en comprender la cadena de eventos que los había guiado a los tres hasta aquella peculiar encrucijada.
«Hay tantas cosas que tengo que contaros a los dos… tantas cosas que aún no entendéis…».
—Por favor —prosiguió Teabing—, creedme si os digo que nunca he tenido la más mínima intención de involucraros en esto. Fuisteis vosotros los que vinisteis a mi casa a buscarme a mí.
—¿Leigh? —musitó Langdon por fin—. ¿Qué diablos estás haciendo? Creíamos que estabas en peligro. Hemos venido aquí para ayudarte.
—Como suponía. Tenemos tantas cosas de qué hablar.
Langdon y Sophie no lograban apartar sus miradas alucinadas del arma que seguía apuntándoles.
—Oh, esto es sólo para asegurarme de que cuento con vuestra atención plena. Si hubiera querido haceros daño, a estas alturas ya estaríais muertos. Cuando llegasteis a casa ayer noche, lo arriesgué todo para salvaros la vida. Soy hombre de honor y desde lo más hondo de mi ser he jurado sacrificar sólo a los que traicionen el Sangreal.
—¿De qué estás hablando? —preguntó Langdon—. ¿Traicionar el Sangreal?
—He descubierto una verdad horrible —respondió Teabing con un suspiro—. Sé por qué los documentos del Sangreal no han llegado a revelarse nunca. Me enteré de que el Priorato había decidido no hacer pública la verdad. Por eso el cambio de milenio no trajo ninguna noticia, por eso no pasó nada cuando llegamos al «Fin de los Días».
Langdon hizo ademán de querer interrumpirlo.
—El Priorato —prosiguió Teabing— recibió la misión sagrada de compartir la verdad, de revelar los documentos del Sangreal cuando llegara el «Fin de los Días». Durante siglos, hombres como Leonardo da Vinci, Botticelli o Newton lo arriesgaron todo para proteger los documentos y cumplir con la misión. Y entonces, en el momento de la verdad, Jacques Sauniére cambia de opinión. El hombre sobre el que recae la mayor responsabilidad en la historia del cristianismo elude su deber. Decide que no es el momento adecuado. —Teabing se volvió para mirar a Sophie—. Faltó al Grial. Faltó al Priorato. Y faltó al recuerdo de todas las generaciones que habían trabajado para hacer que ese momento fuera posible.
—¿Usted? —Sophie había levantado los ojos verdes del arma y lo miraba con rabia—. ¿Es usted el responsable del asesinato de mi abuelo?
Teabing hizo un gesto despectivo.
—Su abuelo y sus sénéchaux eran traidores del Grial.
Sophie sentía una furia creciente en su interior. «¡Está mintiendo!».
El tono de Teabing seguía siendo implacable.
—Su abuelo se vendió a la Iglesia. Es evidente que lo presionaron para que no divulgara la verdad.
Sophie negó con la cabeza.
—¡La Iglesia no tenía ninguna influencia sobre mi abuelo!
Teabing se echó a reír.
—Querida, la Iglesia tiene dos mil años de experiencia en eso de presionar a los que amenazan con desvelar sus mentiras. Desde los días de Constantino han ocultado con éxito la verdad sobre María Magdalena y Jesús. No debe sorprendernos que ahora, una vez más, hayan encontrado la manera de seguir manteniendo al mundo entre tinieblas. A lo mejor ya no usan a los cruzados para matar a los infieles, pero no por ello son menos persuasivos. Ni menos insidiosos. —Hizo una pausa, como para darle más énfasis a lo que iba a decir a continuación—. Señorita Neveu, su abuelo llevaba cierto tiempo queriendo revelarle la verdad sobre su familia.
Sophie se quedó helada.
—¿Cómo puede saber una cosa así?
—Mis métodos no importan. Lo que importa es que entienda lo siguiente. —Aspiró hondo—. Las muertes de su madre, de su padre, de su abuela y de su hermano no fueron accidentales.
Aquellas palabras abrieron la caja de las emociones de Sophie, que era incapaz de articular palabra.
Langdon negó con la cabeza.
—Pero ¿qué estás diciendo?
—Robert, eso lo explica todo. Todas las piezas encajan. La historia se repite. Hay precedentes de asesinato en la Iglesia cuando se trata de silenciar el Sangreal. Ante la inminencia del «Fin de los Días», matar a los seres queridos del Gran Maestre era un mensaje muy claro. No dé un paso en falso, o los siguientes serán Sophie y usted.
—Fue un accidente de coche —intervino Sophie, que notaba que el dolor de su infancia volvía a apoderarse de ella—. ¡Un accidente!
