—¿Fleet Street? —preguntó Langdon con la vista clavada en sir Leigh. «¿Hay una cripta en Fleet Street?». Hasta el momento, Teabing se hacía el interesante con el paradero de esa «tumba del caballero» que, según el poema, les proporcionaría la contraseña que abría el criptex más pequeño.
Teabing sonrió y se dirigió a Sophie.
—Señorita Neveu, déjele ver el poema otra vez al muchacho de Harvard, si es tan amable.
Sophie se metió la mano en el bolsillo y sacó el criptex negro, que estaba envuelto en el pergamino. De común acuerdo, habían dejado la caja de palisandro y el primer criptex en la caja fuerte del avión, y se habían llevado sólo lo que les hacía falta, el criptex pequeño, que era más manejable y discreto. Sophie desdobló el pergamino y se lo pasó a Langdon.
Aunque lo había leído varias veces mientras volaban, no había sido capaz de extraer de aquellas palabras una ubicación concreta. Ahora, al volver sobre ellas, lo hacía despacio y concentrándose, con la esperanza de encontrar al fin algún significado más ahora que estaba en tierra.
En la ciudad de Londres, enterrado
por el Papa, reposa un caballero.
Despertaron los frutos de sus obras
las iras de los hombres más sagrados.
El orbe que en su tumba estar debiera
buscad, os hablará de muchas cosas,
de carne rosa y vientre fecundado.
Lo que decía parecía ser bastante simple: Había un caballero enterrado en Londres. Un caballero que trabajaba en algo que provocó la indignación de unos hombres sagrados, seguramente eclesiásticos. Un caballero, en cuya tumba faltaba una esfera que debería estar ahí. La referencia final del poema —carne rosada y vientre fecundado era una clara alusión a María Magdalena, la rosa que llevaba en su vientre la semilla de Jesús.
A pesar de la aparente claridad de aquellos versos, Langdon seguía sin tener ni idea de a qué caballero se referían ni dónde podía estar enterrado. Y además, por lo que parecía, incluso si encontraban la tumba, lo que tenían que hacer era buscar algo que «estar debiera», es decir, que no estaba ahí, una «esfera» que les contaría esas cosas.
—¿No se te ocurre nada? —dijo Teabing, con tono de falsa decepción, porque Langdon se daba cuenta de que en realidad su amigo disfrutaba viendo que sabía algo que a él se le escapaba.
—¿Señorita Neveu?
Sophie negó con la cabeza.
—¿Qué iban a hacer sin mí? Muy bien, vamos a ir paso a paso. En realidad no es nada complicado. La clave está en los dos primeros versos. ¿Podrías leerlos, si eres tan amable?
Langdon obedeció.
—En la ciudad de Londres, enterrado / por el Papa reposa un caballero.
—Exacto. Un caballero enterrado por un Papa. —Miró a Langdon—. ¿Te suena de algo?
Langdon se encogió de hombros.
—¿Un caballero enterrado por un Papa? ¿Un caballero que tuvo un funeral celebrado por el Papa?
Teabing se echó a reír.
—Eso sí que tiene gracia. Tú siempre tan ingenuo, Robert. Fíjate en el verso siguiente. Es evidente que ese caballero hizo algo que le ganó las iras de la Iglesia. Piensa en la dinámica que se generó entre la Iglesia y los Caballeros del Temple. ¿Un caballero enterrado por un Papa?
—¿Un caballero asesinado por un Papa? —aventuró Sophie. Teabing le sonrió y le dio una palmadita en la rodilla.
—Muy bien, querida. Un caballero enterrado, o asesinado, por un Papa.
Langdon pensó en la famosa batida de 1307 —aquel desgraciado viernes trece— en que el papa Clemente mandó matar a cientos de templarios.
—Pero debe haber centenares de tumbas de caballeros «enterrados» por Papas.
—No tantas, no tantas. A la mayoría los quemaban en la hoguera y los arrojaban al Tíber sin más ceremonias. Pero este poema habla de una tumba. De una tumba que está en la ciudad de Londres. Y caballeros enterrados en Londres no hay tantos. —Hizo una pausa, con la esperanza de que a Langdon se le ocurriera por fin. Pero al cabo de un instante prosiguió, impaciente—. ¡Robert, por el amor de Dios! ¡La iglesia construida en Londres por el brazo armado del Priorato! ¡Por los mismísimos templarios!
—¿La iglesia del Temple tiene cripta? —preguntó, desconcertado.
—Con diez de las tumbas más terroríficas que has visto en tu vida.
En realidad Langdon no había visitado nunca la iglesia del Temple, aunque había encontrado numerosas referencias sobre ella en el transcurso de sus investigaciones sobre el Priorato. En otro tiempo epicentro de todas las actividades de los templarios y el Priorato en el Reino Unido, la iglesia del Temple había recibido aquel nombre en honor al templo de Salomón, igual que los Caballeros Templarios habían tomado de él el suyo, además de los documentos del Sangreal que les habían dado tanta influencia en Roma. Circulaba todo tipo de historias sobre caballeros que celebraban rituales extraños y secretos en el atípico santuario de la iglesia del Temple.
