El editor neoyorquino Jonas Faukman acababa de acostarse cuando sonó el teléfono. «No son horas de llamar», pensó mientras descolgaba.
Oyó la voz de una operadora.
—¿Acepta una llamada a cobro revertido de Robert Langdon? Desconcertado, Jonas encendió la luz. —Eh… sí, claro.
Sonó un clic en la línea.
—¿Donas?
—¿Robert? Me despiertas y encima me haces pagar a mí la llamada.
—Discúlpame. No puedo hablar mucho, pero tengo que saber una cosa. El original que te pasé. ¿Lo has…?
—Robert, lo siento, ya sé que te dije que te enviaría el original revisado esta semana, pero estamos desbordados de trabajo. El lunes te lo hago llegar sin falta, te lo prometo.
—No es la revisión del original lo que me preocupa. Lo que quiero saber es si has enviado sin decírmelo copias del texto a alguien pidiéndole que escriba algún comentario sobre mi obra.
Faukman no respondió. El último trabajo de Langdon —un estudio sobre la historia del culto a la Diosa— incorporaba unos capítulos dedicados a María Magdalena que sin duda iban a provocar revuelo en ciertos sectores. Aunque el material estaba bien documentado y ya había sido abordado por otros autores, Faukman no estaba dispuesto a enviar galeradas a la prensa si no contaba antes con los comentarios elogiosos de al menos algunos historiadores de prestigio y de expertos en arte. Jonas había decidido enviar capítulos del texto a diez grandes nombres del mundo de la cultura, adjuntando una carta en la que amablemente les preguntaba si estarían dispuestos a redactar una breve nota elogiosa que se incluiría en la contraportada. Por experiencia sabía que a la mayoría de la gente le encantaba ver su nombre impreso.
—¿Donas? —insistió Langdon—. Le has enviado mi texto a alguien, ¿verdad?
Faukman frunció el ceño; notaba que a Langdon aquello no le hacía demasiada gracia.
—Tu trabajo es impecable, Robert, y quería darte una sorpresa y que te encontraras con unos buenos comentarios de gente importante.
Hubo una pausa.
—¿Le has enviado una copia al conservador del Louvre?
—¿Y por qué no iba a hacerlo? Su colección aparece citada varias veces en tu libro, y su nombre sale en la bibliografía. Además, es un hombre que vende muy bien en el extranjero.
El silencio al otro lado de la línea se prolongó un largo instante.
—¿Y cuándo se lo enviaste?
—Hará cosa de un mes. Y también le comenté que ibas a ir pronto a París y le sugerí que quedara contigo para conversar. ¿Se ha puesto en contacto contigo? —Faukman hizo una pausa y se frotó los ojos—. Un momento, ¿no era esta semana cuando ibas a París?
—Estoy en París.
Faukman se sentó en la cama.
—¿Me estás llamando desde París a cobro revertido?
—Descuéntamelo de mis derechos de autor, Jonas. ¿Y volviste a recibir alguna noticia de Sauniére? ¿Sabes si le gustó mi trabajo?
—No lo sé. Aún no me ha dicho nada.
—Bueno, no te canso más. Tengo que dejarte, pero esto explica muchas cosas. Gracias.
—Robert…
Pero Langdon ya había colgado.
Faukman colgó el auricular y meneó la cabeza, molesto. «Autores —pensó—. Hasta los más cuerdos están locos de atar».
En el Range Rover, Leigh Teabing soltó una carcajada.
—Robert, ¿me estás diciendo que has escrito un libro que trata de una sociedad secreta, y que tu editor le ha enviado una copia del original a un miembro de esa misma sociedad secreta?
Langdon estaba hundido.
—Evidentemente.
—Cruel casualidad, amigo mío.
«La casualidad no tiene nada que ver con esto». Langdon estaba convencido. Pedirle a Jacques Sauniére que escribiera una cita de contraportada para un libro sobre el culto a la diosa era tan obvio como pedirle a Tiger Woods que hiciera lo propio para otro sobre golf. Y además, era casi obligado que cualquier trabajo sobre el culto a la diosa incluyera alguna mención al Priorato de Sión.
—Ahí va la pregunta del millón de dólares —dijo Teabing sin dejar de reír—. El tratamiento que haces del Priorato en tu obra, ¿es favorable o desfavorable?
Langdon se daba perfecta cuenta de lo que quería decir su amigo. Muchos historiadores cuestionaban que el Priorato siguiera manteniendo ocultos los documentos del Sangreal. Había quien opinaba que hacía ya mucho tiempo que deberían haberlos dado a conocer al mundo entero.
—Mantengo una postura neutral respecto a las acciones del Priorato.
—Quieres decir que no tomas partido.
Langdon se encogió de hombros. Por lo que se veía, Teabing era partidario de hacer públicos los documentos.
—Me limito a trazar una historia de la hermandad y a describirla como sociedad moderna de culto a la diosa que custodia el Grial y protege antiguos documentos.
Sophie lo miró.
—¿Y mencionas la clave?
Langdon se estremeció.
Sí. Muchas veces.
—Hablo de la supuesta clave como ejemplo de lo que el Priorato está dispuesto a hacer para proteger los documentos del Sangreal.
Sophie parecía sorprendida.
—Supongo que eso explica lo de "P. S. Buscar a Robert Langdon"
Langdon tenía la sensación de que era otra cosa la que había despertado el interés de Sauniére en el manuscrito, pero eso era algo de lo que ya hablaría con Sophie cuando estuvieran a solas.
—Bueno, entonces —dijo Sophie—, le has mentido al capitán Fache.
—¿Qué?
—Le dijiste que nunca mantuviste correspondencia con mi abuelo.
—Y no la mantuve. Fue mi editor quien le envió el libro.
—Piénsalo, Robert. Si el capitán Fache no encontró el sobre en el que el editor le envió tu obra, lo más lógico es que concluyera que se la habías enviado tú. —Hizo una pausa—. O peor aún; que se la habías entregado en mano y no querías admitirlo.
Cuando el Range Rover llegó al aeródromo de Le Bourget, Rémy lo llevó hasta un hangar que había en un extremo de la pista. Cuando ya estaban cerca salió a recibirlos un hombre despeinado y con pantalones militares arrugados. Les hizo una seña y abrió la enorme puerta de chapa ondulada, dejando a la vista el elegante jet blanco que había dentro.
Langdon contempló el brillante fuselaje.
—¿Esta es Elizabeth?
Teabing sonrió.
—Más rápida que el tren del Canal.
El piloto se acercó a ellos deprisa, deslumbrado por la luz de los faros.
—Ya casi está listo, señor —dijo con acento inglés—. Disculpe el retraso, pero me ha cogido por sorpresa y estaba… —Se detuvo en seco al ver que más gente empezaba a bajar del coche. Primero lo hicieron Sophie y Langdon, y luego lo hizo Teabing.
—Mis socios y yo tenemos asuntos urgentes que atender en Londres. No podemos perder ni un minuto. Por favor, prepáralo todo para despegar de inmediato.
Dicho esto, sacó la pistola del coche y se la entregó a Langdon. El piloto manifestó una sorpresa mayúscula al ver el arma. Se acercó a Teabing y le susurró al oído.
—Lo siento, señor, pero los permisos diplomáticos de vuelo sólo me autorizan a llevarlo a usted y a su mayordomo. Sus invitados no pueden viajar.
—Richard —dijo Teabing sonriendo afablemente—. Dos mil libras esterlinas y la pistola cargada dicen que sí puedes llevar a mis invitados. —Señaló en dirección al Range Rover—. Y al desgraciado que llevamos ahí detrás.