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Como un fantasma, Silas se aproximó en silencio hacia su presa. Sophie Neveu sintió su presencia demasiado tarde. Antes de poder darse la vuelta, el monje ya le tenía la pistola hundida en la espalda y le había pasado un ancho brazo por el pecho, atrayéndola hacia sí. Sophie gritó del susto. Teabing y Langdon se volvieron a la vez y se dieron cuenta con sorpresa y horror de lo que estaba pasando.

—Pero ¿qué…? —Teabing no pudo acabar la frase—. ¿Qué le has hecho a Rémy?

—Usted preocúpese solamente de que yo salga de aquí con la clave.

Aquella «misión de reconquista», como Rémy la había llamado, debía realizarse limpiamente, de la manera más simple. «Entre en la iglesia, llévese la clave y salga. Sin matar a nadie, sin hacerle daño a nadie».

Con Sophie firmemente sujeta, Silas cambió de postura y le pasó el brazo por la cintura, metiéndole la mano en el ancho bolsillo del suéter. A pesar de que el aliento le oía a vodka, le llegaba la suave fragancia del pelo de aquella mujer.

—¿Dónde está? —susurró.

«Antes la llevaba en el bolsillo del suéter. ¿Dónde estará ahora?».

—Está aquí. —La voz de Langdon resonó desde el otro extremo de la nave.

Silas se volvió y vio que Langdon tenía en sus manos el criptex negro y que se lo enseñaba como si fuera un torero citando a un pobre animal con el capote.

—Póngalo en el suelo —le ordenó.

—Deje que la señorita Neveu y sir Leigh Teabing salgan de la iglesia. Esto lo podemos resolver entre usted y yo.

Silas apartó a Sophie de un empujón y apuntó a Langdon, avanzando hacia él.

—No dé ni un paso más hasta que hayan salido del edificio —dijo Langdon.

—No está usted en situación de exigir nada —contraatacó Silas.

—No estoy de acuerdo con usted —replicó Langdon levantando el criptex por encima de la cabeza—. No vacilaré en tirarlo al suelo y el tubo que hay dentro se romperá.

Aunque Silas se rió al oír aquella amenaza, sintió una punzada de temor.

Aquello no se lo esperaba. Apuntó el arma a la cabeza de Langdon y respondió con la voz tan firme como la mano con la que sostenía el arma.

—Nunca rompería la clave. Tiene tanto interés como yo en encontrar el Grial.

—Se equivoca. Usted tiene mucho más. Ya ha demostrado que está dispuesto a matar para conseguirlo.

A quince metros de allí, observando desde los bancos del anexo que quedaban cerca del acceso a la nave circular, Rémy Legaludec sentía un desasosiego cada vez mayor. La maniobra no había salido como la habían planeado e, incluso desde donde se encontraba, veía que Silas no sabía muy bien cómo hacerle frente a aquella situación. Siguiendo las órdenes de El Maestro, Rémy le había prohibido a Silas que disparara bajo ningún concepto.

—Déjeles ir —exigió Langdon de nuevo con el criptex levantado sobre la cabeza, sin apartar la vista del arma del monje.

Los ojos rojos de Silas estaban llenos de ira e impotencia, y Rémy se encogió de miedo al pensar que Silas podía ser capaz de disparar a su oponente a pesar de que tuviera el criptex en las manos. «¡El cilindro no puede caerse al suelo!».

Aquel objeto tenía que ser su pasaporte a la libertad y a la riqueza. Hacía poco más de un año, era simplemente un mayordomo de cincuenta y cinco años que vivía encerrado entre las cuatro paredes del Cháteau Villete, siempre a punto para satisfacer los caprichos de sir Leigh Teabing, ese lisiado insoportable. Pero entonces le habían hecho una proposición extraordinaria. Gracias a su relación laboral con Teabing —uno de los mejores historiadores especializados en el Santo Grial— iba a poder hacer realidad todo lo que siempre había soñado. Desde entonces, todos los instantes pasados en el Cháteau Villette los había vivido con la vista puesta en ese momento.

«Estoy tan cerca», se dijo, con la mirada fija en la cripta y en la clave que sostenía Robert Langdon. Si la soltaba, lo perdería todo.

«¿Estoy dispuesto a dar la cara?». Aquello era algo que El Maestro le había prohibido explícitamente. Rémy era el único que conocía su identidad.

—¿Está seguro de que quiere que sea Silas quien haga el trabajo? —le había preguntado hacía menos de media hora, cuando le había ordenado que robaran la clave—. Puedo hacerlo yo mismo.

Pero El Maestro había sido muy claro.

—Silas nos ha servido sin problemas con los cuatro miembros del Priorato. Él la recuperará. Usted debe seguir en el anonimato. Si descubren que está implicado, tendremos que eliminarlos a ellos también, y ya ha habido demasiadas muertes. Así que no revele su rostro.

«Mi rostro cambiará —pensó Rémy—. Con lo que ha prometido pagarme, me convertiré en un hombre totalmente nuevo». El Maestro le había dicho que con la cirugía plástica se podían hasta cambiar las huellas dactilares. Pronto sería libre, otro rostro irreconocible y agraciado tostándose al sol en alguna playa.

—Entendido —había dicho Rémy—. Permaneceré a la sombra, ayudando a Silas sin que me vean.

