—Estás muy callada —le dijo Langdon a Sophie.
—Es que estoy cansada —respondió ella—. Y además está este poema. No sé.
A Langdon le pasaba lo mismo. El zumbido de los motores y el suave balanceo del avión le resultaban hipnóticos, y la cabeza aún le dolía por el golpe que le había dado el monje. Teabing seguía en la parte trasera del avión, y Langdon decidió aprovechar aquel paréntesis a solas con Sophie para decirle algo que hacía tiempo le rondaba por la cabeza.
—Creo que sé, al menos en parte, por qué tu abuelo hizo todo lo posible para que tú y yo nos encontráramos. Creo que hay algo que quería que yo te contara.
—¿Lo de la historia del Santo Grial y lo de María Magdalena no te parece bastante?
Langdon no sabía cómo proseguir.
—La brecha que había entre vosotros. El motivo por el que llevabas diez años sin hablarle. Creo que tal vez tenía la esperanza de que yo lograra que le perdonaras si te hablaba de eso que te alejó de él.
Sophie se removió en su asiento.
—Yo no te he contado qué fue lo que me alejó de él.
Langdon la miró, tanteándola.
—Lo que presenciaste fue un rito sexual, ¿verdad?
Sophie dio un respingo.
—¿Cómo lo sabes?
—Antes me has dicho que viste algo que te convenció de que tu abuelo pertenecía a una sociedad secreta. Y, fuera lo que fuera, te disgustaste tanto que estuviste diez años sin dirigirle la palabra. Sé bastante sobre sociedades secretas y no me hace falta tener la inteligencia de Leonardo da Vinci para saber qué presenciaste.
Sophie lo miraba fijamente.
—¿Fue en primavera? —le preguntó Langdon—. ¿Cerca del equinoccio? ¿A mediados de marzo?
Sophie volvió la cabeza y miró por la ventanilla.
—Fue durante las vacaciones de primavera. Volví a casa de la universidad unos días antes de lo previsto.
—¿Por qué no me cuentas lo que pasó?
—Prefiero no hacerlo. —De pronto, se volvió bruscamente y miró a Langdon con los ojos arrasados de lágrimas—. Es que no sé lo que vi.
—¿Había hombres y mujeres?
Tras un segundo, asintió.
—¿Vestidos de blanco y negro?
Se secó el llanto y volvió a asentir con un movimiento de cabeza. Parecía que, poco a poco, iba aceptando hablar del tema.
—Las mujeres llevaban unos vestidos blancos de gasa… y zapatos dorados. En las manos sostenían esferas también doradas. Los hombres llevaban túnicas y zapatos negros.
Langdon se esforzaba por disimular su emoción, pero casi no daba crédito a lo que estaba oyendo. Sophie Neveu había presenciado sin saberlo una ceremonia sagrada de dos mil años de antigüedad.
—¿Iban con máscaras? —le preguntó con voz tranquila.
—Sí. Todos las llevaban. Las de las mujeres eran blancas y las de los hombres, negras.
Langdon había leído descripciones de aquella ceremonia y conocía sus orígenes místicos.
—Esa ceremonia se conoce como Hieros Gamos —dijo en voz baja—. Tiene más de dos mil quinientos años de antigüedad. Los sacerdotes y sacerdotisas egipcios la celebraban con frecuencia para honrar el poder reproductor de la mujer. —Hizo una pausa y se inclinó hacia ella por encima de la mesa—. Supongo que si presenciaste un Hieros Gamos sin estar preparada para comprender su significado, debió de impresionarte mucho.
Sophie no dijo nada.
—Hieros Gamos es una expresión griega. Significa «matrimonio sagrado».
—El ritual que yo vi no era ningún matrimonio.
—Matrimonio entendido como unión, Sophie.
—Quieres decir como en el acto sexual.
—No.
—¿No? —preguntó sorprendida, cuestionando con la mirada a su interlocutor.
Langdon matizó.
—Bueno… sí, en cierto modo, pero no tal como lo entendemos hoy en día.
Le explicó que, aunque lo que vio parecía un rito sexual, en realidad el Hieros Gamos no tenía nada que ver con el erotismo. Se trataba de un acto espiritual. Históricamente, el acto sexual era una relación a través de la que el hombre y la mujer experimentaban a Dios. En la antigüedad se creía que el hombre era espiritualmente incompleto hasta que tenía conocimiento carnal de la divinidad femenina. La unión física con la mujer era el único medio a través del cual el varón podía llegar a la plenitud espiritual y alcanzar finalmente la gnosis, el conocimiento de lo divino. Desde los días de Isis, los ritos sexuales se consideraban los únicos puentes que tenía el hombre para dejar la tierra y alcanzar el cielo.
