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El reactor alquilado se encontraba sobrevolando las brillantes luces de Mónaco cuando Aringarosa le colgó el teléfono a Fache por segunda vez. Agarró la bolsa para el mareo, pero tenía tan pocas fuerzas que no se veía capaz ni de vomitar.

«¡Que se acabe de una vez todo esto!».

Las últimas noticias de Fache le habían resultado casi totalmente incomprensibles, aunque en realidad esa noche casi todo parecía haber dejado de tener sentido. «¿Qué está pasando?». Todo se había convertido en una espiral fuera de control. «¿Dónde he metido a Silas? ¿Dónde me he metido yo mismo?».

Las piernas le temblaban, pero se acercó hasta la cabina.

—Ha habido un cambio de destino —informó al piloto, que lo miró por encima del hombro y se echó a reír.

—Está de broma, supongo.

—No, debo llegar a Londres cuanto antes.

—Padre, esto es un avié 1 alquilado, no un taxi.

—Le pagaré más, por supuesto. Londres está apenas a una hora al norte y casi no implica ningún cambio de zumbo, así que… —No es cuestión de dinero, padre, hay otras cosas.

—Diez mil euros. Ahora mismo.

El piloto se dio la vuelta con los ojos muy abiertos.

—¿Cuánto? ¿Qué cura lleva tanto dinero en efectivo encima? Aringarosa fue a buscar el maletín, lo abrió, sacó uno de los bonos y se lo dio al piloto.

—¿Qué es esto? —preguntó el piloto.

—Un bono al portador de diez mil euros emitido por la Banca Vaticana.

El piloto no estaba convencido.

—Es lo mismo que dinero.

—Sólo el dinero es dinero —dijo el piloto, devolviéndole el bono.

Aringarosa se sintió débil y se apoyó en la puerta de la cabina.

—Es un asunto de vida o muerte. Tiene que ayudarme. Necesito ir a Londres.

El piloto se fijó en la joya que decoraba la mano del obispo.

—¿Es de diamantes auténticos? Aringarosa miró el anillo.

—De esto no puedo desprenderme.

El piloto se encogió de hombros y miró al frente.

Al obispo le invadió una sensación creciente de tristeza. Observó el anillo. Todo lo que representaba estaba a punto de perderse de todos modos. Tras una larga pausa, se lo quitó y lo dejó con cuidado en el panel de control.

Salió de la cabina y regresó a su asiento. Quince segundos más tarde, notó que el piloto corregía ligeramente el rumbo y enfilaba más al norte.

A pesar de todo, el momento de gloria de Aringarosa se estaba haciendo añicos.

Todo había comenzado como una causa santa. Un plan prodigiosamente diseñado. Ahora, como un castillo de naipes, todo se estaba desmoronando, y no se veía el final por ninguna parte.