—Cuentos infantiles para proteger su inocencia —replicó Teabing—. Piense que sólo dos miembros de la familia quedaron con vida, el Gran Maestre del Priorato y su nieta, la pareja perfecta para poder controlar la hermandad. Me imagino la campaña de terror que habrá ejercido la Iglesia durante estos años sobre su abuelo, amenazando con matarla si se atrevía a revelar el secreto del Grial, amenazando con completar el trabajo que habían empezado, a menos que Sauniére influyera sobre el Priorato y lograra que se replanteara su antigua misión.
—Leigh —rebatió Langdon ya muy alterado—, no tienes ninguna prueba de que la Iglesia tuviera algo que ver con esas muertes, ni de que haya influido en la decisión del Priorato de no divulgar nada.
—¿Pruebas? —contraatacó Teabing—. ¿Quieres pruebas de que han influido sobre el Priorato? El nuevo milenio ha llegado y el mundo sigue en la ignorancia. ¿Qué más pruebas necesitas?
En los ecos de aquellas palabras, Sophie oyó otra voz que le hablaba. «Debo contarte la verdad sobre tu familia». Se dio cuenta de que estaba temblando. ¿Era posible que aquella fuera la verdad que su abuelo había querido contarle? ¿Que a su familia la habían matado? ¿Qué sabía ella en realidad del accidente que segó sus vidas? Sólo algunos datos sueltos. Hasta las noticias de los periódicos habían sido vagas. ¿Un accidente? ¿Cuentos infantiles? Sophie recordó de pronto lo mucho que su abuelo la protegía siempre, lo poco que le gustaba que estuviera sola cuando era joven. Incluso cuando creció y se fue a la universidad, tenía la sensación de que su abuelo siempre estaba pendiente de ella, vigilante. Se preguntaba si habría habido siempre miembros del Priorato entre las sombras, velando por ella.
—Sospechabas que lo estaban manipulando —dijo Langdon con desprecio en la mirada—. ¿Y por eso lo mataste?
—Yo no apreté el gatillo —se defendió Teabing—. Sauniére ya estaba muerto desde hacía años, cuando la Iglesia le arrebató a su familia. Estaba atrapado. Y ahora ya está libre de ese dolor, libre de la vergüenza que le provocaba no ser capaz de cumplir con su deber. Considera las opciones. Algo había que hacer. ¿Tiene que permanecer el mundo ignorante para siempre? ¿Debe permitirse que la Iglesia influya indefinidamente mediante el asesinato y la extorsión? No, había que hacer algo. Y ahora nuestra misión es hacernos cargo del legado de Sauniére y reparar un daño terrible. —Hizo una pausa—. Los tres. Juntos.
Sophie no salía de su asombro.
—¿Qué le hace creer que vamos a ayudarle?
—Porque, querida, usted es el motivo que llevó al Priorato a mantener ocultos los documentos. El amor que su abuelo le tenía le impidió desafiar a la Iglesia. Su temor a que hubiera represalias contra el único miembro de la familia que le quedaba con vida lo ató de pies y manos. Nunca tuvo la ocasión de explicarle la verdad porque usted lo rechazó y lo mantuvo preso, haciéndole seguir esperando. Ahora usted le debe al mundo la verdad. Se la debe a la memoria de su abuelo.
Robert Langdon había renunciado a entender nada. A pesar del torrente de preguntas que le pasaban por la mente, sabía que lo único que importaba en ese momento era sacar de ahí con vida a Sophie. Todo el sentimiento de culpa que había sentido antes por haber implicado a Teabing lo había transferido a ella.
«Yo la llevé al Cháteau Villette. Yo soy el responsable».
No concebía que Teabing pudiera ser capaz de matarlos ahí mismo, a sangre fría en la Sala Capitular, pero lo cierto era que Teabing estaba implicado en las otras muertes que habían tenido lugar durante su equivocada búsqueda. Tenía la desagradable sensación de que unos disparos, en aquel lugar aislado y de gruesos muros, pasarían totalmente desapercibidos, y más con la lluvia que estaba cayendo. «Y Leigh acaba de confesarnos su culpabilidad».
Miró a Sophie, que parecía muy afectada. «¿La Iglesia asesinó a su familia para obtener el silencio del Priorato?». Langdon estaba seguro de que en la actualidad la Iglesia no se dedicaba a matar a la gente. Tenía que haber alguna otra explicación.
—Deja marchar a Sophie —le propuso a Teabing—. Vamos a discutir esto entre tú y yo.
Teabing soltó una risa forzada.
—Me temo que ese es un voto de confianza que no puedo concederte. Lo que sí podría ofreceros es esto.
Se apoyó en las muletas y, sin dejar de apuntar a Sophie con la pistola, se sacó el criptex del bolsillo. Se tambaleó un poco y se lo tendió a Langdon.
