Langdon no lograba apartar la vista de aquellas letras que brillaban sobre el suelo de madera. Le parecía totalmente inverosímil que aquellas fueran las últimas palabras de Jacques Sauniére.
El mensaje rezaba así:
13-3-2-21-1-1-8-5
¡Diavole in Dracon!
Límala, asno
Aunque Langdon no tenía ni la más remota idea de qué significaba aquello, ahora entendía que, intuitivamente, Fache hubiera relacionado el pentáculo con el culto al diablo.
«¡Diavole in Dracon!».
Sauniére había dejado escrita una referencia literal a diablesas. Igualmente rara era la serie numérica.
—Una parte al menos parece un mensaje cifrado.
—Sí —respondió Fache—. Nuestros criptógrafos ya están trabajando en ello. Creemos que tal vez los números contengan la clave que nos diga quién lo mató. Puede que nos lleven a un teléfono o a algún tipo de identificación social. ¿Tienen para usted algún significado simbólico?
Langdon volvió a observar aquellos dígitos, con la sensación de que tardaría horas en aventurar alguno. «Si es que había sido la intención de Sauniére que lo tuvieran. A él le daba la sensación de que aquellos números eran totalmente aleatorios. Estaba acostumbrado a las progresiones simbólicas que parecían tener algún sentido, pero en aquel caso todo —el pentáculo, el texto, los números— parecía distinto a todos los niveles».
—Antes ha supuesto —intervino Fache— que los actos llevados a cabo por Sauniére en esta galería eran un intento de enviar una especie de mensaje… de culto a la diosa o algo así, ¿no? ¿Y cómo encaja entonces este escrito?
Langdon sabía que la pregunta era retórica. Aquellas extrañas palabras no encajaban para nada en su hipotético escenario de culto a la divinidad femenina, más bien todo lo contrario.
«¿Diavole in Dracon? ¿Límala, asno?».
—Da la impresión de que el texto es una especie de acusación, ¿no le parece?
Langdon intentó imaginar los minutos finales del conservador, atrapado en la Gran Galería, solo, sabiendo que estaba a punto de morir. Parecía lógico.
—Sí, supongo que tiene sentido que intentara acusar a quien lo había matado.
—Mi trabajo, claro está, consiste en ponerle nombre a esa persona, así que permítame que le haga una pregunta, señor Langdon. Para usted, dejando de lado los números, ¿qué parte del mensaje le resulta más rara?
«¿Más rara?». Un hombre se había encerrado en la galería, se había dibujado un pentáculo en el cuerpo y había escrito una acusación misteriosa en el suelo. ¿Había algo ahí que no fuera raro?
—¿La palabra «Dracon»? —aventuró, diciendo lo primero que se le pasó por la mente. Langdon estaba bastante seguro de que una referencia a Dracón, el déspota legislador griego del siglo VII A.C., no era un último pensamiento demasiado probable—. «Diavole in Dracon» no es una expresión demasiado corriente, ni siquiera en italiano.
—Que sea más o menos corriente —en el tono de Fache había un atisbo de impaciencia—, me parece a mí, no es lo más importante en este caso.
Langdon no estaba seguro de qué estaba pensando el capitán, pero estaba empezando a sospechar que se habría llevado muy bien con el legislador griego.
—Sauniére era francés —dijo finalmente—. Vivía en París. Pero para escribir parte de este mensaje usó el…
—Italiano —cortó Langdon, entendiendo de pronto lo que Fache quería decir.
El capitán asintió.
—Précisement. ¿Alguna sugerencia?
Langdon sabía que Sauniére tenía un conocimiento profundo del italiano, pero el motivo por el que había escogido ese idioma para escribir sus últimas palabras se le escapaba por completo. Se encogió de hombros.
Fache señaló el pentáculo del abdomen de Sauniére.
—¿Nada que ver entonces con un culto al diablo? ¿Está seguro?
Pero él ya no estaba seguro de nada.
—La simbología y el texto no parecen coincidir. Siento no poder serle de más ayuda.
—Tal vez esto le aclare algo. —Fache se alejó un poco del cuerpo y volvió a levantar la linterna de rayos ultravioleta de manera que el haz abarcara un ángulo más amplio—. ¿Y ahora?
Para asombro de Langdon, en el suelo, alrededor del cuerpo del conservador, surgió un rudimentario círculo brillante. Al parecer, Sauniére se había tendido en el suelo y había pasado el rotulador varias veces alrededor de su cuerpo, dibujando varios arcos y, básicamente, inscribiéndose él mismo dentro de un círculo.
De repente lo vio claro.
—El hombre de Vitrubio —susurró Langdon.
Sauniére había creado una reproducción en tamaño natural del dibujo más famoso de Leonardo da Vinci.
