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Langdon y Sophie avanzaban despacio por la nave norte, protegidos por la penumbra de los anchos pilares que la separaban de la central. A pesar de haber recorrido ya más de la mitad, aún no veían la tumba de Newton, pues el sarcófago descansaba en un nicho que desde donde estaban quedaba oculto a la vista.

—Por lo menos no hay nadie —susurró Sophie.

Langdon asintió, aliviado. Toda la zona que circundaba el sepulcro del científico estaba desierta.

—Voy a ir yo solo —dijo en voz baja—. Quédate aquí escondida por si alguien…

Sophie ya había salido de las sombras y se estaba dirigiendo a la entrada.

—… nos está vigilando. —Langdon suspiró, olvidándose de lo que acababa de decir, y se unió a ella.

Atravesaron en diagonal el impresionante espacio, y se quedaron en silencio al contemplar con detalle la elaborada tumba… el sepulcro de mármol… la estatua yaciente de Newton… los ángeles… la enorme pirámide… y… el gran orbe.

—¿Sabías que estaba esto aquí? —le preguntó Sophie desconcertada.

Langdon negó con un movimiento de cabeza, sorprendido también.

Al acercarse a la capilla, sintió que se le caía el mundo a los pies. La última morada de Newton estaba llena de orbes, estrellas, cometas, planetas. «¿El orbe que en su tumba estar debiera?». Aquello podía ser como buscar una aguja en un pajar.

—Cuerpos celestes —dijo Sophie con cara de preocupación—. Y no son pocos.

Langdon frunció el ceño. El único vínculo entre los planetas y el Grial que se le ocurría era el pentáculo de Venus, y ya había probado a escribir el nombre del planeta, como contraseña, cuando iban de camino hacia la iglesia del Temple.

Sophie se dirigió directamente al sepulcro, pero Langdon se mantuvo un poco más distante, para no perder de vista lo que pudiera suceder en la abadía.

—Divinidad —dijo Sophie ladeando la cabeza para leer los títulos de las obras sobre las que Newton reposaba—. Cronología. Óptica, PhiloSophiee Naturales Principía Mathematica. —Se dio la vuelta—. ¿Te suenan de algo?

Langdon se acercó más.

—Si no recuerdo mal, Principia Mathematica tiene que ver con la fuerza de gravedad que ejercen entre sí los planetas, que son orbes, aunque parece un poco traído por los pelos.

—¿Y los signos del zodíaco? —preguntó Sophie señalando las constelaciones del orbe—. Antes has dicho algo sobre Piscis y Acuario, ¿no?

«El Fin de los Días», pensó.

—El fin de Piscis y el principio de Acuario marcaba, supuestamente, el momento histórico en el que el Priorato se planteaba dar a conocer al mundo los documentos del Sangreal.

«Pero el milenio vino y se fue sin incidencias, dejando a los historiadores en la incerteza sobre cuándo llegaría la verdad».

—Parece posible —comentó Sophie— que los planes del Priorato para revelar la verdad estén relacionados con el último verso del poema.

«De carne rosa y vientre fecundado».

Langdon sintió un escalofrío ante esa posibilidad. Hasta ese momento no había considerado el verso de ese modo.

—Antes me has dicho —insistió Sophie— que los planes del Priorato para revelar la verdad sobre «la rosa» y su fértil vientre, estaban relacionados directamente con la posición de los planetas, que son orbes.

Langdon asintió, consciente de que los primeros retazos de sentido se estaban materializando en ese momento. Con todo, su intuición le decía que la astronomía no era la clave. Todas las soluciones anteriores del Gran Maestre habían tenido en común un significado claramente simbólico, la Mona Lisa, La Virgen de las rocas, SOFIA. Y no había duda de que ese simbolismo estaba ausente del concepto de orbes planetarios y del zodíaco. Hasta el momento, Jacques Sauniére había demostrado ser un codificador meticuloso, cosa que llevaba a Langdon a creer que su contraseña final —las cinco letras que revelaban el secreto mejor guardado del Priorato— resultaría estar no sólo en consonancia con el simbolismo anterior, sino ser de una claridad absoluta. Si aquella solución era parecida en algo a las demás, tendría que resultar, como las anteriores, obvia una vez alcanzada.