—Una prueba de que confío en vosotros, Robert.
A Langdon no le gustó nada aquello y no se movió. «¿Leigh nos está devolviendo la clave?».
—Acéptalo —insistió sir Leigh blandiéndola con dificultad.
A Langdon sólo se le ocurría un motivo para aquella acción.
—Ya lo has abierto. Ya has sacado el mapa.
Teabing negó con la cabeza.
—Robert, si hubiera resuelto el enigma de la clave ya estaría camino del Grial y no se me habría ocurrido implicaros a vosotros. No.
No conozco la respuesta. Y no me cuesta admitirlo. Un verdadero caballero aprende a ser humilde ante el Grial. Aprende a hacer caso de las señales que se encuentra en el camino. Cuando os he visto entrar en la abadía, lo he comprendido. Vuestra presencia no era gratuita. Estáis aquí para ayudar. Yo no aspiro a la gloria individual. Estoy al servicio de un señor mucho más grande que mi propio orgullo: la verdad. El Grial nos ha encontrado a todos, y ahora la verdad empieza a ser revelada. Debemos trabajar juntos.
A pesar de las súplicas de Teabing, el arma seguía apuntando a Sophie cuando Langdon dio un paso al frente y aceptó el frío cilindro de mármol. Al cogerlo y retirarse, el vinagre de su interior borboteó. Los discos seguían dispuestos de manera aleatoria, lo que daba a entender que el cilindro estaba cerrado.
Langdon miró fijamente a Teabing.
—¿Y cómo sabes que no voy a tirarlo al suelo ahora mismo?
La carcajada de sir Leigh resonó fantasmagórica en el aire.
—Tendría que haberme dado cuenta de que tu amenaza de hacerlo en la iglesia del Temple era sólo eso. Robert Langdon nunca rompería la clave. Tú eres historiador. Tienes en tus manos la llave que abre dos mil años de historia, la clave perdida del Sangreal. Sientes las almas de todos los caballeros que murieron en la hoguera para proteger su secreto. ¿Permitirías que su muerte fuera en vano? No, tú te pondrás de su parte. Te unirás a las filas de los grandes hombres a los que admiras, Leonardo, Botticelli, Newton; todos ellos se sentirían orgullosos de estar en tu piel en este momento. El contenido de la clave nos está llamando a gritos. Desea ser liberado. Ha llegado el momento. El destino nos ha traído hasta aquí.
—No puedo ayudarte, Leigh. No tengo ni idea de cómo se abre esto. Sólo he estado un instante en la tumba de Newton. Pero incluso si conociera la contraseña… —Langdon se detuvo, consciente de que había hablado más de la cuenta.
—¿No me la dirías? —preguntó Teabing con un suspiro—. Me decepciona y me sorprende, Robert, que no reconozcas hasta qué punto estás en deuda conmigo. Mi tarea hubiera sido mucho más sencilla si Rémy y yo os hubiéramos eliminado en el momento en que aparecisteis por el Cháteau Villette. Pero no; lo he arriesgado todo para hacer las cosas bien.
—¿Esto es hacer las cosas bien? —inquirió Langdon señalando el arma.
—Es culpa de Sauniére —replicó Teabing—. Él y sus sénéchaux mintieron a Silas. De no haber sido así, yo habría obtenido la clave sin complicaciones. ¿Cómo iba a suponer que el Gran Maestre iba a llegar tan lejos para engañarme y legar la clave a su nieta, con la que no se hablaba? —Teabing miró a Sophie con desprecio—. Alguien con tan pocos méritos para ser depositaria de estos conocimientos que le ha hecho falta contar con una niñera experta en simbología. —Ahora dirigió la mirada hacia Langdon—. Por suerte, Robert, tu implicación ha resultado ser mi golpe de gracia. La clave podría haber permanecido eternamente en la caja fuerte del banco de depósitos, pero tú la sacaste de ahí y me la trajiste a casa.
«¿A qué otro sitio podría haber ido a refugiarme? —pensó Langdon—. El colectivo de historiadores expertos en el Grial es pequeño, y Teabing y yo compartimos algunos hechos del pasado».
Sir Leigh le miró con expresión de superioridad.
—Cuando supe que Sauniére te había dejado un mensaje en el momento de su muerte, supuse que dispondrías de valiosa información sobre el Priorato. No estaba seguro de si se trataba de la propia clave o de algún dato que conduciría hasta ella, pero con la policía pisándote los talones, tenía la sospecha dé que aparecerías por mi casa. Langdon no daba crédito.
—¿Y si no lo hubiera hecho?
—Estaba ideando un plan para tenderte mi mano amiga. De un modo u otro, la clave tenía que acabar en el Cháteau Villette. El hecho de que me la entregaras en bandeja es una prueba más de que mi causa es justa.
