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Silas se despertó sobresaltado.

No tenía ni idea de qué le había despertado ni de cuánto tiempo llevaba durmiendo. «¿Estaba soñando?». Se sentó sobre el colchón de paja y se quedó en silencio, escuchando los latidos de la residencia, la quietud rota solamente por los débiles murmullos de alguien que rezaba en voz alta en una celda que estaba por debajo de la suya. Se trataba de sonidos familiares y deberían haberle confortado.

Sin embargo, sintió una inquietud repentina.

De pie, en ropa interior, se acercó a la ventana. «¿Me habrá seguido alguien?». El patio de entrada estaba desierto, igual que cuando había entrado. Aguzó el oído. Silencio. «¿Por qué me siento incómodo?». Hacía tiempo, Silas había aprendido a confiar en su intuición, porque gracias a ella se había mantenido con vida durante su infancia, en las calles de Marsella, mucho antes de ir a la cárcel… mucho antes de volver a nacer de la mano del obispo Aringarosa. Miró hacia la calle y distinguió el perfil borroso de un coche junto al seto. Encima llevaba una sirena de policía. El suelo de madera crujió. Oyó abrirse una puerta.

Silas reaccionó movido por el instinto. Cruzó la celda a toda prisa y se puso detrás de la puerta, que se abrió de par en par en ese mismo momento. El primer agente entró, moviendo el arma a izquierda y derecha ante lo que parecía ser una celda vacía. Antes de darse cuenta de dónde estaba Silas, éste ya había empezado a empujar la puerta con el hombro para impedir que entrara un segundo agente, que con los golpes cayó al suelo. El primero estaba a punto de disparar y el monje se le tiró a las piernas. Se le disparó el arma, y la bala le pasó a Silas casi rozándole la cabeza justo cuando conseguía agarrarle las pantorrillas. Se cayó y se dio un golpe en la frente. El segundo agente luchaba por ponerse de pie junto al marco de la puerta. Silas le clavó la rodilla en la entrepierna y pasó por encima de él.

Casi desnudo, empezó a bajar la escalera. Sabía que alguien lo había delatado, pero no sabía quién. Cuando llegó al vestíbulo, había más policías entrando por la puerta principal. Se fue hacia el otro lado y se internó por un pasillo de la residencia. «Es el acceso para las mujeres. En todos los edificios del Opus hay uno». Avanzó por corredores intrincados y se coló en la cocina, donde unas empleadas aterrorizadas no pudieron evitar ver a aquel monje en paños menores que en su huida tiró platos y cubiertos antes de salir a una sala oscura que había cerca del cuarto de las calderas. Desde ahí vio por fin la puerta que buscaba, una luz que indicaba la salida y que brillaba al fondo.

Salió corriendo a la calle. Seguía lloviendo y, al saltar el pequeño rellano que lo separaba de la lluvia, Silas no vio al agente que venía desde la otra dirección hasta que ya era demasiado tarde. Chocaron. Los hombros anchos y desnudos de Silas se clavaron en el esternón de aquel hombre con una fuerza brutal. El agente cayó al suelo, boca arriba, y soltó sin querer la pistola. El monje se abalanzó con fuerza sobre él. Oía que varios hombres venían corriendo por el pasillo y gritaban. Se dio la vuelta y, justo cuando los policías aparecieron, logró hacerse con el arma. Un disparo resonó en las escaleras, y Silas notó un intenso dolor por debajo de las costillas. Lleno de rabia, abrió fuego contra los tres agentes.

De la nada, tras él surgió una sombra. Las manos airadas que lo agarraron de los hombros desnudos parecían tener la fuerza del mismísimo demonio. Aquel hombre le gritó al oído. «¡SILAS, NO!».

Pero él logró zafarse, se dio la vuelta y le disparó. En ese momento, sus ojos se encontraron. Al ver caer al obispo Aringarosa, Silas empezó a gritar.