—Para su información —había añadido El Maestro—, la tumba en cuestión no se encuentra en la iglesia del Temple. Así que no tema. Están buscando en el lugar equivocado.

Rémy se había quedado helado.

—¿Y usted sabe dónde está?

—Sí, claro. Ya se lo diré más adelante. De momento, debe actuar deprisa. Si ellos descubren el paradero real de la tumba y nosotros no hemos recuperado el criptex, podríamos perder el Grial para siempre.

A Rémy el Grial sólo le importaba porque hasta que no lo encontrara, El Maestro no le pagaría. Sentía vértigo cada vez que pensaba en todo el dinero que iba a tener muy pronto. «Un tercio de veinte millones de euros. Lo bastante como para desaparecer para siempre». Rémy soñaba con la Costa Azul, donde quería vivir el resto de su vida tomando el sol y dejando que, para variar, los demás le sirvieran a él.

Ahora, sin embargo, en la iglesia del Temple, Langdon amenazaba con romper la clave, y Rémy sentía que su futuro estaba en peligro. No soportaba la idea de haber llegado hasta tan lejos para perderlo todo en el último momento, así que tomó la decisión de pasar a la acción. El arma que llevaba en la mano era de calibre pequeño y fácil de disimular, aunque su disparo, en las distancias cortas, era mortal.

Salió de la penumbra del anexo y, al llegar al espacio circular, apuntó a Teabing con la pistola.

—Cuánto tiempo llevo esperando para hacer una cosa así.

A sir Leigh Teabing casi se le para el corazón al ver a Rémy apuntándole con el arma. «Pero ¿qué está haciendo?». Se fijó en que aquel era el revólver que llevaba siempre en la guantera.

—Rémy —dijo horrorizado—. ¿Qué está pasando aquí?

Langdon y Sophie también se habían quedado mudos de la impresión.

El mayordomo pasó por detrás de su señor y le puso la pistola en la espalda, justo a la altura del corazón.

Teabing notó que los músculos se le agarrotaban de miedo.

—Rémy, no enti…

—Se lo explicaré en pocas palabras —lo interrumpió Rémy mirando a Langdon por encima del hombro de su señor—. Deje la clave en el suelo. Si no, disparo.

Langdon se quedó paralizado un instante.

—Esta clave no tiene ningún valor para usted —le dijo con dureza—. No sabe abrirla.

—Qué necio y qué arrogante —replicó Rémy con una sonrisa de desprecio en los labios—. ¿No se ha dado cuenta de que llevo toda la noche escuchándolos, de que he oído todos esos poemas que recitaban? Pues todo lo que he oído lo he transmitido a otras personas.

Personas que saben más que ustedes. Si ni siquiera están buscando donde tienen que buscar. ¡La tumba que buscan no está aquí! Teabing notó que el pánico se apoderaba de él. «¿Qué está diciendo?».

—¿Para qué quiere el Grial? —le preguntó Langdon—. ¿Para destruirlo? ¿Antes del Fin de los Días?

Rémy se dirigió al monje.

—Silas, quítele la clave al señor Langdon.

El albino empezó a avanzar en dirección de Langdon, pero éste retrocedió con el criptex en alto, aparentemente dispuesto a arrojarlo al suelo en cualquier momento.

—Prefiero romperlo que entregárselo a quien no debe tenerlo —declaró.

Teabing estaba aterrorizado. Veía que el trabajó de toda una vida estaba a punto de desvanecerse delante de sus propios ojos, y que todos sus sueños iban a hacerse añicos.

—¡Robert, no! —exclamó—. ¡Es el Grial! Rémy nunca me dispararía. Nos conocemos desde hace diez…

Rémy apuntó al techo y disparó. El estruendo fue enorme para un arma tan pequeña, y resonó como un trueno en la sala de piedra. Todos los presentes se quedaron inmóviles.

—Esto no es ninguna broma —dijo Rémy—. El siguiente le atravesará la espalda. Déle la clave a Silas.

A regañadientes, Langdon le alargó el criptex. Silas dio un paso al frente y lo cogió. Los ojos rojos le brillaban con la satisfacción de la venganza. Se metió el cilindro en el bolsillo del hábito y se apartó sin bajar el arma.

Teabing notó que su mayordomo le pasaba el brazo por el cuello y empezaba a retroceder, llevándoselo consigo y sin dejar de clavarle la pistola en las costillas.

—Suéltelo —exigió Langdon.

—Nos llevamos al señor Teabing de paseo —dijo Rémy sin detenerse—. Si llaman a la policía, lo mataremos. Y si intentan algún truquito también. ¿Está claro?

—Llévenme a mí y déjenlo a él aquí —les pidió Langdon con la voz rota por la emoción.

Rémy soltó una carcajada.

—Creo que eso no va a poder ser. Él y yo tenemos una relación tan bonita. Y, quién sabe, a lo mejor nos acaba resultando útil.

Silas había empezado a retroceder sin dejar de apuntar a Langdon y a Sophie. Rémy ya estaba cerca de la salida y seguía tirando de Teabing, que iba arrastrando las muletas.

La voz de Sophie sonó firme.

—¿Para quién trabajan?

La pregunta despertó la sonrisa de Rémy.

—Le sorprendería saberlo, Mademoiselle Neveu.