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En un callejón lleno de basura cercano a la iglesia del Temple, Rémy Legaludec detuvo la limusina, justo detrás de unos contenedores de residuos industriales. Paró el motor e inspeccionó la zona. No había ni un alma. Bajó del coche, se dirigió a la parte trasera, donde seguía su rehén, y subió de nuevo al vehículo.

Al intuir la presencia del mayordomo, el monje salió de una especie de trance de oraciones y le miró con sus ojos rojos con más sorpresa que temor. Durante toda la noche, a Rémy no había dejado de impresionarle la capacidad de aquel hombre para mantener la calma. Tras un forcejeo inicial en el Range Rover, el monje parecía haber aceptado la situación y haber entregado su destino a un poder superior.

Se aflojó la pajarita, se desabrochó el cuello almidonado y le pareció que era la primera vez en muchos años que podía respirar. Abrió el mueble bar y se sirvió un vodka Smirnoff. Se lo bebió de un trago y sin pausa se sirvió otro.

«Pronto seré un hombre ocioso».

Rebuscó en el mueble y encontró un sacacorchos clásico y levantó la cuchilla que servía para cortar los precintos. En ese caso, sin embargo, había de servirle para un objetivo mucho más sorprendente. Se volvió para mirar a Silas, con la navaja en la mano.

Aquellos ojos rojos brillaron de temor.

Rémy sonrió y se echó hacia atrás. El monje se retorció e intentó soltarse las cuerdas.

—Quieto —le susurró Rémy alzando la cuchilla.

Silas no podía creer que Dios lo hubiera abandonado. Incluso el dolor que le provocaban las ataduras, Silas lo había transformado en un ejercicio espiritual, y le pedía a sus músculos sedientos de sangre que le recordaran el dolor que Cristo había soportado. «He rezado toda la noche por mi liberación». Ahora, mientras la cuchilla descendía, cerró los ojos.

Sintió una punzada de dolor en las clavículas. Gritó, incapaz de creer que estaba a punto de morir ahí mismo, en aquella limusina, sin poder defenderse. «Me he limitado a hacer la obra de Dios. El Maestro me dijo que me protegería».

Silas notó que el calor se le extendía por la espalda y los hombros, y empezó a imaginarse su propia sangre que le manchaba la piel. Entonces el lacerante dolor le invadió los muslos, y notó que en ellos se instalaba ese estado de desorientación que el cuerpo utiliza como mecanismo de defensa contra el malestar físico.

Como la quemazón le recorría ya todos los músculos del cuerpo, apretó más los párpados, porque no quería que la imagen final de su existencia fuera la de su asesino. Prefirió recordar al joven sacerdote Aringarosa frente a una pequeña iglesia en España… la que él y Silas habían construido con sus propias manos. «El principio de mi vida».

A Silas le parecía que tenía la piel en llamas.

—Beba un poco —le dijo el hombre del esmoquin con acento francés—. Hará que le circule mejor la sangre.

Silas abrió los ojos al momento, sorprendido. Tenía delante la imagen borrosa de alguien que le alargaba un vaso. En el suelo, un montón de cinta adhesiva, junto a la navaja limpia de sangre.

—Bébaselo —insistió aquel hombre—. El dolor que siente es por el riego sanguíneo, que vuelve a sus músculos.

Silas notó que las oleadas de calor se transformaban en pinchazos. El vodka sabía fatal, pero se lo bebió, agradecido. El destino le había repartido muy malas cartas aquella noche, pero Dios lo había resuelto todo con un giro milagroso.

«Dios no me ha abandonado».

Silas sabía cómo lo llamaría el obispo Aringarosa.

«Intervención divina».

—Ya hace rato que quería liberarle —se disculpó el mayordomo—, pero me ha sido imposible. Con la policía que ha llegado al Chateau Villette, y luego con lo del aeropuerto, no he podido hacerlo antes. Me comprende, ¿verdad, Silas?

—¿Sabe mi nombre? —dijo el monje desconcertado, echándose hacia atrás.

El mayordomo sonrió.

El monje se sentó y empezó a frotarse los miembros agarrotados. Sus emociones eran un torrente de incredulidad, agradecimiento y confusión.

—¿Es usted… El Maestro?

Rémy negó con la cabeza y se echó a reír.

—Ojalá tuviera tanto poder. No, no soy El Maestro. Como usted, yo también estoy a su servicio. Pero El Maestro habla muy bien de usted. Me llamo Rémy.

El monje estaba maravillado.

—No lo entiendo. Si usted trabaja para El Maestro, ¿entonces por qué Langdon ha llevado la clave hasta su casa?