Considerado el dibujo más perfecto de la historia desde el punto de vista de la anatomía, El hombre de Vitrubio se había convertido en un icono moderno de cultura y aparecía en pósters, alfombrillas de ratón y camisetas de todo el mundo. El famoso esbozo consistía en un círculo perfecto dentro del que había un hombre desnudo… con los brazos y las piernas extendidos.
«Leonardo da Vinci». Le recorrió un escalofrío de asombro. La claridad de las intenciones de Sauniére no podía negarse. En los instantes finales de su vida, el conservador se había despojado de la ropa y se había colocado en una postura que era la clara imagen de El hombre de Vitruvio, de Leonardo.
No haber visto el círculo dibujado en el suelo había sido lo que lo había despistado. Aquella figura geométrica dibujada alrededor del cuerpo desnudo de un hombre —símbolo femenino de protección— completaba el mensaje que había querido dar Leonardo: la armonía entre lo masculino y lo femenino. Ahora la pregunta era por qué Sauniére había querido imitar aquel famoso dibujo.
—Señor Langdon —dijo Fache—, no me cabe duda de que un hombre como usted sabe perfectamente que Leonardo da Vinci tenía cierta afición por las artes ocultas…
A Langdon le sorprendió el conocimiento que Fache tenía de Leonardo, que servía sin duda para justificar las sospechas de culto al diablo que había manifestado hacía un momento. Da Vinci siempre había supuesto una complicación para los historiadores, especialmente para los de tradición cristiana. A pesar de la genialidad de aquel visionario, había sido abiertamente homosexual y adorador del orden divino de la Naturaleza, cosas ambas que lo convertían en pecador a los ojos de la Iglesia. Además, sus excentricidades lo rodeaban de un aura ciertamente demoníaca: Leonardo exhumaba cadáveres para estudiar la anatomía humana; llevaba unos misteriosos diarios en los que escribía al revés; creía que poseía el poder alquímico para convertir el plomo en oro e incluso para engañar a Dios creando un elixir para retrasar la muerte. Entre sus inventos se incluían armas y aparatos de tortura terribles, nunca hasta entonces concebidos.
«El malentendido alimenta la desconfianza», pensó Langdon.
Ni siquiera su ingente obra artística de temática religiosa había hecho otra cosa que acrecentar su fama de hipocresía espiritual. Al aceptar cientos de lucrativos encargos del Vaticano, Leonardo pintaba temas católicos no como expresión de sus propias creencias sino como empresa puramente comercial que le proporcionaba los ingresos con los que financiaba su costoso tren de vida. Por desgracia, también era un bromista que a veces se complacía mordiendo la mano que le daba de comer. En muchas de sus obras religiosas incorporaba símbolos ocultos que no tenían nada que ver con el cristianismo —tributos a sus propias creencias y sutiles burlas a la Iglesia. En una ocasión, Langdon había dado una conferencia en la National Gallery de Londres titulada «La vida secreta de Leonardo: simbolismo pagano en el arte cristiano».
—Entiendo su preocupación —respondió finalmente—, pero Leonardo en realidad no practicó nunca las artes ocultas. Era un hombre de gran espiritualidad, aunque de un tipo que entraba en conflicto permanente con la Iglesia.
Mientras pronunciaba aquellas palabras, volvió a bajar la vista para leer el mensaje que brillaba en el suelo. «¡Diavole in Dracon! Límala, asno».
—¿Sí? —se interesó Fache.
Langdon sopesó muy bien sus palabras.
—No, sólo pensaba que Sauniére compartía gran parte de su espiritualidad con Leonardo, incluida su preocupación por la supresión que la Iglesia hace de lo sagrado femenino en la religión moderna. Tal vez, al encarnar su famoso dibujo, Sauniére estaba simplemente haciéndose eco de algunas de sus frustraciones compartidas en relación a la moderna demonización de la diosa.
La expresión de Fache se hizo más dura.
—¿Cree usted que Sauniére está llamando a los dirigentes de la Iglesia «diablesas draconianas»? ¿Y qué es eso de «Límala, asno»?
Langdon tenía que admitir que aquello era poco plausible y confuso, aunque el pentáculo parecía reforzar la idea al menos en parte.
—Lo único que digo es que el señor Sauniére dedicó su vida al estudio de la historia de la diosa, y que nadie ha hecho más por erradicar esa historia que la Iglesia católica. Parece razonable que Sauniére haya optado por expresar esa decepción en la hora del adiós.
—¿Decepción? —inquirió Fache, en un tono de clara hostilidad—. Este mensaje suena más a rabia que a decepción, ¿no le parece?
Langdon estaba llegando al límite de su paciencia.
—Capitán, usted se ha interesado por mis impresiones, y eso es lo que le estoy ofreciendo.