—Mediante la comunión con la mujer —prosiguió Langdon—, el hombre podía alcanzar un instante de clímax en el que su mente quedaba totalmente en blanco y veía a Dios.
Sophie lo miró, incrédula.
—¿El orgasmo como oración?
Langdon asintió sin demasiado énfasis, aunque en el fondo Sophie estaba en lo cierto. Desde un punto de vista fisiológico, el clímax del hombre se acompañaba de una fracción de segundo totalmente desprovista de pensamiento; un brevísimo vacío mental. Un momento de clarividencia durante el que podía adivinarse a Dios. Los gurús dedicados a la meditación alcanzaban estados similares de vacío de pensamiento sin recurrir al sexo y solían describir el Nirvana como un orgasmo sin fin.
—Sophie —dijo Langdon en voz baja—, es importante no perder de vista que en la antigüedad el sexo se veía de una manera totalmente opuesta a la nuestra. El sexo engendraba vida, el milagro más extraordinario, y los milagros los hacían sólo los dioses. La capacidad de la mujer para albergar vida en su seno la hacía sagrada, divina. La relación sexual era, así, la unión de las dos mitades del espíritu humano, la masculina y la femenina, a través de la cual el hombre podía hallar la plenitud espiritual y la comunión con Dios. Lo que viste no tenía que ver con el sexo, sino con la espiritualidad. El ritual del Hieros Gamos no es una perversión. Es una ceremonia profundamente sacrosanta.
Aquellas palabras parecían estar tocando alguna fibra sensible en Sophie. Hasta ese momento no había perdido la compostura en ningún momento, pero ahora, por primera vez, Langdon veía que aquella especie de frialdad empezaba a desmoronarse. A sus ojos volvieron a asomarse unas lágrimas, que se secó con la manga.
Le concedió un momento para la reflexión. Entender que el sexo pudiera ser un camino hacia Dios costaba al principio. Los alumnos judíos de Langdon siempre se quedaban boquiabiertos cuando en clase explicaba que la tradición hebrea primitiva incluía ritos sexuales. «Y en el Templo, nada menos». Los primeros judíos creían que el sanctasanctórum en el Templo de Salomón albergaba no sólo a Dios, sino a su poderosa equivalente femenina, la diosa Shekinah. Los hombres que buscaban la plenitud espiritual acudían al templo a visitar a las sacerdotisas —o hierodulas—, con las que hacían el amor y experimentaban lo divino a través de la unión carnal. El tetragramaton judío YHWH —el nombre sagrado de Dios— derivaba en realidad de Jehová, una andrógina unión física entre el masculino Jah y Havah, el nombre prehebraico que se le daba a Eva.
—Para la Iglesia primitiva —expuso Langdon con voz pausada—, el uso del sexo para comulgar directamente con Dios suponía una seria amenaza a los cimientos del poder católico. De ese modo, la Iglesia quedaba fuera de juego y su autoproclamado papel como único vehículo hacia Dios quedaba en entredicho. Por razones obvias, hicieron todo lo que pudieron para demonizar el sexo, convirtiéndolo en un acto pecaminoso y sucio. Otras grandes religiones hicieron lo mismo.
Sophie seguía sin decir nada, pero Langdon notaba que estaba empezando a entender mejor a su abuelo. Irónicamente, aquellos mismos argumentos los había expuesto en una de sus clases a principios de aquel semestre. «No debe sorprendernos que el sexo sea un conflicto para nosotros —les había dicho a sus alumnos—. Tanto lo que hemos heredado de la antigüedad como nuestra propia fisiología nos dicen que el sexo es algo natural, un bello camino hacia la plenitud espiritual, y sin embargo la religión moderna lo ve como algo pecaminoso y nos enseña a temer nuestro deseo sexual como a la propia mano del demonio».
Langdon decidió no escandalizar a sus alumnos explicándoles que más de diez sociedades secretas de todo el mundo —muchas de ellas bastante influyentes— seguían practicando ritos sexuales y mantenían vivas las antiguas tradiciones. El personaje de Tom Cruise en la película Eyes wide shut lo descubría sin querer cuando se colaba en una reunión privada de neoyorquinos de clase alta y era testigo de un Hieros Gamos. Por desgracia, los realizadores de la película no habían reflejado correctamente los pormenores, pero lo esencial estaba ahí, una sociedad secreta en comunión, entregándose a la magia de una unión sexual.