—No es mi casa. Ahí es donde vive el más reputado historiador sobre temas del Grial, sir Leigh Teabing.

—Pero usted también vive ahí. Las posibilidades de que… Rémy sonrió, sin ver ningún problema en la aparente coincidencia.

—Lo que ha pasado era totalmente previsible. Robert Langdon estaba en posesión de la clave y necesitaba ayuda. ¿A qué otro sitio acudir mejor que a la casa de Leigh Teabing? El hecho de que yo también viviera allí es lo que hizo que El Maestro contactara conmigo en un principio. —Hizo una pausa—. ¿Por qué cree que El Maestro sabe tanto sobre el Grial?

Silas lo entendió todo en ese momento y se quedó boquiabierto. El Maestro había reclutado al mayordomo que tenía acceso a todas las investigaciones de sir Leigh Teabing. Era genial.

—Tengo que contarle muchas cosas —prosiguió Rémy alargándole la pistola Heckler and Koch. Acto seguido, cruzó por el panel de separación y cogió un pequeño revólver de la guantera—. Pero antes, usted y yo tenemos un trabajo que terminar.

El capitán Fache bajó de la avioneta en Biggin Hill y escuchó con estupor el relato de lo que había sucedido en el hangar de labios del inspector en jefe de la policía de Kent.

—Yo mismo inspeccioné el avión —dijo—, y ahí dentro no había nadie. Además —añadió con un tono más severo—, debo añadir que si el señor Teabing presenta algún cargo contra mí, me veré obligado a…

—¿Ha interrogado al piloto?

—Por supuesto que no. Es francés, y nuestra jurisdicción exige que…

—Lléveme al avión.

Al llegar al hangar, Fache no tardó más de sesenta segundos en localizar un rastro anómalo de sangre en el suelo, cerca de donde había estado aparcada la limusina. El capitán se acercó al jet y aporreó el fuselaje.

—Soy el capitán Fache, de la Policía Judicial francesa. ¡Abra la puerta!

El piloto, aterrorizado, hizo lo que le ordenaban y echó la escalerilla.

Fache subió a bordo. Tres minutos y la pistola en la mano le bastaron para obtener una confesión detallada, que incluía la descripción del monje albino atado. Además, se enteró de que Langdon y Sophie habían tenido tiempo de guardar algo en la caja fuerte de Teabing, una especie de estuche de madera. Aunque el piloto negó saber qué se escondía en su interior, admitió que había sido el centro de interés de Langdon durante el trayecto a Londres.

—Abra la caja fuerte —ordenó Fache.

El piloto parecía muy asustado.

—No conozco la combinación.

—Qué mala suerte. Y yo que iba a permitir que conservara su licencia de vuelo.

El piloto se retorció las manos.

—Conozco al personal de mantenimiento. A lo mejor podrían abrirla con un taladro.

—Le doy media hora.

El piloto se abalanzó sobre la radio.

Fache se fue hasta la cola del avión y se sirvió una copa bien cargada. Era temprano, pero no había dormido en toda la noche, así que no podía decirse que estuviera bebiendo antes del mediodía. Se tumbó en uno de los lujosos asientos y cerró los ojos, intentando entender qué estaba pasando. «El error de la policía de Kent podría costarme muy caro». Ahora todos iban a la caza de la limusina jaguar.

Sonó su teléfono y deseó poder prolongar aquel instante de calma.

¿Alo?

—Voy camino de Londres. —Era el obispo Aringarosa—. Llegaré en una hora.

Fache se incorporó en su asiento.

—Creía que viajaba rumbo a París.

—Estoy muy preocupado y he cambiado de planes. —No debería haberlo hecho.

—¿Tiene ya a Silas?

—No. Sus captores han logrado burlar el dispositivo de la policía inglesa antes de que yo llegara.

Aringarosa estaba cada vez más furioso.

—¡Me aseguró que detendría ese avión! Fache bajó la voz.

—Obispo, teniendo en cuenta su situación, le recomiendo que no ponga a prueba mi paciencia. Encontraré a Silas y a los demás lo antes posible. ¿Dónde va a aterrizar?

—Un momento. —Aringarosa cubrió el auricular y la línea quedó unos instantes en silencio—. El piloto está intentando obtener permiso para hacerlo en Heathrow. Soy su único pasajero, pero nuestro cambio de rumbo no estaba previsto…

—Dígale que aterrice en el Biggin Hill Executive Airport de Kent. Le conseguiré el permiso. Si yo ya no estoy aquí cuando aterricen, pondré un coche a su disposición.

—Gracias.

—Como ya le he dicho antes, obispo, hará bien en recordar que no es usted el único que está a punto de perderlo todo.