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Cuando el Hawker estabilizó su posición y apuntó el morro hacia Inglaterra, Langdon sostuvo con mucho cuidado la caja de palisandro que se había puesto sobre las piernas para protegerla durante el despegue. Ahora, al dejarla sobre la mesa, notó la impaciencia de sus compañeros de viaje.

Levantó la tapa y, en vez de fijarse en los discos con letras del criptex, se concentró en el pequeño agujero que había en el reverso. Con la ayuda de la punta de un bolígrafo separó la rosa encastrada en el frente de la tapa, y dejó al descubierto el texto inscrito en el fondo del hueco que ahora quedaba a la vista. «Sub rosa», pensó, con la esperanza de que una mirada renovada a aquellas frases aportara algo de claridad a su mente. Dedicándole todas sus energías, Langdon estudió los extraños caracteres.

Tras unos segundos, volvió a sentirse invadido por la misma frustración inicial.

—Leigh, no consigo identificarlo.

Desde donde Sophie estaba sentada, enfrente de él, no veía el texto, pero le sorprendía la incapacidad de Langdon para identificar al momento de qué lengua se trataba. «¿Acaso mi abuelo conocía un idioma tan secreto que ni siquiera un especialista en simbología es capaz de identificarlo?». Pero pronto se dio cuenta de que no debía sorprenderse por una cosa así. Aquel no era el primer secreto que Jacques Sauniére le había ocultado a su nieta.

Delante de Sophie, Leigh Teabing ya no podía más. Ansioso por ver el texto, se agitaba en su asiento, echándose hacia delante, intentando ver por encima del hombro de Langdon, que aún estaba inclinado sobre la tapa.

—No lo sé —susurró Langdon con énfasis—. Mi primera impresión ha sido que se trataba de una lengua semítica, pero ahora ya no estoy tan seguro. La mayoría de lenguas de raíz semítica recurren a signos diacríticos llamados nikkudim. Y esta no los tiene.

—Seguramente será antigua —aventuró Teabing.

—¿Nikkudim? —preguntó Sophie.

Teabing no despegaba la vista de la caja.

—La mayoría de lenguas semíticas no tienen vocales y usan los nikkudim, puntitos y guiones que se escriben debajo o dentro de las consonantes, para indicar el sonido que las acompaña. Está demostrado históricamente que el nikkudim es una aportación relativamente moderna a la lengua.

Langdon seguía empeñado en descifrar los caracteres.

—Tal vez se trate de una transliteración sefardí…

Teabing no aguantó más.

—Tal vez si me dejas…

Se arrimó a Langdon y movió la caja para poder ver el texto. Sí, Langdon conocía sin duda las lenguas antiguas más comunes, griego, latín, y las lenguas romances, pero con sólo echar un vistazo a aquel escrito, Teabing vio que se trataba de algo más especializado, tal vez una trascripción Rashi o un STAM con coronas, otro sistema de trascripción de la lengua hebrea.

Respiró hondo y se concentró de nuevo en el texto. Estuvo un buen rato sin decir nada. A cada segundo que pasaba, su confianza parecía flaquear más y más.

—Estoy asombradísimo —dijo Langdon en un tris de darse por vencido—. No se parece a nada que haya visto en mi vida.

—¿Me dejáis verlo? —pidió Sophie. Teabing fingió no oírla.

—Robert, has dicho antes que te parecía que habías visto antes algo parecido, ¿no?

Langdon parecía humillado.

—Eso me ha parecido. No sé por qué, pero me resulta familiar.

—Sir Leigh —insistió Sophie, a la que sin duda no le hacía ninguna gracia que la excluyeran del debate—. ¿Podría echarle un vistazo a la caja de mi abuelo?

—Sí, claro, querida —respondió Teabing, acercándosela.

Su intención no había sido sonar paternalista, pero lo cierto era que Sophie estaba a años luz de poder resolver nada. Si un miembro de la Academia Británica de Historia y un especialista en simbología licenciado en Harvard no eran capaces siquiera de identificar aquella lengua…

—¡Aja! —exclamó Sophie tras examinar el texto durante unos segundos—. Tendría que habérmelo imaginado.

Teabing y Langdon se volvieron al unísono y la miraron, atónitos.