—¡Mira! —exclamó Sophie ahogando un grito y tirándole de la manga.

A juzgar por el temor y por la urgencia que denotaba aquel gesto, Langdon supuso que alguien se estaba acercando, pero al volverse lo que vio fue que Sophie contemplaba con la boca abierta la parte superior del Sepulcro de mármol negro.

—Aquí ha estado alguien —susurró señalando un punto cercano al pie derecho de Newton.

Langdon no entendía a qué venía aquella preocupación. Un turista despistado se había dejado un carboncillo en la tumba, a los pies de la escultura, de esos que se usaban para calcar las lápidas. Se acercó para cogerlo, pero al hacerlo, la luz rebotó en la superficie pulida del mármol negro, y Langdon se quedó helado. Al momento comprendió por qué Sophie se había asustado.

Escrito sobre el sarcófago, a los pies de Newton, brillaba un mensaje apenas visible escrito con el carboncillo.

Tengo a Teabing.

Vayan por la Sala Capitular

y salgan al jardín público

por la salida sur.

Langdon leyó dos veces aquellas líneas. El corazón le latía con fuerza.

Sophie se volvió y escrutó la nave.

A pesar del nerviosismo que se apoderó de él al leer aquellas palabras, Langdon se dijo que aquello era una buena noticia. «Leigh está vivo». Además, aquella nota implicaba otra cosa.

—No saben cuál es la contraseña —dijo en un susurro.

Sophie asintió. ¿Por qué, si no, tendrían que darles a conocer su presencia?

—Quieren que les demos la contraseña a cambio de Leigh. —También puede tratarse de una trampa. Langdon mostró su desacuerdo.

—No lo creo. El jardín está fuera del recinto de la abadía. Un lugar demasiado público. —En una ocasión había visitado el famoso College Garden, un pequeño huerto de árboles frutales y hierbas aromáticas, vestigio de los días en que los monjes cultivaban sus remedios farmacológicos naturales en ese lugar. En ese jardín sobrevivían los frutales más antiguos de Gran Bretaña, y era muy visitado por los turistas, porque no hacía falta entrar en la abadía para verlo—. Creo que hacernos salir ahí fuera es una demostración de buenas intenciones. Para que nos sintamos seguros —añadió.

Sophie no estaba tan segura.

—¿Quieres decir ahí fuera, donde no hay detector de metales? Langdon torció el gesto. Tenía razón.

Volvió a concentrarse en la tumba llena de orbes, implorando que se le ocurriera algo para dar con la contraseña del criptex… algo con lo que negociar. «Yo he metido en esto a Leigh y haré lo que esté en mi mano para ayudarle».

—La nota dice que pasemos por la Sala Capitular y salgamos por el lado sur —comentó Sophie—. Tal vez desde esa salida se vea el jardín y podamos valorar la situación antes de acercarnos hasta allí y exponernos a algún riesgo.

Era una buena idea. Langdon recordaba vagamente que la Sala Capitular era un enorme salón octogonal donde se reunían los parlamentarios británicos antes de que existiera el moderno edificio de sesiones. Hacía muchos años que no visitaba Westminster, pero recordaba que tenía acceso desde el claustro. Se alejó unos pasos de la tumba y echó un vistazo desde la celosía del coro, mirando a la derecha, al otro lado de la nave, al punto contrario por el que habían entrado.

Cerca quedaba un pasillo abovedado con un cartel grande con una flecha y unas indicaciones.

CLAUSTRO

RECTORÍA

SALA COLEGIAL

MUSEO

CÁMARA DE LA PÍXIDE

CAPILLA DE LA SANTA FE

SALA CAPITULAR

Pasaron tan rápido por delante del cartel que no se dieron cuenta del pequeño aviso que anunciaba que ciertas áreas estaban cerradas por trabajos de reparación.