—Profesor Langdon —le dijo un alumno de la última fila que tenía la mano levantada—. ¿Está insinuando que en vez de ir a la iglesia deberíamos tener más vida sexual?
Langdon ahogó una carcajada, sin ninguna intención de morder aquel anzuelo. Según había oído, en las fiestas que se celebraban en Harvard no era sexo lo que faltaba precisamente.
—Señores —dijo, sabiendo que pisaba terreno resbaladizo—, permítanme que les dé mi opinión. No es mi intención recomendarles las relaciones prematrimoniales, pero tampoco soy tan ingenuo como para pensar que todos son unos angelitos castos, así que quiero ofrecerles un consejo sobre su vida sexual.
Todos los hombres de la sala se echaron un poco hacia delante y se dispusieron a escuchar con atención.
—La próxima vez que estén con una mujer, busquen dentro de su corazón y pregúntense si son capaces de ver el sexo como un acto místico, espiritual. Desafíense a ustedes mismos para ver si son capaces de hallar esa chispa de divinidad que el hombre sólo alcanza a través de la unión con la divinidad sagrada.
Las alumnas sonrieron y asintieron con la cabeza.
Los hombres empezaron a reír nerviosamente y a hacer comentarios subidos de tono.
Langdon suspiró. Aquellos universitarios seguían siendo unos niños.
Sophie sintió frío en la frente al apoyarla en la ventanilla del avión. Se puso a mirar al vacío, intentando procesar lo que Langdon acababa de contarle. En lo más profundo de su ser había arrepentimiento. «Diez años». Visualizó los fajos de cartas sin abrir, las que su abuelo le había enviado. «Voy a contárselo todo a Robert». Sin cambiar de posición, Sophie empezó a hablar. En voz baja. Temerosamente.
Al empezar a contarle lo que había sucedido aquella noche, se sintió arrastrada hasta el pasado, hasta el bosque que rodeaba el cháteau normando de su abuelo… recorriendo, confusa, la casa en su busca… oyendo las voces más abajo… encontrando al fin la puerta oculta. Bajó muy despacio la escalera, peldaño a peldaño, hasta llegar a aquella cueva del sótano. Notaba el olor a tierra que impregnaba el aire; fresco, ligero. Era marzo. Desde la penumbra de su escondite observaba a aquellos desconocidos que se movían y entonaban cánticos a la luz parpadeante de unas veas naranjas.
«Estoy soñando —se dijo Sophie—. Esto es un sueño. ¿Qué otra cosa puede ser?».
Las mujeres y los hombres se disponían alternados, blanco, negro, blanco, negro. Los hermosos vestidos de gasa de ellas se mecían cuando levantaban las esferas doradas con la mano derecha y entonaban al unísono: «Yo estaba contigo en el principio, en el alba de todo lo sagrado, te llevaba en el vientre antes de que empezara el día».
Las mujeres bajaban las esferas y todos se echaban hacia delante y hacia atrás como en trance. Le hacían reverencias a algo que había en el centro del círculo.
«¿Qué estarán mirando?».
Ahora las voces recitaban más alto y más deprisa.
—¡La mujer que contemplas es el amor! —entonaban, volviendo a levantar las esferas.
—¡Y tiene su morada en la eternidad! —respondían los hombres.
Los cánticos volvían a coger velocidad. Aceleraban. Se volvían frenéticos, cada vez más rápidos. Los participantes se unían en el centro y se arrodillaban.
Al fin, en ese instante, Sophie vio lo que estaban contemplando.
Sobre un altar bajo y labrado, en el centro de un círculo había un hombre tendido. Estaba desnudo, boca arriba, y llevaba puesta la máscara negra. Reconoció al momento aquel cuerpo y la marca de nacimiento que tenía en el hombro. Estuvo a punto de gritar: «¡abuelo!». Aquella imagen, por sí misma, habría bastado para alterar profundamente a Sophie, pero aún había más.
Montada sobre él había una mujer con una máscara blanca y el pelo abundante y gris que se le derramaba por la espalda. Era bastante corpulenta, ni mucho menos perfecta, y se movía al ritmo de los cánticos, haciéndole el amor a su abuelo.
Sophie hubiera querido salir corriendo de allí, pero no podía. Los muros de aquella cueva la aprisionaban y la salmodia, más parecida ahora a una canción, alcanzaba su tono más agudo y febril en un enloquecido crescendo. Con un rugido repentino, aquella estancia pareció entrar en la erupción de un clímax. Sophie no podía respirar. Entonces se dio cuenta de que estaba llorando en silencio. Se dio la vuelta y, a trompicones, subió la escalera, salió de la casa y volvió a París temblando.