«El Hawker ha iniciado la maniobra del descenso».
Simon Edwards —director ejecutivo de servicios del aeropuerto de Biggin Hill—, caminaba de un lado para otro en la torre de control, observando con nerviosismo la pista de aterrizaje mojada. Nunca le había gustado que le despertaran un sábado a primera hora de la mañana, pero en ese caso la cosa era aún peor, porque le habían llamado para que estuviera presente durante la detención de uno de sus mejores clientes. Sir Leigh Teabing no sólo les pagaba por la ocupación de uno de los hangares privados, sino una tarifa de aterrizaje por sus frecuentes desplazamientos. Normalmente, el aeropuerto conocía de antemano la hora de sus llegadas y podía seguir un estricto protocolo tras las mismas. A Teabing le gustaba que las cosas se sucedieran siempre del mismo modo. Su limusina jaguar fabricada especialmente para él y que tenía aparcada en el hangar debía tener el depósito de gasolina lleno, estar inmaculada y con un ejemplar del día del Times en el asiento trasero. Un oficial de aduanas debía estar esperándole en el hangar para acelerar los trámites burocráticos y encargarse de revisar el equipaje. En ocasiones, los oficiales de aduanas aceptaban generosas propinas a cambio de hacer la vista gorda ante determinados productos orgánicos inofensivos —casi siempre delicatessen—, caracoles franceses, un tipo especial de Roquefort artesano muy fuerte, ciertas frutas. De todos modos, muchas de las normas de fronteras eran absurdas, y si Biggin Hill no se amoldaba a las peticiones de sus clientes, estos encontrarían sin duda otros aeródromos que sí lo hicieran. Así que a Teabing le proporcionaban todo lo que pedía en Biggin Hill, y los empleados salían favorecidos.
Al ver que el avión se aproximaba, Edwards sintió que los nervios estaban a punto de traicionarle. Se preguntaba si la tendencia de sir Leigh a repartir su riqueza sería la causante de los problemas que le acechaban. Las autoridades francesas parecían muy decididas a retenerlo como fuera. A él aún no le habían comunicado de qué lo acusaban, pero sin duda los cargos debían ser graves. A petición de la policía gala, las fuerzas del orden de Kent habían solicitado al controlador del tráfico aéreo de Biggin Hill que se pusiera en contacto con el piloto para ordenarle que se dirigiera directamente a la terminal, y no al hangar de su cliente. El piloto había dado su conformidad, aceptando como cierta, al parecer, la historia de la fuga de petróleo.
Aunque la policía británica no solía llevar pistola, la gravedad de la situación les había llevado a enviar una brigada de hombres armados. Ahora, en la terminal, había ocho agentes preparados para disparar si era necesario, aguardando el momento en que los motores se pararan. Cuando eso sucediera, un asistente de pista colocaría unos topes en las ruedas para que el avión no pudiera moverse. En ese instante aparecería la policía y mantendría retenidos a los ocupantes hasta que la policía francesa llegara a hacerse cargo de la situación.
El Hawker volaba ya muy bajo, rozando casi las copas de los árboles que quedaban a su derecha. Simon Edwards bajó para presenciar el aterrizaje desde el asfalto. La policía de Kent estaba escondida, fuera de su campo de visión, y el encargado del mantenimiento esperaba equipado con los topes. En la pista, el avión levantó un poco el morro y las ruedas tocaron tierra soltando una nube de humo. El avión empezó a frenar, balanceándose a un lado y a otro frente a la terminal. El fuselaje blanco brillaba cubierto de gotas de lluvia. Pero en vez de detenerse y girar, el jet prosiguió despacio en dirección al hangar de Teabing, que quedaba en un extremo del aeropuerto.
Los agentes dieron un paso al frente y miraron a Edwards.
—Creía que el piloto había aceptado venir a la terminal.
Edwards estaba desconcertado.
—¡Eso es lo que ha dicho por radio!
El director ejecutivo también se adelantó. El ruido era ensordecedor.
Los motores del Hawker seguían rugiendo mientras el piloto culminaba su maniobra habitual, colocando el avión de cara para facilitar el siguiente despegue. Cuando estaba a punto de completar el giro de 180 grados y adelantarse hasta la entrada del hangar, Edwards vio el rostro del piloto que, comprensiblemente, parecía sorprendido al ver aquella barricada de coches de policía.