—¿Y su impresión es que esto es una condena a la Iglesia? —Ahora Fache hablaba con los dientes muy apretados—. Señor Langdon, por mi trabajo he visto muchos muertos, y déjeme que le diga algo. Cuando un hombre fallece a manos de otro, no creo que sus últimos pensamientos le lleven a escribir una oculta declaración espiritual que nadie va a entender. Lo que yo creo es que más bien piensa en una cosa. —La voz susurrante de Fache cortaba el aire—. En la vengeance. Creo que el señor Sauniére escribió esta nota para decirnos quién lo mató.
Langdon se quedó mirándolo fijamente.
—Pero eso no tiene ningún sentido.
—¿Ah, no?
—No —dijo, cansado y frustrado, devolviéndole el golpe—. Me ha dicho que a Sauniére le atacó en su despacho alguien a quien al parecer él mismo había invitado.
—Sí.
—Por lo que parece razonable concluir que el conservador conocía a su atacante.
Fache asintió.
—Siga.
—Bueno, pues si Sauniére conocía a la persona que lo mató, ¿qué tipo de condena es esta? —Señaló el suelo—. ¿Códigos numéricos? ¿Diablesas draconianas? ¿Pentáculos en el estómago? Todo resulta demasiado críptico.
Fache frunció el ceño, como si la idea no se le hubiera ocurrido antes.
—Sí, puede tener razón.
—Teniendo en cuenta las circunstancias, me inclinaría a pensar que si Sauniére hubiera querido informamos de quién lo mató, habría escrito directamente un nombre.
Mientras Langdon pronunciaba aquellas palabras, en el rostro de Fache se dibujó una sonrisa, la primera de aquella noche.
—Précisément —dijo—, précisément.
—Estoy siendo testigo del trabajo de un maestro —musitó el teniente Collet mientras sintonizaba su equipo de sonido para captar mejor la voz de Fache que llegaba hasta sus auriculares. El agent supérieur sabía que momentos como aquel habían catapultado al capitán hasta la cúspide del sistema policial francés.
«Fache hará lo que nadie más se atreverá a hacer».
El delicado arte de cajoler, de engatusar, había prácticamente desaparecido de las técnicas policiales, y para ponerlo en práctica hacía falta ser capaz de no inmutarse en situaciones de presión. (Eran pocos los que contaban con la necesaria sangre fría para mantener el tipo, pero en Fache parecía algo innato. Su contención y su temple eran más propios de un robot.
La única emoción que parecía manifestar el capitán aquella noche era una intensa determinación, como si esa detención fuera un asunto personal para él. La reunión para dar instrucciones a sus agentes, hacía una hora, había sido más breve y expeditiva que de costumbre. «Yo sé quién ha matado a Jacques Sauniére —había dicho—. Ya saben lo que tienen que hacer. No quiero fallos esta noche».
Y, de momento, no había habido ninguno.
Collet aún no estaba enterado de las pruebas que habían llevado al capitán a tener aquella certeza sobre la culpabilidad del sospechoso, pero ni se le ocurría cuestionar el instinto de El Toro. La intuición de Fache parecía a veces casi sobrenatural. «Dios le susurra al oído», había comentado en una ocasión un agente al presenciar un caso especialmente impresionante de aplicación de su proverbial sexto sentido. Collet debía admitir que, si Dios existía, Bezu Fache estaba entre su lista de favoritos. El capitán iba a misa todos los días y se confesaba con fervorosa asiduidad, mucho más que otros oficiales que se limitaban a hacerlo en las fiestas de guardar, para estar a bien, decían, con la comunidad. Cuando el Papa había visitado París hacía unos años, Fache había removido cielo y tierra para que le concediera una audiencia. Ahora, en su despacho había una foto enmarcada de aquel encuentro. El Toro papal, le llamaban en secreto los policías.
A Collet le parecía irónico que uno de los raros pronunciamientos públicos de Fache en los últimos años hubiera sido su airada reacción ante los escándalos por pedofilia en la Iglesia católica. «¡A esos curas habría que ahorcarlos dos veces! —había declarado—. Una por los delitos que han cometido contra esos niños, y otra por manchar el buen nombre de la Iglesia católica». Collet tenía la sensación de que era esa segunda razón la que más le indignaba.
Volviendo a su ordenador portátil, Collet se concentró en su otra atribución de la noche: el sistema de localización por GPS. La imagen de la pantalla mostraba un plano detallado del Ala Denon, una estructura esquematizada que había obtenido de la Oficina de Seguridad del Louvre. Tras recorrer durante un rato el laberinto de galerías y corredores, Collet encontró lo que estaba buscando.
En el corazón de la Gran Galería parpadeaba un puntito rojo.
La marque.
Aquella noche Fache daba a su presa muy poco margen de maniobra. Y bien que hacía. Robert Langdon había demostrado ser un «cliente» imperturbable.