El Kings College, fundado por el rey Jorge IV en 1829, tiene su Departamento de Teología y Estudios Religiosos junto al Parlamento, en unos edificios propiedad de la Corona. El centro no cuenta sólo con 150 años de experiencia en la enseñanza y la investigación; el establecimiento, en 1981, del Instituto de Investigación de Teología Sistemática, supuso la creación de una de las bibliotecas especializadas más completas y electrónicamente avanzadas del mundo.
Cuando él y Sophie entraron en el edificio, dejando atrás la lluvia, Langdon aún estaba bastante afectado por los últimos acontecimientos. La sala principal era tal como Teabing se la había descrito: una espectacular cámara octogonal presidida por una enorme mesa redonda alrededor de la cual el rey Arturo y sus caballeros podrían haberse sentido a sus anchas, de no haber sido por la presencia de doce ordenadores de pantalla plana. En el extremo más alejado de la sala, había una bibliotecaria que se estaba sirviendo un té y preparándose para iniciar su jornada de trabajo.
—Hermosa mañana —dijo alegremente, dejando el té y acercándose a ellos—. ¿Puedo ayudarles en algo?
—Bueno, sí —respondió Langdon—. Me llamo…
—Robert Langdon —lo interrumpió ella esbozando una sonrisa—. Sé quien es.
Por un momento, temió que Fache hubiera sacado su foto en las televisiones inglesas, pero aquella sonrisa no parecía indicarlo. Langdon aún no se había acostumbrado a esos momentos de popularidad inesperada. Pero, por otra parte, si alguien tenía que reconocerle, era lógico que fuera la bibliotecaria de un centro de Estudios Religiosos.
—Yo soy Pamela Gettum —dijo ella extendiéndole la mano. Tenía una expresión inteligente y cara de erudita, y hablaba en un tono agradable. De una cadena le colgaban unas gafas de pasta gruesa.
—Es un placer —le dijo Langdon estrechándosela—. Esta es mi amiga Sophie Neveu.
Las dos mujeres se saludaron, y Gettum volvió a dirigirse a Langdon.
—No sabía que iba a venir.
—Nosotros tampoco. Si no es mucho inconveniente, nos iría muy bien contar con su ayuda para obtener cierta información.
La bibliotecaria puso cara de extrañeza.
—Normalmente nuestros servicios los prestamos sólo tras concertación de cita previa, a menos, claro, que haya sido invitado por alguien en el College.
Langdon negó con la cabeza.
—Me temo que hemos venido sin avisar. Un amigo mío me ha hablado maravillas de usted. Sir Leigh Teabing. —Langdon sintió una punzada de desazón al pronunciar aquel nombre—. El historiador de la Real Academia.
A Gettum le brillaron los ojos y soltó una carcajada.
—Vaya, sí. Qué personaje. ¡Un fanático! Siempre viene por lo mismo. El Grial, el Grial, el Grial. Estoy segura de que ese hombre moriría antes que renunciar a su búsqueda. —Guiñó un ojo—. El tiempo libre y el dinero le permiten a uno esos lujos, ¿no le parece?
—Quijotesco, diría yo.
—¿Accedería entonces a ayudarnos? —le preguntó Sophie—. Es bastante importante.
La bibliotecaria echó un vistazo a la sala desierta y les guiñó un ojo.
—La excusa de que estoy muy ocupada no sería muy creíble, ¿verdad? Con tal de que firmen en el libro de registro, no veo que pueda haber ningún inconveniente. ¿Qué es lo que necesitan encontrar?
—Estamos intentando localizar una tumba aquí en Londres. Gettum arqueó una ceja.
—Pues habrá como unas veinte mil. ¿Podrían concretar un poco más?
—Es la tumba de un caballero. El nombre no lo tenemos.
—Un caballero. Eso reduce el espectro considerablemente. Mucho menos habitual.
—No disponemos de mucha información sobre el caballero al que estamos buscando —dijo Sophie—. Lo que sabemos es esto.
Se sacó un trozo de papel del bolsillo en el que había anotado los primeros versos del poema.
