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Más de tres mil personas reposan enterradas o en urnas funerarias dentro del recinto de la abadía de Westminster. El imponente interior de piedra conserva los restos de reyes, hombres de Estado, científicos, poetas y músicos. Sus tumbas, que ocupan hasta el más mínimo espacio, van desde el más grandioso de los mausoleos —el de la reina Isabel 1, cuyo sarcófago con dosel ocupa una capilla del ábside— hasta las más modestas lápidas grabadas, cuyas inscripciones se han ido borrando con los miles de pies que han caminado por encima. En esos casos, es la imaginación de cada uno la que debe decidir a quién corresponden las reliquias que hay debajo.

Realizada siguiendo el mismo estilo de las grandes catedrales de Amiens, Chartres y Canterbury, la abadía de Westminster no está considerada ni catedral ni iglesia parroquial. Se considera «propiedad de la Corona» y sólo está sujeta a la voluntad de los soberanos. Desde que fue escenario de la coronación de Guillermo el Conquistador el día de Navidad de 1066, el deslumbrante santuario ha sido testigo de una interminable procesión de ceremonias reales y asuntos de Estado, desde la canonización de Eduardo el Confesor hasta la boda del príncipe Andrés con Sara Ferguson, pasando por los funerales de Enrique V, Isabel I y la princesa Diana.

A pesar de ello, a Robert Langdon en aquel momento no le interesaba la antigua historia de la abadía, exceptuando un hecho muy concreto: el funeral del caballero británico Isaac Newton.

«En la ciudad de Londres, enterrado / por el Papa, reposa un caballero».

Al llegar al gran pórtico del transepto norte, Langdon y Sophie se encontraron con unos guardias que amablemente les indicaron que la entrada debía realizarse a través de la incorporación más reciente del edificio —un gran arco detector de metales—, objeto que en la actualidad se veía en casi todos los edificios históricos de la ciudad. Pasaron sin que sonaran las alarmas y se dirigieron a la entrada de la abadía.

Cruzaron el pórtico. Ya estaban en Westminster. Al momento, Langdon sintió que el mundo exterior se desvanecía a sus espaldas. El ruido del tráfico cesó y la lluvia calló por fin. Sólo un silencio ensordecedor, que parecía reverberar por todas partes, como si aquella construcción estuviera susurrándose algo a sí misma.

Los ojos de Langdon y Sophie, como los de casi todos los demás visitantes, se dirigieron inmediatamente hacia lo alto, donde la altísima bóveda del techo del templo parecía estallar por encima de sus cabezas. Grandes columnas de piedra gris ascendían como secoyas hacia las sombras, se arqueaban con elegancia sobre inmensas extensiones, para descender de nuevo hasta el suelo. Ante ellos, el ancho corredor del transepto norte se abría como un cañón profundo flanqueado por acantilados de vidrieras. En los días de sol, el suelo de la abadía era un mosaico prismático de luz. Esa mañana, la lluvia y la oscuridad le daban a aquel inmenso espacio un aire fantasmagórico… como el de la cripta que en realidad era.

—Está casi vacía —susurró Sophie.

Langdon estaba decepcionado. Había esperado encontrar a mucha más gente. «Otro espacio público». No le apetecía nada repetir la escena anterior en la iglesia del Temple. Había supuesto que estarían más a salvo en un sitio tan frecuentado por los turistas, pero sus recuerdos de hordas paseando en el interior de un templo muy iluminado correspondían al momento álgido de la temporada veraniega, y aquella era una mañana lluviosa de abril. En lugar de las multitudes y el brillo de las vidrieras, lo único que veía eran metros y más metros de suelo y espacios umbríos y desolados.

—Todo el mundo tiene que pasar por el detector de metales —dijo Sophie al darse cuenta de sus temores—. Si ha entrado alguien más, no puede ir armado.

Langdon asintió sin abandonar su aire circunspecto. Le habría gustado ir acompañado de la policía británica, pero las reticencias de Sophie sobre quién podía estar implicado en todo aquello habían desaconsejado cualquier contacto con las autoridades. «Debemos recuperar el criptex —había insistido Sophie—. Es la clave de todo».