—¿Imaginado qué? —preguntó Teabing. Sophie se encogió de hombros.

—Imaginado que esta es la lengua que habría usado mi abuelo.

—¿Está diciendo que sabe leer este texto? —aventuró sir Leigh.

—Sin ningún problema —respondió Sophie con voz cantarina. Se notaba que aquella situación le divertía considerablemente—. Mi abuelo me enseñó esta lengua cuando yo tenía sólo seis años. La domino a la perfección. —Se apoyó en la mesa y miró con severidad a su interlocutor—. Y, francamente, señor, teniendo en cuenta su fidelidad a la Corona, me extraña que no la reconozca.

Al oír aquellas palabras, Langdon cayó de inmediato en la cuenta.

«¡Ahora entiendo que me sonara tanto!».

Hacía unos años, Langdon había asistido a un acto en el Museo Fogg, en Harvard. Bill Gates, el alumno que abandonó los estudios universitarios, volvía como hijo pródigo para donar a la institución una de sus más preciadas adquisiciones: dieciocho folios de papel que había comprado en una subasta de piezas pertenecientes a la Armand Hammer Estate.

Le habían costado más de treinta millones de dólares.

El autor de aquellas páginas no era otro que Leonardo da Vinci.

Los dieciocho folios —conocidos posteriormente como El Códice Leicester, por su famoso propietario, el conde de Leicester— eran todo lo que quedaba de uno de los cuadernos más fascinantes de Leonardo, que contenía ensayos y dibujos en los que se exponían las avanzadas teorías de su autor en materias como la astronomía, la geología, la arqueología y la hidrología.

Langdon no iba a olvidar nunca su reacción cuando, tras hacer cola para verlos, se había encontrado frente a aquellos carísimos pergaminos. Qué decepción. Aquellas páginas eran ininteligibles. A pesar de su excelente estado de conservación y de estar escritas con una caligrafía impecable —con tinta carmesí sobre papel crudo—, el códice parecía un compendio de garabatos. En un primer momento pensó que no los entendía porque estaban escritos en un italiano arcaico. Pero al estudiarlos con más detenimiento, constató que no era capaz de identificar ni una sola palabra, ni una sola letra.

—Inténtelo con esto, señor —le dijo una profesora que estaba a su lado. Le señaló un espejo de mano apoyado en el expositor. Langdon lo cogió y trató de leer el texto en el reflejo.

Al momento todo se le hizo claro.

Su impaciencia por poder leer de primera mano algunas de las ideas de aquel gran pensador era tal que había olvidado que entre los numerosos talentos artísticos del genio estaba su habilidad para escribir al revés, de manera que lo que escribía resultaba prácticamente ininteligible a todo el mundo. Los historiadores aún no se habían puesto de acuerdo sobre si Leonardo recurría a aquella técnica simplemente para entretenerse o para evitar que los demás le robaran las ideas. El caso era que el artista hacía siempre lo que le venía en gana.

En su fuero interno, Sophie se alegró al ver que Robert había captado lo que había querido decir.

—Las primeras palabras puedo leerlas más o menos —dijo. Teabing seguía farfullando.

—¿Qué está pasando aquí?

Es un texto invertido —precisó Langdon—. Nos hace falta un espejo.

—No —rebatió Sophie—, diría que la lámina que forma la base del hueco donde está encastrada la rosa es muy fina. Acercó la caja de palisandro hasta una luz y empezó a examinar la parte posterior de la tapa. Como su abuelo en realidad no sabía escribir al revés, lo que hacía era escribir de forma normal y luego darle la vuelta al papel y calcar la versión invertida.

Al acercar la tapa a la luz, vio que tenía razón. El haz de luz atravesó la fina lámina de madera y el texto apareció del derecho en el reverso de la tapa, perfectamente legible.

—Ahora sí lo entiendo perfectamente.

En la parte trasera del avión, Rémy Legadulec hacía esfuerzos por oír lo que decían, pero con el ruido de los motores, la conversación se le hacía inaudible. No le gustaba nada el cariz que estaban tomando los acontecimientos aquella noche. Nada de nada. Miró al monje acurrucado a sus pies, que en aquel momento no se movía lo más mínimo, como si hubiera entrado en un trance de aceptación o estuviera, tal vez, rezando por su liberación.