El teniente Collet se sirvió un vaso de Perrier de la nevera de Teabing y volvió a entrar en la sala. En vez de acompañar a Fache a Londres, que es donde iba a haber acción, se había tenido que quedar de niñera del equipo de la Policía Científica, que se había distribuido por todo el Cháteau Villette.
Por el momento, las pruebas que habían encontrado no les habían conducido a ninguna parte: una bala incrustada en el suelo, un trozo de papel con unos símbolos dibujados y las palabras «espada» y «cáliz» escritas al lado; un cinturón con púas ensangrentado que, según los de la Policía Científica, estaba relacionado con el Opus Dei, el grupo conservador de la Iglesia católica, y que había estado en el punto de mira recientemente al divulgarse en un reportaje cuáles eran sus agresivas prácticas de reclutamiento de acólitos en París.
Collet suspiró.
«Pues no sé si vamos a llegar a alguna parte con estas cuatro pistas inconexas».
Atravesó el lujoso pasillo y entró en el enorme estudio-salón de baile, donde el jefe de la brigada científica se entretenía buscando huellas con ayuda de la brocha. Se trataba de un hombre corpulento que llevaba pantalones con tirantes.
—¿Hay algo? —preguntó Collet.
El investigador negó con la cabeza.
—Nada nuevo. Hay muchas, pero coinciden con las que hay por toda la casa.
—¿Y las del cilicio?
—La Interpol todavía está en ello. Les he transmitido todo lo que hemos encontrado.
Collet se acercó a una mesa, sobre la que había dos bolsas de pruebas selladas.
—¿Y esto?
El agente se encogió de hombros.
—Pura rutina. Me llevo cualquier cosa que resulte peculiar. Collet se le acercó. «¿Peculiar?».
—Este inglés es un tipo raro. Échele un vistazo a esto.
Rebuscó entre las bolsas selladas, encontró la que buscaba y se la alargó a Collet.
La foto mostraba la puerta principal de una catedral gótica, el arco de la entrada, apuntado y estriado, enmarcando una pequeña puerta.
Collet estudió la foto y levantó la vista.
—¿Y esto es peculiar?
—Déle la vuelta.
En el reverso, Collet encontró unas anotaciones en las que se describía la única nave del templo, larga y vacía, como un homenaje pagano al útero femenino. Qué raro. Sin embargo, la nota que comentaba el arco de la entrada fue la que le desconcertó.
—¡Pero qué es esto! Cree que la entrada a la catedral representa la…
—Sí, señor, con los pliegues de los labios y un hermoso clítoris de cinco pétalos en lo alto. —Suspiró—. Te entran como ganas de volver a frecuentar una iglesia.
Collet levantó una segunda bolsa sellada. A través del plástico se veía la imagen brillante de lo que parecía ser un documento antiguo. El encabezamiento rezaba: Les Dossiers Secrets –Número 4° lm 249.
—¿Qué es esto? —preguntó Collet.
—No tengo ni idea. Pero como tiene copias repartidas por toda la sala, lo he metido en una bolsa. Collet estudió el documento.
«¿Prieuré de Sion?», se preguntó Collet.
—¿Teniente? —dijo otro agente asomando la cabeza en el estudio—. La centralita tiene una llamada urgente para el capitán Fache, pero no lo localizan. ¿Quiere atenderla usted? Collet regresó a la cocina y descolgó el teléfono. Al otro lado de la línea estaba André Vernet.
El refinado acento del banquero no lograba disimular la tensión de su voz.
—Creía que el capitán Fache había dicho que me llamaría, pero todavía no me ha dicho nada.
—El capitán está bastante ocupado. ¿Le puedo ayudar en algo? —Me aseguraron que me mantendrían al corriente de las investigaciones a medida que fueran produciéndose.
Durante un momento, le pareció reconocer el timbre de aquella voz, pero no acababa de situarla.
—Señor Vernet, por el momento yo estoy a cargo de las investigaciones aquí en París. Soy el teniente Collet. Se hizo una larga pausa.
—Teniente, me está entrando otra llamada. Le volveré a llamar más tarde.
Y colgó.
Collet se quedó unos segundos con el auricular en la mano. Y entonces le vino a la mente. «¡Ya sabía que me sonaba esa voz!». Ahogó un grito de sorpresa.
«El conductor del furgón blindado. El del Rolex falso».
Ahora entendía por qué había colgado tan deprisa. Habría recordado su nombre, teniente Collet, al que con tanto descaro había engañado hacía unas horas.
Valoró las implicaciones de aquello. «Vernet está metido en todo esto». Su cabeza le decía que debía llamar a Fache, pero su corazón sabía que aquel afortunado hallazgo podía suponer su momento de gloria.
Al momento llamó a la Interpol y solicitó toda la información disponible sobre el Banco de Depósitos de Zúrich y sobre su presidente, André Vernet.