—¿Qué? —Langdon estaba indignado.
—Se suponía que Silas debía entrar y robarla de mi casa, apartándote de ese modo de toda implicación sin hacerte daño y eximiéndome a mí de cualquier sospecha de complicidad. Sin embargo, cuando constaté lo intrincado de los códigos de Sauniére, decidí seguir contando con vosotros un poco más en esta búsqueda. Ya haría que Silas os robara la clave más tarde, cuando estuviera preparado para seguir yo solo.
—La iglesia del Temple —dijo Sophie con la voz llena de amargura al darse cuenta de la traición.
«Empieza a hacerse la luz», pensó Teabing. La iglesia del Temple era el escenario perfecto para robarles la clave a Robert y a Sophie, y su aparente relación con el poema la convertía en un buen señuelo. Las órdenes a Rémy habían sido claras: nada de dejarse ver mientras Silas esté recuperando el criptex. Por desgracia, la amenaza de Langdon de romperlo había provocado el pánico del mayordomo. «Ojalá Rémy no se hubiera puesto en evidencia —pensó Teabing con amargura, recordando su falso secuestro—. Rémy era el único vínculo conmigo, y tuvo que mostrar su rostro».
Por suerte, Silas seguía sin conocer la verdadera identidad de Teabing y había sido fácil engañarle y convencerlo para que se lo llevara de la iglesia. Luego Rémy no había tenido problemas para hacer ver que lo ataba en el asiento trasero de la limusina. Con el panel divisorio levantado, sir Leigh había podido telefonear tranquilamente a Silas, que estaba sólo unos metros más allá, y usar aquel acento francés falso que adoptaba para hacer el papel de Maestro, ordenándole que se fuera directo al centro del Opus Dei. Un simple chivatazo a la policía había bastado entonces para librarse de Silas.
«Un cabo suelto menos».
El otro había sido más difícil de atar. «Rémy».
A Teabing le había costado mucho tomar la decisión, pero al final su mayordomo había acabado siendo un obstáculo. «Toda búsqueda del Grial requiere un sacrificio». La solución más limpia se la había encontrado dentro del mueble bar: una petaca de coñac y una lata de cacahuetes. El polvillo que había en el fondo del envase bastaría para desencadenar la alergia mortal de Rémy. Cuando éste aparcó el coche en Horse Guards Parade, Teabing se bajó del asiento trasero y se sentó en el del copiloto, junto al mayordomo. Minutos después, se bajó del jaguar, volvió a montarse en la parte de atrás, eliminó las pruebas y salió para poner en marcha la fase final de su misión.
La abadía de Westminster estaba cerca y aunque los hierros de las piernas, las muletas y la pistola habían hecho saltar las alarmas del detector de metales, los guardias de seguridad nunca sabían qué hacer con él. «¿Le pedimos que se quite los hierros y que pase arrastrándose? ¿Cacheamos ese cuerpo deforme?». Teabing presentó a los guardias una solución mucho más sencilla, una tarjeta grabada en relieve que lo identificaba como Caballero del Reino. Aquellos pobres chicos casi habían tropezado para dejarlo pasar.
Ahora, al ver el desconcierto de Langdon y Sophie, Teabing resistió la impaciencia que sentía por revelar de qué genial manera había logrado implicar al Opus Dei en la trama que pronto supondría la desaparición de toda la Iglesia. Eso iba a tener que esperar. De momento, había mucho que hacer.
—Mes amis —declaró en su francés impecable—, vous ne trouvez pas le Saint-Graal, cest le Saínt-Graal qui vous trouve. —Sonrió—. La unión de nuestros caminos no puede estar más clara. El Grial nos ha encontrado.
Silencio.
Bajó la voz y siguió hablándoles en un susurro.
—Escuchad. ¿No lo oís? El Grial nos habla a través de los siglos. Nos suplica que lo liberemos de la insensatez del Priorato. Os imploro a los dos que reconozcáis esta oportunidad. No podría haber otras tres personas más capaces para descifrar el código final y abrir el criptex. —Se quedó un momento en silencio, transfigurado—. Debemos hacer una promesa. Un voto de confianza mutua. El deber de caballero de descubrir la verdad y darla a conocer.
Sophie le miró a los ojos y le habló con voz fría.
—Nunca sellaré una promesa con el asesino de mi abuelo. Amenos que sea la de hacer todo lo posible para que acabe en la cárcel.
La expresión de sir Leigh se hizo grave y, tras unos instantes, recobró el tono resuelto.
—Lamento que lo vea así, mademoiselle. —Se volvió y apuntó a Langdon con la pistola—. ¿Y tú, Robert? ¿Estás conmigo o estás contra mí?