El aparato se detuvo finalmente y paró los motores. La policía entró en el hangar y rodeó el jet. Edwards se unió al inspector en jefe de la policía de Kent, que avanzó con prudencia hacia la puerta. Tras varios segundos, ésta se abrió con un chasquido.
Leigh Teabing apareció tras ella, inmóvil a la espera de que la escalerilla automática acabara de bajar. Al contemplar el mar de pistolas que le apuntaban, se apoyó en las muletas y se rascó la cabeza.
—Simon, ¿es que me ha tocado una patrulla de policía en un sorteo mientras estaba fuera? —Parecía más desconcertado que preocupado.
Simon Edwards se adelantó y tragó saliva.
—Buenos días, señor. Siento mucho toda esta confusión. Tenemos un escape de petróleo y el piloto nos ha comunicado que aparcaría en la terminal.
—Sí, sí, pero bueno, he sido yo quien le he dicho que viniera hasta aquí. El caso es que tengo una cita y llego tarde. Este hangar lo pago yo, y todo eso de la fuga de petróleo me ha parecido demasiado exagerado, la verdad.
—Me temo que su llegada nos ha pillado a todos con la guardia baja, señor.
—Lo sé. Esto no estaba programado. En confianza le diré que el nuevo tratamiento no me está yendo muy bien. Y se me ha ocurrido venir para hacerme una revisión.
Los policías se intercambiaron miradas. Edwards torció el gesto.
—Muy bien, señor.
—Señor —intervino el inspector jefe de Kent, dando un paso adelante—. Debo pedirle que vuelva a entrar en el avión y que permanezca a bordo aproximadamente otra media hora.
Mientras bajaba con dificultad las escaleras, Teabing no dejaba de sonreír.
—Me temo que eso va a ser imposible. Tengo una visita médica. —Pisó el suelo—. Y no puedo permitirme faltar.
El inspector jefe cambió de postura para impedir que Teabing siguiera avanzando.
—Estoy aquí a instancias de la Policía Judicial francesa. Según ellos, en este avión viajan dos huidos de la justicia.
Teabing miró fijamente al inspector un largo instante y luego estalló en una carcajada.
—¿Qué es esto? ¿Uno de esos programas de cámara oculta? Pues qué divertido.
El inspector no era de los que se arredraban.
—Esto es muy serio, señor. La policía francesa asegura además que lleva usted a bordo a un rehén.
El mayordomo de Teabing, Rémy, apareció en lo alto de la escalerilla.
—Yo me siento un rehén muchas veces trabajando para sir Leigh, pero él me asegura que soy libre para irme cuando quiera. —Consultó el reloj—. Señor, la verdad es que se nos está haciendo muy tarde. —Apuntó hacia el jaguar aparcado en un rincón del hangar. El enorme automóvil era negro, con cristales tintados y ruedas blancas—. Así que voy sacando el coche —añadió, empezando a bajar.
—Me temo que no podemos permitir que se vaya —dijo el inspector—. Por favor, regresen al avión. En breve aterrizarán representantes de la policía francesa.
Teabing miró a Simon Edwards.
—Simon, por el amor de Dios, esto es ridículo. No llevamos a nadie más a bordo. Somos los de siempre: Rémy, el piloto y yo. Haz tú de intermediario. Entra tú a comprobar que el avión está vacío.
Edwards sabía que estaba entre la espada y la pared.
—Sí, señor, si quiere entro a echar un vistazo, por mi parte no tengo ningún inconveniente.
—¡De ninguna manera! —exclamó el inspector que, por lo que se veía, tenía cierto conocimiento de lo que se cocía en los aeródromos privados, y motivos para sospechar que Simon Edwards sería capaz de mentir para proteger los intereses de su cliente—. Entraré yo mismo a inspeccionar.
Teabing negó con la cabeza.
—No, inspector, eso no. Esto es una propiedad privada y hasta que dispongan de una orden judicial no permitiré que entren en ella. Les estoy ofreciendo una salida razonable. El señor Edwards puede realizar la inspección.
—De ninguna manera.
Teabing cambió el tono y se puso muy serio.
—Inspector, por desgracia no tengo tiempo para entrar en sus juegos. Llego tarde y tengo que irme. Si la cosa es tan importante y tiene que detenerme, tendrá que dispararme primero.
