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El reloj de Langdon, con su esfera de Mickey, marcaba casi las siete y media cuando lo miró antes de bajarse de la limusina y salir a la Inner Temple Lane, acompañado de Sophie y de Teabing. El trío atravesó una maraña de edificios hasta llegar al pequeño patio que había a la entrada de la iglesia del Temple. La piedra tosca brillaba con la lluvia, y unas palomas emitían sus arrullos desde las cornisas.

La antigua iglesia del Temple había sido construida totalmente con piedra de Caen. Se trataba de un edificio muy vistoso, circular, con una fachada algo tétrica, un cimborrio central y una nave que sobresalía a uno de los lados. Se parecía más a una plaza militar que a un lugar de culto. Consagrada el 10 de febrero de 1185 por Heraclio, patriarca de Jerusalén, la iglesia del Temple había sobrevivido a ocho siglos de inestabilidad política, al Gran Incendio de Londres y a la Primera Guerra Mundial, pero las bombas incendiarias de la Luftwaffe, en 1940, la habían dañado seriamente. Tras la contienda, la habían restaurado para devolverle su severo esplendor.

«La simplicidad del círculo», pensó Langdon mientras contemplaba el edificio por primera vez. Arquitectónicamente, era tosca y sencilla, más parecida al Castel Sant Angelo de Roma que al refinado Panteón. El anexo rectangular que sobresalía a la derecha era un desafortunado pegote, aunque apenas lograba disimular la forma pagana original de la primera estructura.

—Como es sábado y es tan temprano —dijo Teabing cojeando hacia la entrada—, supongo que no habrá misa y podremos estar tranquilos.

La entrada del templo era un cuadro labrado que enmarcaba un gran portón de madera. A su izquierda, totalmente fuera de lugar, había un tablón de anuncios lleno de carteles de conciertos e informaciones sobre servicios religiosos.

Al leer uno de ellos, Teabing torció el gesto.

—Aún faltan un par de horas para que abran a las visitas turísticas. Se acercó a la puerta e intentó abrirla, sin éxito. Pegó la oreja a la madera y escuchó. Se quedó así un instante y, cuando se incorporó, lo hizo con gesto astuto, señalando el tablón de anuncios.

—Robert, por favor, consulta el horario de misas. ¿Quién las celebra esta semana?

En el interior de la iglesia, un monaguillo estaba terminando de pasar la aspiradora entre los bancos cuando oyó que llamaban a la puerta principal. En un primer momento no hizo caso. El reverendo Harvey Knowles tenía llaves y no lo esperaba hasta dentro de dos horas. Quien llamaba debía de ser un indigente, o algún curioso. Siguió aspirando, pero volvieron a llamar, esta vez con más insistencia. «¿Es que no sabe leer?». El cartel de la puerta lo indicaba claramente: la iglesia no abría hasta las nueve y media los sábados. Así que siguió con sus obligaciones.

Al cabo de poco, era ya como si alguien estuviera golpeando la puerta con una barra de hierro. El joven apagó el aspirador, se dirigió de mal humor hasta la puerta y la abrió con brusquedad. Al otro lado había tres personas. «Turistas», murmuró.

—No abrimos hasta las nueve y media.

El hombre más corpulento, que parecía ser el líder, dio un paso al frente ayudado por sus muletas.

—Soy sir Leigh Teabing —le dijo con su acento aristocrático—. Como sin duda no le habrá pasado por alto, vengo acompañando al señor Cristopher Wren IV y a su esposa.

Se apartó un poco y con una floritura alargó el brazo en dirección a la atractiva pareja que estaba detrás. Ella tenía unos rasgos muy delicados y el pelo largo y rojizo. Él era alto, moreno y su rostro le resultaba vagamente familiar.

El monaguillo se había quedado sin saber qué decir. Sir Cristopher Wren era el benefactor más famoso de la iglesia del Temple, y gracias a él se habían llevado a cabo todas las restauraciones necesarias tras los daños provocados por el Gran Incendio. Pero es que, además, llevaba muerto desde principios del siglo XVIII.

—Eh… un honor conocerle.

El hombre de las muletas frunció el ceño.

—Menos mal que no eres vendedor, porque la verdad es que no resultas muy convincente. ¿Dónde está el reverendo Knowles?

—Es sábado. Hoy viene más tarde.

El tullido torció todavía más el gesto.

—A esto lo llamo yo agradecimiento. Nos aseguró que estaría aquí, pero por lo que se ve tendremos que ingeniárnoslas solos. No tardaremos.

El monaguillo seguía cerrándoles el paso.

—Disculpe, ¿no tardarán en hacer qué?

Teabing lo miró con severidad. Se le acercó y le susurró algo, como para evitarles a todos pasar por una situación embarazosa.

—Joven, usted debe de ser nuevo. Todos los años, los descendientes de sir Cristopher Wren traen un puñado de cenizas de su antepasado para esparcirlas por el santuario del Temple. Es algo que estipuló él en su testamento. A nadie le apetece demasiado hacer el viaje hasta aquí, pero ¿qué otra cosa se puede hacer?

El monaguillo llevaba ahí un par de años y nunca había oído hablar de esa costumbre.

—Sería mejor que esperaran hasta las nueve y media. La iglesia todavía no está abierta, y yo no he terminado de pasar el aspirador. El hombre de las muletas lo miró enfadado.

—Jovencito, si aquí queda algo para que usted pueda pasar el aspirador es gracias al caballero que está en el bolsillo de esta señora. —¿Cómo dice?

—Señora Wren, ¿le importaría enseñarle a este joven la urna con las cenizas?