Como no les hacía demasiada gracia enseñarle el poema entero a un desconocido, Langdon y Sophie habían decidido mostrarle sólo el principio, los versos que identificaban al caballero. «Criptografía compartimentada», lo había llamado Sophie. Cuando unos servicios de inteligencia interceptaban un código que incluía datos sensibles, cada criptógrafo trabajaba en una sección. Así, cuando lo descifraban, ninguno de ellos disponía del mensaje cifrado en su totalidad.
En ese caso, la precaución era seguramente excesiva; incluso en el caso de que la bibliotecaria viera todo el poema, identificara la tumba del caballero y supiera qué esfera era la que faltaba, la información no le serviría de nada si no tenía el criptex en su poder.
Gettum detectó la urgencia en los ojos de aquel famoso especialista americano, casi como si encontrar aquella tumba lo antes posible fuese una cuestión de vida o muerte. La mujer de ojos verdes que lo acompañaba también parecía nerviosa.
Desconcertada, la bibliotecaria se puso las gafas y examinó el papel que acababan, de entregarle.
En la ciudad de Londres, enterrado
por el Papa reposa un caballero.
Despertaron los frutos de sus obras
las iras de los hombres más sagrados.
Alzó la vista.
—¿Qué es esto? ¿Una especie de búsqueda del tesoro de la Universidad de Harvard?
Langdon soltó una carcajada forzada.
—Sí, algo así.
Gettum se quedó un momento en silencio. No sabía por qué, pero tenía la sensación de que le ocultaban algo. Con todo, aquello le estaba empezando a intrigar, y volvió a leer aquellos versos más despacio.
—Según esto, un caballero hizo algo que le valió el enfado de la Iglesia. Aun así, hubo un Papa lo bastante amable como para darle sepultura en Londres.
—¿Le suena de algo? —le preguntó Langdon.
Gettum se acercó hasta una de las terminales.
—De entrada, no. Pero vamos a ver qué encontramos en la base de datos.
Durante las dos últimas décadas, el Instituto de Investigación de Teología Sistemática del Kings College había recurrido a sistemas informáticos de reconocimiento óptico de caracteres y a programas de trascripción lingüística para digitalizar y catalogar una enorme colección de textos, enciclopedias de religión, biografías religiosas, escritos sagrados en diversidad de lenguas, historias, cartas del Vaticano, diarios de miembros del clero, cualquier cosa que tuviera alguna relación con la espiritualidad humana. Como en la actualidad aquella ingente cantidad de documentación estaba en forma de bits y bytes, y no de páginas físicas, los datos eran mucho más accesibles.
La bibliotecaria se acomodó frente a un ordenador, le echó un vistazo al trozo de papel y empezó a teclear.
—Para empezar, un poquito de álgebra de Boolean combinada con algunas palabras clave, a ver qué pasa.
—Gracias.
Gettum introdujo unas palabras.
LONDRES, CABALLERO, PAPA
Le dio a la tecla de búsqueda y casi le pareció notar el zumbido del enorme procesador de datos del piso de abajo que tenía una capacidad de búsqueda de 500 MB por segundo.
—Le estoy pidiendo al sistema que nos muestre todos los documentos en cuyos textos aparezcan estas tres palabras clave. Nos dará muchas más entradas de las que necesitamos, pero para empezar nos será útil.
La pantalla empezó a mostrar los resultados de la búsqueda.
«Pintar al Papa. Colección de retratos de sir Joshua Reynolds. London University Press».
Gettum negó con la cabeza.
—Está claro que esto no es lo que andan buscando —dijo, pasando al siguiente resultado.
«Los escritos londinenses de Alexander Pope, de G. Wilson Knight».
—Esto tampoco.
El sistema volvió a activarse, y los nuevos resultados fueron apareciendo a mayor velocidad. Aparecieron docenas de textos. En la mayoría había alusiones a Alexander Pope, el escritor inglés del siglo XVIII, cuya poesía burlescamente épica y antireligiosa contenía, al parecer, multitud de referencias a caballeros y a la ciudad de Londres.