Y tenía razón, por supuesto.

«La clave para rescatar con vida a Leigh».

«La clave para encontrar el Santo Grial».

«La clave para descubrir quién está detrás de todo esto».

Por desgracia, la única manera de lograrlo parecía estar allí, en la tumba de Isaac Newton, en ese momento. Quien fuera que tuviera el criptex tendría que acudir al sepulcro para descifrar la última pista y, si no lo había hecho ya, Langdon y Sophie intentarían interceptarlo.

Avanzaron hacia la pared izquierda para resguardarse un poco y se acercaron a una nave lateral más oscura que había tras una hilera de pilastras. Langdon no lograba quitarse de la cabeza la imagen de Leigh Teabing cautivo, muy probablemente atado en el asiento trasero de su propia limusina. Quien hubiera ordenado el asesinato de los cuatro miembros más destacados del Priorato de Sión no dudaría en eliminar a todo el que se interpusiera en su camino. Parecía una cruel ironía que Teabing —un moderno caballero británico— fuera el rehén en medio de aquella búsqueda de su compatriota, sir Isaac Newton.

—¿Por dónde es? —preguntó Sophie mirando a su alrededor.

«La tumba». Langdon no tenía ni idea.

—Deberíamos ir a buscar a algún guía y preguntárselo —sugirió Langdon.

Sabía que no era buena idea ponerse a buscarla por todo el templo. Westminster era un laberinto de mausoleos, capillas y nichos. Igual que en la Gran Galería del Louvre, tenía un solo punto de entrada —por el que acababan de pasar— y era fácil encontrarlo. Hallar la salida era mucho más complicado. «Una trampa para turistas», lo había llamado uno de sus compañeros de trabajo. Siguiendo la tradición arquitectónica, la abadía tenía la forma de un enorme crucifijo. Pero a diferencia de muchas otras iglesias, la entrada estaba en un lateral y no se hacía, como de costumbre, a través de un nártex abierto al fondo de la nave. Es más, la abadía contaba con una serie de claustros contiguos. Un paso en falso a través de la puerta que no era y el visitante podía perderse en una sucesión de pasajes exteriores rodeados de altos muros.

—Los guías llevan un uniforme rojo —le dijo Langdon acercándose al centro de la iglesia.

Miró al otro lado del altar dorado y se fijó en el extremo opuesto del transepto sur. Había varias personas agachadas en el suelo. Aquella manera de gatear era habitual en los peregrinos que visitaban el Rincón de los Poetas, aunque su postura era mucho menos santa de lo que pudiera parecer. «Los turistas calcan las inscripciones de las lápidas».

—Pues yo no veo a ningún guía —respondió Sophie—. ¿Y si intentamos encontrar la tumba solos?

Sin decir nada, Langdon la llevó hasta el centro del templo y le señaló a la derecha.

Sophie ahogó un grito de asombro al ver la longitud de la nave central, la magnitud real del edificio que ahora se abría ante su vista.

—No, claro, mejor buscamos a un guía.

En aquel preciso instante, a unos cien metros de aquella misma nave, la imponente tumba de sir Isaac Newton tenía un visitante solitario. El Maestro llevaba diez minutos estudiando con detalle el sepulcro.

Se componía de un inmenso sarcófago de mármol negro sobre el que reposaba la escultura reclinada de sir Isaac Newton, que lo representaba ataviado con ropas clásicas, apoyado con orgullo junto a una pila con algunos de sus libros: Divinidatl, Cronología, óptica y PhiloSophie Naturalis Principia Mathematica. A sus pies había dos angelotes que sostenían un pergamino. Tras el cuerpo yaciente de Newton se alzaba una austera pirámide. Aunque en sí misma parecía una rareza, lo que más intrigaba a El Maestro era la enorme figura que surgía hacia la mitad de aquella estructura.

«Un orbe».