La mujer vaciló un instante y entonces, como si despertara de un trance, se metió la mano en el bolsillo del suéter y sacó un pequeño cilindro envuelto en una especie de tela protectora.

—¿Lo ve? —gritó el lisiado—. Ahora, en su mano está hacer posible que se cumplan sus últimas voluntades, y dejarnos que esparzamos las cenizas por el santuario. Si no, tendré que contarle al señor Knowles cómo nos ha tratado.

El monaguillo dudó. Sabía muy bien lo importantes que eran para el reverendo las tradiciones. Además, era tan susceptible con todo lo que tuviera que ver con aquel templo… Tal vez, simplemente, se hubiera olvidado de que tenía una cita con aquellos familiares. En ese caso, corría más riesgo no dejándolos entrar. Después de todo, decían que no iban a tardar más que un minuto. ¿Qué mal podían hacer?

Al apartarse para dejarlos pasar, en los rostros de la pareja le pareció ver un desconcierto idéntico al suyo. Inseguro, el chico regresó a sus tareas, mirándolos por el rabillo del ojo.

Mientras se adentraban en la iglesia, Langdon no pudo por menos que sonreír.

—Leigh —susurró—. Mientes muy bien.

A Teabing se le iluminaron los ojos.

—Grupo de Teatro de Oxford. Mi Julio César todavía se comenta. Estoy convencido de que nadie ha representado la primera escena del tercer acto con mayor convicción que yo.

Langdon se lo quedó mirando.

—Creía que César ya estaba muerto en esa escena.

Teabing soltó una risita.

—Sí, pero a mí, al caer al suelo, se me abrió la toga y tuve que quedarme media hora en el escenario con la cosa colgando. Ahora, eso sí, no moví ni un músculo. Estuve genial, créeme.

Langdon hizo como que se estremecía. «Siento habérmelo perdido».

Mientras avanzaban por el anexo rectangular en dirección al centro de la iglesia, a Langdon le sorprendió su austera desnudez. Aunque el diseño del altar se parecía al de las capillas cristianas lineales, el mobiliario era tosco y frío, sin atisbo alguno de la ornamentación habitual.

—Adusto —musitó.

—Es que es anglicano —dijo Teabing entre risas—. Los anglicanos se beben su religión a palo seco. Que nada les haga olvidar su desgracia.

Sophie se adelantó hasta la espaciosa abertura que daba acceso a la parte circular de la iglesia.

—Esta zona parece una fortaleza —susurró.

Langdon le daba la razón. Incluso desde donde estaban, los muros se veían extrañamente robustos.

—Los Caballeros Templarios eran guerreros —les recordó Teabing, cuyas muletas reverberaban con un eco en la amplitud de aquel lugar—. Una sociedad religioso-militar. Sus iglesias eran sus plazas fuertes y sus bancos.

—¿Sus bancos?

—Sí, por supuesto. Los templarios inventaron el concepto de banca moderna. Para la nobleza europea, viajar con oro era peligroso, por lo que los caballeros de la orden les permitían depositarlo en la iglesia del Temple más cercana y retirarlo en cualquier otra, en cualquier punto de Europa. Lo único que necesitaban era acreditarse mediante la documentación correcta. —Hizo una pausa—. Y pagar una comisión. Fueron los primeros cajeros automáticos. —Teabing les señaló una vidriera atravesada por el sol en la que aparecía un caballero vestido de blanco sobre un caballo rosado—. Alanus Marcel —dijo—, Maestre de la Orden del Temple a principios del siglo XII. En realidad, él y sus sucesores ocuparon el cargo de Primus Baro Angiae.

Langdon mostró su sorpresa.

—¿Primer Barón del Reino?

—Sí. Hay quien dice que el Maestre del Temple tenía más influencia que el mismo rey.

Cuando llegaron al principio del círculo, Teabing le echó un vistazo al monaguillo, que seguía pasando el aspirador en la otra punta.

—No sé si lo sabe, Sophie, pero se dice que el Santo Grial pasó una noche en esta iglesia, mientras los templarios lo trasladaban de un lugar seguro a otro. ¿Se imagina los cuatro arcones llenos de documentos aquí mismo, junto al sarcófago de María Magdalena? Se me pone la carne de gallina.

Langdon también sintió un escalofrío cuando entró en la cámara circular. Contempló la curvatura del perímetro de piedra pálida y se fijó en las gárgolas esculpidas, en los demonios, los monstruos y en los sufrientes rostros humanos que miraban hacia el interior. Por debajo de los relieves, un único banco de piedra circundaba todo el muro de la nave.

—Anfiteatro —susurró Langdon.

Teabing alzó una muleta y señaló primero el extremo izquierdo y luego el derecho. Langdon ya se había fijado.

«Diez caballeros de piedra».

«Cinco a la izquierda. Cinco a la derecha».

Tendidas de espaldas en el suelo, las figuras labradas, de tamaño natural, reposaban con expresión serena. Estaban esculpidas con sus armaduras, sus escudos, sus espadas, y a Langdon le pareció que era como si alguien se hubiera colado en sus aposentos mientras dormían y les hubieran echado escayola encima. Todas las figuras estaban muy desgastadas por el tiempo, pero cada una era única y distinta a las demás, con su armadura diferente, sus posturas diferentes de brazos y piernas, sus rasgos faciales únicos, sus marcas en los escudos.

«En la ciudad de Londres, enterrado / por el Papa, reposa un caballero».

Langdon sintió una gran emoción al internarse más en aquella sala circular.

Tenía que ser allí.