—¿Y la iglesia del Temple está en Fleet Street?
—En realidad, está justo al lado, en el cruce con Inner Temple Lane. —Teabing puso cara de travieso—. Quería verte sudar un poco más antes de decírtelo.
—Muchas gracias.
—¿Ninguno de los dos la conoce?
Langdon y Sophie negaron con la cabeza.
—No me sorprende —dijo sir Leigh—. En la actualidad queda oculta por edificios mucho más altos. Hay poca gente que sepa que está ahí. Es un sitio viejo y misterioso, con un estilo arquitectónico totalmente pagano.
—¿Pagano? —repitió Sophie, sorprendida.
—Tan pagano como el panteón —exclamó Teabing—. La iglesia es redonda. Los templarios ignoraron el trazado tradicional de la iglesia en forma de cruz latina y construyeron una iglesia circular en honor al sol. —Arqueó las cejas con gesto malicioso—. Un desafío bastante descarado a los chicos de Roma. Por el mismo precio podrían haber reconstruido Stonhenge en el corazón de Londres.
Sophie se quedó mirando a Teabing.
—¿Y el resto del poema?
El aire despreocupado del historiador se esfumó.
—No estoy seguro. Es desconcertante. Tenemos que examinar con mucha atención las diez tumbas. Con suerte, saltará a la vista que a una le falta una esfera.
Langdon se dio cuenta de lo cerca que estaban de la solución. Si el orbe que faltaba revelaba la contraseña, podrían abrir el segundo criptex. Le costaba imaginar qué se encontrarían en su interior.
Langdon volvió a leer el poema. Era una especie de rompecabezas básico. «¿Una palabra de cinco letras que tenga que ver con el Grial?». En el avión, ya habían intentado todas las combinaciones más evidentes —GRIAL, GRAAL, GREAL, VENUS, MARIA, JESUS, SARAH—, pero el cilindro no se había abierto. «Demasiado obvias». Al parecer, había alguna otra referencia al vientre fecundado de la rosa. Para Langdon, que esa palabra se le escapara a un especialista como Leigh Teabing significaba que no era demasiado conocida.
—¿Sir Leigh? —dijo Rémy mirándolo por el espejo retrovisor—. ¿Dice que Fleet Street está cerca del puente de Blackfriars?
—Sí, gira en Victoria Embankment.
—Lo siento, pero no sé muy bien por dónde queda. Como normalmente sólo vamos al hospital…
Teabing entornó los ojos y miró a sus compañeros.
—La verdad es que con él a veces es como hacer de niñera. Disculpadme un momento. Tomad lo que queráis.
Se levantó con dificultad y se apoyó en el panel divisorio, que estaba abierto, para hablar con Rémy.
—Robert, nadie sabe que estamos en Inglaterra —le dijo Sophie cuando se quedaron solos.
Langdon cayó en la cuenta. Tenía razón. La policía de Kent le diría a Fache que el avión estaba vacío, y éste tendría que concluir que aún seguían en Francia. «Somos invisibles». El truquito de Leigh les había proporcionado mucho tiempo extra.
—Fache no se va a rendir tan fácilmente —prosiguió Sophie—. Ha invertido demasiado en esta detención para desistir ahora.
Langdon había intentado no pensar en Fache. Sophie le había prometido que haría todo lo que estuviera en su mano para exonerarlo una vez todo aquello hubiera terminado, pero él empezaba a temerse que tal vez no hiciera falta. «No me extrañaría que Fache formara parte de toda esta trama». Aunque a Langdon le costaba creer que la Policía judicial estuviera involucrada en el asunto del Santo Grial, esa noche había asistido a demasiadas coincidencias como para desestimar de plano la posible complicidad de Fache. «Es una persona religiosa, y tiene mucho interés en cargarme a mí con todas esas muertes». Pero, por otra parte, la opinión de Sophie era que Fache podía, simplemente, estar actuando con un exceso de celo en su caso. Después de todo, las pruebas que había contra él eran significativas. Su nombre había aparecido escrito en el suelo del Louvre y en la agenda de Sauniére, y ahora parecía como si hubiera mentido sobre su libro y se hubiera escapado. «A sugerencia de Sophie».
—Robert, siento mucho que te hayas visto tan implicado en todo esto —le dijo Sophie poniéndole la mano en la rodilla—, pero me alegro de que estés aquí.
El comentario sonaba más pragmático que romántico, y sin embargo Langdon sintió que entre ellos surgía un chispazo de atracción. Le dedicó una sonrisa cansada.
—Cuando me dejan dormir soy bastante más divertido. Sophie se quedó unos segundos sin decir nada.
—Mi abuelo me pidió que confiara en ti. Qué suerte, por una vez en la vida le hice caso.
—Tu abuelo ni siquiera me conocía.
—Da igual, creo que has hecho todo lo que él habría querido. Me has ayudado a encontrar la clave, me has explicado qué es el Sangreal, me has aclarado lo del ritual del sótano. —Hizo una pausa—. En cierto modo, esta noche me siento más unida a mi abuelo de lo que me había sentido en años. Y sé que a él le alegraría saberlo.