La bibliotecaria echó un rápido vistazo al número de resultados que aparecía en la parte inferior de la pantalla. El procesador calculaba el número de datos encontrados hasta el momento y los multiplicaba por el porcentaje de los que a la base de datos aún le quedaba por encontrar, ofreciendo una cifra aproximada de toda la información disponible. En aquel caso concreto parecía que iban a encontrarse con un número impresionante de entradas.
Número estimado de resultados: 2692
—Deberemos afinar más los parámetros —dijo Gettum deteniendo la búsqueda—. ¿No tienen más información sobre esa tumba?
Langdon miró indeciso a Sophie Neveu.
«Esto no es un pasatiempo», pensó la bibliotecaria. Le habían llegado rumores sobre la experiencia que Robert Langdon había tenido en Roma el año anterior. Le habían autorizado el acceso a la biblioteca más vigilada del mundo, los Archivos Secretos Vaticanos. Se preguntaba qué secretos habría desvelado ahí dentro, y si aquella búsqueda desesperada de la tumba misteriosa tendría algo que ver con la información obtenida en Roma. Gettum llevaba el tiempo suficiente ejerciendo su profesión como para conocer el motivo por el que la gente acudía a Londres en busca de caballeros: El Grial.
Sonrió y se ajustó las gafas.
—Son amigos de Leigh Teabing, están en Inglaterra y buscan a un caballero. —Entrelazó las manos—. Así que supongo que van en busca del Grial.
Langdon y Sophie se miraron desconcertados.
Gettum se echó a reír.
—Amigos, esta biblioteca es el campamento base para los que van en su busca. Para Teabing, por ejemplo. Ojalá me dieran un chelín cada vez que realizo indagaciones sobre términos como la rosa, María Magdalena, el Sangreal, los merovingios, el Priorato de Sión, etcétera, etcétera, etcétera. A la gente le encantan las conspiraciones. —Se sacó las gafas y los miró—. Me hace falta más información.
Se hizo el silencio, y Getum notó que el deseo de discreción de sus dos acompañantes estaba a punto de verse superado por su necesidad de encontrar resultados rápido.
—Aquí tiene —dijo de pronto Sophie—. Esto es todo lo que sabemos.
Le pidió la pluma a Langdon y, en el papel que le había mostrado a Gettum, anotó los versos que faltaban.
El orbe que en su tumba estar debiera;
buscad, os hablará de muchas cosas,
de carne rosa y vientre fecundado.
Gettum sonrió para sus adentros. «Pues sí, es el Grial, no hay duda», pensó al ver las referencias a la rosa y al vientre fecundado.
—Yo puedo ayudarles —les dijo alzando la vista del papel—. ¿Puedo preguntar de dónde procede este poema? ¿Y por qué van en busca del orbe?
—Puede preguntarlo —respondió Langdon esbozando una tímida sonrisa—, pero es una historia muy larga y tenemos poco tiempo.
—Parece una manera educada de decirme que me meta en mis asuntos.
—Estaremos siempre en deuda con usted, Pamela —insistió Langdon—, si lograra averiguar quién es este caballero y dónde está enterrado.
—Muy bien —dijo Gettum volviendo a teclear algo—. Acepto el juego. Si la búsqueda tiene que ver con el Grial, debemos introducir palabras clave relacionadas. Añadiré un parámetro de proximidad y eliminaré la ponderación de títulos. Así limitaremos los resultados a los textos que tengan que ver con el Grial.
Buscar:
CABALLERO, LONDRES, PAPA, TUMBA
Con una proximidad de 100 palabras de:
GRIAL, ROSA, SANGREAL, CÁLIZ
—¿Cuánto puede tardar? —le preguntó Sophie.
—¿Varios cientos de terabytes con campos de referencia cruzados? —Los ojos de Gettum brillaron cuando le dio al intro—. Sólo quince minutos.
Langdon y Sophie no dijeron nada, pero Gettum se dio cuenta de que aquello les parecía una eternidad.
—¿Les apetece un té? —preguntó la bibliotecaria, que se levantó y se fue hasta la tetera que estaba preparando cuando llegaron—. A Leigh le encanta el té que preparo.