El Maestro pensó en el críptico acertijo de Sauniére. «El orbe que en su tumba estar debiera / buscad, os hablará de muchas cosas,/ De carne rosa y vientre fecundado». El gran orbe que sobresalía de la pirámide estaba labrado con bajorrelieves que representaban todo tipo de cuerpos celestes, constelaciones, signos del zodíaco, cometas, estrellas y planetas. Por encima, la imagen de la Diosa de la Astronomía bajo un campo de estrellas.

«Incontables orbes».

El Maestro había creído que una vez encontrara la tumba, dar con el orbe que faltaba sería sencillo. Pero ahora ya no estaba tan seguro. Tenía delante el complicado mapa de los cielos. ¿Acaso faltaba algún planeta? ¿Se había omitido algún astro de alguna constelación? No tenía ni idea. A pesar de ello, El Maestro no podía evitar la sospecha de que la solución sería limpia y sencilla: «… enterrado por un Papa reposa un caballero». «¿Qué orbe estoy buscando?». En ningún sitio estaba escrito que para encontrar el Santo Grial hiciera falta tener un conocimiento profundo de astrofísica, ¿no?

«De carne rosa y vientre fecundado».

La concentración de El Maestro se vio interrumpida por los pasos de unos turistas que se acercaban. Volvió a meterse el criptex en el bolsillo y observó con desconfianza a los visitantes que se acercaron hasta una mesa cercana, dejaron un donativo y cogieron unas grandes hojas de papel y unos carboncillos depositados allí por los responsables del templo. Armados con ellos, salieron de allí, seguramente camino del Rincón de los Poetas para presentar sus respetos a Chaucer, Tennyson y Dickens y calcar las inscripciones de las lápidas.

De nuevo solo, se acercó más a la tumba y fue observándola de abajo arriba. Empezó por las garras que sostenían el sarcófago, ascendió hasta llegar a Newton, se fijó en los libros científicos, pasó la vista sobre los ángeles que sostenían el pergamino matemático, se fijó en la pirámide y en el gigantesco orbe con sus constelaciones, y finalmente en el dosel cuajado de estrellas.

«¿Qué orbe debería estar aquí y no está?». Tocó el criptex que tenía en el bolsillo como si, de alguna manera, aquel trozo de mármol trabajado por Sauniére pudiera darle la respuesta. «Sólo cinco letras me separan del Grial».

Se acercó al rincón de la celosía del coro y respiró hondo. Miró en dirección al altar, al fondo de la nave. Bajó la vista y se encontró con una guía vestida con su uniforme rojo a la que llamaban dos individuos que le resultaban muy familiares.

Langdon y Neveu.

Sin perder la calma, retrocedió dos pasos. «Qué rápido han llegado». Había supuesto que acabarían descifrando el significado del poema y acudirían a la tumba de Newton, pero lo habían logrado antes de lo que él había imaginado. Volvió a tomar aire y sopesó sus opciones. Ya estaba acostumbrado a enfrentarse a aquel tipo de sorpresas.

«El criptex lo tengo yo».

Se metió la mano en el bolsillo y acarició el otro objeto que le daba confianza: el revólver. Como era de prever, el detector de metales de la abadía había sonado cuando pasó con el arma escondida. Y como era de prever también, los guardias lo habían dejado pasar al momento cuando les mostró sus credenciales. Aquello solía inspirar en los demás el debido respeto.

Aunque en un principio había esperado poder resolver solo el enigma del criptex para evitar complicaciones mayores, ahora se daba cuenta de que, en realidad, la aparición de Langdon y Neveu le favorecía. Teniendo en cuenta la poca suerte que estaba teniendo con la referencia al «orbe», no le vendría mal valerse de sus conocimientos. Después de todo, si Langdon había descifrado el poema y había llegado hasta la tumba, era razonable suponer que también pudiera saber algo sobre el orbe. Y si llegaba a descubrir la contraseña, sería cuestión entonces de ejercer la presión adecuada.

«Aquí no, claro».

«En algún lugar más discreto».

Al Maestro le vino a la mente el pequeño cartel que había visto al entrar en la abadía. Y supo cuál era el sitio ideal para atraerlos.

Lo único que quedaba por resolver era… qué usar a modo de señuelo.