A lo lejos, el perfil de Londres empezaba a intuirse entre la llovizna del amanecer. Antes dominado por el Big Ben y el Puente, ahora el horizonte quedaba interrumpido por el Millenium Eye, una noria colosal y ultramoderna que se elevaba más de ciento cincuenta metros y ofrecía unas vistas espectaculares de la ciudad. Langdon había intentado montarse en una ocasión, pero las «cápsulas panorámicas» le recordaban demasiado a sarcófagos sellados y había preferido mantener los pies en el suelo y disfrutar de la vista desde los despejados márgenes del Támesis.
Notó otra vez una mano en la rodilla, y al volverse se encontró con los ojos de Sophie. Se dio cuenta de que llevaba un tiempo hablándole.
—¿Qué crees tú que debemos hacer con los documentos del Sangreal si llegamos a encontrarlos? —le susurró.
—Lo que yo crea no tiene importancia —le respondió Langdon—. Tu abuelo te entregó el criptex a ti, y tú debes hacer lo que tu instinto te diga que él hubiera querido que se hiciera.
—Sí, pero yo te estoy pidiendo tu opinión. Está claro que en tu libro escribiste algo que llevó a mi abuelo a confiar en tu buen juicio. Si hasta llegó a concertar una entrevista privada contigo. Y eso, créeme, no era nada normal en él.
—Tal vez lo que quería decirme era que lo había interpretado todo mal.
—¿Y por qué me habría pedido que contactara contigo si no le gustaban tus ideas? En tu texto, ¿defendías que los documentos del Sangreal se divulgaran o que permanecieran ocultos?
—Ninguna de las dos cosas. No me definía en ningún sentido. Mi obra trata de la simbología de la divinidad femenina, realiza un recorrido por su iconografía a lo largo de la historia. Evidentemente, no insinuaba saber dónde está oculto el Grial ni si debería o no darse a conocer.
—Sin embargo, el hecho mismo de haber escrito un libro sobre el tema, implica de algún modo que estás a favor de compartir la información disponible.
—Hay una gran diferencia entre comentar de manera hipotética una historia alternativa sobre Jesucristo y… —Se detuvo.
—¿Y qué?
—Y presentar ante el mundo miles de documentos antiguos como pruebas científicas que demuestran la falsedad de los testimonios que aparecen en el Nuevo Testamento.
—Pero si antes me has dicho que el Nuevo Testamento estaba basado en invenciones.
Langdon sonrió.
—Sophie, todas las religiones del mundo están basadas en invenciones. Esa es la estricta definición de lo que es la fe, la aceptación de lo que imaginamos verdadero pero que no podemos demostrar. Todas las religiones describen a Dios recurriendo a la metáfora, a la alegoría y a la exageración, tanto en el antiguo Egipto como en las clases de catequesis de las parroquias. Las metáforas ayudan a nuestra mente a procesar lo improcesable. El problema surge cuando empezamos a creer literalmente en las metáforas que nosotros mismos hemos creado.
—Entonces lo que estás diciendo es que estás a favor de que los documentos del Sangreal permanezcan ocultos para siempre.
—Yo soy historiador, Sophie. Soy contrario a la destrucción de documentos, y me encantaría que los estudiosos de las religiones dispusieran de más información para que pudieran hacer una mejor valoración de la excepcional vida de Jesús.
—Te estás poniendo de las dos partes en una misma cuestión.
—¿Sí? La Biblia representa una guía fundamental para millones de personas en todo el planeta, de un modo parecido a lo que representan el Corán, la Torah, y el Canon Pali para las personas de otras religiones. Si tuviéramos la ocasión de hacer públicos unos documentos que contradijeran las historias sagradas de la fe musulmana, de la judía, de la budista, de la pagana, ¿estaría bien que lo hiciéramos? ¿Deberíamos dar la voz de alarma y decirle a los budistas que tenemos pruebas de que Buda no salió de una flor de loto? ¿O de que Jesús no nació de una virgen, en el sentido literal del término? Los que entienden de verdad sus religiones saben que esas historias son metafóricas.
Sophie no estaba convencida del todo.
—Mis amigos cristianos más devotos se creen literalmente que Cristo caminó sobre las aguas, que convirtió el agua en vino y que nació de una virgen.
—Eso es precisamente lo que digo —prosiguió Langdon—. La alegoría religiosa se ha convertido en parte del tejido de la realidad. Y vivir en esa realidad ayuda a millones de personas a resistir y a ser mejores.
—Pero parece que su realidad es falsa.
Langdon ahogó una carcajada.
—No más que la de una criptógrafa matemática que cree en el número imaginario «i» porque le ayuda a descifrar códigos.
—No es lo mismo —replicó Sophie frunciendo el ceño.
Estuvieron un momento en silencio.
—¿Qué pregunta me habías hecho?
—No me acuerdo —respondió Sophie.
—Nunca falla —dijo Langdon con una sonrisa en los labios.