Dicho esto, Teabing y Rémy esquivaron al inspector y se dirigieron a la limusina.
El jefe de la policía de Kent no sentía otra cosa que desprecio por aquel hombre que acababa de pasar a su lado. Los privilegiados siempre creían que estaban por encima de la ley.
«Pues no». El inspector se dio la vuelta y apuntó con el arma a la espalda de sir Leigh.
—Deténgase o disparo.
—Adelante —replicó Teabing sin aflojar el paso ni mirar hacia atrás—. Mis abogados se comerán sus testículos guisados para desayunar. Y si se atreve a registrar el avión sin una orden judicial, se le comerán también el bazo.
Acostumbrado a los faroles y a las bravuconadas, aquello no impresionó lo más mínimo al inspector. Técnicamente, Teabing tenía razón y la policía necesitaba una orden de registro para entrar en el jet, pero como el vuelo tenía su origen en Francia, y como el poderoso Fache había dado su autorización, el inspector jefe de Kent estaba convencido de que le convenía mucho más descubrir eso que había dentro del avión y que Teabing tenía tanto empeño en ocultar.
—Deténganlos —dijo—. Voy a registrar el avión.
Los policías se acercaron corriendo con las armas en alto y les bloquearon el paso.
Teabing se dio la vuelta.
—Inspector, se lo advierto por última vez. Ni se le ocurra entrar en el avión. Lo lamentaría.
Ignorando la amenaza, el inspector jefe empuñó su arma y empezó a subir por la escalerilla. Llegó a la puerta y asomó la cabeza en el interior. «¿Pero qué diablos es esto?».
A excepción del piloto que, con cara de susto, seguía en la cabina, el avión estaba vacío. Totalmente desprovisto de cualquier forma de vida humana. Inspeccionó deprisa el baño, los espacios que quedaban entre los asientos, los portaequipajes, pero no encontró indicios de que hubiera nadie escondido… y menos aún varias personas.
«¿Pero en qué estaba pensando Bezu Fache?». Al parecer, sir Leigh Teabing le había dicho la verdad.
En el avión vacío, el inspector jefe de la policía de Kent tragó saliva. «Mierda». Se puso rojo y se asomó por la puerta. Vio a Teabing y a su mayordomo en el hangar, rodeados de policías que los apuntaban junto a la limusina.
—Dejen que se vayan —ordenó—. La información que nos han pasado no era correcta.
Los ojos de Teabing brillaban amenazadores desde el otro extremo del hangar.
—Recibirá usted noticias de mis abogados. Y, para próximos casos, ya sabe que no hay que fiarse de la policía francesa.
Acto seguido, el mayordomo le abrió la puerta trasera de la larga limusina y le ayudó a subirse a ella. Luego se fue hasta la parte delantera, se puso al volante y giró la llave del contacto. Los policías se apartaron para dejarlos salir del hangar.
—Muy bien hecho, mi buen amigo, —dijo Teabing desde el asiento de atrás cuando la limusina salía del aeropuerto a todo gas. Echó un vistazo a los espacios en penumbra que había frente a él. ¿Vais todos cómodos?
Langdon asintió con un discreto movimiento de cabeza. Sophie todavía iba agachada junto al albino, que seguía atado y amordazado. Hacía escasos momentos, cuando el Hawker estaba entrando en el hangar desierto, Rémy había abierto la puerta del avión antes de que éste se detuviera. La policía estaba cada vez más cerca, y Langdon y Sophie habían arrastrado al monje por la escalerilla hasta el suelo, y lo habían ocultado en la zona central de la limusina. En ese momento el Hawker completó el giro con gran estruendo de motores, y los vehículos policiales irrumpieron en el hangar.
Ahora el jaguar se acercaba a Kent a toda velocidad y ellos se trasladaron a la parte trasera, dejando al monje atado en el suelo. Se sentaron en un asiento espacioso que quedaba frente al de Teabing. El caballero inglés les sonrió y abrió el mueble bar.
—¿Os apetece beber o picar algo? ¿Unas patatas? ¿Frutos secos? ¿Una tónica?
Sophie y Langdon negaron con la cabeza al unísono.
Teabing cerró el mueble bar sin dejar de sonreír.
—Bueno, como íbamos diciendo, la tumba del caballero…