Al cabo de un momento ya estaban en un patio descubierto de altos muros desprotegido de la lluvia. Por encima de sus cabezas, el viento ululaba sordamente, como si alguien soplara dentro de una botella. Empezaron a recorrer los pasillos abovedados que formaban el perímetro, y Langdon sintió la incomodidad que siempre le atenazaba en los espacios oscuros. A aquel tipo de jardines los llamaban «claustros», y él entendía perfectamente la relación etimológica entre esa palabra y «claustrofobia».

Miró al frente, al final de aquella especie de túnel, y fue siguiendo los carteles que indicaban cómo llegar a la Sala Capitular. Ahora llovía más, y el pasillo estaba frío y húmedo. Las ráfagas de viento empapaban la columnata, que proporcionaba la única fuente de luz en aquel espacio. Vieron pasar a una pareja que intentaba protegerse del aguacero. El claustro se veía desierto, y no era de extrañar, pues en ese momento, con aquel tiempo, era el rincón menos atractivo de la abadía.

A unos cuarenta metros del pasillo del claustro orientado al este, vieron un arco que daba paso a otra estancia. Aunque se trataba de la entrada que estaban buscando, el acceso se veía impedido por un cordón que la atravesaba de un lado a otro. De él colgaba un cartel.

CERRADO POR OBRAS DE RENOVACION

CÁMARA DE LA PÍXIDE

CAPILLA DE LA SANTA FE

SALA CAPITULAR

El largo pasillo desierto que empezaba detrás del cordón estaba lleno de andamios y lonas protectoras. Justo del otro lado, Langdon distinguió la Cámara de la Píxide y la Capilla de la Santa Fe, a derecha e izquierda, respectivamente. La Sala Capitular, por su parte, quedaba mucho más apartada, en el otro extremo del pasillo. Sin embargo, desde donde estaban, veía que la pesada puerta de madera estaba abierta de par en par, y que el amplio espacio octogonal parecía iluminado por la luz grisácea que entraba por los enormes ventanales que daban al College Garden. «Vayan por la Sala Capitular y salgan al jardín público por la salida sur».

—Acabamos de pasar el claustro del lado este —dijo Langdon—, así que la salida sur que da al jardín debe de estar por ahí, y luego hacia la derecha.

Sophie ya estaba pasando por encima del cordón, dispuesta a seguir.

Atravesaron el corredor oscuro. Los sonidos del viento y la lluvia se iban amortiguando a medida que se alejaban del espacio abierto. La Sala Capitular era una especie de estructura satélite, un anexo exento al final de un largo pasillo, ideal para asegurar la privacidad de las deliberaciones del Parlamento que tenía ahí su sede.

—Parece enorme —dijo Sophie mientras se acercaban.

Langdon no recordaba lo grande que era. Ya desde fuera se apreciaba la vasta extensión del suelo que llegaba a los impresionantes ventanales del extremo opuesto del octágono, que se elevaba a una altura de cinco pisos y estaba rematado por un techo ojival. Seguro que desde ahí podrían ver el jardín.

Al traspasar el umbral, Sophie y Langdon tuvieron que entrecerrar los ojos. Después de la penumbra del claustro, la Sala Capitular parecía un solarium. Ya se habían adentrado en ella unos tres metros, buscando con la mirada la puerta de la pared sur, cuando constataron que esa puerta no existía.

Estaban de pie en medio de un inmenso callejón sin salida.

El crujido de la puerta que tenían detrás les hizo girarse justo a tiempo de ver que se cerraba con un chasquido sordo. El hombre solitario que había estado esperándoles detrás les apuntaba con un pequeño revólver y parecía tranquilo. Era corpulento y se apoyaba en unas muletas de aluminio.

Por un momento a Langdon le pareció estar soñando.

Era Leigh Teabing.